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Verano: promesas de una felicidad posible

No hace mucho, viendo  My Mexican Bretzel  (Nuria Giménez Lorang, 2019), esa hermosa película que reflexiona sobre el significado, ambiguo y extenso a la vez, que puede poseer la imagen, me vinieron  a la memoria todas esas imágenes que, antes más que ahora, la gente guarda como recuerdo de los momentos importantes de su vida. En tiempos pasados solían ser  unas cuantas fotografías guardadas en cajas u organizadas en álbumes  y a veces algún video casero.  Bodas, bautizos y sobre todo  viajes y vacaciones de verano en el campo, en la montaña, junto al mar o en alguna ciudad lejana eran los temas recurrentes.  Siempre se podía ver en esas imágenes a una o varias personas sonriendo a  cámara para dejar constancia de que en algún momento la felicidad había estado presente en sus vidas. Esto también sucede hoy, pero la profusión de imágenes que tomamos y el formato digital quizá resten cierto encanto a este acto que Pedro Meyer justificó en su libro Fotografío para recordar.

De lo que también podemos percatarnos es que, en la gran mayoría de los casos, estos momentos recogidos sucedían en verano, esa época que se antoja mágica y abierta a la posibilidad. En ella pareciera que es más fácil ser feliz, bien porque nos trasportamos a otros lugares o porque el cambio de rutina nos hace sentir que nuestra vida, a veces, puede ser otra.

El verano y los momentos de distensión que lo suelen acompañar permanecen en el imaginario colectivo como promesa de felicidad, como escenario posible para alcanzar  esa vida soñada o imaginada.

La posibilidad es esperanza y en este sentido el filósofo alemán Ernst Bloch, sumergido en reflexiones sobre el concepto de la utopía dijo: “La esperanza también puede, incluso debe, resultar frustrable, de lo contrario no sería esperanza”. Todos nuestros sueños de verano, todos nuestros intentos de abrazar la felicidad, pueden lograrse o no.

Por supuesto, el cine ha sido testigo de este anhelo tan humano y el imaginario colectivo sobre la felicidad estival ha estado presente en la narrativa fílmica en muchas ocasiones. Y Bloch tenía razón: la esperanza frustrable en algunos casos se torna esperanza  frustrada.

Junto a las muchas y exultantes imágenes de archivo de My Mexican Bretzel enmarcadas en yates, viajes, playas y  también en la nieve, porque los ricos amplían sus posibilidades de felicidad en el invierno, en otra película,  En el intenso ahora (No intenso agora, Joäo Moreira Salles, 2017), una pieza  documental de gran delicadeza, su director  hace uso de determinados momentos de felicidad que se acompañan del verano. De hecho el filme comienza con las imágenes de una película casera sobre una boda, en la que lo poco que alcanzamos a saber sobre ellas es que se trata del verano de 1968 en Checoslovaquia y que la gente es feliz.

En el intenso ahora reflexiona sobre los momentos efímeros de felicidad que vivimos sin saber que  a veces no regresarán. Se desvanecen y no vuelven. El director también recurre durante la película a las imágenes de sus vacaciones de infancia en Brasil para que comprobemos que él fue feliz.  Y hay además una frase tremendamente reveladora en este sentido que resumía la promesa del Mayo Francés y que apareció pintada en una pared: “Sous les pavés, la plage” (Bajo los adoquines, la playa). Esta simple frase, convertida en lema, buscaba relacionar esa revuelta social con la alegría que el verano había supuesto en la infancia para cada uno de nosotros.

En  Las tres muertes de Marisela Escobedo (Carlos Pérez Osorio, 2020),  el dolor  de esa honesta familia mexicana que perdió a su madre y a una de sus hijas, se resume en las breves imágenes que quedan de un video casero mostrando unas vacaciones de verano juntos en el mar. Vacaciones irrepetibles que levantan sentimientos encontrados entre lo vivido y lo frustrado.

La infancia de Iván (Ivánovo detstvo, Andrei Tarkovsky, 1962) contiene, a mi entender, uno de los finales más hermosos que el cine nos ha podido regalar. El joven Iván, ese valiente muchacho que quiere olvidar su niñez convirtiéndose en soldado de una guerra injusta, sueña secretamente con una playa de verano en la que se encuentra con  su madre y sus amigos, mientras los sentimientos de gozo, euforia y albedrío inundan toda la imagen. Iván corre sobre la arena tan inmensamente libre como su espíritu, enorme, es capaz de hacerlo.

