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Evolución y obsolescencia

En lo que se refiere a nuestra manera de clasificar el mundo en relación a su movimiento histórico, todo parece reducirse a unas pocas ideas básicas sobre las cuales se levanta una visión risiblemente cósmica: se supone, de hecho, que estaríamos ante un camino hacia una teórica perfección que solo puede encarnarse en tanto parte del espíritu humano. El hombre, dicho de otra manera, sería el centro no solo del cosmos, sino de toda la historia, como si los milenios antes de la llegada del homo erectus no tuvieran sentido. Se define así la presencia del ser humano en tanto punto de partida del único diálogo posible sobre la historia, demostración de una necesidad de protagonismo que no parece que hayamos ido perdiendo con los nuevos descubrimientos de la ciencia. El progreso, por esta razón, sería algo real, del que nos resultaría imposible alejarnos, ya que forma parte de lo que se define como características típicas del conjunto humano; un progreso, este, que no se limita a las mejorías de la técnica o de la ciencia (algo afortunadamente innegable), sino que se adivina también en los mecanismos del arte del buen gobierno, sean estas las leyes que rigen nuestras costumbres diarias, sean estas las que administran el funcionamiento del mercado (global o local que sea). El problema de una visión de este tipo no es que sea mala en sí, ya que los progresos sociales son necesarios, sino que supone la existencia de algo que está fuera de nuestro alcance y que, por ser una entidad abstracta, pero real, nos quitaría una serie de elementos necesarios para la comunidad, elementos que se basan no en lo exterior, sino en lo interior; para emplear palabras más simples, hay que reconocer que el progreso nace por parte del hombre, y no estaría fuera de él. La responsabilidad, entonces, sería nuestra.

En el juego de la progresión hacia lo más perfecto, juego que (pasivamente) se rige en nuestra concepción de la historia, se encuentra el problema del cambio radical de nuestra especie, no tanto en su forma biológica, sino en lo que se refiere a su posición dominante. Volvemos así a una cuestión que tiene un carácter de ejercicio mental: no solo podemos pensar en algo mejor que nosotros, sino que efectivamente la técnica nos permite crearlo. Ciencia ficción, esta, que nos lleva a un período en el cual las mujeres todavía se encontraban en un situación de inferioridad (no real, por supuesto, o sea no efectiva desde un punto de vista de capacidad teórica, sino social, cultural, en otras palabras), periodo en el cual surge de una familia con un padre moderno una mujer que, muy joven, decide ir a Suiza con su amante (¿compañero?) y escribir Frankenstein. Si yo creo la vida, parece decir la novela, puedo también crear algo mejor, más fuerte que el simple ser humano. Demostración, entonces, de una necesidad típicamente nuestra del amor por la perfección, síntoma de una incapacidad de darle una importancia menor al concepto de inferioridad que sentimos, en relación no solo a nuestros pares, sino también al teórico creador del universo (el todopoderoso, analizado en tanto idea, resume en sí lo que querríamos ser, pero que nunca seremos).

Sin embargo, el cambio de la biología a la técnica cibernética nos empuja hacia un universo más frío y menos humano. La presencia del robot, en Metropolis de Fritz Lang, supone no solo una crítica contra el teórico progreso de aquellos años (una crítica que podemos encontrar muy fácilmente en las páginas de Miguel de Unamuno, véase su Mecanópolis), sino el reconocimiento todavía acerbo (y por esta razón, amargo) del peligro de una raza superior. Efectivamente, el ser humano que encontramos en Lang se pone en una relación de completa inferioridad ante las máquinas, símbolo este de una sociedad menos humana y que, por tal razón, no puede sino llevar a la desaparición. no tanto de nuestra especie, sino de las características que le pertenecen. De evolución, entonces, y afirmación de un peligro latente que podría explotar en cualquier momento. Vuelve entonces el problema de la lectura profunda de Darwin, la cual nos entrega una estructura de la vida en el cosmos que no se construye en relación a lo bueno o a lo malo, sino que, en su amoralidad, pone en relieve el único dogma de la supervivencia. Se supone, así, que la raza que es creada por el hombre y que se encuentra entre lo diferente y lo igual (posición esta que hace que estos seres formen parte y no formen parte de nuestra existencia) presente unos detalles capaces de hacernos afirmar que, sí, nuestra forma presente no es el cénit de toda perfección cósmica, sino un elemento perfectible. Nos quedaría, por esta razón, solo la cuestión del alma (para los creyentes) o de los sentimientos (para los que no creen).

