Investigamos
Agnès Varda, cazadora-recolectora.
“Me gusta filmar las patatas, la vida que pasa, los gatos…”
(A. Varda)
Hace solo unos 12.000 años que los humanos nos alimentamos de la agricultura y la ganadería y vivimos en asentamientos estables. A lo largo de toda nuestra historia anterior -decenas de miles de años- hemos sido cazadores-recolectores. Es decir, lo natural para nosotros es deambular por el campo y agacharnos a recoger lo que crece en el suelo, alzarnos para coger lo que crece en los árboles y cazar lo que se pone a nuestro alcance. Estamos hechos para eso, no para encerrarnos en una oficina o una fábrica y cumplir extenuantes jornadas de trabajo, aunque nos hayamos adaptado a ello. Seguimos siendo, en el fondo, cazadores-recolectores. No hay ningún comentario antropológico explícito -que yo sepa- en la obra de Agnès Varda y sin embargo veo en ella una vocación antropológica, un trabajo de campo sobre el animal humano que es totalmente consciente de la diferencia entre su mirada y el enfoque científico: “No somos ni periodistas ni sociólogos: los primeros necesitan noticias y los segundos muestras sociológicas. Aunque observamos esos tipos de relaciones sociales y divisiones de clase muy claramente, creo que un artista necesita captar y sentir las relaciones entre las personas y darles un ángulo nuevo, y luego compartir ese punto de vista.” (Wang Muyan, entrevista con A. Varda, “We Can Be Heroes” en Film Comment, Sept.-Oct. 2017) Cómo, si no es por esa conciencia antropológica, explicar su fascinación por el espigueo, el humilde pero antiquísimo gesto de agacharse a recoger los granos y las frutas que quedan en el suelo y que ella extiende a la gente que recoge objetos que la mayoría desechamos. Una fascinación que arranca con el cuadro Las espigadoras de Millet y que la lleva a recuperar (espigar) otros cuadros de recolectoras perdidos en sótanos de museos.
El espigueo casi siempre es femenino: después de que los hombres hiciesen el “verdadero” trabajo de la cosecha iban las mujeres y los niños a recoger lo que quedaba en los campos. Por eso, en Los espigadores y la espigadora (2000) y en su continuación dos años después, Varda se propone a sí misma como espigadora del cine, alguien que recupera las gentes -o las patatas- desechadas para devolverles su dignidad. Es esa vocación de cazar y recolectar historias la que la lleva de los campos de Francia, en los que aun se practica el espigueo, a los mercados de París en los que han aparecido los nuevos recolectores, la gente que se alimenta de lo que el capitalismo desecha. Reivindicar esa tarea humilde que ni siquiera tiene la categoría de trabajo como casi nunca la ha tenido la actividad de las mujeres, es parte fundamental del pensamiento feminista/antropológico de Agnés Varda; un feminismo que nace de la reflexión y de la conciencia social pero que ella no expresa políticamente porque ha elegido otro medio: la cámara y su mirada amorosa y compasiva al sujeto. Las mujeres en el cine de AV son a veces víctimas pero no se comportan como tales, parecen decir: “esto es lo que hemos hecho y lo que hemos sido con lo poco que nos habéis dejado. Y estamos orgullosas de ello”.
