Investigamos 

El silencio de Dios

Circulando entre sotanas con Bresson, Bergman y Schrader

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Nos referimos a cine espiritual cuando nos centramos en aquellas obras que tienden a desarrollar caminos amplios, creativos y críticos sobre la inclinación o necesidad del ser humano hacia la trascedencia. La cinematografía se muestra como un medio excepcional para permitir la entrada de emociones, de llegar al receptor a través de la sensibilidad, más que por la racionalidad. En tiempos en los que el cine comercial parece haber perdido toda capacidad para ahondar en temas profundos y procura centrarse en la diversión, el Cine con mayúsculas siempre ha buscado y sigue buscando argumentos que afecten a asuntos complejos del ser humano como el sentido del amor, la justicia, la moralidad, la libertad, el perdón, la redención, la bondad, el sacrificio, la muerte… Temas universales que traumatizaron y siguen traumatizando a autores como Robert Bresson, Ingmar Bergman y Paul Schrader. Vamos a intentar acercarnos a una película de cada uno de ellos alrededor del tema de la espiritualidad, en sus particularidades y relaciones. Nos centraremos en Diario de un cura rural (Journal d’un curé de campagne, 1951), Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) y El reverendo (First Reformed, 2017). 

Los tres filmes citados tratan de desvelarnos la vida íntima de sus personajes de una forma austera, sin florituras, con la expresión de los rostros, desde espacios interiores, internándose en cautiverios y pasiones espirituales de las que se desconfía. ¿Dios es amor? ¿Dios es silencio? ¿Dios ha muerto? ¿Dios no existe?; como sostenía Voltaire, ¿qué otro freno podía ponerse a la codicia y a las transgresiones humanas que no fuera la idea de un señor eterno que nos ve y que algún día juzgará nuestros pensamientos más secretos? Ese Leviatán de Hobbes que se propone a los hombres como un señor superior a la soberanía legislativa. Todo es válido para que no impere la idea de que no hay Dios alguno y, por consiguiente, puede calumniarse, traicionar, engañar, robar o asesinar para intentar conseguir el objetivo de ser los más hábiles, fuertes y poderosos. Según Napoleón Bonaparte, “la religión es lo que impide a los pobres asesinar a los ricos”. En las tres obras, una austeridad desprovista de todo artificio es manejada para subrayar lo esencial, el interior de cada uno, los sufrimientos, dudas y vacilaciones corporales y espirituales de tres sacerdotes. Todos ellos trastornados, amargados, desconcertados, perdidos en la senda que debía desembocar en ese Dios infinito de gratitud, sabiduría y amor.

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En Diario de un cura rural, Bresson recurre a una voz en off conductora de la búsqueda del ser supremo. Un joven y novato cura llega a una población rural del norte de Francia, a Ambricourt, para encargarse de su parroquia. Lo encarna el actor Claude Laydu, cuyo nombre en la ficción no se nos facilitará en toda la película. Está todo  destartalado y por no tener, carece hasta de electricidad. La acción se sitúa en años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El hombre da la impresión de debilidad, de inseguridad, muestra deseos de agradar y ser acogido con afecto. De aspecto enfermizo, se alimenta únicamente de vino y pan con azúcar. A través de su diario y de su voz interior, y con el escrutinio minucioso por parte de la cámara de su atormentado rostro, se marcan las huellas estilísticas del largometraje. El autor, en esa relación entre la imagen, el texto escrito y el sonido, logra de una forma magistral que accedamos desde lo invisible a lo sensible, desde el interior al exterior. Todo es sórdido, tosco y el embrutecimiento de la humanidad solo puede desembocar en el ocaso. 

