La elegante Luz silenciosa, de Carlos Reygadas, Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2008, nos habla de la infidelidad y sus consecuencias, en un bella pieza fílmica con reminiscencias dreyerianas.
El argumento es sencillo. Johan, el patriarca de una familia menonita, que reside en el estado de Chihuahua al norte de México, está casado con Esther. Tienen siete hijos. Desde hace casi dos años mantiene relaciones con Marianne, otra menonita de la comunidad. Johan sabe que, muy a su pesar, no puede seguir así y debe tomar una decisión.
El cine del mexicano Carlos Reygadas es poco convencional, y su obra ha sido reconocida por la crítica y consagrada en el Festival de Cine de Cannes. Historias muy personales, filmadas muchas veces con actores no profesionales, donde las relaciones familiares, la desnudez y el sexo sin tapujos, el paisaje y un sentir existencial forman parte de su narrativa.
El primer plano de Luz silenciosa, bellísimo per se, nos muestra con dilación un hermoso amanecer, acompañado de los sonidos de la naturaleza, que deja atrás la oscuridad de la noche. Así también, las indecisiones y falta de claridad de Johan (el actor no profesional Cornelio Wall), atrapado entre el deber y el amor, creará una situación emocionalmente difícil que tardará en ver la luz. Tanto para su esposa Esther (Miriam Toews), quien sabe de la aventura de su marido, como para su amante Marianne (María Pankratz), no es fácil vivir en el reducido espacio de la comunidad menonita esperando un desenlace que no llega.
Si hay un elemento que predomina en Luz silenciosa es precisamente ese, la luz. La historia se desarrolla casi siempre de día y las escenas están dotadas de una gran luminosidad y mucha profundidad, siendo muy escasos los momentos nocturnos. De hecho la película abre con un amanecer y cierra con un anochecer. Entre medio hay una única escena nocturna que servirá para que Johan llore sus penas, arropado por la oscuridad, sin que su esposa se percate de ello. El resto del tiempo, la luz y los blancos son protagonistas de una historia en la que, por contraposición, la oscuridad se ha instalado en Johan, incapaz de tomar una decisión que aclare las cosas. Todos sabemos que la oscuridad, a veces, puede ser muy cómoda.

Los menonitas son una comunidad campesina de costumbres sencillas y vida austera y así son las imágenes que nos devuelve Reygadas para narrar la historia. Planos limpios, ordenados, sencillos y sin alardes, en los que el ritmo pausado transmite paz, pese al drama que se vive en silencio.
Tal vez por eso, en una de las escenas emocionalmente más exaltadas y que más sentimiento transmite, Reygadas rompe la forma y el ritmo pausado para escoger un plano circular, en el que Johan, subido en su coche, canta feliz, mientras da vueltas alrededor de su amigo Zacarías, proclamando así, a los cuatro vientos, su amor por Marianne. También Reygadas utilizará un plano circular de 360 grados para contar la conversación que tiene Johan con su padre, en donde le pide consejo. Después de captar a ambos hablando, la cámara los abandona lentamente, mientras da la vuelta completa al espacio y nos muestra el punto de vista de ambos, es decir, los campos de cereales, a la vez que nos invita a reflexionar junto a ellos. ¿Qué consejo debemos darle a Johan? ¿Debe permanecer con Esther o debe irse con Marianne?
La historia que se nos cuenta es sencilla y simple, lineal, sin recovecos. Sobria, narrativamente, se podría contar en un espacio muy corto de tiempo, pero se perdería toda la magia y el hipnotismo que tiene la cinta. Son el ritmo pausado y el tempo que adquiere la historia los que le van dando sentido y peso dramático. El director se sirve tanto de los personajes como de su estar tranquilo para dilatar el tiempo. Las acciones se suceden sin prisas, para crear una atmósfera sosegada (ni la pasión de los amantes ni los niños y sus juegos la rompen). Los planos tienen cierta morosidad, cierta quietud. La cámara no se mueve o realiza zooms apenas perceptibles. El montaje estira los planos sin impaciencia. Las imágenes estáticas permiten momentos de reposo en los que todos, actores y público, reflexionamos sobre la historia de Johan y sobre nuestras vidas, acompañados por el silencio y la luz.
