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La cabina, asombro, sorpresa y miedo

En el año 1972, España estaba sumida y maniatada bajo el régimen totalitario del general Franco. El dictador todavía imponía su feroz y cruel mandato bajo el férreo control político y moral ejercido por sus inclementes correligionarios. Sin embargo, en aspectos puntuales (algo de tolerancia), se adivinaban en algunos sectores pequeños progresos que hacían sospechar que la autoridad del tirano comenzaba a declinar.

El ambiente callejero permanecía bajo la férrea disciplina del nacionalcatolicismo como demiurgo del orden. En círculos estudiantiles había una agitada actividad que, de una manera todavía amortiguada pero inquieta, comenzaba a revelarse, cansada del silencio y harta del respeto a consignas caducas e inmovilistas.

Ese tiempo del primer lustro en el que se vislumbraban signos de cambio anotados en 1969, cuando el Príncipe Juan Carlos fue designado sucesor de Francisco Franco en la Jefatura de Estado con el título de Rey, se denominó, «tardofranquismo». Un epígrafe que denominaba una intención aperturista que fue bien recibida por la sociedad con respiro y que suponía una ventana de algo de aire fresco y renovador en los tristes ambientes de la nación.

Aunque solo fuesen indicios e intentos de modernizar la imagen de España, con el turismo a la cabeza de la transformación, en el campo artístico y, en concreto, en el territorio audiovisual, alguna propuesta transgresora se dejaba notar. Sobre todo referente a los nombres más talentosos del cine español, Luis García Berlanga, Juan Antonio Bardem, Carlos Saura, Jaime Camino, entre otros, consiguieron levantar producciones personales con atrevidos temas y enfoques irrespetuosos, agudizando su ingenio y destreza para burlar la severa censura.

Fotograma de La cabina

La comedia costumbrista, una de las armas más fiables del cine para testear el ánimo del ciudadano, se movía sobre una coyuntura entreverada. Recelo y cortapisas para expresar emociones marginadas desde hacía décadas, como la represión sexual de los españoles, se entrelazaban con puntos de vista, aunque muy parcos y de valentía de lógica contención, atendidos con cierta chispa erótica y una revisión de las conductas del hombre y la mujer de la clase media. A raíz de esta ligera relectura de la transformación de hábitos y comportamientos, nació un movimiento reformista tildado como «la tercera vía», que reformuló las viejas usanzas y plasmó nuevas actitudes con la lacerante castración como telón de fondo. También el género de terror ideó estrategias para erotizar sus parámetros y mostrar el insinuante cuerpo de las actrices, a la vez que aumentar la dosis de horror y sangre.

En este contexto de mutación que desembocaría en la anhelada transición, la televisión pública se plegaba, con una programación sujeta a la moralidad del sistema, a servir con fidelidad a su amo, ofreciendo conservadurismo rancio y casto contenido. En líneas generales, muy dogmático, salvo honrosas excepciones.

Una de las excepciones más llamativas y convertida en todo un fenómeno desde su irrupción, allá por 1972, en la pequeña pantalla fue el mediometraje La cabina, de Antonio Mercero, guionado por el propio realizador y por un joven crítico y entusiasta del séptimo arte como José Luis Garci, más tarde convertido en cineasta y autor de Volver a empezar (1982), uno de los Oscars del cine español.

La emisión de La cabina fue revolucionaria y uno de los hitos más grandes y sin parangón de la televisión pública española. Su pase dejó atónitos a los espectadores e inmediatamente generó un incesante torrente de opiniones y lecturas. Entre los telespectadores que la vieron, muchos destacaron su angustia y claustrofobia. La historia, sobre un individuo que entra en una cabina telefónica y no puede salir, les causó asombro, sorpresa y miedo. Sensaciones que sus responsables buscaban en una pieza que pretendía causar inquietud y sobrecogimiento, empleando un estilo de maridaje entre realismo y pesadilla posmoderna. Para los segundos, amantes del debate y leer entre líneas, sus ideas y pensamientos iban en la dirección metafórica. La fábula de terror apuntaba a una afilada metáfora sobre la dictadura y la anulación y aniquilamiento del ser humano bajo el yugo de la tiranía.

Sea como fuere, el impacto emocional del relato muñido por Mercero y Garci marcó una época y dejó un reguero de análisis perpetrados por las mentes preclaras del pueblo que vaticinaban prontos cambios en una sociedad en construcción y ansiosa de libertad. No faltaba mucho para el necesario punto de inflexión.

La cabina sacudió al atenazado conciudadano abducido por su potente argumento (el miedo, siempre el miedo causa catarsis) y la impecable labor de dirección de Antonio Mercero. El mediometraje causó un shock entre la masa alienada y convirtió su emisión en el programa estrella de Televisión Española. El producto comenzó a recibir premios, y en 1973 se le concedió el Emy al mejor programa de ficción. Su agresivo guion y asfixiante puesta en escena hacía ver cómo un inocente vecino, normal y corriente, prototipo de la emergente clase media, era atrapado en una ratonera y conducido a un lugar donde se hacinaban otros incautos sometidos al mismo castigo.