En Los comulgantes, Bergman, con una enorme sobriedad visual y narrativa, nos retrata a un pastor protestante, Thomas Ericsson (Gunnar Björnstrand), que se encuentra desengañado. Estamos a principios de la década de los sesenta del siglo XX. Su universo se tambalea y le es imposible encontrar a Dios entre la espesura. La acción se inicia mientas está celebrando una misa, ciertamente con pocos asistentes: la maestra, un matrimonio de campesinos con problemas y algún otro feligrés habitual. Se toma el cuerpo y la sangre de Cristo, siguiéndose el ritual mil y mil veces repetido: oraciones, cánticos, sonido del órgano, recogimiento… El protagonista, en una atmósfera que destaca por su tono acrónico, asemeja cortante, no sonríe y un gesto sombrío envuelve su faz. Pero aquí no hay diario, tampoco el recurso a la voz en off. Los tormentos que hacen su vida un infierno se expresan a través de la palabra, de confesiones, de participación en intimidades. Otra forma de transcender a la mirada interior a través de una experiencia turbadora, al enfrentarse al vacío de la existencia como conflicto que ahoga cualquier esperanza de un más allá, que se ha seguido ciegamente. 

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En El reverendo, Schrader, claramente inspirado por las otras dos obras, nos traza a un pastor evangélico, Ernst Toller (Ethan Hawke), antiguo capellán del ejército, al que también le cuesta rezar y es asolado por dudas religiosas y existenciales. Ambientada ya en el siglo XXI, tampoco es acogido, como el sacerdote de Bresson, con el cariño que desearía, (aunque eso también le sucedió a Cristo). Aquí, el vicio del vino se sustituye por whisky, ambos tienen la misma enfermedad en el estómago, les cuesta orar y comparten un carácter taciturno, introvertido y desalentado. También los dos reciben reproches en su misión pastoral. Ernst trabaja en una congregación que está a punto de celebrar sus 250 años de existencia, con gran pompa y con asistencia de autoridades y benefactores. El autor no abandona del todo el color blanco y negro de los otros dos largometrajes al servirse, dentro de un ambiente descolorido, de un tono blanquecino que se engrandece con un plano fijo, estático y demorado. Así mismo, se opta aquí por la elaboración de un diario, a destruir al año, que se recita igualmente en off para abrir el alma. Con enorme potencia visual, Schrader elabora su propia visión de un ser errático y enfrentado al mundo.

En las tres obras no pasa desapercibido un ambiente áspero, grisáceo, agitador de sombras y claustrofóbico. El minimalismo se impone en relatos secos y febriles. Interiores y exteriores se solapan desde la uniformidad glaciar de la atmósfera. Rodamos únicamente en tiempo nublado, acorde con el descenso a los abismos de los tres protagonistas, a los que las palabras del Supremo se les van escapando a dosis altas para encaminarse a un diccionario desprovisto de vocablos. La condición trágica de los párrocos de pequeñas poblaciones en su labor espiritual, de apostolado y caritativa no solo nos es expuesto por los tres directores, sino además consiguen que nos internemos en sus interiores, en sus parroquias, en sus campos, en las casas de sus vecinos, de sus superiores o valedores. El trío de realizadores parecen convencidos de que una película no es un espectáculo y que es el fondo el que debe cobrar el sentido a través de la forma. Justamente, se trata del ritmo, de ese elemento que tiene que atrapar al espectador a través de pequeños sorbos de la realidad. Desde la frialdad, consiguen internarse cada uno de ellos en los dramas mentales de sus personajes, con imágenes que buscan la necesidad y no la belleza.

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Pérdidas irreparables planean en los tres largometrajes. En Diario de un cura rural, la de la muerte temprana del hijo de la condesa; en Los comulgantes, la de la mujer del pastor; en El reverendo, la de su único hijo, fallecido en la guerra de Irak. Y las culpabilidades surgen, tanto por sentirse responsable de alguno de dichos decesos, como por otras que se cargan en las espaldas, derivadas de la profesión de clérigos de los protagonistas. ¿Por qué no me quieren? ¿Por qué cada vez oro menos? ¿ Por qué no logro escuchar al divino? ¿Por qué se me acosa? ¿Qué he hecho mal? ¿Qué he dejado de hacer? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Para qué? Pensaba Mark Twain que “Si Jesucristo estuviera aquí ahora, hay una cosa que no sería: cristiano”. Tampoco creemos que se inclinara por el judaísmo. Resulta arduo “el intento de encontrar una salida allí donde no hay puerta a través del pensamiento religioso” (Albert Einstein).

