Investigamos 

La maldad, esa desconocida

Funny Games. Michael Haneke, Austria, 1997

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En el ser humano, ¿se puede hablar de una base genética o biológica en ciertas encarnaciones del mal?; si es adquirida, ¿en qué momentos penetra en la composición compleja de la personalidad?; si influyen educación o experiencias, ¿en qué peso lo hacen?; ¿cambian con el tiempo las concepciones del mal?; ¿existe el mal en términos absolutos o es un problema de proporciones?; ¿el hombre ha duplicado las conductas malignas ante su exposición permanente a imágenes?; ¿hablamos de meras diferencias neurológicas de ese órgano de apenas kilo y medio que recoge nuestros pensamientos, deseos, sentimientos y guía nuestras acciones?; ¿necesitamos justificar el mal con enfermedades mentales y con ello eliminar responsabilidades?; ¿forma parte de nuestra naturaleza?; ¿corrompe la sociedad?; ¿se trata de un concepto que contraponemos al bien por pura supervivencia?…

Abrimos ese arcón sin aparente fondo que se ha intentado comprender a través de diversas disciplinas. Así, para la sociología, el mal siempre ha sido entendido como un comportamiento nacido de la colectividad. Con el término anomia, se ha definido la situación en la que una sociedad no es capaz de ofrecer a sus integrantes los elementos necesarios para que se desarrollen plenamente, dejándolos a expensas de responder con hostilidad a las normas. Para psicoanalistas como Freud, la persona está sometida a la angustia de la muerte. Ante lo insuperable del fin, podemos caer en una neurosis hasta negar a otros su condición de personas. Los transformamos así en objetos, les hacemos perder su naturaleza y creamos la maldad. Desde un punto de vista antropológico, Becker sostenía que la psicología llega a un callejón sin salida cuando se enfrenta a creencias del ser humano. Este niega su propia mortalidad y le impide conocerse a sí mismo.  

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La palabra “mal” deriva del latín male, y este del griego melanos, que significa negro o sucio; esto es, lo contrario a lo blanco, a lo impoluto. La filosofía ha reflexionado sobre la maldad desde sus orígenes. Iremos apuntando ciertas ideas de diversos pensadores a lo largo de este artículo. Pero queremos empezar a hablar ya del filme que abre el melón para todas estas disquisiciones: de Funny Games, de Michael Haneke. Nos vamos a centrar en la primera de las versiones realizadas por el autor, la europea de 1997. Creemos que la americana, con igual nombre y creada diez años después, copiada plano a plano y con una diferencia de tres minutos de duración, solo aporta modificaciones en fotografía e interpretaciones. El director la justifica en el intento de llegar al público que quería interpelar con su propuesta y que inicialmente no fue a las salas. Tampoco lo consiguió con la segunda versión. Pretendía hacer reflexionar a aquellos espectadores que consumen violencia como churros, magnificando la figura del criminal y ensañándose con víctimas anónimas. Y cuando acaba el filme, a otra cosa, mariposa. 

Funny Games consiste en una especie de deconstrucción de la violencia, a través de dos personajes, de Peter y Paul. Son dos jóvenes de aparente buena educación y clase media que atentan contra cualquier bien ajeno sin que parezca que distingan entre el bien y el mal. ¿Ha sido la televisión la que ha acabado con tal distinción? ¿La profusión de imágenes sobre guerras, desastres y calamidades ha contribuido a ello? ¿Cómo hemos sido capaces de adormecernos mientras las imágenes vomitan sangre, destrucción, sufrimiento o muerte? Hablamos de crímenes sin ánimo de lucro o de venganza; de delitos cometidos únicamente por el placer en la sensación, por la satisfacción del instante. Mirar un crimen es, desde una perspectiva ontológica, perverso. Y es lo que hacemos diariamente a través de los medios de comunicación y las películas comerciales hollywoodenses. 

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Paul y Peter van vestidos enteramente de blanco; incluso sus guantes, para no dejar huellas, son de ese color. Una tonalidad que en principio va destinada a la pureza, a la inocencia. ¿Estos malditos que atacan sin pudor alguno propiedad y vidas ajenas pueden ser irresponsables de sus acciones? Según Schopenhauer, el mal forma parte de nuestra naturaleza, al igual que el amor, el deseo o el odio. Lo contrario que sostenía Rousseau, que consideraba al hombre bueno por naturaleza, siendo la sociedad la que corrompe. Para la OMS, la salud mental es “el mejor estado posible dentro de las condiciones existentes”. Y la experiencia y los profesionales dedicados al asunto nos ratifican en la circunstancia de que la buena o mala salud mental no es parámetro para que actuemos con perjuicio al otro. Solo el 3% de personas con trastornos psiquiátricos severos cometen acciones delictivas que comporten lesiones o muerte del prójimo. 

