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Pensamientos en torno a la manipulación de la imagen

La noción de realismo en la tradición pictórica de Occidente y su consagración material a través de la fotografía. Pinturas en movimiento.

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“8. No te harás ídolos, no te harás figura alguna de las cosas que hay arriba en el cielo o aquí debajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra.

9. Ante ellas no te hincarás ni les rendirás culto; porque yo, Yahvé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian”.

Deuteronomio 5:8-9

A estos pasajes del Antiguo Testamento se aferraron los iconoclastas en el II Concilio de Nicea del año 787 para oponerse a la veneración y al culto de las imágenes religiosas en el cristianismo. Sin embargo, los iconos pasarían a ser legitimados poco tiempo después por la Iglesia Católica como el principal medio de representación artística de lo sagrado. El argumento vertido después del Concilio se apoyó en la idea de la Encarnación, entendida como la manifestación física del hijo de Dios entre los mortales, por lo cual nada privaba a la imagen religiosa de poder adquirir esa doble dimensión que oscila entre lo divino y lo humano.

Tanto El Velo de la Verónica como el Santo Sudario de Turín son manifestaciones estéticas de lo sagrado ajenas a la voluntad y al control del hombre, en la medida en que sus imágenes no son el resultado de una planificación previa surgida de la mente de un artista. El Velo aparece mencionado solo en evangelios apócrifos, su autenticidad nunca pudo ser verificada, y varios Pontífices prohibieron la reproducción de toda copia posible en los siglos sucesivos, lo que no le impidió alcanzar su estatus de reliquia cristiana. El Santo Sudario debió ser sometido a pruebas de Carbono 14 autorizadas por la Santa Sede a fines del siglo XIX para poder precisar su origen y procedencia. En ambos casos el objeto de veneración se trató de un rostro, nada menos que el del Hijo del Hombre. Sobre la superficie de estos mantos, la sangre y el sudor actuaron como lo hace la luz sobre la emulsión fotosensible, transfiriendo a la imagen impresionada el carácter de una auténtica revelación.

Si la cámara sustrae a todo lo que posa delante de ella su condición sacra, el rostro humano pareciera ser el único que puede conservar sus misterios intactos, impasibles ante el registro del dispositivo. El primer plano, sustituto fotográfico del retrato pictórico de antaño, es una insistente profanación que nunca logra consumar su acto de herejía. Mientras tanto, todo lo demás resulta susceptible de corromper su espíritu ante el ojo de la cámara.

Georges Didi-Huberman, historiador de arte y ensayista francés, dice lo siguiente en su ensayo “Cómo abrir los ojos”:

“Solo los teólogos sueñan con imágenes que no hayan sido producidas por la mano del hombre –las imágenes aquiropoyetas de la tradición bizantina, las ymagine denudari de Meister Eckhart. La cuestión es, más bien, cómo determinar, cada vez, en cada imagen, qué es lo que la mano ha hecho exactamente, cómo lo ha hecho y para qué, con qué propósito tuvo lugar la manipulación. Para bien o para mal, usamos nuestras manos, asestamos golpes o acariciamos, construimos o destruimos, damos o tomamos. Frente a cada imagen, lo que deberíamos preguntarnos es cómo (nos) mira, cómo (nos) piensa y cómo (nos) toca a la vez”.

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Pagano: personaje trasnochado que estaba tan loco como para adorar a algo o alguien que se podía ver y sentir”.

Ambrose Bierce, en Diccionario del Diablo.

