Críticas

El horror

Utoya. 22 de julio

Utøya 22. juli. Erik Poppe. Noruega, 2018.

Utoya.22dejulioCartelTras dedicarse con éxito al periodismo nacional e internacional, incluso cubriendo conflictos en Angola o Mozambique, el director noruego Erik Poppe se licenció como director de fotografía en Estocolmo. Pero no se acomodó en este último trabajo, que desarrolló tanto en el cine como en campañas publicitarias, también con notable acierto. El siguiente paso sería el salto a la dirección de largometrajes. Utoya. 22 de julio es el sexto, tras la alabada e igualmente cuestionada,  La decisión del rey (Kongens Nei, 2016). 

En esta ocasión, Erik Poppe se centra en narrar los acontecimientos sucedidos en el 2011 el día y en el lugar del título del filme. Y lo relata desde dentro, una forma de las muchas que podrían reflejar aquel terrorífico e inaceptable suceso. Explicación que encontramos al final de la película, insertada por el mismo realizador. Y efectivamente, la cámara se sitúa en la isla de Utoya, siguiendo a una de las participantes en aquella reunión o campamento de verano juvenil de un partido político socialista. Nos encontramos ante una obra muy loable, arriesgada y certera en su enfoque. No hay que olvidar la peligrosidad de la propuesta, al no haber pasado siquiera una década desde aquella fatal jornada, con pérdidas o cicatrices todavía demasiado abiertas. 

Precisamente, han coincidido en el tiempo dos largometrajes sobre la tragedia. El segundo lo ha realizado el director de cine británico Paul Greengrass, con el título 22 de julio. Se trata de una producción de Netflix que si bien se observa con tensión y agilidad, se desequilibra por sus altibajos. No alcanza, ni remotamente, la calidad y originalidad del filme de Poppe. El director noruego, basándose en experiencias vividas por algunos de los sobrevivientes de aquella masacre, elabora su película en una sola toma, intentando que su duración encaje con el tiempo real en que sucedieron los acontecimientos.

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Nos ha gustado la perspectiva elegida por Erik Poppe. Dejando aparte las imágenes del atentado previo cometido en Oslo, los hechos se van sucediendo, ya dentro de la isla, en un solo plano secuencia. Sin abandonar a una de las participantes del encuentro, a Kaja, una chica de dieciocho años. La cámara la sigue incesantemente. Y solo se permite ciertos y continuos virajes en los que la joven queda fuera de campo, para de forma inmediata volver a recuperarla. Excelente composición que obliga al espectador a sentirse metido en aquel laberinto infame de terror y desconcierto.

El público sí que se acuerda, imposible olvidarlo, de lo que aquel día sucedió en la isla de Utoya. Pero las víctimas fueron incapaces de detectar qué estaba ocurriendo mientras se desarrollaba lo inimaginable. Cuál era el peligro, de dónde venía, en qué lugar se encontraban sus focos. Los porqués, los cómos, los quiénes, los para qué, se les escapaban. La virtualidad de sentirse metidos en la película de terror, que a lo mejor habían visto la semana anterior en los cines de su ciudad, se transformaba, en unos segundos, en una masacre real. La ficción abandona su dimensión y encierra a los afectados en una especie de “juicio final”, sin vislumbrar la razón de haberse convertido en las piezas de caza. A veces escondiéndose; en otros instantes con carreras enloquecidas hacia ninguna parte. Un tiempo infinito que como ya se ha adelantado, el director ha pretendido que fuera igual o muy similar al real. Además, y ya es difícil, todo el filme está desprovisto de cualquier morbo. Hubiera sido inaceptable, más teniendo en cuenta que los hechos se desarrollaron en Occidente y no en cualquier país de cultura árabe. Aquellos lugares en los que la vida vale mucho menos. Tampoco parece que ello importe demasiado al resto.