Pero Johan, sumido en sus indecisiones, no puede detener la vida del resto del mundo, y tanto Marianne como Esther reaccionarán. Ambas son conscientes de la necesidad de una resolución. Ellas precipitarán la historia, en un innegable homenaje al gran maestro Dreyer y a su película Ordet (1955). Es ahí cuando nos percatamos de que, de alguna manera, el espíritu de Dreyer ha estado sobrevolando durante toda la cinta, aunque fuera en la última media hora, cuando Reygadas le deja paso, de forma respetuosa, para que “resucite” y tome las riendas. De hecho, en la consulta médica, el director nos hace un guiño. Sobre la pared podemos leer un letrero que incluye claramente la palabra “Borgen”, que en alemán significa “prestado”, pero en danés (idioma de Dreyer) se traduce como “castillo”, justo el apellido de la familia protagonista de Ordet, los Borgen.

Último plano, a modo de cierre, como partitura, se repite el motivo con el que se inició la película, pero si entonces amanecía, ahora anochece. La imagen bellísima, con los sonidos de la naturaleza, nos llevará a la noche. La luz, silenciosamente, llega y se va todos los días, independientemente de todos los dramas que nos acontezcan. Es ley de vida. Como es ley de vida que nuestros caminos no se detengan. Si no tomamos decisiones, la vida las tomará por nosotros.
Tráiler:



Entrando la década de 1930, el cine sonoro no era solo una novedad técnica, sino que prácticamente se había convertido en una imposición de la industria a todos aquellos directores que quisieran mantenerse activos y en primera línea. El nuevo invento suponía también un desafío artístico y creativo al que los cineastas se enfrentaron desde diferentes perspectivas y actitudes. La aproximación de Fritz Lang puede considerarse una de las más interesantes y, claro está a estas alturas, que mejores resultados obtuvo. Y es que Lang lleva a cabo una producción extremadamente ambiciosa en todos los frentes, que hace del nuevo medio sonoro su razón de ser, y con la que logrará situarse a la cabeza de la vanguardia cinematográfica después de varios años de encadenar notables fracasos artísticos (ni Los Nibelungos, Metrópolis o La mujer en la Luna se acercan a lo mejor de su producción anterior). El resultado fue M.


El cine japonés tiene una lista de nombres propios que han sido referenciales para directores de todo el mundo, reivindicados y laureados hasta ser casi leyendas. En ocasiones, el brillo rutilante de las estrellas no deja ver otra clase de autores, más subterráneos, pero no menos influyentes en según qué círculos. Por su cine, por la propia marca de autor, por los géneros escogidos, estos egregios secundarios bien se merecen que sus películas no caigan en el olvido.

Después de rodar una apreciable aproximación al universo de Raymond Chandler en Adiós, muñeca (Farewell, my Lovely, 1975), con toda su ornamentación estilística retro, puesta de moda en aquella época (Chinatown y Como plaga de langosta), el huidizo cineasta Dick Richards entregó un amargo retrato sobre la Legión Extranjera Francesa en Marchar o morir (March or Die, 1977), un filme de aventuras coloniales transfigurado en el último hurra de su personaje capital.


Antes de María llena eres de gracia (Joshua Marston, 2004), todo lo que se pensaba de Colombia era que estaba lleno de narcos y droga. No es que hubiera sido la única película que tratara el tema de las “mulas” del narcotráfico, esas personas que cargaban la droga en su estómago para pasar por inmigración sin ser descubiertos, pero sí fue una de las más exitosas. Y el secreto está en la forma en que se contó la historia, catalogada por Blake Snyder en el libro ¡Salva al gato! como un ejemplo perfecto de película indie sencilla y llena de significado. La cinta cuenta la vida de María (Catalina Sandino Moreno, ganadora del Oso de Plata en Berlín y nominada al Oscar a Mejor Actriz por este rol), una joven colombiana como cualquier otra que trabaja en un cultivo de flores, quitándole las espinas a las rosas que serán enviadas al exterior (Colombia es uno de los principales exportadores de flores del mundo, con envíos a más de cien países).