A comienzos del 2014 se difundió por Internet un trabajo de animación titulado B E A U T Y, firmado por un artista multimedia de origen italiano llamado Rino Stefano Tagliafierro. El video consiste en un montaje de pinturas clásicas a las que el realizador dotó de movimiento por medio del 2.5D, un efecto habitualmente implementado en los videojuegos y que posibilita la manipulación de objetos bidimensionales en un entorno tridimensional, a través de la modificación de parámetros tales como el volumen, la textura o la posición de dichos objetos en el espacio. Tagliafierro optó no solo por añadir leves aunque significativos movimientos a las figuras principales, sino también a ciertos detalles de los fondos, incorporando a la vez efectos de luces y sombras. El sátiro del flamenco Peter Paul Rubens nos entrega una siniestra sonrisa, las ninfas lunares del granadino Luis Ricardo Falero parecen rozar las estrellas con las puntas de sus dedos, la Ofelia de John Everett Millais se desplaza lentamente sobre las aguas del lago que la conduce hacia la muerte, y la controvertida autopsia del Dr. Gross adquiere un carácter mucho más mórbido al exhibir la lenta disección del bisturí que sus asistentes ejecutan sobre el cadáver del cuadro de Thomas Easkins. El manifiesto que acompaña al video en la página web oficial de Tagliafierro reivindica el concepto de belleza como si esta estuviera inexorablemente ligada al movimiento, al aliento vital ausente en un modo de representación tradicional como el de la pintura, que arrastra con la maldición de perpetuarse en el tiempo desde la perenne inmovilidad del lienzo. Pero hay más de un acto de violentación presente en este trabajo, quizás a resguardo de la voluntad creadora de su responsable. Si bien las más de cien obras incluidas en este video cubren al menos cuatro siglos de representación pictórica, abarcando tanto el Renacimiento y el Manierismo, como también el Romanticismo y el Neoclasicismo, la selección de Tagliafierro procura mantenerse apegada a todas aquellas escuelas estrictamente ancladas al realismo. Pero el movimiento no se limita solamente a las figuras y los paisajes, sino que se extiende a una mirada que los recorre con lentitud y erotismo, emulando a la cámara de un cineasta. El movimiento no solo es interno, sino que se condice con el de un ojo invasivo que recorre con éxtasis apenas contenido esas figuras armoniosas que acompañaron a los consumidores de arte a lo largo de siglos de representación pictórica. Y esta sofisticada sucesión de gifs animados que es B E A U T Y, en su reapropiación y manipulación formal de obras de arte históricas, suma un curioso gesto subversivo a su propia concepción, de carácter más bien sociocultural: el de la destrucción de la autoridad de la obra de arte a partir de la sustracción de dichas obras de sus privilegiadas residencias culturales. Al incorporarse a este experimento audiovisual, la joven retratada por el neerlandés Johannes Vermeer deja de ser parte exclusiva del patrimonio artístico del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, como también ese cráneo de la célebre Vanitas de Pieter Claesz, que a partir de ahora ya no reside inmóvil en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Tagliafierro, probablemente lejos de querer postularse como el enfant terrible de la postproducción multimedia, escupe sobre el suelo de galerías y museos para prolongar el legado de expropiación que el cine, la televisión, los medios gráficos e Internet vienen perpetrando desde hace demasiados años sobre el estatuto de autoridad del arte. El Archiduque Leopoldo Guillermo de Habsburgo, mecenas del siglo XVII inmortalizado por el artista flamenco David Teniers, no fue incluido en la animación de Tagliafierro, seguramente por recelo a que su preciada colección privada cobrara vida a través del After Effects y sus cuadros llegaran hasta nuestras pantallas. Hoy sigue presumiendo de sus preciadas posesiones pictóricas de manera silente en alguna galería del Museo del Prado.

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“Descreo de los métodos del realismo, género artificial si los hay.”

Jorge Luis Borges, en El Libro de Arena (1975)

Modos de ver (Ways of Seeing) fue un documental televisivo producido por la cadena BBC de Londres que se emitió al aire en 1972 y que posteriormente derivó en la publicación de un libro del mismo nombre. El documental, dividido en cuatro episodios de treinta minutos cada uno, exponía una serie de cuestionamientos estéticos, culturales e incluso políticos por parte del escritor británico John Berger y que apuntaban a varios aspectos tradicionales de la representación en la pintura al óleo de Occidente. Una de las ideas que Berger expone en este trabajo tiene que ver, precisamente, con las implicancias políticas que se desprenden de la reproducción de obras clásicas por otros medios visuales de carácter masivo. Lo que dice Berger es lo siguiente:

