Bandas sonoras: 

Pinceladas musicales sobre el neorrealismo italiano

Título: Música del neorrealismo italiano

Autor/es: Nino Rota, Renzo Rossellini, Alessandro Cicognini

Sello: CAM, BEAT y varios.

Año: 1945 / 1954

Para tener una idea de lo que significó la música en el cine de la destrozada Italia de la posguerra, durante aquel movimiento narrativo y cinematográfico que fue el neorrealismo italiano, es importante no olvidar que antes y durante la Segunda Guerra Mundial, la música complementó y elevó las capacidades del cine para impulsar al régimen fascista y exaltarlo en la época de su mayor auge, con el objetivo de convertir en deidad a su líder, Benito Mussolini. El Duce tenía muy claras las bondades del cine como herramienta propagandística y, por ello, fomentó el desarrollo del cine italiano en detrimento del extranjero de exportación.

El aspecto musical de toda la producción cinematográfica en ese período infame se destacó por una estética netamente sinfónica, grandilocuente, de orquestación opulenta y sobrecargada, en la búsqueda de la gran melodía en el estilo de Puccini, y sin descartar toques de tonalidades populares. Contrariamente a lo que podría pensarse, esa impronta musical se mantuvo a pesar del rotundo cambio que significó artísticamente la caída del fascismo y el nacimiento del neorrealismo como una suerte de escuela o tendencia con una concepción estética del cine totalmente diferente, en la que primaban algunos principios básicos como el contenido argumental de una Italia triste y hambrienta, cotidiana y sin final feliz; la puesta en escena precaria, en exteriores y sin decorados, con la austeridad como premisa del presupuesto y con recursos técnicos limitados, con cámara en mano y sin la posibilidad de grabar el sonido ambiente; actores desconocidos o no profesionales, muchas veces reclutados entre las gentes de los pueblos en los que se realizaban los rodajes; y la improvisación y el sentido de protesta, la crítica social como instrumento.

El tratamiento del sonido en el neorrealismo también fue singular, cercado por presupuestos esqueléticos que imposibilitaban la grabación del sonido ambiente. Se imponía el doblaje de voces y efectos sonoros en estudio en la etapa de posproducción, lo que degradaba la calidad de la sincronización imprimiendo a los filmes un aspecto de pobreza y falta de profesionalidad que también significaron una marca de fábrica.

Sea como fuere, se puede considerar que el neorrealismo italiano tampoco logró un estilo musical propio, vagando entre la pompa sinfónica y sonoridades más mundanas y prosaicas. Las películas que iniciaron el movimiento, como Roma, ciudad abierta (Roma cittá aperta, 1945) de Roberto Rossellini, y las que la siguieron, como Paisá (1946) y Alemania, año cero (Germania, anno zero, 1947), continuaron con la tradición musical de la era fascista. Recordemos que el propio Rossellini contribuyó al cine de propaganda de Mussolini con L’uomo dalla croce (1943). Es claro que el cineasta había dejado atrás esos tiempos, pero lo cierto es que las partituras de su hermano Renzo Rossellini no fueron las más adecuadas, musicalmente hablando, para representar la nueva realidad ni la austeridad, tanto económica como estética de las producciones, sino que redundaron en los clichés del melodrama más ramplón.

Un compositor como Alessandro Cicognini, uno de los patriarcas de la música cinematográfica italiana, cuya carrera comienza antes del neorrealismo, logró una conexión más adecuada en el aspecto musical con el cine de Vittorio De Sica, para quien compuso obras llenas de nostalgia y hondo lirismo, un cine en el que destaca la emoción y el sentimentalismo. Sin embargo, en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), la partitura de Cicognini se aleja también de la austeridad neorrealista que desprecia la música extradiegética, y se acerca a la reiterativa y sobrecargada estética melodramática, quizás para contribuir a la ambientación. De todas formas, la vocación neorrealista de Cicognini y su indiscutible estilo intimista quedan fuera de dudas en películas como Cuatro pasos por las nubes (4 passi fra le nuvole, 1942) de Alessandro Blasetti,  y en otras tres de De Sica, El limpiabotas (Sciusciá, 1946) Umberto D (1952) y Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951).

Un caso especial es el maestro Nino Rota, pues su prestigio basado en su obra de música culta ajena al cine, con tres sinfonías, un cuarteto de cuerdas, varias óperas y el ballet “El enfermo imaginario”, lo coloca en un peldaño por encima de otros compositores contemporáneos. El estilo de este gran músico milanés que se hizo mundialmente famoso por su partitura de El padrino (The Godfather, Francis Ford Coppola, 1972), pero que ya tenía una frondosa carrera en la música de cine iniciada en 1933 con Treno popolare de Raffaello Matarazzo, y había obtenido el beneplácito de la crítica especializada a raíz de sus trabajos para Federico Fellini, es claramente de corte popular y folklórico, típicamente italiano, de armonía sencilla  y colorida.

Su etapa neorrealista la consuma con varios títulos ligados a esa estética, como Bajo el sol de Roma (Sotto il sole di Roma,  Renato Castellani, 1948), Años difíciles (Anni difficili, Luigi Zampa, 1948), Sin piedad (Senza pietá, Alberto Lattuada, 1948), y en dos películas con Fellini, Los inútiles (I Vitelloni, 1953) y La Strada (La strada, 1954), aunque hay quienes ubican estos dos filmes en una fase posneorrealista del cine italiano.

Años después, en el atardecer del neorrealismo, Luchino Visconti, que supo trascender las fronteras de ese movimiento para superarse hacia un cine más trágico y personal, casi operístico, lo convocó para que le pusiera música a Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli, 1960). Y Rota no lo defraudó, ya que su partitura destila teatralidad y, a pesar de los ambientes sórdidos a los que nos transporta el cineasta lombardo de noble cuna, transmite la sensación de que algo más grande que la propia vida está por ocurrir, cuando subraya la secuencia inicial del film en aquel plano general de la estación ferroviaria de Milán con tres acordes inquietantes, mientras una anciana, tres jóvenes y un niño se pierden en el centro. Es una auténtica obertura, ominosa y sombría, que empequeñece a los personajes e introduce los contrapuntos de la historia: el pasado frente al presente y la trágica vida pasada frente a una nueva vida ideal, que más tarde se troca en sonoridades jazzísticas para delinear al otro personaje trascendental, Nadia (Annie Girardot), a través de un tema de un lirismo que conmueve.

El neorrealismo italiano comenzaba a declinar a mediados de los cincuenta, cuando la Democracia Cristiana empieza a construir un orden jurídico diferente, reforzando la censura y creando resortes para proteger la producción cinematográfica con un fin más comercial, lo que requería alejarse del pesimismo típico de las temáticas neorrealistas. Nacía un cine más personal, con nuevos horizontes expresivos y con nombres como Fellini, Antonioni y el propio Visconti. Y con ellos, la música de cine también se adaptaría a los nuevos vientos.

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