Visión apocalíptica que permite deslizar un as de la manga como última salida. En eso no difiere de una cinta convencional de ciencia ficción. Sin embargo, el tratamiento del tema sugiere la posibilidad desde una virtualidad, asociada a la inconsciencia, que no sería incompatible con la naturaleza humana.


Mélange es una palabra francesa que se traduce con “mezcla”. Se supone, entonces, que se han tomado diferentes elementos, cada uno con su proprio origen, y se los han mezclado (ils ont eté mélangés) para producir algo nuevo, algo que antes no existía de por sí y que ahora tiene una forma. El producto final, por esta razón, descuida de los cánones normales que se ponen en marcha a la hora de justificar la presencia de un objeto: el “esto es” se ve abandonado por un más preciso “esto, ¿qué es?”. Desde un punto de visa estético, una mélange puede llevar a resultados un poco negativos, ya que la estructura de la obra resultaría salir de la conformidad que una tipología (un genero) le otorga, pero, desde uno psicológico o más bien social, la imposibilidad de trazar unos bordes definidos pone de manifiesto la realidad del elemento al que nos enfrentamos, realidad que se define con la cercanía entre la obra de arte y la realidad que experimentamos. Nuestra vida, dicho de otro modo, es un mosaico que supone cierto grado de lo caótico.
El límite del género en tanto parte de una red de elementos fijos es tal que, si lo cruzamos, podemos darnos cuenta de cómo lo trágico muchas veces se vuelve ridículo en poco tiempo. Necesitamos, entonces, una destrucción de aquellos pilares sobre los cuales se basan nuestras expectativas, derivadas estas de una larga historia de cánones y de reglas a los que nos referimos si nuestro objetivo es el de formar parte, con nuestra creación o con nuestra lectura, de lo preestablecido, de lo normal. No es, de por sí, nada negativo, ya que el género funciona en tanto conjunto de coordinadas que nos guían activa y pasivamente, sin que por esto nos resulte limitada la fruición. Ni se trata de esparcir las obras con elementos que nacen de su contrario: una broma en un momento de alta tragedia no siempre funciona. Es necesaria, entonces, la mente (y la mentalidad) perfecta, aquella capaz de trabajar en los límites y no solo entre ellos, dejando que el barco se mueva un poco a la derecha, un poco a la izquierda, pero produciendo la sensación de que no somos nosotros a movernos, sino el mundo que nos rodea.
El cine ofrece una gran oportunidad para examinar divertidamente la vida. Jacques Tatischeff (Jacques Tati) es considerado uno de los grandes del cine cómico. Fue un personaje de vida variada. De origen ruso, se desempeñó como artista de cabaret, atleta, jugador de rugby, guionista, actor, empresario y director de cine. Además de tener una vida tan rica, fue capaz de reírse del mundo y de sí mismo, asumiendo el papel de Monsieur Hulot, un personaje de gabardina, pipa y paraguas, lloviese o brillara el sol, que llevó al cine en cuatro películas. El espectador puede identificarse con Monsieur Hulot y disfrutar de sus ocurrencias o sufrir los efectos de las mismas, riéndose también de la vida, aprendiendo y disfrutando divertidamente de las extrañas situaciones cotidianas que se aprecian cuando las personas exageran sus posturas, sus creencias o sus costumbres.
Las acciones ocurren sin demasiado diálogo, basadas en movimientos alrededor de los ambientes mencionados. Tati se detiene obsesivamente en los distintos detalles, especialmente los de tipo arquitectónico, generando lo que podríamos denominar el ridículo y la exageración espacial. Los personajes centran sus movimientos de marioneta, gobernados por las formas de sus espacios vitales, de sus zonas de circulación. Unos niños, escondidos tras los matorrales de una pequeña colina, asustan a los peatones que cruzan por el camino adyacente, con un silbido inesperado, con la intención de hacerlos golpearse contra un poste que no habían visto y que se atraviesa súbitamente; acá, el ridículo surge cuando advertimos que la gente apenas si observa las cosas que los rodean, tan absortos van en sus propios pensamientos. En otra variación del mismo tema, los pequeños pillos disfrutan de los distraídos conductores que se paran enfilados, haciéndoles creer, súbitamente, que han recibido un golpe del carro que espera en su parte trasera, con lo cual proceden a discutir airadamente entre sí, sin observar lo que realmente sucede.