Ingmar Begman se sirvió del estío nórdico para narrarnos historias que trascendían bajo la supuesta  apariencia cotidiana. Personajes intensos que bajo la luz amable del verano despertaban en nosotros una suerte de deseo heterotópico de transportarnos a esos lugares para vivir por ellos sus vidas y sentir tanto como ellos lo hacían.  Títulos como Juegos de Verano (Sommmarlek, 1951), Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953), Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) o Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961) comparten estas atmósferas.

Muy cercano a Bergman y el existencialismo de corte europeo, aunque con personalidad propia, está el también sueco Roy Andersson, que en su primera película, A Swedish Love Story (En Kärlekshistoria, 1970), nos deleitaba con una fresca historia de amor adolescente, en donde el verano no era capaz de engañarnos y esconder la llegada de ciertas nubes amargas unidas inevitablemente a la edad adulta. La doble cara de la condición humana.

Ulrich Seidl, el director austriaco que se ha sumergido en los lados más oscuros de la sociedad de su tiempo,  nos contaba cómo el intento de alcanzar el paraíso, o esa esperanza optimista y a la vez frustrable del pensamiento blochiano, se podía traducir en las llamadas “sugar mammas”, esas mujeres maduras que  viajan a países exóticos  para realizar turismo sexual. Ese es el tema de Paraíso: Amor (Paradies: Liebe, 2012), donde los resorts y las paradisíacas playas de Kenia muestran esa “felicidad” aparente que no nos libra de la soledad.

Rompiendo esquemas, como es habitual, Nanni Moretti muestra su versión del verano en Caro diario (1993). El primer episodio de la película es también un homenaje a La escapada (Il sorpasso, Dino Risi, 1962). Ambas historias parten del ferragosto italiano y una Roma vacía que invita a evadirse un poco de la realidad. Moretti se quedará en el barrio de la Garbatella, paseando con su Vespa, mientras imagina y proyecta deseos como receta contra el calor. En La escapada, película de culto, dos personajes contrapuestos, un joven estudiante de derecho y un vendedor de frigoríficos, acabarán compartiendo sus soledades en un viaje por la Italia de los 60, que empezaba a despegar y a hacer de las vacaciones una forma de evasión asequible para  la clase trabajadora.

La piscina (La piscine, Jacques Deray, 1969), protagonizada por Alain Delon y Romy Schneider, que quiero señalar tuvo un remake innecesario, por lo insulso y falto de sensualidad, en la versión Cegados por el sol (A Bigger Splash, Luca Gaudagnino, 2015), nos cuenta cómo una atractiva pareja, que vive un apasionado amor durante unas idílicas vacaciones de verano, verá sus planes trastocados y, hasta cierto punto, frustrados, por la llegada de un amigo común y la hija de este.

El nadador (The Swimmer, Frank Perry, 1968), protagonizada por Burt Lancaster, es una de esas películas que, al igual que la ya mencionada La escapada, ha ido creciendo y dignificándose con el tiempo, siendo considerada hoy como una auténtica obra de culto. Basada en un relato corto de John Cheever, sobre el mundo burgués de las piscinas y la felicidad, fue en principio desdeñada por la simpleza de su argumento. Pero la mezcla de fantasía y  angustia existencial crean un extraño cóctel que la hace grande, mientras su protagonista, Neck Merry,  pasea a nado la historia de su fracaso.

El calor pegajoso, el ruido cargante de los insectos, las tormentas de verano, el sonido espantoso de las hamacas al ser arrastradas sin piedad o la sucia piscina calificada de inmunda por una de las protagonistas, son parte de La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001), una de la visiones más distópicas que sobre el verano podamos imaginar. Su atmósfera asfixiante exaspera por momentos y pone en entredicho cualquier promesa de felicidad que hubiésemos creído posible con motivo de la llegada del estío.  Una  especie de desesperanza  que ni siquiera el anuncio de la posible aparición de una virgen puede obrar el milagro. La esperanza se frustró antes siquiera de haberse erigido como posibilidad.

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2 respuestas a «Verano: promesas de una felicidad posible»

    1. Muchas gracias, Jaime. La idea de la esperanza frustrable me parece tan humana
      que me produce una inevitable fascinación. Es la vida misma con todas nuestras ilusiones en juego.

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