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Tránsito hacia la nada

CUENTOS DE TOKIO (Tokyo monogatari). Yasujirō Ozu, Japón, 1953 

 

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Antes de abordar este artículo, y a la hora de elegir la obra adecuada para nosotros, nos preguntamos qué entendíamos realmente por el paso del tiempo. Y descubrimos que consiste en algo tan sencillo y al tiempo tan complicado como el camino de la nada hacia la nada. Toda la vida, todo el universo, toda la naturaleza, toda la evolución y todas las especies son y se transforman. ¿Y cómo se somete el individuo a ese cambio? Asumir por el hombre su verdadero significado y sentido dentro de esos parámetros, de su pleno sometimiento a un avance imparable hacia la muerte, aunque hagamos verdaderos esfuerzos por olvidarlo, resulta complicado. No somos, pero ahora ya somos. Aprendemos a relacionarnos con lo que nos rodea; pasamos por muchos años de aprendizaje, de tradiciones, de trabajo, de esfuerzo, de alegrías y de penalidades; y van transcurriendo los años, el cuerpo se oxida y el círculo se va cerrando hasta “dejar de ser”. El viaje de la nada a la nada se culmina. No queda más que resignarse en que no existe el pasado, tampoco el futuro. Y el presente es tan efímero que se vuelve pasado al instante, se destruye de inmediato para dejar al tiempo como un mero continuum, con principio y final inalterables. La nada, única palabra que figura en la lápida del maestro (mu).

Cuentos de Tokio se erige como una extraordinaria mirada de Yasujirō Ozu sobre el paso del tiempo, sobre la pérdida de las tradiciones, sobre la evolución hacia la industrialización, sobre la supresión de nuestro lugar en la tierra, sobre el sentimiento de concienciarse acerca de que tu momento ya ha pasado… Una pareja de ancianos, Shukichi y Tomi Hirayama, se preparan para hacer un largo viaje con el objeto de visitar a sus hijos, residentes en Osaka y Tokio. Los padres viven, junto a la menor de sus retoños,  en una pequeña población rural, en Onomichi. Pero los chicos ya han han crecido, son adultos, han formado familias propias, están absorbidos por sus trabajos y son incapaces de habilitar huecos para ofrecer la atención que merecen sus progenitores. La guerra ya hace casi una década que pasó y la nación se encuentra inmersa en un desarrollo acelerado hacia la occidentalización. 

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El realizador japonés, con una mirada sencilla y diáfana entre tradición y modernidad, a lo largo de su carrera, fue abandonando progresivamente elementos técnicos, tanto del montaje como de la misma realización, hasta acercarse al concepto estético de minimalismo. Con extraordinaria delicadeza, va adquiriendo un matiz universal mientras posiciona su cámara, definitivamente, a la altura del tatami, a una distancia aproximada del suelo de 90 centímetros; además, sus tramas son lineales, no utiliza el zoom y se aleja de los primeros planos como instrumento de dramatización. Este enfoque con la cámara baja ya había sido utilizado por el director Sadao Yamanaka en obras como Humanidad y globos de papel (Ninjo kami fusen, 1937). Llamaba a este tipo de enfoque “la posición del ojo de perro”.

En Cuentos de Tokio encontramos un debate constante con la evolución de las formas de vida, una preocupación por la pérdida de valores tradicionales, un retrato sobre la desintegración progresiva de la familia, una gran atención ante el desarraigo del ser humano en la ciudad, para desembocar en un antagonismo lleno de fuerza simbólica. En el concepto tradicional japonés, la familia se tornaba en núcleo por el que el niño tomaba conciencia de su ser mientras consumía las cuatro etapas de la vida: la generación, la educación, la maduración y la senectud, rodeado de su propia estructura social. Pero el caos penetra a través de la contemporaneidad. Las tradiciones se desintegran, el respeto y amor que se transmitía de padres a hijos se alteran, mientras Ozu se convierte en testigo neutral y resignado de ese cambio que caracterizó a su país a lo largo del siglo XX.

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Desde la película Primavera tardía (Banshun, 1949), Ozu inició el proceso de refinamiento citado para atender únicamente a los rasgos más característico de su obra. Sus shomin geki, sus dramas íntimos y realistas se desarrollaban entre la clase media. En Cuentos de Tokio insiste en una estructura circular que hace huella sobre la resignación ante el destino. Mientras tanto, se va apoderando del director una capa irónica, al tiempo que ve caer las gotas de agua sobre cada una de las piedras hasta su erosión. Esos momentos ácidos y sarcásticos salen a relucir, por ejemplo, cuando la anciana explicita que va a pasar la noche en el mismo colchón que su hijo muerto en combate. Al igual que otros autores como Béla Tarr, el director japonés, desde la década de los cuarenta hasta su última película, El sabor del sake (Sanma no aji, 1962), parece que solo quiso o supo hacer una y otra vez la misma película. El desencanto generacional se impone y la realidad hace presencia frente a las aspiraciones de los padres por un futuro próspero de los hijos. Así ocurre con nuestros progenitores protagonistas, que lejos de rebelarse, a la vuelta del viaje aceptan que sus hijos han cambiado pero, a pesar de todo, piensan que tienen suerte al creerlos mejores que la mayoría.