Pero el protagonismo mayor lo tiene la casa del cuñado y de la hermana de M. Hulot. Es una vivienda ultramoderna, dotada de todo tipo de dispositivos automáticos, con un diseño de jardines y de espacios absolutamente geométrico y artificial. En ella hay tres ambientes que Tati usa con maestría para generar un humor lento e inteligente, no basado en risas o en dichos, sino en acciones ridículas por lo artificiosas, por rutinarias y por pedantes. La puerta automática que se abre y que se cierra a las órdenes de la hermana de Hulot, siempre pendiente de encender, ajustar y apagar, al mismo tiempo, una fuente en la cual un pez arroja un chorro de agua; la cocina automática, que produce y engulle alimentos en forma robótica, con espíritu de inteligencia artificial autónoma, más allá del alcance de los humanos; la nueva puerta del garaje, dotada de sensores que advierten al paso del conductor para abrirse y cerrarse, como símbolo de que todo será automático en los tiempos que se avecinan. Tati repite una y otra vez las escenas en las que los personajes se ven esclavizados por los dispositivos de la vida moderna, sin que ello realmente agregue mayor valor agregado a sus momentos cotidianos, no importa que celebren reuniones, movimientos e intercambios para ponerlos en marcha, exhibirlos y mejorarlos. Con todo esto Tati predice bastante bien la tendencia de la sociedad moderna a enredarse y a confiar en aparatos, y eso sin que haya advertido el impacto del mundo digital en todo lo relacionado con la virtualidad y la información.
Cabe resaltar que esta película es bien típica de lo que se podría denominar el cine de Tati, caracterizada por varios puntos: aunque sea sonora, tiene claras insinuaciones de cine mudo, ya que los escasos diálogos no son esenciales, siendo de mayor significación los gestos y las situaciones. En estas, se advierte la comicidad, no a base de movimientos de los personajes, sino del automatismo y la falta de conciencia que se advierte, además del manejo de los espacios y de los diseños, ricos en exageraciones y mensajes subliminales satíricos (pero no demasiado hirientes ni serios, sino divertidos y tolerantes). Sus tomas se recrean en el impacto espacial, siendo notables en Mi tío las escenas en las cuales M. Hulot entra y sale de su casa, atravesando a la vista del espectador una serie de escaleras y de vericuetos, en un ambiente de inquilinato; en cambio la mansión de la Villa Arpel es un paradigma de privacidad y de riqueza. En estos impactos hay una crítica mordaz a la vida, al urbanismo y al diseño moderno, que aparecen impersonales, fríos y casi antiestéticos.
Stanley Kubrick fue un gran director de cine y este fue su primer largometraje. Al revisar los diversos comentarios que se han escrito sobre esta primera experiencia de largo alcance, se resalta que fue un trabajo de bajo costo, hecho en buena parte por Kubrick, quien asumió varios de los roles importantes, notablemente el de la fotografía. Si bien el filme fue bien recibido por la crítica, no tuvo éxito comercial y fue repudiado por el director, que trató de recoger las copias existentes. Es bien curioso este asunto, dado que se trata de una película valiosa que permite intuir y apreciar algunas de las notables cualidades de este mítico director de cine. Quizás este rechazo sea una indicación de su exigente obsesión por la perfección, una muestra de que para él solo es aceptable la máxima calidad. Quizás sea el resultado del fracaso comercial y de lo que ello implicó para un joven cineasta que seguramente puso todo su talento y esfuerzo en esta primera obra, financiada con ayuda de terceros. Quizás sea la manifestación de un modo de ser diferente, que ensaya las rupturas personales como laboratorio de las grandes transformaciones que traerá al mundo del cine.

