Investigamos 

 Los nuevos samuráis: directores japoneses de los años 90

Se sabe que el cine japonés irrumpió con fuerza en el Occidente de los 50, cuando Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, alcanzó el León de Oro en el Festival de Venecia. Desde entonces, el cine asiático ha tenido lugar en los más famosos festivales de cine. Con este evento, también se descubrieron para nuestra mirada realizadores como Yasujiro Ozu (Historias de Tokio / Tokyo monogatari, 1953), Masaki Kobayashi (Harakiri, 1962), Nagisha Oshima (El imperio de los sentidos / Ai no korîda, 1976) y Shohei Imamura (La balada de Narayama / Narayama Bushi-ko, 1983), entre otros.

Kurosawa Rashomon
Akira Kurosawa con el elenco de Rashomon

Desde los años 50 hasta comienzos de los 80, el cine japonés ofrecía un panorama en el que los samuráis, como especie en extinción, enfrentaban nuevas batallas; familias comunes proponían una nueva convivencia luego de haber sufrido el ataque con la bomba atómica o gánsteres orientales imponían su poder bajo la alianza yakuza. Eran épocas donde los grandes estudios brindaban los conocimientos que un novel director requería, allí participaban junto a sus maestros, y las películas eran exhibidas en los circuitos que poseía el estudio. Era una carrera asegurada si lograban ingresar en uno de esos panteones de producción. Las majors, creadas en la década de los 30, terminaron por consolidarse al finalizar la Segunda Guerra Mundial, alcanzando, con el mencionado premio a Rashomon, protagonismo internacional. Desde mediados de los 70 y hasta fines de los 80, su alcance fue apagándose, por lo que buscaron otras vías de supervivencia, invirtiendo en nuevos géneros, en grandes superproducciones, en la televisión o en la industria musical. Así se desmanteló una gran maquinaria que contenía a los trabajadores de todas las áreas de producción de una película (estudios, explotación, distribución y exhibición).

Como existía esa posibilidad de formación en los grandes estudios, no había necesidad de crear por fuera del sistema escuelas o universidades de cine. Con la decadencia de estos espacios tan abarcadores, en los años 90 no había capacidad de brindar educación a los nuevos realizadores. Así que los estudiantes universitarios de distintas carreras comenzaron a reunirse y aprender de manera autodidáctica a rodar, en un principio, en 8mm, formándose así una camada de nuevos directores aficionados, que encontraron complicidad en el Pia Film Festival para mostrar sus obras.

Estos cineastas hallaron la manera de expresarse a través de distintos géneros menores, como el pinku eiga, caracterizado por ser un porno suave con una velada crítica social o películas de acción, clara herencia de la yakuza, o más extremos, como el cine ultraviolento. También lo hacían grabando en video, gracias al mercado que generalizó la venta de cámaras durante los 80, lo que rebajaba drásticamente el nivel de su presupuesto. Algunos realizadores, para alcanzar la proyección en sala, filmaban en 16mm y luego lo pasaban a video. Es el caso de un gran admirador del film noir estadounidense, Takashi Miike (Audition / Ôdishon, 1999), y en un registro más drástico, de Sion Sono (The Room / Heya, 1993), quien coloca a sus personajes al límite de la locura sin que la sociedad que los cobija ofrezca alguna solución que pueda salvarlos.

Un caso atípico es el de Takeshi Kitano, que a los 40 años inaugura el cine japonés de los 90 casi por casualidad, estrenando Violent Cop (Son Otoko Kyobo ni Tsuki, 1989), una historia violenta con singular sentido de humor, que se volverá típico de toda su obra y alcanzará su máxima expresión en Sonatine (1993). Kitano abre así el camino para los demás.

Takeshi Kitano en Sonatine
Takeshi Kitano, en Sonatine

Gran parte de esta generación de los 90 encontró espacio de formación en la televisión, de donde proviene Hirokazu Koreeda (After Life / Wandafuru raifu, 1998), reconocido director de documentales para TV antes de lanzarse a la ficción con películas que reivindican las relaciones humanas, frente a la despersonalización que sufren por sus condiciones sociales.

Otro nombre destacado es el de Naomi Kawaze (Suzaku, 1996), la única mujer que integra la sección que le dedicamos al cine japonés este mes. Formada en Artes Visuales, su cine posee un amplio registro que va desde el documental hasta el ensayo, siempre enfocados introspectivamente y con un tono lírico, apoyado en el Haiku (asociación de dos imágenes contrarias que dan como resultado una tercera que supera significativamente la unión de las dos primeras) , con el que plasma fuertes vivencias, en busca de la complicidad del espectador.

Finalmente, además de los autores que han quedado fuera de la selección de este mes, que son varios y ameritan una revisión del tema, el género de la animación, especialmente, de la mano de Hayao Miyazaki, ofrece personajes femeninos de gran fortaleza y sensibilidad, y sus preocupaciones rondan las relaciones humanas, así como su convivencia con la naturaleza. Esa es otra deuda que tenemos para con nuestros lectores.

Mientras tanto, vale la pena repasar los perfiles de estos realizadores que aún están vigentes y nos siguen sorprendiendo, aunque sea desde los festivales y no tanto desde la cartelera cinematográfica. La sección de Investigamos de este mes es una invitación a revisar sus trayectorias.

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