También el suicidio se repite en cada uno de los filmes en los que nos hemos detenido. La de dos parroquianos, atormentados por la destrucción del planeta por parte de los hombres, a los que no se ha sabido ayudar; la de un doctor por la pérdida de la fe… Se tratarían, según Émile Durkheim, de suicidios anómicos, aquellos cometidos por la degradación de valores sociales y que conducen a la desorientación individual y a un sentimiento de falta de significación de la vida que colapsa en la desesperación. El cura de Ambricourt, Thomas y Ernst recorren el camino del calvario cuando la fe se les escapa, cuando no pudieron mantener relaciones de pareja o aquellas se evaporaron irremediablemente, cuando no se supo proteger a hijos imponiendo tradiciones familiares, cuando los parroquianos van desapareciendo al no haber sido capaces de guiarlos, cuando la salud golpea entre cánceres o resfriados. 

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Siguiendo con coincidencias, resulta llamativo que tanto Thomas como Ernst, los religiosos de Bergman y Schrader, son perseguidos por mujeres que les aman y les gustaría compartir su vida con ellos. Son, respectivamente, Märta, la maestra del pueblo y Esther, una devota perteneciente a la congregación. Y los dos clérigos responden al “acoso” humillando a las féminas verbalmente. Son conversaciones totalmente hirientes que recuerdan a la mantenida entre Johan y Marianne en Secretos de un matrimonio del propio autor sueco (Scener ur ett äktenskap, 1974). La sordidez alcanzada también retrotrae a Michael Haneke y La cinta blanca (Das weisse Band , 2009), en esa salvaje reacción del médico hacia la comadrona tras la fallida masturbación. Explosiones de rabia y violencia que son ejercidas de forma virulenta con reflejos pulsionales que deberían ejercerse sobre uno mismo y no sobre los otros. Y la respuesta de todas esas mujeres viene a ser la misma: ¿Por qué me desprecias? Deberíamos reflexionar sobre el goce egocéntrico de la autocompasión arrojado como dardo venenoso ante la indiferencia que provoca el dolor ajeno. Es el de «el Otro», aquel al que somos incapaces no ya de comprender, sino incluso de mirar. 

Por otra parte, destaca la soledad en la que están inmersos los tres sacerdotes. Su incapacidad de relacionarse con cualquier elemento del entorno se extiende hasta esa naturaleza hostil y gris que los envuelve, acompañado por un clima inmisericorde. Mientras tanto, las pocas energías que les quedan se van evaporando. La agonía va creciendo hasta que el peso de la cruz es aceptado ya desde la visión del “todo como gracia”, ya con esa celebración de una misa sin apenas asistentes, ya con ese travelling circular que funciona como alegoría ante la duda de si Dios podrá perdonar a la humanidad por el daño infringido a la creación. Estas criaturas, incapaces de rezar y de escuchar a Dios, están abocados al camino del martirio cuando “deben dar la paz que ellos no poseen”. El éxtasis, amparado en la sombra de una cruz; el éxtasis, cubierto por esa responsabilidad englobada en la frase que pronunció el padre de Bergman, un reputado pastor protestante: “pase lo que pase, hay que dar la misa. Es importante para los asistentes, es más importante para ti. Si también es importante para Dios, está por ver. Si no hay otro dios que tus expectativas, también es importante para ese dios”; el éxtasis de ese sacerdote que, como expresó Carlos Losilla, se encuentra obsesionado por una misión suicida con la que pretende salvarse espiritualmente así mismo, además de redimir todos los pecados del mundo.

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