El tiempo tiene cierto tipo de fascinación. Se mueve de por sí, sin que surja la posibilidad de detenerlo. Tenemos que vivir no solo con él, sino en él, hasta el punto de que pasa sin que lo percibamos, demostración esta de la naturalidad que se consolida con el habito. Pero el tiempo, a veces, puede ser analizado y, continuando en su incesante camino, hasta puede crear el desfase entre su movimiento hacia delante (movimiento natural, suponemos) y su movimiento hacia atrás. El encenderse y el apagarse de este desfase se llama, en palabras menos poéticas, recuerdos, acción esta que nos permite acercarnos a lo que, efectivamente, ya no existe. Se trata de nuestra única forma de lucha contra la muerte, ya que lo que ya no está puede volver a la vida; acción, esta, un poco débil, por supuesto, ya que estaríamos en el campo de lo virtual y no de lo real, y si nuestro objetivo fuese volver a tener el cuerpo de cuando éramos quinceañeros (¿por qué casi siempre queremos volver a nuestra juventud?) nos enfrentaríamos ante una serie de frustraciones. Recordar es entonces un acto humano (¿animal?) que supone cierta determinación para no dejarse ir hacia la pérdida de las coordenadas del aquí y ahora.
Como afirma Juan Cobos, “ha pasado el tiempo y Annie Hall ha regresado junto al hombre que mejor la amó y a quien, sin embargo, no pudo soportar”. Se refiere, claro está, al reencuentro en la pantalla entre Woody Allen y Diane Keaton, que dan vida en la ficción al matrimonio compuesto por Larry y Carol Lipton, una pareja de mediana edad, acomodada, cuya relación se encuentra en un punto muerto, ya que su hijo ha comenzado sus estudios universitarios y se ha marchado de casa. Ese es el punto de partida sobre el que Woody Allen, con la ayuda del guionista Marshall Brickman, con el que no colaboraba desde los tiempos de Manhattan (1979), crea un cómico‑policiaco muy divertido y repleto de homenajes cinéfilos.
Quizás lo más sorprendente sea pensar que el papel de Carol lo escribió inicialmente Allen para Mia Farrow, pero, como quien lo interpretó al final fue Diane Keaton, tuvo que modificarlo y otorgarle a Larry la pasividad y apatía que había previsto para Carol. En el momento de su estreno, Misterioso asesinato en Manhattan supuso un interesante revulsivo dentro de la obra de Woody Allen, que acababa de pasar por uno de los episodios más dolorosos de su vida: su separación de Mia Farrow.
Allen había concebido la película como un puro divertimento, un juego que le hacía regresar a su humor más disparatado y slapstick, el de los años setenta, el de Annie Hall (1977). Curiosamente, el resultado es un largometraje que, como los inmediatamente anteriores, Alice (1990) y Maridos y mujeres (Husbands and Wives, 1992), hablaba sin tapujos de la crisis de pareja, pero envuelta en una trama criminal que obliga a Larry y a Carol replantearse su relación, pues ella quiere investigar la misteriosa muerte de su vecina mientras que él prefiere continuar con su existencia anodina y burguesa.
Si hay un auteur por excelencia en el cine americano, ese es, sin duda, Woody Allen, de ahí que llame más la atención, si cabe, este film de género en el que, no obstante, afloran numerosas pruebas de su indiscutible autoría. Lo que ocurre es que Allen, además de un autor, es un amante del cine, y, en este sentido, los referentes cinematográficos más o menos explícitos resultan imprescindibles en Misterioso asesinato en Manhattan. En un momento dado, la pareja protagonista acude a un cine de reposición a ver Perdición (Double Indemnity, 1944), el clásico del cine negro dirigido por Billy Wilder. Pero no solo eso, sino que, al final, el desenlace del film tiene lugar en el pequeño cine que regenta el presunto asesino, Paul (Jerry Adler), durante la proyección de La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, Orson Welles, 1947).