Antonio Mercero y José Luis Garci escenifican el agobio de un señor medio, encarnado con manifiesta espontaneidad por un inspirado José Luis López Vázquez, que pulula por un espacio tan rutinario y aparentemente inocente como un pequeño parque de recreo y paseo. En este marco para el ocio y el descanso, captado con un plano general en picado, a vista de pájaro, unos operarios vestidos de verde instalan una cabina telefónica de reluciente y llamativo color rojo. Un objeto banal y acomodado a la iconografía de las ciudades en progreso y que representa tranquilidad y rutina, además de un servicio utilizado con profusión. Por lo tanto, nada hace sospechar que sea un cebo y menos en un paraje ideado urbanísticamente para el desahogo, el entretenimiento y la interrelación con otros seres humanos.

Es precisamente el ambiente agradable e inofensivo, ajeno a la maldad, el elegido por una corporación misteriosa para colocar una trampa con la que atraer y atrapar a un individuo confiado en la seguridad del elemento urbano. Nada hace pensar que un utensilio de comunicación  se convierta en un ruin engaño para destruir la libertad de la gente de a pie.

José Luis López Vázquez queda encerrado, pensando en un fallo del mecanismo de cierre de la puerta de la cabina. Al rato su paciencia se desmorona y cree ser víctima de una broma pesada. Su figura es aprisionada (peor que en una celda de prisión) y su mínimo espacio queda delimitado a poco más de un metro cuadrado. Tan reducido perímetro se torna claustrofóbico. La desazón del personaje aumenta ante el inevitable paso del tiempo y la infructuosa ayuda exterior. Su condición de pelele aumenta por las burlas grotescas que le dedican quienes lo observan, mofándose de su extravagante situación, sin prestarse a ayudarle. El hombre se desespera, atrapado en un absurdo enredo para el que no encuentra una explicación plausible.

Quienes arriman el hombro para socorrer al individuo culminan su intento en un ridículo fiasco. El tipo común y ordinario está encapsulado. Es la estampa de una sociedad detenida en el tiempo por una fiera (el caudillo) que ha sometido a su gente. A un segundo de la salvación (un bombero está a punto de abrir un agujero en el techo acristalado) llega el PODER, representado por los operarios que alegan cualquier excusa para llevarse la celada y al atribulado preso.

Un ser impotente y humillado va camino de un destino incierto, viajando en el remolque de una camioneta que circula por las vías de la urbe, filmadas en planos generales, destacando la inmensidad del espacio en contraste con la pequeña cárcel en la que Vázquez, incrédulo y desconsolado, es transportado ante el asombro de las personas con las que se cruza. Su trayecto es puro terror. Antonio Mercero hace funcionar el cuento turbio y perturbador con ideas inmensas. El vehículo que lleva al personaje se detiene en un semáforo. A la vez, otra camioneta también se para y ambas furgonetas se sitúan paralelamente. El automóvil recién llegado lleva otra cabina de idéntico diseño con otro hombre (Agustín González) encajonado y con idénticos gestos de desolación. La breve interpelación con sus miradas de los dos presas cazadas es puro espanto.

Con el ánimo desfallecido y sin una explicación acerca de la pesadilla que está sufriendo, José Luis López Vázquez, contra su voluntad, es llevado por una carretera tortuosa que hace todavía más escarpado su kafkiano relato, aderezado con elementos típicos y atípicos de nuestra geografía que anuncian su martirio. Las anotaciones de guion son inteligentes y sutiles. Son perspicaces y abundan en la indefensión. Parece mentira qué vulgar y vulnerable se vuelve el hombre aprisionado en una encerrona cuyo espacio es mínimo mientras fuera de él todo funciona según lo previsto. Sin embargo, bajo una siniestra organización, todo su ser, todo lo que representa, se encamina a colocarlo fuera de circulación. Metido en una cabina a modo de caja funeraria, esperando, sin remisión, su muerte.

La cabina es uno de los relatos más terribles y simbólicos de la creación artística audiovisual española. Su minimalismo y capacidad para infundir temor es enorme. Su condición de producto con matices alegóricos la hace que trascienda su premisa de pánico. El empleo y utilización que Antonio Mercero hace del espacio es un factor digno del mejor virtuoso, con una cámara que juega con la perspectiva y el punto de vista. Recursos utilizados en beneficio de un relato repleto de intencionalidad más allá de su noción de entretenido producto para televisión.

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2 respuestas a «La cabina, asombro, sorpresa y miedo»

  1. Me gustó mucho la película, me pareció entonces una película de miedo más que de fantasía. Nunca llegue a comprender el significado de la película, gracias por abrirme los ojos.

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