Investigamos 

Máquinas de amar

¡Porque, a pesar de nuestro poder, nuestro peso y nuestro tamaño, no somos más que hijos de tu cerebro!
El secreto de las máquinas, Rudyard Kipling

Antes de saber lo que somos ya tememos dejar de serlo”
Wallace, en Blade Runner 2049

En las primeras escenas de Her (Spike Jonze, 2013) Theodore (Joaquin Phoenix) escucha un anuncio de un nuevo desarrollo de Inteligencia Artificial: “… un ente intuitivo que le escucha, le entiende y le conoce. No es solo un sistema operativo. Es una consciencia”. Si tal programa existiese –y sin duda terminará existiendo– no hay mejor forma de vender la ilusión del amor: ser escuchado, entendido y conocido. Eso es lo que le ocurre a Theodore, poco a poco se va haciendo adicto a esa voz que le acompaña siempre, que se convierte en un testigo de su existencia y de sus pensamientos, una inteligencia incorpórea, un amigo invisible para adultos que elimina totalmente la posibilidad de sentirse solo.

Joaquin Phoenix en Her

Cuando hablamos de IA pensamos en super computadores, máquinas con una potencia de cálculo enorme que les permitirá procesar grandes cantidades de información. Pero probablemente lo más importante y lo más difícil que les pediremos será que nos entiendan. Se llama computación afectiva y conseguirá simular la empatía de una forma que cambiará nuestra relación con las máquinas. De una relación puramente funcional pasaremos a una relación emocional con ellas. Así, dicen los expertos, desarrollarán mejor sus tareas. El pensamiento apocalíptico imaginaba un futuro en el que las máquinas nos dominarían porque las leyes de la robótica que postuló Asimov no podrían frenarlas. Pero ¿y si la verdadera distopía es un futuro en el  que las amaremos?

Con esta necesidad tan humana lleva el cine jugando mucho tiempo, antes de que la computación afectiva fuese ni siquiera una posibilidad. Her ha sido en mi opinión la interpretación más inteligente sobre el tema que ha producido el cine. Al eliminar el robot como ente físico –Samantha es un sistema operativo que ni siquiera sabemos dónde se aloja– y dejarlo en una voz que la mayor parte del tiempo solo oye él, el proceso psicológico por el que Theodore se vincula a esa inteligencia, su capacidad de seducción, queda expuesto de forma fascinante.

Ex Machina (Alex Garland, 2014) explora el reverso oscuro de esa posibilidad: Caleb es seleccionado por Nathan, un visionario empresario (¿de verdad todos los visionarios tienen que ser unos insoportables narcisistas?) para que evalúe el funcionamiento de Ava, un robot con el rostro de Alicia Vikander y una gran capacidad para la empatía. Lo que no sabe Caleb es que Ava lo está evaluando a él como posible cómplice en su liberación de Nathan. “¿No es extraño, haber creado algo que te odia?”, le dice Ava a Nathan en una bella evocación de la relación entre Frankenstein y su criatura. A lo largo de toda la película la duda de Caleb es la misma: ¿le gusto? Y si le gusto ¿es real o es solo una programación?

Esa pregunta, la de lo auténtico versus lo artificial, con la posibilidad de los sentimientos como criterio de autenticidad, es la que sobrevuela toda la historia de Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Cuando nos conmueve la muerte de Roy Batty sujetando una paloma contra el pecho es porque la película nos ha llevado al punto en el que nos importa lo que esté sintiendo y nos da igual si está programado para ello. Como nos da igual, cuando Deckard se va con Rachel sin saber el tiempo que les queda, que ella sea un robot. Queremos que ese tiempo lo disfruten, porque para nosotros lo que ocurre entre ellos es auténtico. Al principio de Matrix Revolutions (hermanas Wachowski, 2003) Neo tiene un encuentro con un programa ¡y con la pareja y la hija del programa! en una realidad intermedia en el que tienen este diálogo:

—Neo: “… nunca había oído…”

—“¿Qué? ¿A un programa hablando de amor? Yo amo muchísimo a mi hija”

—Neo: “El amor es una emoción humana”

—“No, es una palabra. Lo que importa es la conexión que implica esa palabra”.

Por eso no nos importa si los sentimientos de Rachel por Deckard son humanos, los apreciamos porque son una conexión.

En la secuela de 2017  Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve) el romance es entre K, el policía cazador de replicantes y Joy, un programa que proporciona la acompañante ideal, con la forma física de un holograma. Programada para entenderlo y adaptarse a sus necesidades, Joy desarrolla un fuerte vínculo con él. Igual que la Samantha de Her también ella busca la ayuda de una humana para poner un cuerpo a sus sentimientos. “Quiero ser real para ti”, le dice. “Ya eres real”, contesta él. Porque la pregunta de qué nos hace reales es previa a la pregunta por la realidad del amor. Cuando K encuentra a Deckard le sorprende que viva con un perro. Lo primero que le pregunta: “¿Es real?” “No lo sé –contesta él–. Preguntáselo”. Deckard se ha hecho esas preguntas demasiadas veces –también sobre sí mismo– y ya no le importa. “Yo sé lo que es real”, suele decir. En la escena en la que se encuentra con Wallace, el creador de replicantes, este le presenta a una nueva Rachel, idéntica a la anterior. Vemos cómo él se emociona, tiene un momento de duda, le toca el rostro… y se aparta. “Ella tenía los ojos verdes”, dice. Deckard ha hecho un largo viaje vital y ya no puede ser seducido por una copia. Lo que ellos vivieron fue único y no le importa que ella pueda ser replicada.

No sabemos si alguna forma de IA llegará a desarrollar algo equivalente a emociones, pero lo que es seguro es que los humanos desearemos o necesitaremos que las tengan, de la misma forma que deseamos que el amor de nuestro perro sea amor auténtico y no simplemente lo que expresaba Iggy Pop en una perturbadora canción: “… porque ¿qué es un perro sino una máquina de amar?”

 

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