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El jurado

“Aquellos doce hombres (eventualmente mujeres y de color), para decisiones unánimes”

 

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El cine estadounidense nos ha dejado profundas huellas sobre el desarrollo de juicios con jurado. Si bien el proceso con esa institución constituye un pilar fundamental, un derecho básico de los ciudadanos norteamericanos que deriva de la misma Constitución Federal, ello no sucede de forma tan arraigada y tradicional en otras culturas. Por ejemplo, en España se intentó introducir con la invasión napoleónica a principios del siglo XIX. Con posterioridad, ha ido apareciendo y desapareciendo según el talante más o menos liberal de los gobernantes. Tras la II República, y con la victoria del golpe de estado encabezado por Francisco Franco, el Tribunal del Jurado fue suspendido durante toda la dictadura. Con la intocable Constitución de 1978 se dio paso a su posible implantación. Y en una ley orgánica de 1995, se volvió a instaurar, únicamente para determinados delitos.

En cualquier caso, esos vaivenes no han sucedido en la historia de Estados Unidos. Con la influencia cultural que ha impuesto su cine en todo el planeta, la institución del jurado casi nos parece como algo natural y hasta propia. No pocos recordarán discusiones sobre la existencia o no de una duda razonable o la necesidad de un veredicto unánime. Incluso el cambio de color o diversidad en género que se ha ido produciendo en el seno de la institución conforme avanzaban décadas. Aquí nos vamos a centrar en unos pocos filmes pertenecientes al cine clásico de la nación americana, que creemos que destacan tanto por su calidad, como por ser especialmente representativos del asunto central de este artículo.

Y por supuesto, vamos a empezar por aquella obra que consideramos emblemática y genial para abordar el funcionamiento de un jurado, sus dudas, su desprecio a lo que se encuentra entre sus manos, su capacidad o falta de ella. Doce hombres sin piedad (12 Angry Men) fue realizada por Sidney Lumet en 1957. En ella, un jurado formado por personas, el número del título, todos hombres y blancos, debe decidir sobre la culpabilidad o inocencia de un adolescente. Se le acusa del asesinato de su padre. Entre esos doce señores enfadados del título original, se encuentra el nº 8, un arquitecto interpretado por Henry Fonda. Cinematográficamente, estamos ante uno de los mejores largometrajes que funciona de forma sobresaliente casi sin salir de una habitación. Con un blanco y negro asfixiante, sentimos el calor ambiental, con un ventilador que no funciona o la ventana que no puede abrirse. Astutamente, Lumet comienza el filme introduciendo su cámara en el palacio de justicia y bruscamente, desemboca en la sala del juicio a resolver, en un primer plano del joven acusado, completamente desesperado y con el terror depositado en sus ojos . El proceso acaba de desarrollarse y el juez recuerda al jurado que deben decidir por unanimidad si el chico ha cometido un homicidio intencionado y que la culpabilidad conllevará la pena de muerte. Además, incide que ante cualquier asomo de duda, la inocencia debe prevalecer.

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Con el filme de Lumet, se elabora un retrato de doce hombres. Aquellos que llegan a poner de manifiesto lo absurdo de la institución. Doce sicologías, existencias, capacidades, educaciones o falta de ellas, traumas y personalidades. Doce seres que no han sido preparados para ser equitativos. Y la existencia no suele ser blanca o negra. Es gris, ocre, amarilla, naranja y continúen ustedes por los colores que gusten. Sidney Lumet, de manera muy inteligente, va desgranando, en primer lugar, las miserias del mundo judicial, y en segundo lugar y no necesariamente por ese orden, las de aquellos que no pertenecen al microcosmos, pero deben enfrentarse al mismo, al menos alguna vez en su vida. Y ya sea como testigos o como jurados. Van desfilando mujeres presumidas que prefieren aparecer más atractivas, aún a costa de la vida de un muchacho; ancianos que buscan su momento de gloria, exagerando lo visto y oído; individuos que trasladan sus creencias globales a los hechos a juzgar. Racismo, prepotencia o desprecio hacia el desfavorecido se van intercambiando. Gota a gota, en pequeñas dosis, vemos caracteres realmente irresponsables, egoístas, autocomplacientes o ignorantes. Hombres que oyen pero no escuchan; que están acostumbrados a actuar sin razonar previamente. Y si además con ello salen ganando y no llegar tarde, pongamos, al partido de beisbol de su equipo, mucho mejor.

