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Santa Sangre
En busca del sentido

santa sangre

En el mes de febrero de cada año desnudamos nuestra alma cinéfila, así que sepan entender el tono tan personal con que trato esta película, esencial en mi formación como crítica. Pertenezco a una generación que conoció las salas de cine como si fueran templos, donde solos, en nuestra butaca, a pesar de estar rodeados por una masa anónima, nos prestábamos a disfrutar del culto: ver una misma película que, con su magia, nos trasladaba a un universo que cada uno interpretaba a su manera, dándole tantos sentidos como asistentes hubiera en el lugar.

A comienzos de los 90, en la Cinemateca Venezolana habíamos programado, en una sección titulada “Rara Avis”, Santa Sangre (1989), una película que para mí era desconocida. No así su autor, Alejandro Jodorowsky, del que había visto aquel western surrealista que convocaba en Nueva York a asistentes alucinados para disfrutarla en funciones de medianoche. El Topo (1970), interpretada por el cineasta, era una suma de imágenes, sonidos e ideas explosivas que producían en el espectador sensaciones contradictorias que, en lugar de expulsarlo de la sala, lo invitaban a volver a experimentarlas.

Desacreditado o endiosado como el gurú que tanto nos engaña como nos abre los ojos con su misticismo, sabía que Jodorowsky es dueño de una sensibilidad artística singular (es escritor, dramaturgo, actor, director cinematográfico, creador de cómics…). Solo hace falta reconocer esta cualidad en los increíbles bocetos para Dune (1984), que vistos por mí años después me produjeron la misma admiración que los de HR Giger para Alien  (1979). Ridley Scott se nutrió de ese gran equipo técnico formado por Jodorowsky con Giger, Dan O’Bannon y Moebius (Jean Giraud), entre otros. Era un proyecto ambicioso, desplegado en infinidad de storyboards, pequeñas obras de arte que recogen todas estas influencias. Estoy segura de que preferirían ver esta versión antes que la que nos brindó David Lynch, quien le quitó de las manos el desafío de llevarlo a cabo.

Cuenta la leyenda que John Lennon estuvo en una de esas medianoches neoyorquinas, donde vio El Topo y quedó tan sorprendido que convenció a Allen Klein para que comprara los derechos de la película con el fin de distribuirla en Europa. No se sabe si por generosidad o ambición, Jodorowsky se las legó. Por negarse a filmar una historia erótica con visos comerciales propuesta por Klein (Historia de O), este bloqueó la circulación de sus películas por los próximos treinta años.

Santa Sangre

Con esas cartas de presentación, fui a ver Santa Sangre. Mis ojos, no acostumbrados a escenas extremas, se sintieron violentados, pero no pude moverme de la butaca. Pensaba que el cine debía tener ciertos códigos para no “ofender” (en el mejor de los sentidos) la mirada del espectador. Debía prepararlo, debía llevarlo allá donde quisiera, pero no abruptamente, no brutal y cruelmente. Yo no era inocente, había pasado años estudiando distintas películas de todo género y escuela para analizarlas plano a plano y encontrarle la interpretación de algo tan abstracto como su sentido. Sin ir más lejos, el ojo rasgado de una vaca, al comienzo de Un Chien andalou  (Luis Buñuel, 1929), ya me había dejado sin aliento, con esa metáfora sobre la diferencia entre “ver” y “mirar”. Metáfora que también está presente en La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), cuando a Alex es obligado, con un mecanismo que le impide cerrar los ojos, a ver (y mirar) escenas brutales para tratar su adicción. Ninguna de esas películas provocó en mí tanta ira. Quizá subestimaba al espectador, entendía que no se le podía lanzar esa serie de escenas hiperviolentas sin prepararlo primero. Ese día, sin saberlo, me llevaba algo más al salir de la sala: la pulsión de volver a verla.

Esta vez, ya previendo la crudeza de la historia, me fijé más en la composición de los planos. Noté  la precariedad con que se había construido el templo, las palabras soeces de sus diálogos, la vulgaridad de sus personajes… La herencia patriarcal y la relación edípica del personaje, su aislamiento en una sociedad que lo expulsa… En fin, había un contenido eclipsado por cierto exceso en la forma. Y ese día, salí de la sala más conforme, valorando las metáforas propuestas, aunque me decía que no era necesario sufrir tanto para entender lo que nos quería transmitir el filme.

Quizás con una pequeña dosis de masoquismo, volví por tercera vez. Descubrí la historia de un asesino serial marcado por su pasado y redimido por el amor. Este vez desaparecieron el yanqui rústico, la madre fanática, la mujer tatuada, la niña sordomuda… En cambio, aparecieron un padre que a fuerza de sufrimiento provee valentía, una madre humillada omnipresente, un joven extraviado inspirado por ansias de venganza y una joven que lo rastrea desde el primer momento y que cuando lo encuentra lo empuja amorosamente a hacer lo único que puede tener lugar en su futuro. Entonces, cobró sentido la violencia como metáfora brutal de lo que hace con nosotros la educación, la religión, el fanatismo, el odio, la debilidad. Por primera vez presté atención a la música que está presente en casi todo el filme, sus canciones populares no solo acompañan la acción, la completan con sus letras, a veces, anticipando lo que va a suceder. Ese aviso que le pedía al autor la primera vez, apenas lo noté en mi último visionado. Esta vez, salí de la sala conmovida.

Es posible que no sea un problema de la película, sino de esta espectadora. Pero me costó encontrar aquello que me había atrapado la primera vez. Constaté que Jodorowsky es un autor, que tiene un estilo muy particular, aunque en su filme haya guiños de Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) en una escena tras la cortina; El lugar sin límites (Arturo Ripstein, 1978) en la ambientación y la construcción de los espacios y tribus marginales; Los olvidados (1950), en la figura del proxeneta; o de Apocalypse Now (Francis F. Coppola, 1979), con esa pueblada pintada de blanco que se abalanza sobre el ataúd del elefante para repartirse sus restos.

Santa Sangre

Félix, el personaje principal, es presentado en una habitación blanca, despojada, con un tronco de árbol que le permite trepar hasta una ventana en lo alto. Está frente a nosotros con su delgadez extrema y su mirada extraviada, lo que no impide que llame nuestra atención el águila que tiene tatuada en el pecho. Su rostro se diluye mientras aparece la cabeza de un águila real que toma vuelo. En una toma subjetiva, vemos el desfile con el que llega el circo al pueblo. El bullicio de la gente y el sonido de los metales de la banda, en un comienzo alegres, nos abre un universo miserable, con payasos tristes, animales enfermos, niños explotados y mujeres que arriesgan sus vidas en un trapecio o sometiéndose a la puntería del patrón, lanzador de cuchillos, convirtiéndose, en este caso, y de manera subliminal, en objetos libidinosos…

Félix no está solo, lo acompañan seres marginados o malformados, pequeño atisbo de ternura que le permite olvidar por un instante su dolor. En este cóctel de sensaciones, se pone todo en duda: la paternidad y la maternidad, el amor, el sexo y la amistad, el poder, la religión… Una música netamente mexicana logra hilar imágenes y sensaciones movilizadoras para los sentidos y los sentimientos, componiendo una obra más que digna, con el carácter que merece uno de los autores independientes más bizarros, pero no por eso menos poéticos, del cine latinoamericano.

 

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