Hablamos de psicópatas cuando nos referimos a aquellos que dañan sin sentido, reaccionan sin reflexión, carecen de afectividad, buscan un placer personal inmediato y nunca tienen suficiente. Haneke no hace nada para suavizar el impacto de lo monstruoso con explicaciones o interpretaciones racionales. Respeta el misterio que envuelve el mal para evitar tranquilizar al espectador y disminuir su ansiedad. Peter y Paul, a través de la familia que ha escogido para inmolar, desdeñan cualquier atisbo hacia la dignidad ajena y manejan sus macabras acciones como juegos de rol: infantiles, provocadores y agresivos; también gélidos, sadomasoquistas y letales. Cojamos como ejemplo la escena en la que apuestan al descarte quién será su próxima víctima. La frialdad que desprenden es aterradora y sacude, “literalmente”, al espectador en su asiento. 

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El realizador austriaco lleva a su público hasta límites aterradores desde una posición distante, diferenciando incluso papeles de comedia y drama entre acosadores y acosados. Incluso nos hace recapacitar sobre hasta qué extremo estaríamos dispuestos a no recurrir también al mal. Nos referimos al “mal menor”, aquello que sirve para justificarnos por haber escogido el lado del mal. ¿Y por qué la familia no es capaz de reaccionar a tiempo? Los dos “gamberros” no parecen al principio tan peligrosos, y como les sucedió a los judíos en el Holocausto, jamás se imaginan que su destino final sea el ocurrido. Y cuando la única salida que se vislumbra es la defensa, ya no hay tiempo. El niño dispara, la madre también. Pero el destino y/o el azar ya estaban echados y puede que la escopeta se encuentre sin cargar o que se rebobine la cinta. 

Haneke nos avisa desde el comienzo del filme que las vacaciones que inicia nuestra familia de clase media en su segunda residencia no va a ser tan idílica como esperan. Se ocupa de alterar la música clásica que se escucha en el vehículo a través de una canción de rock que se cuela chirriante y amenazadora. Y desde el momento en que ese desconocido viene a por los huevos no nos fiamos nada de su aparente amabilidad y educación. Pero el autor llega más allá e intenta hacer cómplice al espectador de los malhechores. Así, tras el primer asesinato, se rompe la cuarta pared y Paul guiña el ojo, mirando a cámara, invitándonos a entrar en su juego. Un entretenimiento que además de ser, entre muchas otras aberraciones, síntoma de hastío existencial, es reflejo del ansia de poder y dominación del otro. Justo lo que nos enseñan desde niños para labrarnos un futuro.

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Y entremos en el plano secuencia más impactante del filme, aquel asesinato impronunciable, realizado en off, pero con una cámara detenida diez minutos, con respeto, en la lejanía; mientras, el cadáver permanece junto a una televisión ensangrentada de la que brotan imágenes y sonidos ensordecedores de una carrera de coches; de automóviles dando vueltas y vueltas en el mismo circuito. Paraliza, horroriza tanto a los afectados como al público. Parece que Haneke es de la escuela de Claude Lanzmann, aquella que sostiene la incapacidad de la imagen para captar el horror. No hay nada peor que el efecto producido por la violencia ante una mirada que se queda suspendida en sus efectos, en la psicología producida sobre los personajes. Frialdad, risas y cotidianidad en unos, y la más extrema devastación en otros. Y aún así, el humano es capaz de reaccionar y luchar por la propia supervivencia. 

Los psicólogos han llegado a conformar lo que llaman “rasgos oscuros” o “factor D” (de la inicial de dark, oscuro en inglés), esto es, el perfil en el que la mayor parte de las personas situamos a la maldad humana. Se trata de los factores de egoísmo, maquiavelismo, desconexión moral, narcisismo, superioridad, falta de empatía o sadismo. Y con ello no es necesario que intentemos describir la personalidad de Paul y Peter. A lo mejor, en un futuro, se podrán encontrar detrás de todos los diagnósticos psiquiátricos un problema orgánico cerebral, por lo que desaparecería la psiquiatría y solo existiría la neurociencia. Por el momento, no es el caso. El mal se extiende y buscamos argumentos y justificaciones para que se llegue a destruir a una persona y sus proyectos vitales. ¿Y si todo pudiera encuadrarse en la injusticia, pobreza, desigualdades, puro odio, venganzas, búsqueda de sensaciones o sentimientos de superioridad?

