El verano que vivimos

El verano que vivimos intenta conmemorar el recuerdo de aquello que en un momento de nuestra vida fue importante inmortalizar. Algunas personas lo hacen con fotografías, otras con relatos y, como es en el caso de este filme, con esquelas.

Carlos Sedes pretende captar un melodrama romántico que se queda muy lejos de reflectar la esencia de Los puentes de Madison (1995). Al igual que en la película de Clint Eastwood, encontramos dos épocas similares, donde ya no son dos hijos intentando descubrir el amor verdadero de su madre, sino un hijo, acompañado de una periodista con aspiraciones de escritora, que quiere desvelar los secretos de su difunto padre. Este, cada año enviaba a los periódicos unas esquelas cursis y sentimentales que se dedicaba a una misma mujer, Lucía.

Las cartas que se recopilan en 1998 harán de puente entre ese verano de 1958 y el presente. A lo largo del filme, vamos entrando en estas dos historias, en las que, a través del pasado, se escribe una historia actual. La primera va encaminada en la simplicidad de la construcción de una bodega en Jerez, donde dos amigos –el arquitecto y el viñero– se reencuentran después de tantos años. Lo que no sabía Gonzalo (Javier Rey) es que, de las tierras calurosas del sur de Andalucía, surgiría un amor imposible con la prometida de su amigo, Lucía (Blanca Suárez), que fue descubierta a través de su objetivo. En la segunda historia, la que se vive en el presente, se muestra a una periodista en prácticas, Isabel (Guiomar Puerta) que encuentra en las esquelas olvidadas una historia que ella cree que debe salir a la luz. Con el contacto del hijo de Gonzalo (Carlos Cuevas) deshilaran los hilos del pasado de su padre, para así, vislumbrar qué pasó en ese verano del 58.

El filme se limita con la simplicidad de un guion que intenta desgarrar la intriga de la historia paralela de la periodista. Se presenta una historia de amor plegada de tópicos, que intentan venderla como investigación periodística, cuando, realmente, la periodista ya ha escrito el artículo antes de que se haya ido a las fuentes para realizar la indagación de los hechos. Las ironías y absurdidad están aún más presentes cuando vemos que el director del periódico puede llegar a comer de la mano de la becaria, dejándola hacer a su antojo a los dos días de empezar las prácticas.

Carlos Sedes narra una historia de amor con rasgos dramáticos arraigados en la época. Nos recuerda ese deber del amor, en el que, una vez te has comprometido, no hay vuelta atrás. Los sentimientos se dejan a un lado, y pasa por delante el compromiso de negocios entre ambas familias: “Yo no tengo ningún compromiso, lo tiene la familia”. No hay factor sorpresa o un giro dramático que nos deje con la boca abierta. Todo aquello que sucede, el espectador ya lo ha divisado previamente: el romance entre los amantes, el amor imposible, la mentira, el compromiso matrimonial y de negocios. No hay nada nuevo, pero tampoco algo que criticar visualmente. Los actores se impregnan en su papel, acompañados del paisaje excepcional de la Andalucía de los cincuenta. La fotografía maravilla la historia junto con las tierras de Jerez que muestran esa belleza del sur de España que cautiva al espectador, captando esas cepas bajo el sol, el flamenco y todos los tópicos posibles que nos hacen ver la ocurrencia que tiene a veces el cine español para pifiarla. Acompañan el drama cursi con un buen vino y la agradable música de fondo, donde las metáforas sobre el paso del tiempo y lo importante que es conseguir atraparlo, abundan.

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