Críticas

La amistad como escudo

Anton, su amigo y la revolución rusa

Anton. Zaza Urushadze. Ucrania, 2019.

Zaza Urushadze, director de Mandarinas –la película georgiana que conmovió a la audiencia en 2013 y que se dio a conocer con su nominación a los premios Oscar como mejor filme extranjero–, murió en 2019 con apenas 53 años de edad, mientras realizaba su último trabajo, Anton, su amigo y la revolución rusa, por lo que su estreno ha sido de forma póstuma.

Continuando con el mensaje antibélico, eje por el que circulaba Mandarinas, decidió centrar su atención, esta vez, en un pequeño poblado de Ucrania, donde se ubicaba una comunidad alemana en tiempos de la revolución bolchevique y la Primera Guerra Mundial.

Con un guion basado en hechos reales, extraídos de la novela del escritor georgiano Dale Eisler, Urushadze plantea el relato desde el punto de vista narrativo de dos niños –Anton (Nikita Shlanchak), de religión cristiana, y Jacob (Mykyta Dziad), de religión judía–, que debieron sobrellevar penosas situaciones generadas por la guerra, refugiándose en su inocente y cercana amistad. Por medio de un largo flashback que nos devuelve a su niñez, conocemos su origen y el motivo de su larga separación.

A lo largo de la película, se van desarrollando dos planos paralelos, uno, más realista y cruento, en el que se mueven los adultos, y otro, fantasioso, soñador y lleno de esperanza, un mundo creado por los niños; es este equilibrio el que sostiene el drama histórico y le aporta su lado humano.

Podemos observar claramente que, ciertas temáticas que interesaban al realizador, como lo son la tolerancia, la dignidad, la lealtad, la inalcanzable paz, así como también, la venganza, la traición y el dolor, se repasan nuevamente en Anton…, aunque sin la contundencia ni maestría de la mencionada Mandarinas (una cinta mejor cimentada, con personajes minuciosamente construidos, a partir de una amplia gama de matices).

Aun así, la puesta en escena sobresale debido a un extremo cuidado de la imagen, de la mano de su director de fotografía Mikhail Petrenko. La mancuerna opta por una cámara que se desplaza con precisión a través de grandes extensiones de tierra, puliendo cada encuadre con bellos paisajes ucranianos como contexto para la ubicación de sus personajes; a la vez que acerca reiteradamente la lente a sus rostros, para conseguir fuerza tanto en los planos panorámicos como en los planos cerrados, balanceándose constantemente de los unos a los otros. De tal forma, que se maneja libremente y está en constante movimiento para poder seguir el paso de los pobladores y especialmente de los dos pequeños, al tiempo que ellos se esconden en los pajares, se sientan a jugar en los montes rocosos; o también cuando se recuestan a observar las nubes para dotarlas de algún significado que les brinde la certera esperanza de que su amistad será duradera, incluso más allá de la muerte.

La melodía que se compuso para el filme y que se utiliza como el leitmotiv, acompaña la mayoría de los momentos en que la emoción dramática requiere ser reforzada, por lo que resulta de gran utilidad narrativa y de apoyo a la acción, aunque por el lado contrario, es el completo silencio –que acompaña las largas tomas sin diálogos, música o sonido ambiental–, el que sostiene las escenas de mayor tensión.

Resulta curioso que la narración presente a dos niños –judío y alemán– que en un futuro serán enfrentados (sin ellos preverlo), durante la Segunda Guerra Mundial, en la que probablemente Anton, ya en Alemania, deberá tomar parte, y de la que Yosef, seguramente, tuvo que huir para proteger su vida. Este ardiente fuera de campo, que se presiente y se adivina, por estar ubicado en el futuro de la acción, nos es sugerido para que sea completado con nuestra imaginación, ya que no forma parte del relato. Sin embargo, uno no puede dejar de pensar en lo que la historia deparará a los protagonistas en los años próximos al cierre de la película.

Volviendo al tiempo diegético de Anton, su amigo y la revolución rusa, el episodio cargado de violencia que nos muestra Urushadze y que se ocupa, sobre todo, de la llegada de soldados rusos al poblado ucraniano, comandados por Dora (Tetiana Grachik), una despiadada mujer y por Trotski (Oleg Simonenko), el intransigente líder, nos presenta dichos personajes –a los que convendría confeccionar más a fondo– de forma un tanto unidimensional.

Lo mismo sucede con el resto de los personajes secundarios, como el padre de Jacob o la madre de Anton, de los que sabemos poco y no logramos descifrar en su totalidad. Su lucha (por defensa o venganza) se da por sobreentendida, sin embargo, se agradecería un poco de más información sobre sus motivaciones o sobre la esencia de su identidad, además de un mayor esmero en su construcción  para procurar, así, no dejar tantos cabos sueltos.

No obstante Anton, su amigo y la revolución rusa se disfruta, en especial, por la mirada humanista que distingue a Zaza Urushadze; asimismo, por enfocarse sobre todo en la inocencia sin límite de los niños protagonistas y por compartir la visión esperanzadora de una amistad que fue capaz de resistir las barreras de las desgracias y el paso del tiempo.

Filme que por las circunstancias especiales en que se presenta, se convierte en el legado de un director que, lamentablemente, partió muy pronto y que nos quedó a deber tantas obras que quizás estaban por venir.

 

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Ficha técnica:

Anton, su amigo y la revolución rusa (Anton),  Ucrania, 2019.

Dirección: Zaza Urushadze
Duración: 102 min minutos
Guion: Dale Eisler, Zaza Urushadze, Vadym Yermolenko
Fotografía: Mikhail Petrenko
Música: Patrick Cannell, Miroslav Skorik
Reparto: Natalia Ryumina, Regimantas Adomaitis, Vaiva Mainelyte, Juozas Budraitis, Anton Sebastyan, Sergey Denga, Simson Bubbel, Pavlo Shpegun, Oleg Simonenko, Nikita Shlanchak, Bogdan Parshakov, Vladimir Levitskiy

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