El mundo jurídico tampoco se muestra floreciente. Una profesión, un funcionario del estado al que pagamos para defender la legalidad y no para buscar a toda costa un culpable. Sí, de fiscales estamos hablando. Y si pasamos a la defensa, al mundo de la abogacía, por mucho que el letrado haya sido elegido de oficio y cobre menos de lo que cree merecer, debe ser honesto con su trabajo, con la ética de la profesión. Supone el intentar utilizar cualquier estratagema posible para librar de responsabilidad al cliente. Y hablamos de la pena de muerte, todavía por desgracia vigente en demasiados países. ¿Quizás alguien se cree con su aplicación más cerca de la divinidad?

No queremos pasar a otro largometraje sin dedicar unas líneas de homenaje a Henry Fonda. Ese jurado nº 8 que destaca por su inteligencia, su capacidad para dirigir la opinión de otros sin que lo parezca; ese actor que se mueve con extrema elegancia, con unos andares cuidadosos…Todo en él desprende sosiego a través de unos ojos perspicaces. Una interpretación que conforma a un ser humano que piensa. Que es consciente de sus responsabilidades, sin dejarse llevar por apariencias y con la suficiente paciencia para luchar  y enfrentarse a las adversidades.

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Y si estábamos retratando a uno de nuestros héroes, vamos a pasar a otro que no se queda a la zaga. Se trata de Atticus Finch, el protagonista de Matar a un ruiseñor ( To Kill a Mockingbird). Fue realizada en 1962 por Robert Mulligan, en adaptación de la novela homónima de Harper Lee. Inolvidable película y también imborrable interpretación de Gregory Peck en el papel de Finch. Encarna a un abogado que debe defender a un negro, acusado de la violación de una mujer blanca. Se sitúa en la América sureña de los años treinta del siglo pasado. Concretamente estamos en Alabama, poco después del crack del 29. Podrán imaginarse las condiciones de pobreza, de analfabetismo y sobre todo de racismo que dominan el sitio y el momento. En esos términos, Atticus Finch debe enfrentarse, y no hemos utilizado mal el vocablo, ante un jurado, también formado por doce hombres blancos, pertenecientes a una sociedad envuelta en prejuicios y creencias que parten de la preeminencia de su raza sobre otras. Los negros son tratados con humillación, relegados de puestos u obligados a vivir sus existencias bajo el dominio de los blancos. En ese ambiente sofocante, Finch deberá recurrir a todo su humanismo, preparación y carisma para intentar convencer a un jurado, que además de hombres, blancos y racistas, son ciegos y sordos. El alegato de nuestro héroe ante el tribunal alcanza las mayores cotas de emoción sentidas en una película. Y esta vez también, la amenaza es la pena capital. 

Mulligan, con una puesta en escena gótica, en donde las sombras y claroscuros cobran la máxima importancia, desde ojos infantiles (los de los hijos de Atticus), afronta un panorama desolador, empobrecido, brutal y además, hipócrita. Otra vez a vueltas de hechos probados que un tribunal no entiende o pretende ignorar. Lo que no interesa, lo que no casa con conceptos propios, simplemente no ha sucedido. Y punto. Demasiados Atticus Finch se necesitarían para cambiar a los que se encuentran satisfechos con lo que son y lo que piensan, amparándose además en su entorno, del mismo parecer. Tanto la ley española como la americana, exigen, por lo general, que los miembros del jurado sean vecinos del lugar de la comisión del delito. La pertenencia a la misma jurisdicción del sitio en donde se produce el hecho delictivo parece que se establece para favorecer la conexión entre juzgador y juzgado. Y si bien puede llevar a una mejor comprensión sobre los hechos a los jueces legos, también es cierto que dicha cercanía se aproxima inexorablemente a la subjetividad y parcialidad. No hablamos solo de prejuicios o sociedades racistas, como la estadounidense y sureña del pasado (nos atrevemos a decirlo de un tiempo anterior, pero con la boca pequeña, ante los despropósitos y retrocesos experimentados en los últimos años por países civilizados, se supone). Nos referimos a supuestos como el enjuiciamiento de delitos de corrupción. Aquellos en los que los enjuiciados son políticos, pertenecientes a una ideología concreta a la que se adhieren muchos o algunos de los votantes del mismo partido judicial. Y esa empatía en el credo puede acabar en la impunidad de representantes legales de nuestro agrado. Ejemplos reales, desde luego, no faltan, y si no, piensen en alguna polémica resolución de un jurado popular a propósito de ciertos trajes de origen sospechoso. Y para más datos, sitúense en el Mediterráneo. Además, lo que puede resultar todavía peor, es el miedo que afecte al ciudadano por las consecuencias de su fallo. Y ahora, colóquense por territorios vascos, no hace todavía demasiados años, con la violencia de por medio. En cualquier caso, en Estados Unidos, cabe la posibilidad de un traslado del lugar a celebrar el juicio bajo determinadas condiciones, como la presuposición de disturbios o parcialidades. 

