Investigamos 

Lost in translation
Perdido en aquella película

Hubo en 2008 un momento crucial en mi vida, un segundo en donde sentí el peso abrumador de la realidad al observar de frente el presente, siendo empujado casi contra voluntad al futuro. Estaba yo saliendo de la estación Shinyuku, en Tokio, el cruce simultáneo de miles de personas atravesando desafiantes diagonales, todas ellas con la seguridad de un destino conocido en sus caras, todas ellas apresuradas hacia su futuro, y yo en el medio, confundido y un poco temeroso.

Un año más tarde, ya de regreso en México, con los pies bien puestos en el camino y mirando de frente a un futuro bien conocido, llegó a mis manos un DVD con la película Lost in Translation (Perdidos en Tokio), de Sofía Coppola. Alguien me dijo, al entregármelo: “A ver si tú, que viviste en Japón, la entiendes”. Sin mucho estímulo y con la mirada profana de quien desconoce la teoría del cine o siquiera la historia del Séptimo Arte, la puse en el reproductor. El efecto fue abrumador, seguro decepcionaría a quien me la regaló, pues no entendí nada la película, pero ella sí que me entendió a mí.

La crítica seria, la no tan seria y los comentarios entre amigos, en general, no alentaban demasiado la genialidad de la obra, ni siquiera la consideraban digna de mayores discusiones, nadie explicaba en realidad de qué versa la obra, incluso había quienes decían que en la película no pasaba nada, ni siquiera se concretaba el amor, ni siquiera terminaban juntos, decían algunos. Otros, solo se limitaban a resaltar la curiosa manera cómo se exponían las vicisitudes de la vida en diferentes momentos y en diferentes lugares, geografía y casualidad. Dada mi experiencia personal con el filme, no lo creí tan pobre.

Hoy, con  todas las canas que las tardes de lectura destiñen, y con las gafas que descansan los ojos de aquellas horas frente a la pantalla, habiendo recorrido la sinuosa historia del cine con autores, modelos teóricos, corrientes, experimentos exitosos y otros no tanto, por fin he podido entablar una conversación con la película ante la que callé tantos años. Ahora comprendo aquello que Sofía Coppola expuso en esa semana en Tokio, y que se expresa sin palabras para sea experimentado y no analizado. Ahora por fin supe de qué se trata Lost in Translation.

Bob Harris (Bill Murray siempre genial) es un actor famoso pero estancado que viaja a Tokio a promocionar un whisky local. En el majestuoso hotel Presidente Intercontinental, conoce a Charlotte (Scarlett Johansson), una chica recién graduada de Filosofía, también estancada y que está en Japón acompañando a su esposo en un viaje de trabajo. Ambos se encuentran en similitud de circunstancias, y en un simple intento de pasar el tiempo en el lejano país, se aventuran a conocer la ciudad y sus tan distintas costumbres, pero al pasar los días, poco a poco ambos se van viendo despojados de la pesada carga que los mantenía estancados y, finalmente, más allá de experimentar el Japón cotidiano, lo que terminan por encontrar es la senda por la que andar hacia su futuro.

En una primera impresión, la película parecería mostrar una historia de amor, un clásico romance entre un hombre maduro y exitoso, y una joven inmadura y soñadora, sin embargo, la relación entre ambos contiene un aura afectiva que en cada escena se expresa con un exquisitamente sutil lenguaje no verbal, y es allí donde la cineasta escondió la clave para descifrar la historia. Cuando se encuentran, Bob se quita la máscara de actor y el maquillaje que esconde sus imperfecciones ante la cámara y Charlotte deja que la luminosidad de su sencillez emerja sin límites. Lo primero que salta a la vista desde su primer encuentro es la enorme diferencia que ambos manifiestan respecto a sus ambientes cotidianos. Bob busca la verdadera trascendencia como actor, sintiendo que lo que carga es la banalidad de aquello que solo da dinero, mientras que la chica busca el sentido último de la vida, quizás la Felicidad, sí, así, con mayúscula, mientras se confronta con la falsa sensación de seguridad en su esposo.

Perdidos en Tokio versa justamente acerca de las encrucijadas en las que se encuentran los seres humanos en su vida. Sin duda, es necesario sentirse verdaderamente perdido para poder poner a prueba la realidad y cuestionarse frente al espejo para buscar la ruta de escape. En esta historia, Sofía Coppola planta a sus personajes en una situación suficientemente adversa como para no sentir comprometida su seguridad, pero sí su estatus en la vida, así, cada uno funge como reflejo del otro y en ese reflejo es donde encuentran los elementos para reconstituir su verdad. El reflejo como metáfora resulta poco preciso, dadas las evidentes diferencias de edad y circunstancias, pero es precisamente en ese estado disímil, donde cada uno encuentra respuesta a sus propios cuestionamientos; él cuestiona el sentido del pasado como carga al presente, mientras que ella cuestiona la necesidad de un futuro cierto y concreto.

Sin duda, el gran acierto de Coppola es la presentación de una historia que se autoconstruye de manera orgánica, natural, espontánea y dotada de una clara sinceridad. Bob y Charlotte se conocen en el bar del hotel, bromeando acerca de la indiferencia del momento y de la aburrida situación, ambos coinciden espacial y emocionalmente. Luego, a través de planos paralelos, cada uno de ellos es seguido por el ojo del espectador, a través de una cotidianidad simple, pero que irá dando destellos de contener una verdad profunda. Por un lado, el actor se muestra incómodo en el set, desatiende sarcásticamente a todos sus anfitriones al mismo tiempo que intenta eludir añejas barreras entre él y su familia. Mientras tanto, la chica estadounidense vaga por la misteriosa ciudad, intentando descubrir si, en realidad, la vida en Oriente ofrece una visión más profunda y trascendental ante los cuestionamientos de la mentalidad occidental.