En Rostros y lugares (2017) forma tándem creativo con JR, un artista que hace fotografías de tamaño gigante de gente común y luego empapela con ellas los barrios y los pueblos en los que viven. La gente asume así el protagonismo que normalmente tienen los rostros de los modelos de la publicidad o el de los políticos en campaña. Juntos visitan Le Havre, un puerto famoso por las huelgas de los estibadores, un oficio eminentemente masculino y que pasa de padres a hijos, un ejemplo de cierto conservadurismo de izquierdas: reivindicaciones obreras que no ponen en cuestión los roles de género ni la estructura familiar. Pero en la reflexión fílmica de AV ese tema siempre ha estado presente; las canciones del grupo Les Orchidèes de su película Una canta, la otra no (1977) dicen cosas como “hay que educarlos antes de que se conviertan en hombres” o “ya lo dijo Engels: en la familia actual, el hombre es el burgués y la mujer la proletaria, sí, eso dijo papá Engels”. Así que la pregunta de Varda al llegar al puerto de contenedores de Le Havre en la furgoneta de JR no podía ser otra que: “muy interesante, pero ¿dónde están las mujeres?”. Esas mujeres y sus historias, que en los medios de comunicación siempre han estado a la sombra de los famosos estibadores, son detectadas por el olfato cazador de AV y se convierten en las protagonistas del puerto mediante una montaña de contenedores en los que Agnès y JR han estampado sus imágenes. O la pastora de cabras que es la única de la región que no les afeita los cuernos y que explica a Agnès (y a su cámara, claro, pero ella ha conseguido la magia de que no haya diferencia) que no lo hace porque “bueno, las cabras son así, tienen cuernos aunque eso las haga menos rentables. Se pelean, sí, claro, como la gente”. Así que una cabrita con su cornamenta intacta se convierte de improviso en la protagonista de la imagen mural.
En el cine de Agnès Varda tenemos la impresión única de un cine sin artificio porque todo lo que podría serlo se nos muestra de forma transparente, asistimos a la sorpresa de la propia Varda cuando descubre a las personas -o animales- que terminan siendo sus héroes…o sus villanos; una cineasta que ha basado su cine en el protagonismo de la gente corriente pero que se emociona con JR anticipando el encuentro con el gran hombre, Jean-Luc Godard, el mito de la nouvelle vague. Cuando este la deja plantada y no le abre la puerta la decepción de Varda es genuina, no la oculta ni la suaviza de ninguna manera: “si quería entristecerme lo ha conseguido…pero no tiene gracia, no tiene gracia…” solloza un poco pero se recupera enseguida “bueno, si no quiere abrirme es una rata”. Ese momento, en el que nos sentimos más cercanos a ella que nunca, es puro Agnès Varda. “…el verdadero cineasta es alguien para quien filmar no es buscar la traducción en imágenes de las ideas de las que ya está seguro, sino alguien que busca y piensa en el acto mismo de hacer películas” (Alain Bergala, La hipótesis del cine).
AV ha intentado una forma no narrativa de contar las cosas, o quizá una narratividad diferente. Igual que hicieron los cubistas con la percepción: intentar reproducir la percepción real, que es fragmentaria y deslavazada, no fotográfica. Ella buscaba una forma de hablar de los otros fragmentaria, sin pretensiones de alcanzar una explicación total ni un discurso definitivo. En AV la visión del otro es parcial, provisional y auto referencial. Frente a la ficción del narrador omnisciente, esa voz fantasma que parece saberlo todo de los otros y crea la ilusión de una narración cerrada en sí misma, definitiva, la voz de la ficción y del documental clásicos, AV propone la narradora omnipresente: todo lo que digo de los otros lo digo desde mí, lo único verdadero que puedo contar del otro son mis intentos -a menudo fracasados y siempre fragmentarios- por entenderlo.
Es esa humildad del punto de vista lo que permite la milagrosa autenticidad de la gente que puebla sus películas. Sabemos que son del pueblo: los espectadores de los conciertos hippies de Les Orchidèes, que escuchan con una media sonrisa sus letras incendiarias; la gente de París que sin inmutarse mira pasar la sofisticada belleza de Cléo (Cléo de 5 a 7, 1961) o los pescadores del pueblo de La Pointe Courte (1955) su primera película, que al ver pasear a la pareja de la ciudad hablando sin descanso de sus problemas existenciales, susurran: “hablan demasiado para ser felices”; vegetarianos que desayunan en los mercados la fruta sobrante, racimadoras que encuentran las mejores uvas que escaparon a la vendimia. “Gente que se habría asustado ante el despliegue de un rodaje no se dejaban intimidar por mí, pequeña y con una cámara digital, siempre me ha pasado eso, no intimidar”. Eso, no intimidar.