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Unos pocos años antes que la película de Robert Mulligan, en 1959 concretamente, el director Otto Preminger dirigió el largometraje Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder). Y seguimos sin desviarnos de protagonistas entrañables. En esta ocasión, el actor James Stewart interpreta a otro abogado defensor, Paul Biegler. Tendrá que utilizar toda su  sabiduría y experiencia para intentar que se declare inocente a un teniente del ejército por parte del jurado de turno. El militar, Frederick Manion, ha acabado con la vida del presunto violador de su mujer. Estamos ante un magnífico melodrama judicial, con una cámara que se sitúa en la sala del juzgado y no necesita más que de grandes diálogos y excelentes interpretaciones. Sin salir de planos y contraplanos, con cámara estática y en blanco y negro, Preminger realiza un virtuoso ejercicio cinematográfico que cautiva y sorprende. Y lo hace con un guion sólido, nada complaciente, apoyándose en la ironía y el desenfado. Y además, presentándose con un atinado título.

En Anatomía de un asesinato nos situamos en el estado de Michigan, al norte del país, en donde la pena capital ya no existía por las fechas de la realización del filme. Precisamente, fue el primer estado en abolir dicha pena, en 1847. Por fortuna, no se está jugando con la vida, o más bien la muerte de alguna persona y ello deja cierta licencia para que se destape algo de sentido del humor. James Stewart realiza un trabajo extraordinario. Sin apartarse de sí mismo, aparece inocente, entregado y comprometido. Y con cintura para encajar adversidades varias. ¿Y el jurado? Pues en este caso, nos encontramos también con doce personas pero con sorpresa: podemos ver a las mujeres formando parte del mismo, aunque todos sus miembros continúen siendo blancos. La población de Michigan es mayoritariamente de raza blanca, por lo que tampoco alarma esa ausencia. En realidad, si los jurados eran seleccionados en un principio “a dedo” por líderes políticos o sociales, desde 1968, con la promulgación de la “Jury Selection and Service Act”, el proceso se realiza desde las listas electorales. No obstante, como quiera que en Estados Unidos la pertenencia a dicho censo es voluntaria, esto es, precisa de previa inscripción, no escapará la menor presencia de ciertas razas, de mujeres o de estratos sociales más deprimidos. Más recientemente, se ha intentado una mejor representación de todas las capas sociales con la utilización de otro tipo de listas, como las del fisco o del desempleo. Claro, como en casi todo, excepto en la prepotencia frente al resto de naciones y el exceso de patriotismo, cada estado de ese país resulta un mundo diferente en lo que respecta a su legislación. 

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El jurado que nos presenta Preminger en la obra destaca por su elevada edad. Y como la mayoría de las personas legas que deben formar parte de un tribunal y juzgar al prójimo sin haber sido formados para ello, permanecen callados, en estado casi catatónico, mirando de un lado a otro e intentando no despertar sospechas. Porque sí, cualquier jurado nos asemeja sospechoso de subjetividad, de parcialidad, de falta o ausencia de preparación. En palabras del teniente acusado, de Frederich Manion, va a intentar engañar a “los paletos del jurado”. Como es habitual, ya decimos, este tribunal en particular destaca por su aparente ausencia. Nos gustaría destacar el epílogo final sobre los miembros del estamento que realiza el ayudante y compañero del abogado Paul Biegler. Su amigo y colega, Parnell McCarthy, interpretado por Arthur O’Connell, alcohólico desengañado en busca de segundas o terceras oportunidades, inicia un monólogo mientras todos se encuentran a la espera de las deliberaciones del tribunal. Y reflexiona sobre aquellos doce seres sin nada en común (bueno, en esta ocasión todos blancos, se podría decir que casi ancianos y con tiempo libre, parece). Quién sabe lo que estarán pensando, cada uno lo suyo, cada cual con su versión de la realidad…¿Cómo conseguir unanimidad? Y también nos gustaría rescatar lo que sugiere Biegler, el letrado que interpreta Stewart, a la mujer de su cliente, a Laura Manion: es imposible borrar de la mente de los juzgadores lo que se dice en la sala, por mucho que se elimine del acta por improcedente. 

