Pamela Anderson: Una historia de amor

Parece bastante raro pensar que, efectivamente, el tiempo puede pasar sin que nos demos cuenta. Mientras los segundos proceden con su marcha (de carácter imparcial, podríamos decir), nacemos, crecemos, envejecemos y, al final, como siempre, el futuro nos aleja de su presencia y nos destina a ser solo átomos sin conciencia, elementos de un cuerpo destinado desde su nacimiento a morir. Se supone que aquellos elementos del pasado, entonces, se cierran sobre sí mismos y no permiten dejarse ver con aquella cara típica de los años que han ido transcurriendo sin permitir la vuelta de la juventud. Como si de una página de Proust se tratara, sin que nadie se hubiera dado cuenta, llega así un documental sobre un personaje que quizás despierte en los miembros de una generación ya muy adulta aquellos mismos sentimientos que solo la pubertad puede producir.

El documental de Bryan White nos ayuda, de hecho, a tener una visión más amplia de la vida y de las sensaciones de la que fue un icono del mundo pop de los años noventa, hasta entrar un poco en los primeros del siglo presente. Pamela Anderson, modelo canadiense, fue, sin duda alguna, un símbolo de la belleza femenina, optando por una sexualización de su cuerpo que logró no escapar de los límites de la decisión personal. La hermosura de su físico se ve así (re)evaluada por la necesidad de entablar un discurso sobre su misma personalidad, deshaciéndose de los bordes de una iconicidad que solo permite una relación visual muy superficial: Pamela Anderson, en otras palabras, habla de sí misma hasta allí donde se permite hacerlo, sin dejarse arrastrar hacia los fondos de una lectura psicológica (demasiado) detallada.

Estamos, entonces, ante una narración no acabada (Anderson solo tiene unos cincuenta años) y, sin embargo, la historia que se nos cuenta aquí tiene aquel tipo de estructura, fílmica y narrativa, que permite acceder a una sensación de unidad, de haber logrado llegar a un destino que, si bien no es definitivo, sí permite extraer un sentido de la larga marcha. No nos sentimos defraudados por cómo White deja a Anderson hablar, presentando partes de su vida (también la interior) de las que nunca habríamos imaginado la existencia. Y, clave fundamental de la narración, Anderson es capaz de hablar de los problemas que ha ido experimentando en su vida (desde los abusos cuando era una niña a la pérdida de privacidad después de la publicación del famoso vídeo con su exmarido) sin dejarse definir por ellos, demostración de que en la vida hay que seguir adelante hasta donde lo permite nuestra mente, nuestra resiliencia.

Es una película que demuestra, obviamente, la superficialidad de Pamela Anderson. Una superficialidad positiva –no en su sentido (común) negativo–, o sea, proveedora de aquellas sensaciones que experimentamos cuando encontramos a aquellas personas que son naturalmente buenas y que, sin embargo, siguen cayendo en los mismos problemas de siempre, casi como si fueran incapaces de cambiar el rumbo de su destino. No se nos abre una visión sublime de la humanidad, pero, sí, en su recuperar un ícono de un mundo no muy lejano (pero ya parte del pasado) que nos permite reconocer cómo la superficialidad en la que nosotros y nosotras nadábamos, la de aquel mundo pop habitado por las risibles figuras de Baywatch, escondía detrás de sí unas historias que, una vez contadas, permiten llegar a un fondo de humanidad que todos, quienes más y quienes menos, compartimos.