Críticas

El luminoso descenso al infierno

Midsommar

Ari Aster. EUA, 2019.

Póster de MidsommarHay películas que marcan el ritmo de un género, que cambian los cimientos de una forma determinada de contar historias, al mismo tiempo que resultan comprensibles dentro de esos mismos cánones. Es muy complicado mantener el equilibrio entre la modernidad y el respeto por el sabor clásico sin resultar pedante. Ari Aster está a punto de conseguirlo. Lleva dos películas buceando por los procelosos senderos del horror a la búsqueda de una fórmula que dé brillo al desgastado género. En ambas propuestas, Aster apuesta por el sentido de la autoría y el sello personal, al mismo tiempo que juega con las reminiscencias a los clásicos.

Midsommar (Ari Aster, 2019) es la segunda acometida a los aparentemente inamovibles pilares del terror. Es un luminoso descenso a los infiernos, elegante y terrible a partes iguales, a base de contrastes que no escatiman en elementos escabrosos que alimentan la incomodidad del espectador. Ese es el sentimiento primordial que experimentaremos como público en este extraño viaje. Presentado con un empaque visual de primer orden, el experimento de Aster rezuma cine por los cuatro costados, aunando en la misma pócima la admiración casi reverencial por los precedentes con el universo personal de este joven autor, transformado, a fuerza de imágenes perturbadoras, en referente.

La película de Aster comienza como ceniciento relato de pérdida, brutal presentación de personajes al límite, atrapados en lo que parece la noche eterna. Sin concesiones, nos invita a este grupo que, desde el principio, deja ver sus inseguridades, miedos, dudas y ambiciones, dejando claro que nadie es puro.

Tras el inicio directo a las tripas del espectador, comienza el viaje, en todos los aspectos posibles de ese concepto. Aster apuesta por la viveza del paisaje, por la alegría de un día interminable, la liberación en la naturaleza de todos los candados mentales que atosigan a los protagonistas. Parece el camino de salvación, de búsqueda de sí mismos que los personajes necesitan para dejar atrás la oscuridad. Nada más lejos de la realidad.

Imagen de Midsommar

Tras la luminosidad y el radiante sol, la apartada comunidad en la que son acogidos encierra sus propios misterios. Las sonrisas y los, en apariencia, inofensivos rituales no son simples anécdotas enmarcadas en las pintorescas tradiciones. Hay algo antiguo, poderoso, que pide satisfacción desde las orillas más lejanas del tiempo, dioses sin nombre que todavía mantienen su terrible poder, deidades de la tierra, de los bosques, de la inhóspita naturaleza, que han de ser calmados con sangre.

Los protagonistas se adentran en el horror de manera inconsciente, cegados por la curiosidad académica, convencidos de la bondad de los apacibles y amables hombres y mujeres alejados del mundanal ruido.

Aster no se molesta en construir un grupo de personas que caigan bien, con los que podamos conectar en el momento en el que empiezan a ocurrir cosas turbias y la realidad muerde con fiereza. Son académicos insulsos, movidos por puro egoísmo, incapaces de ningún tipo de empatía o reacción que no sea motivada por sus necesidades. El único foco de luz es la protagonista femenina, interpretada con gran contención por Florence Pugh. Precisamente es esa luminosidad interna, mantenida a duras penas, carcomida por los demonios que azotan su alma, lo que hace el descenso todavía más dramático y potente. La comunidad absorbe a los visitantes con los extraños rituales, con el salvajismo exótico del paganismo perdido en las tinieblas. Entonces, comienza el sacrificio.

Aster sorprendió a propios y extraños con la inesperada Hereditary (Ari Aster, 2018), obra donde forma y fondo conjugaban de manera magistral, y ofrecía a los seguidores del género un espectáculo sofisticado, pero elegantemente enmarcado en los lugares comunes del género, renovados con gran eficacia. Resultaba tan novedosa como referencial, perturbadora y extrañamente preciosista.

Todo el despliegue visual de Hereditary se multiplica por lo infinito en el segundo largometraje de Aster, donde la imagen predomina como anclaje con el universo onírico y el espectador cegado por el sol. Adiós a la mohosa oscuridad del horror tradicional. En Midsommar la claridad es tan agobiante y claustrofóbica como las decadentes mansiones o las neblinosas ciudades del gótico urbano. La experiencia psicodélica se adueña de la realidad, y la trastornada cotidianidad de la comunidad se torna como la única posible. Cada plano es cautivador, hipnótico e inquietante. No hay trucos baratos ni sustos inesperados. Tan solo la sensación de lo inevitable, que por esperado no es menos impactante. La impotencia se adueña del espectador. El horror y la incomprensión son palpables. El desconcierto es genuino. Las emociones aparecen sin comedimiento, en el incómodo pálpito de que nuestra única opción es observar.

Midsommar, la sangre y el ritual

Alejado de ese terror convencional, no duden de que es, efectivamente, una película de género. El horror consiste en introducir lo imposible en la realidad, produciendo la ruptura con los esquemas de los protagonistas. En ese aspecto, Midsommar cumple su cometido con sobresaliente. La naturaleza primigenia en forma de abismo devuelve la mirada al hombre moderno.

Las referencias son evidentes, y los ejemplos de horror folk de antaño forman parte de la esencia de la película. Empezando por el más claro de todos, The Wicker Man (Robin Hardy, 1973), con otras remembranzas en el punto de mira, como Eye of the Devil (J. Lee Thompson, 1966) (donde debutaba la ahora en boga Sharon Tate, por cierto). Además, en lo visual tenemos mucho del obsesivo encuadre de Kubrick, de la turbiedad de Polanski, de la pesadilla visual del Von Trier menos espasmódico. Festival de influencias en forma de fábula en la que lo nuevo es devorado sin miramientos por las poderosas fuerzas de antaño.

Decía al principio que es complicado modernizar ciertas formas cinematográficas sin caer en lo pedante o excesivo. Aster casi lo consigue. Y recalco el casi. A pesar de las bondades de la película, es cierto que el director peca en ocasiones de gustarse en exceso. Quizá, Midsommar hubiese ganado contundencia con algo menos de duración, y a la hora de plasmar ciertos conflictos, se nota a kilómetros que el cineasta está interesado en las maneras por encima del desarrollo de personajes.

Con todo eso, Midsommar es toda una experiencia. Incómoda, excesiva en ocasiones, en la que la belleza da paso sin miramientos a la violencia descarnada que obligará a más de uno a apartar los ojos de la pantalla. En ocasiones, resultará incomprensible, sobre todo si se busca la inmediatez del cine de sobresaltos al que nos tienen acostumbrado en el terror. Pero acepten las reglas, jueguen al juego perverso que ofrece Midsommar, y les aseguro que disfrutarán de una película especial, sorprendente, libre, hermosa y terrible, como una tarde de verano que se torna sin previo aviso en destructiva tormenta. Por mi parte, la tengo muy arriba en mi lista de lo mejor de lo que llevamos de año. Espero que disfruten del mal/buen rato.

Tráiler

 

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Ficha técnica:

Midsommar ,  EUA, 2019.

Dirección: Ari Aster
Duración: 145 minutos
Guion: Ari Aster
Producción: B-Reel Films / Parts and Labor. Distribuida por A24
Fotografía: Pawel Pogorzelski
Música: Bobby Krlic
Reparto: Florence Pugh, Jack Reynor, Will Poulter, William Jackson Harper, Ellora Torchia, Archie Madekwe, Vilhelm Blomgren, Julia Ragnarsson, Anna Åström, Anki Larsson, Lars Väringer, Katarina Weidhagen van Hal, Isabelle Grill

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