En Anatomía de un asesinato nos encontramos ante un magnífico filme que abordas temas dispares. Entre ellos, la desigualdad sexual, el machismo en su pura esencia. Imagínense a una mujer joven, a finales de los años cincuenta, guapa, que no esconde sus encantos, simpática, abierta socialmente y que no necesita compañero alguno para andar por bares, para bailar o emborracharse. Y además, rubia. Hablamos de Laura Manion. Perfecta carne de cañón para cualquier macho inmundo que se crea con derecho de pernada sobre alguna fémina. Años han pasado, pero la tortilla no parece terminar de dar la vuelta. Si dentro de la carrera judicial encontramos profesionales que se dejan llevar por ideologías machistas, admitiendo pruebas sobre el pasado de la víctima en vez de centrarse en los posibles hechos delictivos, imagínense lo que puede suceder si el juzgador es lego y no ha sido preparado para enjuiciar ni se le paga por ello con un salario mensual y un trabajo fijo y vitalicio.

Otto Preminger ha dejado un legado maravilloso. Y esta película es buen ejemplo. Nos quedamos con ganas de mucho más. Configura unos personajes que resultan verdaderos arquetipos, fácilmente reconocibles: abogado humanista, honesto y preocupado más por la suerte de su cliente que por la minuta; mujer diríamos que liberada en ciertas facetas, aunque otros la mencionarían como “de moral distraída”; borracho entrañable, de vida errática, en intento de rehabilitación; secretaria fiel, cínica y entregada, que soporta con estoicismo la estropeada máquina de escribir, mientras confía poder cobrar al mes próximo; un fiscal con ascendentes turbios, jugando sus cartas y de paso, ocultando las que no le interesan; militar violento y celoso…Grandiosa obra, que se disfruta con intensidad entre acordes de jazz.

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Por último, nos gustaría centrarnos en la película realizada por George Cukor en 1949, La costilla de Adán (Adam’s Rib), la más antigua de todas las comentadas. Estamos ante una maravillosa comedia que se preocupa de lo que se ha denominado “guerra de sexos”. Sus dos protagonistas son Katharine Hepburn y Spencer Tracy. Amanda y Adam. Un matrimonio de juristas perteneciente a la clase alta. Ella ejerce de abogada y él trabaja como ayudante del fiscal. La tormenta estalla cuando ambos deberán enfrentarse en un proceso. Se  enjuicia a una mujer que ha disparado contra su marido al descubrir que le es infiel. Estamos en Nueva York y aunque es la primera obra realizada de las cuatro que hemos escogido para ilustrarnos de la idea del jurado que nos ha transmitido la cinematografía estadounidense, ya podemos observar a un tribunal mixto, de hombres y mujeres. Y además, aunque pueda resultar simbólico o por cuota, también está compuesto por una persona de color. 

Los dos protagonistas, Hepburn y Tracy, además de pareja en la ficción, lo fueron también en la realidad. La complicidad entre ambos se constata no solamente en este filme, sino en algunos otros en los que trabajaron juntos. Podríamos citar desde el primero, La mujer del año (Woman of the Year, 1942) de George Stevens, hasta el último del director Stanley Kramer, Adivina quién viene esta noche (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967). Además, en este largometraje de Cukor a los dos les toca interpretar a personajes con la misma formación, la de juristas. Y como señala el pretendiente de Amanda, los abogados no deberían casarse con abogados. Corren el riesgo de tener hijos tontos, esto es, más abogados.

El personaje que encarna Katharine Hepburn, consciente de la desigualdad femenina, histórica y coetánea, en la vida real y en la legislación, inicia una batalla en la sala del juzgado. Su objetivo: que su cliente sea declarada no culpable. Los problemas van a surgir porque quien ejerce de fiscal es su marido, Adam. Y Amanda es capaz de recurrir a cualquier estratagema para intentar convencer al jurado de la inocencia de alguien que va disparando por ahí, con arma y municiones de verdad. Aunque deba llegar al extremo de elevar a las alturas a su compañero (con fallo de racord incluido y sino, fíjense en los cables que lo sujetan). Nuestro jurado, en esta ocasión, callado, atento y respetuoso, como suele ser habitual. Patético y muy verídico resulta escuchar la recusación de uno de sus aspirantes por no creer en la igualdad de géneros. Tema candente, que a finales de los años treinta a casi nadie convencía, ni siquiera a nuestro querido y amoroso fiscal.

Estamos ante una divertida comedia que se contempla con agrado, mientras se convierte el juzgado en un circo y se intenta modelar la ley a conveniencia. Para eso está el jurado, que de leyes sabe lo mismo que la mayoría de la pesca en el Amazonas. El filme resulta muy útil para constatar la debilidad de la institución, la influencia mediática que recibe y lo manejables que podemos llegar a convertirnos los seres humanos.

 

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2 respuestas a «El jurado»

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