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La matanza de Texas
Entrar en la cinefilia por la trastienda

Deben de ser aproximadamente las dos de la madrugada. Corren los años noventa. He engañado a mis padres haciendo creer que me iba a la cama cuando en realidad estoy calculando un tiempo prudencial para levantarme e irme al sofá a ver la tele después de que ellos se queden dormidos. Soy muy joven pero lo suficientemente curioso como para preguntarme por qué tengo prohibido la parrilla televisiva nocturna.

Me encuentro literalmente desparramado en el sofá, tapado con una manta haciendo zapping por todos los canales posibles. Realmente tengo sueño y poco me interesa lo que el televisor puede contarme. He hecho un acto de rebeldía parental como cualquier otro, pero enseguida advierto que la emisión nocturna no tienes grandes cosas que mostrar que no haya visto ya. Estoy a punto de darme por vencido y cambio de canal por última vez. En la tele aparece una chica joven con la espalda descubierta y unos pantalones ajustados de color rojo sangre. Es un atuendo muy hippie más digno de los setenta que de los noventa. La imagen es ocre y algo depresiva. Busca a alguien porque grita su nombre, pero he llegado tarde para saber de quién se trata. De forma cautelosa, camina hacia una vieja casa abandonada que tiene enfrente, pero ya sea por sus gestos o por una banda sonora compuesta por ruidos extraños comprendo que algo no va del todo bien. Al entrar en esa vieja casa la cámara se cuela con ella. En una de las habitaciones la chica tropieza y, cuando alza la vista, se encuentra rodeada de plumas de animal, huesos humanos, cráneos y una gallina enjaulada. Para ese entonces tengo el mando agarrado y el dedo pulgar a punto de apretar otro dial, pero no por aburrimiento, sino porque empiezo a tener una sensación incómoda. Segundos después una puerta corredera de metal se abre al fondo del pasillo, y sin previo aviso, aparece un hombre grueso de grandes dimensiones que porta una máscara. La chica intenta correr despavorida por el porche, hacia la luz, pero ese monstruo enmascarado la coge por la cintura con la misma facilidad con que pudiera coger a una niña pequeña, y con una sonrisa totalmente trastocada se la vuelve a llevar dentro para acabar colgándola en un gancho de una forma totalmente inaceptable. Por si esto fuera poca cosa, el hombre grueso y fornido enciende una ruidosa motosierra que se entremezcla con los insoportables gritos de la muchacha. Mi postura ahora es tan erguida como la de una estatua, tengo los ojos como platos y el cuerpo convulso como si me hubiesen dado una descarga de adrenalina. Por aquel entonces no tenía ni idea de que lo que estaba presenciando era nada más y nada menos que la película de 1974 de Tobe Hooper, La matanza de Texas (The Texas Chainsaw Massacre).

Ver a destiempo una película de tal magnitud acarrea ciertas consecuencias. No cabe decir que acabé la película hasta el final, que no volví a tocar el mando hasta los créditos finales y que esa misma noche no pude pegar ojo, pero no debido al miedo, sino a al impacto de sus imágenes. También entendí por qué mis padres no me dejaban ver la tele más allá de ciertas horas. Con la llegada de Internet y, algo más mayor, pude comprarme el DVD y verla entera. Me obsesioné hasta tal punto que la llegué a comprar dos veces por si una se estropeaba, me bajaba fondos de pantalla y buceaba por la red en busca de información. Todo aquello llegó a preocupar seriamente a mis padres. Si mi mente y mis recuerdos no fallan, puedo decir que La matanza de Texas fue mi puerta de entrada no triunfal hacia el cine, la primera vez que una película me causaba sensaciones dignas del máximo respeto. No fue una experiencia placentera ni agradable. No salían esas hermosas chicas y chicos entre escenas bellamente compuestas y con un final feliz. No fue esa fabulosa experiencia de enamoramiento del que muchos cineastas hablan cuando les preguntan por qué hacen o escriben sobre cine. Tampoco lo fue el propio cine como espacio físico, al ser hijo de los noventa, fue la televisión la que me indujo hacia el hipnotismo. Se puede decir pues, que entré en el mundo de la cinefilia por la trastienda, aconteciendo una experiencia traumática a deshoras, contemplando sin consentimiento un culto pagano alejado de la grandiosidad de Hollywood. El cine podía ser otra cosa muy diferente a lo que había visto y Tobe Hooper lo demostraba con creces.

Con el paso de los años he revisionado varias veces la obra (no demasiadas por miedo a que su magia se evapore) pero lejos de eso, se ha ido haciendo más y más grande. Ha cicatrizado en el género y en mi cuerpo como un poema del horror y lo enfermizo. Lamento con creces todas las veces que se le ha intentado profanar sin éxito. Todas esas secuelas, reboots, remakes poco o nada han aportado al imaginario de Hooper mientras convertían a Leatherface en una suerte de asesino icónico sediento de sangre. Nada más lejos de la realidad, la historia de esta legendaria familia caníbal reside en la esencia de la muerte por la supervivencia, en la pobreza más desquiciada debido al progreso industrial.

La última escena en una carretera secundaria bajo un sol crepuscular es la cuota más alta que ha dado el cine de terror en toda su historia.

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2 respuestas a «La matanza de Texas
Entrar en la cinefilia por la trastienda»

  1. Es una obra cumbre del slasher; pienso cada vez que la veo (siempre solo), que si me vieran viéndola dirían que soy un enfermo mental; pues que lo digan!!
    Hace muy poco tiempo, descubrí otra joyita de este género, X. Imperdible, ahora estoy a la caza de su antecesora: PEARL.

    Un gran saludo, y gracias por este artículo.

    Carmelo.

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