“Las artes visuales han existido siempre dentro de cierto coto; inicialmente, este coto era mágico o sagrado. Pero era también físico: era el lugar, la caverna, el edificio en el que o para el que se hacía la obra. La experiencia del arte, que al principio fue la experiencia del rito, fue colocada al margen del resto de la vida, precisamente para que fuera capaz de ejercer cierto poder sobre ella. Posteriormente, el coto del arte cambió de carácter y se convirtió en coto social. Entró a formar parte de la cultura de la clase dominante y fue físicamente apartado y aislado en sus casas y palacios. A lo largo de toda esta historia, la autoridad del arte fue inseparable de la autoridad del coto. Lo que han hecho los modernos medios de reproducción ha sido destruir la autoridad del arte y sacarlo —o mejor, sacar las imágenes que reproducen— de cualquier coto. Por vez primera en la historia, las imágenes artísticas son efímeras, ubicuas, carentes de corporeidad, accesibles, sin valor, libres. Nos rodean del mismo modo que nos rodea el lenguaje. Han entrado en la corriente principal de la vida sobre la que no tienen ningún poder por sí mismas”.

La idea de un hábitat cultural donde estas obras yacen inmóviles para consumo de un sector social privilegiado, el deseo de posesión de las obras para regocijo propio, la posibilidad de alcanzar un doble espiritual a través de la representación formal de la imagen propia, complejos que acompañaron a la pintura prácticamente desde el Renacimiento en adelante, guardan una estrecha relación con algunos aspectos que también envolvieron a la fotografía tras la difusión de los primeros daguerrotipos: el carácter elitista –y también privado- de esta práctica en sus comienzos, pero ante todo un factor clave: la impresión de realismo que otorgaba a cada espectador de la fotografía la presencia de un referente extraído de la vida real. Roland Barthes lo menciona, un poco al pasar, en su libro La cámara lúcida:

“Verse a sí mismo (de otro modo que en un espejo): a escala de la Historia este acto es reciente, por haber sido el retrato, pintado, dibujado o miniaturizado, hasta la difusión de la Fotografía, un bien restringido, destinado por otra parte a hacer alarde de un nivel financiero y social –y, de cualquier manera, un retrato pintado, por parecido que sea (esto es lo que intento probar), no es una fotografía-. Es curioso que no se haya pensado en el trastorno (de civilización) que este acto nuevo anuncia. Ese trastorno es en el fondo un trastorno de propiedad. El Derecho ya lo ha dicho a su manera: ¿a quién pertenece la foto? ¿al sujeto (fotografiado)? ¿al fotógrafo? El paisaje mismo, ¿no es acaso algo más que una especie de préstamo hecho por el propietario del terreno? Innumerables procesos, según parece, han expresado esta incertidumbre de una sociedad para la cual era lógico que el ser fuese incierto”.

Pero en lugar de impulsar un debate sobre la lucha de clases en torno a la reapropiación del arte (la fotografía parece un medio mucho más democrático y sencillo de ejercer y valorar en comparación a la pintura), Barthes prefiere centrarse en otra clase de conflicto, en otro tipo de profanación: la de la identidad propia, la que se desprende del propio registro fotográfico en relación al sujeto que posa ante la cámara.

“La Fotografía transformaba el sujeto en objeto e incluso, si cabe, en objeto de museo: para tomar los primeros retratos (1840) era necesario someter al sujeto a largas poses bajo una cristalera a pleno sol; devenir objeto hacia sufrir como una operación quirúrgica. (…) La Foto-retrato es una empalizada de fuerzas. Cuatro imaginarios se cruzan, se afrontan, se deforman. Ante el objetivo soy a la vez: aquel que creo ser, aquel que quisiera que crean, aquel que el fotógrafo cree que soy y aquel de quien se sirve para exhibir su arte. (…) Imaginariamente, la Fotografía (aquella que está en mi intención) representa ese momento tan sutil en que, a decir verdad, no soy ni sujeto ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto: vivo entonces una microexperiencia de la muerte (del paréntesis): me convierto verdaderamente en espectro”.