Ozu sitúa las fuerzas contrarias que nos arrastran en una lucha constante entre hombre y naturaleza. Mientras utiliza un único medio de puntuación, el corte pacífico, el rítmico transcurrir de la existencia se registra con una cámara fija, que salvo excepciones, jamás se mueve. Y esos aislados movimientos se producen en Cuentos de Tokio en dos instantes de transición: el del autobús turístico y el de la aventura de los dos mayores como dos “sin techo” a la búsqueda de un refugio. La nostalgia en el autor japonés no se convierte en anhelos del pasado sino en la “expansión” del presente, tan común al arte zen, tal y como entiende Paul Schrader. No existe la lucha contra el paso del tiempo. Nuestro anciano asume la ausencia inmediatamente que abre su mirada hacia el nuevo amanecer, hacia unos días que se presentan en solitario y sin esperanza, un discurrir que Ozu observa con tristeza contemplativa. Así lo constatamos ante la evidente transformación mansa desde la aparición de la vecina al principio y al final. “Sí, muy solo”. La dignidad ante lo inevitable implica, así mismo, la tolerancia y el apoyo hacia los jóvenes para que sigan su propio camino. Ya hemos dicho, el pasado se fue, ya no volverá, y la nuera, Noriko, se caracteriza como un trasunto oriental del personaje de Melania Hamilton en Lo que el viento se llevó de Victor Fleming, George Cukor y Sam Wood (Gone with the Wind, 1939).

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Desde la cotidianidad, el realizador de El sabor del té verde con arroz (Ochazuke no aji, 1952), partiendo y acabando en la casa familiar de Onomichi, pasando por la de sus hijos y su nuera, y en una sosegada sucesión de acontecimientos, nos hace tomar conciencia de la ingratitud y el egoísmo  a los que han llegado los que están unidos por lazos de sangre, frente a la generosidad y gentileza de aquellos que no lo están. Noriko debe pedirse un día libre para atender a sus suegros: los hijos Koichi y Shirje únicamente tenían que organizarse al ser trabajadores autónomos. Lamentablemente, la occidentalización también conlleva chiquillos maleducados a los que únicamente les importa su propio bienestar y cuyas reacciones son acogidas por los adultos casi con júbilo. Y justamente será en Atami, en el balneario donde han recluido a los ancianos, el lugar en el que tomarán conciencia de que su tiempo ha pasado. Pero sí, como ya se ha resaltado, no pierden la ocasión de empujar a su familia a seguir adelante. Sin reproches, envueltos en los escenarios japoneses hogareños habitados con espacios comunicantes que igual se muestran llenos de vida o en solitario. El cineasta llega al interior de los personajes a través de sus miradas, eliminando en los intérpretes cualquier gesto de exteriorización. La reserva y el respeto a la intimidad se mantienen con el plano largo, menos invasivo que el uso del primer plano. 

Para Ozu cuentan más los sentimientos que los hechos y para ello también recurre a las elipsis en su alejamiento de una “gramática de cine”, adelantándose así a las consideraciones de Metz sobre la relación entre lengua y lenguaje. El japonés no niega la existencia de dicha gramática pero se desentiende de ella. La intención del director, en Cuentos de Tokio, se centra en llevar al espectador a una especie de sugestión que “toque las fibras más profundas de la sensibilidad estética japonesa”, el apego por lo efímero (mono no aware), pero que deje después un buen sabor de boca. “La añoranza por la primavera que pasa crece” mientras que “allí abajo, en la llanura, todavía es plena primavera” (extractos del diario del director cuando falleció su madre). Dentro del gran esquema de las cosas, de su insignificancia, el enfrentamiento entre la modernización y el Uno tradicional se registran desnudando la vida de toda expresión que aleje del día a día. La existencia festejada por incidentes banales que separan a vivos y a muertos. Como concluye el zen, “la montaña es solo una montaña”. Y eso lo sabíamos antes del inicio de un viaje que es posible que se afronte como innecesario.

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Acabamos con lo que Schrader denominaba “las codas” del realizador, esos tiempos muertos en interiores o en exteriores que transmiten la fugacidad y la insignificancia ante fuerzas que no podemos controlar. En Cuentos de Tokio los primeros y los últimos planos coinciden en incorporar elementos tradicionales como las montañas o tan contemporáneos como las chimeneas, barcos o ferrocarriles. Esos medios de transporte que la cámara escudriña en su movimiento desde la nada hacia la nada. El drama convencional es negado y el “discurrir” nunca deja de amenazar la realidad cotidiana. Silencios y vacíos últimos mientras el destino se acerca y nos alcanza. ¿Cómo puede el hombre complicarse la vida? Solo vale la pena recibir de herencia aquel objeto que simbolice la espiritualidad; como ese reloj  que Noriko acepta emocionada y que conlleva el soplo vital que va sucediéndose de generación en generación. 

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