La casualidad los lleva a encuentros cada vez más largos, en tanto que Bob tiene unos días libres de actuación y el esposo de Charlotte viaja esos mismos días a otra ciudad a seguir con su trabajo. Juntos recorren la vida de un agitado Tokio, en el que por momentos se confunden con los locales, se mezclan y se desdibujan los límites culturales y emocionales, cantan el karaoke, beben y se presentan con nombres estadounidenses. Una vez que se consumió el combustible de lo físico, en una casi muda pero deliciosa secuencia, Bob y Charlotte regresan al hotel fatigados y solitarios, pero homogeneizados en sus emociones, por una tarde se han olvidado de que estaban perdidos, y cuando lo recuerdan, se tienen el uno al otro.

La estructura formal del filme es sencilla y poco ostentosa, con una tendencia a la naturalidad espontánea, en la que solo destaca la extravagante gama multicolor de la capital nipona, un escenario lleno de neón, en donde contrasta la modernidad con la tradición milenaria de Asia. La cámara busca la espontaneidad del plano, los personajes no están dispuestos en una escena, ellos simplemente viven su vida, están allí, donde la cineasta los encontró. Ejemplos como la escena en que Bob intenta conversar con un japonés en la sala de espera del hospital, donde con gran seriedad en el talante, despierta una carcajada en su interlocutor, o el plano donde Charlotte se lastima el pie, aligeran la carga académica del filme y lo convierten en un espejo donde el espectador encuentra reflejo de su cotidianidad y de su propia confrontación con lo ajeno.

Si bien es evidente que durante el transcurso de sus 105 minutos, la cinta revela las dificultades de la transculturación entre Oriente y Occidente, desde la chocante transliteración de la “r” por la “l”, hasta la casi imposible tarea de conciliar el sueño en un interminable jetlag. Queda claro, luego de leer entre líneas el trabajo narrativo, que no es el fin último del filme su exposición, sino que es una suerte de pretexto para formar vórtices de confusión paralelos a la propia confusión de sus protagonistas y sus momentos de realidad y vida. Charlotte mira sorprendida a un chico en el metro que lee manga pornográfico al mismo tiempo que se sobrecoge en una ceremonia budista. Bob intenta comprender el funcionamiento de una máquina elíptica mientras trata de bañarse bajo una regadera poco ajustada a su altura. Lo importante para Coppola no son las diferencias ni los momentos de sorpresa o comedia que surgen en estos choques culturales, lo importante es siempre el cambio que detona en el personaje, por eso siempre nos lo muestra, con detalle y con paciencia. Bob le pide a su esposa modificar su dieta americana a una más asiática, justo cuando Charlotte llama a su mejor amiga para contarle lo desconcertante de su propia imagen ante una realidad que desconocía.

Quizás lo más desconcertante resulte la posibilidad del romance entre los protagonistas, siempre latente. Aunque hay una mirada, un acercamiento, este, por momentos, resulta casi paternal, como cuando Bob acuesta a Charlotte en su cama y la cobija, o cuando le toma el pie mientras intentan dormir en la madrugada japonesa. Sin embargo, la tensión se acumula a lo largo del filme, a tal grado que es imposible no sentir desprecio por el affaire de Harris con la cantante, tensión que termina por liberarse en la primera de tres despedidas, la del elevador, donde hay un beso casi imposible, deseado, pero contenido. En esta escena, Coppola demuestra la genialidad narrativo-formal para presentar aquello que solo se puede percibir, y que solo ha sentido aquel que ha tenido el amor en sus manos, pero no lo puede abrazar.

Cuando veo la película bajo la lente del presente, me queda claro por qué sentí una y mil veces que me hablaba y me comprendía. No solo cuando crucé la multitransitada vialidad de Tokio, ni por identificarme con las discrepancias del lenguaje o de la gastronomía asiática, sino, en primer lugar, por la sensación ocasional de estar perdido en el camino, la percepción real o subjetiva de que todos llevan su camino y yo solo encuentro palabras incomprensibles, y mucho más por la reacción y propulsión que esos momentos dan en el transcurso de la vida, esa sensación de encontrar sentido y trascendencia en medio del ruido. Esa extraña percepción de poder comprender un mensaje no verbal que estaba ahí, esperando a ser descifrado.

No es poco lo que se ha disertado acerca de la escena final, la gran despedida, donde Bob le susurra al oído a Charlotte la clave de la felicidad, aquello que transforma las lágrimas de tristeza por las de felicidad. Aunque es imperceptible el mensaje, una vez más, Sofía Coppola no se preocupa por dar un mensaje concreto, sino por la reacción al mensaje, el camino que ahora se ha de andar. Sabemos que ambos regresan a su lugar de origen, los esposos de los protagonistas los esperan, su vida previa los espera, no hay cambios, pero a su vez, ellos regresan nuevos, transformados, se han enriquecido y rescatado el uno al otro sin saber y sin querer. Bob se lleva la sonrisa prístina de Charlotte y ella se queda con la solidez despreocupada del futuro. El beso sella el pacto, es romántico y aunque es una verdadera despedida, deja un lazo indestructible, todo ello solo en el imaginario del espectador.

Lost in Translation es esa obra genial que nos revela un mensaje nuevo cada vez que se ve. No es una película de romance, tampoco es una muestra de transculturación, es una obra que versa acerca del sentido de la vida, no en una forma mística o espiritual, sino en lo cotidiano. Cada secuencia nos expone a una introspección que contrasta lo ajeno con lo que sabemos seguro, de manera que bajo esta reflexión y siempre que podamos leer lo que está allí entre líneas, se extraerá eso por lo que vale la pena vivir.

Trailer

 

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