La fotografía arrastra con el mismo complejo de momificación de la pintura, pero Barthes establece diferencias que van más allá de la técnica y que radican en el modo en que ambos medios de representación se plantan en relación al referente que posa para ser inmortalizado a través de la ilusión de las formas:

“La Fotografía ha estado, está todavía, atormentada por el fantasma de la Pintura (Maplethorpe representa un ramo de lirios igual que podría haberlo hecho un pintor oriental); la Fotografía ha hecho de la Pintura, a través de sus copias y de sus contestaciones, la Referencia absoluta y paternal, como si hubiese nacido del Cuadro (esto, técnicamente, es verdad, pero solo en parte; ya que la camera obscura de los pintores es solo una de las muchas causas de la Fotografía; lo esencial, quizás, fue el descubrimiento químico). Nada distingue, eidéticamente (…), una fotografía, por realista que sea, de una pintura. El ‘pictorialismo’ no es más que una exageración de lo que la Foto piensa de sí misma”.

A este respecto, en su esencial texto “Ontología de la imagen fotográfica”, André Bazin añade el factor del movimiento:

“La fotografía, poniendo punto final al barroco, ha librado a las artes plásticas de su obsesión por la semejanza. Porque la pintura se esforzaba en vano por crear una ilusión y esta ilusión era suficiente en arte; mientras que la fotografía y el cine son invenciones que satisfacen definitivamente y en su esencia misma la obsesión del realismo”.

La obsesión del realismo, esa demanda que Bazin establece dentro del orden psicológico del espectador, no logra ser saldada entonces por la pintura, en tanto la ilusión de las formas brindadas por la representación artística (incluido el dibujo) responden más bien a otra demanda, una de tipo espiritual (“superar el tiempo gracias a la perennidad de la forma”). La incorporación del movimiento otorgada por el cine solo viene a funcionar como una extensión natural de esta búsqueda obsesiva del realismo, alcanzada gracias a una posibilidad técnica de fines del siglo XIX.

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“Eppur si muove”

Galileo Galilei

Desde una perspectiva baziniana, B E A U T Y cuadraría dentro del pseudorealismo, ya que introduce artificialmente el movimiento sobre un referente de apariencias: el conjunto de más de cien tableaux vivants animados que componen la obra. Tagliafierro despliega un concentrado arco narrativo conformado por bloques ligados a través de un montaje tonal y una muy atractiva composición musical de Enrico Ascoli. Parte de una cita inicial tomada de un soneto de Shakespeare y de un primer segmento conformado por pinturas paisajísticas y escenas maternales; prosigue con un erotismo diáfano y pudoroso para devenir progresivamente en pasajes de tensión, sangre y violencia (de la entrepierna apenas cubierta de la Venus de Tiziano y las neoclásicas ninfas de Bouguereau hamacándose desnudas en un lago hasta el sacrificio del Isaac de Caravaggio o la ejecución de la joven Jane Grey de Delaroche, en tan solo unos segundos), estalla en una siniestra y nocturna tormenta que aloja en sus sombras a Medusas, sátiros y herejes que se muerden el cuello en algún círculo del Infierno, para finalmente desembocar en un sereno pasaje a la muerte. Luego de arrimarnos a las orillas de la Isla de los Muertos del simbolista suizo Arnold Böcklin, de hacernos contemplar los cuerpos examines de la Elaine de Sophie Anderson y de la ya mencionada Ofelia de Millais, y tras la exhibición de los cuerpos inertes y diseccionados en morgues, autopsias y lecciones de anatomía, Tagliafierro nos deja en soledad en medio de un bosque inhóspito y desolado frente a la abadía gótica del romántico germano Caspar David Friedrich, paisaje al que el realizador sumerge en un acelerado ocaso.