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Hagan el esfuerzo de imaginarse en situaciones similares, con quince o veinte años, con hermanos o amigos en el mismo emplazamiento, a los que no han vuelto a ver desde que el suceso empezó como una sorpresa de fuegos artificiales. Por cierto, los jóvenes que participan en el largometraje realizan con gran solvencia su trabajo, en especial la protagonista, la actriz Andrea Berntzen, una mujer que caracteriza a un ser de gran arrojo, qué remedio. 

Por otra parte, nos ha sorprendido que entre gente de tan pocos años, con poco recorrido, pudieran surgir situaciones o altercados de exclusión en la lucha por la propia supervivencia, despreciando por consiguiente la ajena. Pero aunque son niñas o niños, adolescentes o jóvenes, también pertenecen a la raza humana. En cualquier caso, igualmente se detectan momentos de solidaridad por los compañeros y amor a las personas más cercanas. Todo vale para compensar.

Y ya puestos, vamos a poner nuestro punto de mira sobre el otro lado, el que no aparece en pantalla y permanece siempre o casi siempre fuera de campo. Lo oímos, lo acabamos intuyendo, pero no llegamos ni a vislumbrarlo, al menos nítidamente. Mejor así. ¿Qué puede ocurrir en el cerebro de un ser humano para actuar de tal forma, con tanta malignidad, sin pausa, repetidamente, hasta que alguien consiguió, demasiado tarde, que la pesadilla cesara? ¿Qué pasado debía arrastrar? ¿Qué ideas o desequilibrios mentales le cegaban?¿Por qué esa ausencia de remordimientos, al menos aparentes, que sepamos? Y nos quedamos sin respuestas entre la negrura y el silencio. Demasiadas víctimas directas, también indirectas, damnificados por un descerebrado  que un día cualquiera decidió transformarse en ese Dios implacable y sanguinario del Antiguo Testamento. 

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Estamos ante una película muy dolorosa, que se desenvuelve en una angustia insoportable. La forma narrativa elegida, sin cortes, pegándose a la protagonista, con el desconcierto sobre lo que está ocurriendo, contribuye a la brutal experiencia que se sufre a lo largo del largometraje. Salvando diferencias, se trata de una forma de abordar el drama que nos recuerda al seguimiento que el director húngaro László Nemes realizó con uno de los miembros de los “Sonderkommando” de un campo de concentración nazi en El hijo de Saúl (Saul fia, 2015). Y también nos acerca a la brutalidad acaecida en el instituto de Columbine, a través de Elephant, la obra que Gus Van Sant filmó en 2003, oprimiéndonos con travellings interminables y estremecedores. Y parecidos efectos a los que produce Poppe, salvando la magnitud de consecuencias, se materializan en la estética elegida por Sebastian Schipper en Victoria (2015). También en tiempo real, con una sola toma inquietante, mientras su protagonista nos deja sin respiración en ese recorrido por las calles de Berlín.

El director Erik Poppe, con Utoya. 22 de julio, sabe transmitir con sus imágenes el frío de una noche de verano en Noruega, la temperatura corporal del miedo, el terror ciego de procedencia indiscriminada, la tímida o cada vez más inexistente esperanza de que aquello fuera solo una pesadilla. Mientras tanto, jueguen a algo que practicaban de pequeños, o como la directora Isabel Coixet de más mayor, concretamente, en Mi vida sin mí (2003). Reflexionen sobre las diez cosas que les gustaría hacer antes de morirse. Como en casi todo, excepto en el salario que percibimos, hasta en eso ganamos las mujeres.

Tráiler:

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Ficha técnica:

Utoya. 22 de julio (Utøya 22. juli),  Noruega, 2018.

Dirección: Erik Poppe
Duración: 92 minutos
Guion: Anna Bache-Wiig, Siv Rajendram
Producción: Paradox Film 7 / Programme MEDIA de la Communauté Européenne / Nordisk Film / Norsk Filminstitutt
Fotografía: Martin Otterbeck
Música: Wolfgang Plagge
Reparto: Andrea Berntzen, Aleksander Holmen, Brede Fristad, Ada Eide, Sorosh Sadat, Elli Rhiannon Müller Osbourne, Solveig Koløen Birkeland, Magnus Moen

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