Series de TV 

Homeland

Al otro lado del charco siempre ha existido cierto gusto por la creación y el consumo de un tipo de producto televisivo hiperrealista relacionado con determinados oficios u ocupaciones. Me refiero a todos esos seriales que se aplican en recrear los entresijos de universos ajenos y lejanos al gran público, ya tengan que ver con el show-business (en una sintonía compleja de retroalimentación, positiva o negativa, según su enfoque), el crimen o la política.

En este último apartado, hasta ahora la unánime preferida de crítica y audiencia ha sido la magistral creación del talentoso Aaron Sorkin, El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing). Tras siete largas temporadas en antena, dejaba una huella catódica imborrable y la sensación de que nunca se vería nada remotamente comparable al certero tratamiento para con el poder y la defensa de la primera potencia del mundo. Pero, cinco años más tarde, llegó Homeland. Basada en la serie israelí Hatufim, en tan solo una temporada ya presume de alabanzas y galardones, habiéndose alzado recientemente con seis premios Emmy, incluyendo los de mejor serie dramática, guión y actor y actriz principales.

Homeland puede no entenderse como una serie sobre política o, al menos, no lo es en un sentido estricto ni guarda una semejanza conceptual con El ala oeste de la Casa Blanca. Si bien es cierto que se trata de comparar dos géneros distintos, thriller y drama, la principal diferencia entre ambas series se halla en la asimilación del trastorno ideológico post 11-S (por supuesto, extendido y mutado tras la muerte de Bin Laden). Mientras que Sorkin se vio obligado a escribir a matacaballo un capítulo especial con motivo de los atentados del World Trade Center, la postura de Howard Gordon y Alex Gansa simplemente se basa en el sentimiento perenne de amenaza del pueblo norteamericano, sin el cual su creación no tendría ningún sentido: una serie necesaria que no podría reflejar mejor la cultura del miedo instaurada en el imaginario estadounidense.

Dos personajes. Ella y él. Ella es Carrie Mathison, una mujer atractiva y solitaria que vive por y para su trabajo, porque el resto de su vida es, hablando pronto y mal, una mierda. Él es el sargento Brody, un hombre del que nada se sabe, reservado y misterioso desde su rescate. Solo dos enormes personajes, sobre los que giran una oportuna planificación, un gran diseño de producción y una categórica puesta en escena, sostienen una trama tan emocionante como sencilla es su premisa inicial: una agente de la CIA sospecha que un soldado estadounidense que estuvo cautivo ocho años en Irak es cómplice de Al Qaeda. Nada como una hipótesis polémica para desbaratar clichés manoseados. Eso sin hablar del disfraz de intuición y presentimiento que se le endosa a la desmedida paranoia norteamericana, al que se añade un sutil tironcillo de orejas a su aparato de defensa, por el hecho de que la persona emocionalmente más inestable de la Agencia sea la única preocupada por un peligro que nadie ve.

La opción de la narración omnisciente resulta no solo acertada, sino imprescindible -y más si tenemos en cuenta la información que aportan los flashbacks-, para conocer lo verdaderamente relevante de Homeland, como su propio nombre indica, la intimidad de cada casa, la psicología de cada personaje (traducida en un excepcional acting). Los polos (no tan) opuestos pronto comienzan a atraerse, y las secuencias dibujan poco a poco la identidad completa, sexual e ideológica (y el género parece desvariar). De esta manera, no es de extrañar que las pulcrísimas secuencias de acción aún queden absorbidas por un suspense implacable. Y es que pocas series pueden ofrecer una tensión dramática tan brutal y perturbadora como la que disponen la mayoría de sus capítulos, igualmente rematados con desesperantes cliffhangers. Tras la conclusión de la primera temporada, el misterio parece encarrilado, pero en Homeland nadie es quien parece ser. Menos mal que acaba de comenzar la segunda.

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