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Hay una escena de la película Museum Hours, de Jem Cohen, en la que una guía conduce a un grupo de visitantes hacia una sala del Museo de Arte Kunsthistorisches de Viena en la que se exhiben algunos cuadros del pintor de origen brabanzón Pieter Brueghel el Viejo. Luego de exponer una serie de curiosas interpretaciones sobre el carácter documental de la mirada de Brueghel en relación a las condiciones de vida de los campesinos a los que el artista flamenco se empeñó en retratar en sus actividades cotidianas, la guía detiene al grupo frente a las obras de cargado simbolismo religioso del pintor renacentista holandés. El interrogante que plantea es simple: ¿Cuál es el centro de la imagen en estos cuadros? Tomando como referencia La Conversión de San Pablo (1567), la guía observa que la representación del episodio central que da nombre al cuadro carece de las proporciones necesarias para convertirse en el centro de las miradas de la multitudinaria composición, o al menos mantiene las mismas que presenta el pequeño soldado ubicado bajo la copa de un árbol, a quien ella considera como el dueño de su completa atención, o incluso menos de las que tienen los traseros de los caballos que atraviesan el camino de Damasco. Lo mismo ocurre con el Cristo de Camino del Calvario (1564), donde el vía crucis del supuesto protagonista de la obra resulta tan difícilmente localizable como esos campesinos que cargan sacos blancos sobre sus hombros y que caminan en dirección opuesta a la de la fatídica procesión que acabará con la vida del Mesías. En la abundante multiplicidad de detalles que nos ofrece Brueghel en torno a estos acontecimientos religiosos trascendentales para la historia de Occidente se nos revela no solo ya un gran documentalista, sino un extraordinario manipulador que puede crear un mundo inagotable de imágenes que requieren ser exploradas por un ojo insaciable. Brueghel procede de manera contraria a la fragmentación direccionada de Tagliafierro siglos después en B E A U T Y. El videasta italiano selecciona un recorte, descontextualiza casi por completo la obra original, echa por tierra la intencionalidad del autor (poco interesa si el atormentado anciano que sostiene la cabeza de su hijo muerto es Iván El Terrible), orienta nuestra mirada constantemente hacia donde él pretende (como cualquier cineasta) pero con un objetivo más bien efectista y novedoso: impactar al espectador a través de la introducción de un factor técnicamente imposible y ausente en una forma de expresión tradicional como la pintura. Es cierto que Tagliafierro no es un artista plástico, sino audiovisual. Pero al tomar como referentes estéticos a las pinturas y añadirles movimiento, su procedimiento despierta suspicacias éticas que trascienden el efectismo sensorial y vale la pena cuestionar. Y sin embargo, diría Galileo Galilei, se mueve…

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Concluyo estas largas divagaciones sobre la naturaleza de la imagen y sus relaciones con el realismo con un fragmento de un texto de Angel Faretta. El artículo forma parte de un brillante ensayo sobre la obra del cineasta que quizás más cerca estuvo de alcanzar la unión entre lo religioso y lo humano, lo espiritual y lo mundano, a través de la expresión de las formas. Queda en ustedes deducir de quién se trata.

“Hoy, desde la metafísica hasta la biología, se ha vuelto a comprender que todo ser viviente pugna por perpetuarse, todo organismo viviente economiza fuerzas para perdurar pero, en esta suerte de dialéctica negativa, aparece el otro término: el exceso, y éste –como siempre supieron nuestros antepasados- es el que crea el arte, los sistemas religiosos, las especulaciones filosóficas. Así como a la economía la acecha la inmovilidad, la repetición ciega, al exceso lo acecha la “locura”, la enfermedad, el crimen, la muerte. Si el hombre desea fatalmente su perpetuación –es decir, su conservación-, también inexorablemente desea su perdición en los caminos del exceso (en esto consiste la esencia de lo trágico). Este dualismo solo aparente (…) no fue un verdadero problema para las sociedades en las cuales lo religioso era parte integrante de su esencia. Mediante el rito del sacrificio, este exceso de vida era reabsorbido dentro de la corriente del devenir.

Pero al separarse lo religioso de lo humano, en la época de la conquista del poder por el iluminismo liberal, el hombre quedó escindido y comenzó a rodar –como las esferas platónicas- buscando, insaciable, su otra mitad, su perdida unidad. Esta es la esencia del romanticismo (…), es decir, una apuesta desesperada hacia la recaptura de una totalidad”.

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