De todas formas, saltando más de mitad siglo, una vez que nos acercamos a aquellos dos elementos inolvidables del mundo cinematográfico, el asesino robótico de Terminator y los meta-biológicos de Blade Runner, lo que se podría pensar inicialmente es que estamos otra vez ante el miedo luddista, ¿Sería un error pensar que entre ellos y la máquina de Lang hay una relación profunda y casi igual? El problema, quizás, se deba a una visión más horrible de lo que significa efectivamente el futuro. Hay que volver, por supuesto, a las conexiones que se instauran en el tejido estructural de la historia biológica si tomamos en cuenta lo que Darwin y los darwinistas nos proponen: la especie humana no es el producto de una teórica perfección trascendente, ya que el concepto de perfección solo es una construcción abstracta humana. Lo que sí podemos decir es que existen algunas características nuestras que podemos perfeccionar, lo cual tiene que leerse en el contexto limitado de nuestra especie: un cuerpo más fuerte se define como mejor en el conjunto de aquellas habilidades que pensamos fundamentales (para que se entienda la cuestión, piénsese en el color de la piel, un detalle insignificante para, esperamos, todo ser humano de hoy, pero que según la posición de la persona en el mundo podría presentar ventajas o desventajas, como una tez demasiado clara bajo el sol del África septentrional). ¿Qué representan, entonces, los seres mecánicos homicidas de Cameron o los asesinos biológicos de Scott?

La superación de un estadio de por sí implica tirar a la basura lo que precede al nuevo producto. Los replicantes y el terminator son, entonces, la demostración metafóricas de nuestra posición inestable: el hombre, centro del universo, criatura perfecta de un Dios perfecto, revela su estatus de concepción medieval que nada tiene que ver con una realidad científica y que, por esta razón, resulta incapaz de aceptar una lectura diferente, como pueden ser las herejías. O se acepta nuestro estatus de inferioridad, o nos deshacemos de nuestra mejor cualidad, el libre uso de la pura razón. El espectador de las dos películas se levanta así de su butaca, terminada la proyección, con una sensación de malestar, un cansancio fisiológico que se parece a la náusea. Aquel futuro horrible del que nosotros hemos sido testigos es la demostración del carácter dialógico del arte, en especial manera, del cine; los directores, con sus obras, nos han estado subrayando lo que psicológicamente intentamos borrar de nuestras mentes en esta era postdarwiniana. Así como nos deshacemos de aquellos productos tecnológicos que después de unos años caen en el infierno de la obsolescencia, así pasará con nosotros, en tanto especie dotada de razón, bloqueada en una acción en desarrollo que tiene como nombre la palabra evolución. Seguimos así atados a la idea de una supuesta superioridad, de una perfección progresiva, creando seres mejores, más fuertes, pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que lo peor no es que surja una especie mejor, sino que nos encontremos en un estado de inutilidad, símbolo de una desaparición no momentánea sino eterna.

El futuro que nos presentan los filmes de aquí arriba no es, entonces, un ejercicio de catarsis; es la incontrovertible afirmación de un destino del que no nos podemos sustraer, negando a la naturaleza (o, mejor dicho la Naturaleza) su normal desarrollo. Si el hombre no es la criatura más perfecta del universo, todo esto no es un problema demasiado profundo, ya que por lo menos mantendríamos nuestra existencia en tanto seres iguales a los otros y, si en algunos casos resultamos inferiores (los ojos del hombre y los ojos de las águilas, por ejemplo), en otros demostramos nuestra superioridad (nuestra capacidad de usar la inteligencia para construirnos un amparo). Sin embargo, la pérdida de nuestra importancia sufre una caída más fuerte al darse cuenta de que todo lo que vemos no puede sino ser transitorio, un momento que, en su incapacidad de pararse, nos prohíbe acercarnos a aquella sensación mística que es el infinito. A morir vamos, sí, pero no como hombre y mujer, sino como especie, sustituidos, quizás, por seres mecánicos o metabiológicos, creaciones, estas, de nuestras manos. Y esto, obviamente, es el peor futuro que nos podríamos imaginar: nada fuimos, nada seremos y, por ende, nada somos.

Lecturas – se aconseja la lectura crítica del cuento de Unamuno (Mecanópolis) y de los capítulos XX, XXII y XXIII («El libro de las máquinas») de Erewhon, de Samuel Butler.

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