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Nos acordamos aquí de la también violencia gratuita o sin explicación aparente exhibida en otros filmes, como en el impactante largometraje de Lynne Ramsay, Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk about Kevin, 2011), basado en la novela homónima de Lionel Shriver. Aquel chiquillo nacido con maldad que se enfrenta o busca el público en una madre con sentimientos de culpa y remordimientos por su maternidad. Volviendo a Schopenhauer, consideraba que el núcleo de la maldad se inspira en este lema: “daña a tantos cuantos puedas”. Buscar el mal ajeno con sumo placer no deja de ser “demoníaco”. Los sufrimientos y dolores de los demás son fines en sí mismos y su consumación del placer.  Ya en 1860, Baudelaire escribía en sus diarios que “es imposible echar una ojeada a cualquier periódico, no importe de qué día, mes o año, y no encontrar en cada línea las huellas más terribles de la perversidad humana…”.

Y Susan Sontang proclamaba que vivimos en “la sociedad del espectáculo”. Toda situación ha de ser convertida en representación a fin de que sea real, es decir, “interesante”. Las personas mismas anhelan transformarse en celebridades, en imágenes. La realidad ha abdicado. “Solo hay representación: los medios de comunicación”. Haneke, hábilmente, introduce en la conversación final de Peter y Paul unas disquisiciones filosóficas sobre “la realidad de la ficción”, tal y como se ve en la película. Convierte así a estos dos protagonistas en dos superhombres nietzscheanos, como condena de una sociedad que ha extraviado sus límites humanistas. Una sociedad que ha convertido la ceremonia del horror en un reality show. Una sociedad que confunde el juego con la realidad. Haneke, además de deconstruir la violencia, deconstruye el acto de mirar, jamás inocente. El austriaco nunca muestra directamente la violencia, siempre permanece fuera de campo. Se trata de una cuestión de forma y no de contenido, de cómo se elabora y se percibe la violencia en los medios. 

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Haneke nos desestabiliza como receptores de las imágenes; rompe los moldes de la Representación Institucional, impidiendo todos los mecanismos de identificación primaria presentes en el cine de género. Apela a la reflexión deteniendo la acción. Niega la pulsión escópica, juega con lo invisible para subrayar límites. Corta e interrumpe la narración para exhibir el poder de la imagen y transformar la violencia en algo trivial y cotidiano. Justo lo que hace la generalidad de medios audiovisuales. Es triste, pero se ha desembocado en el puro sensacionalismo para vender más y mejor. Y no entramos en otros berenjenales como el intento de los poderes fácticos de mantener al personal asustado, aterrorizado para con ello sujetarse en sus sillones como únicos defensores y combatientes del mal. Justificamos guerras, priorizamos sucesos morbosos o sangrientos y enjuiciamos negativamente a aquellas culturas que sostienen criterios morales diferentes. Nos atrofiamos dentro de ese proceso de convertirnos en idiotas profundos. 

Todavía no hemos aprendido de la historia y de las estadísticas. ¿Somos ciegos ante la circunstancia de que cuanto más exhibición de la violencia, mayor promoción de esta? ¿Miramos hacia otro lado al observar que con mayores prohibiciones se acrecienta la delincuencia? ¿Somos capaces de desconocer que el incremento de los castigos no sirve como elemento disuasorio del delincuente? Como sostenía Rivette, en torno a la moralidad del  trávelin, se deben abordar con “temor y temblor” determinadas cosas, sin caer en lo abyecto o en la perversión de borrar fronteras entre el bien y el mal, entre la verdad y la falsedad. Haneke, como sus influyentes Tarkovski, Antonioni, Bresson o Kieslowski, es un cineasta intelectual que posee una profunda visión de la condición humana. De Antonioni toma tiempos muertos, de Bresson la imagen ensuciada a la búsqueda de estéticas no hermosas sino precisas, de todos ellos el malestar existencial, su vacío y la inviolabilidad del destino. 

En definitiva, Haneke se acerca a la polémica para fomentar la participación crítica del espectador, mientras nos interroga y conmociona. Creemos que corroboraría la banalidad del mal que sostenía Hannah Arendt. Nos movemos en un mundo cargado de información, de desmedidas secuencias de horror, de mensajes de pánico volátiles inmediatamente sustituidos por otros, haciendo que cualquier suceso sea efímero y olvidable. Una despersonalización del individuo fomentada por una maquinaria económica global que pretende vendernos un falso bienestar alienante.

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