Independientemente de los homenajes, Allen y Brickman toman como modelo otro título clásico, con el que Misterioso asesinato en Manhattan comparte muchos motivos argumentales. Se trata, como ya habrán adivinado, de La ventana indiscreta (Rear Window, Alfred Hitchcock, 1957), aunque en la versión de Allen, como ya se ha dicho, se produce cierta inversión de los papeles interpretados por James Stewart y Grace Kelly. Misterioso asesinato en Manhattan sorprende, además, por el uso de la cámara en mano en algunos planos secuencia en el interior de los apartamentos. Del mismo modo, ha dado al cine una escena antológica en un ascensor, y otra de una conversación telefónica con una cinta de casete.
Por último, Misterioso asesinato en Manhattan ofrece un retrato de Nueva York, pues aparecen lugares míticos como el Café des Artistes, el Club 21, el restaurante Elaine’s, el Madison Square Garden, el Lincoln Center o la fuente Bethesda de Central Park. La música, como ocurre en buena parte de la filmografía del director, es una selección de temas clásicos, entre los que destacan “I Happen to Like New York”, de Porter; “The Best Things in Life Are Free”, de DeSylva; “Take Five”, de Desmond; “I’m in the Mood for Love”, de McHugh & Fields; y “Misty”, de Garner. El resultado es una comedia deliciosa, con algunos de los mejores chistes breves del cineasta neoyorquino, llamados one‑liners. Despidámonos con el más famoso: “Cuando escucho a Wagner durante más de media hora me entran ganas de invadir Polonia”.
Casi 20 años después, Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) sigue teniendo uno de los comienzos más anticlimáticos posibles. En los primeros minutos, después de que se abre el telón, nos enteramos que Satine (Nicole Kidman, nominada al Oscar por este papel) ha muerto, y su amado Christian (Ewan McGregor) la llora mientras escribe su historia de amor. Si ya tenemos el final, ¿por qué vale la pena verla? Porque el camino que recorre esta trágica historia de amor es un viaje frenético lleno de música, color y puro sentimiento, es tan emocionante que es imposible perdérselo.


Muchos de nosotros no reparamos en la distancia que separa las miradas de los individuos como un espacio donde se tejen y se tensionan la conexión de los miedos, los deseos, las inseguridades, la fuerza avasalladora de la voluntad e incluso la misma soledad. Para ir más lejos, podríamos representar ese momento cuando dos personas se cruzan caminando en direcciones contrarias y por espacio de milésimas de segundo sus miradas se cruzan, originando en ese explícito momento todo un mundo de sensaciones. Es aquí donde es necesario reparar en esta introducción en el análisis de la película Muerte en Venecia como un mundo donde la mirada del director vincula, hace propio, convierte, honra, maniata y disuelve en otro soporte y con el manejo de otros signos la obra literaria de Thomas Mann, creando e interpretando gracias a la cámara cinematográfica, la historia del descenso de Gustav Aschenbach al mismísimo infierno de sus pasiones.
El director italiano revela en diferentes sentidos aportes a la esencia narrativa del discurso literario, haciendo énfasis en el plano de la mirada fotográfica y de la imagen mediante diversas pinceladas del transcurrir del protagonista por los paisajes, laberintos y salones de la Venecia clásica y de su respectiva distinción, que a la par del drama del individuo/artista desciende hacia la miseria de la peste. Aunque las miradas del espectador pueden deleitarse con la belleza, sucedánea de lo sensual, de lo estético y de lo atractivo de la película, también revela al personaje que recorre a la distancia por el placer de no entrar en contacto con el objeto de su delirio. La escritura, transpuesta imagen, permite ofrecerlo todo, pues los diversos paneos, zooms, planos generales y primeros planos transitan a su vez el movimiento y la búsqueda de la totalidad emotiva de Aschenbach y representativa de Visconti, enfocada en diversos ejes fundamentales de la novela de Mann: las dualidades entre la esperanza y la muerte, el amor y la muerte, la inteligencia y la pasión, la muerte creadora y la vida instintiva. El desenlace confiere, como una forma de lealtad con el original literario, el dominio de los instintos que lleva al personaje a vislumbrar la belleza final de su propia muerte. Es magistral la escena en la que Tadzio se da vuelta señalando tal vez el lugar de eternidad donde se encuentra y al que Gustav se aferra para terminar muriendo. Tadzio, en medio, entre la cámara y el barco, como símbolo intermedio entre la imagen fotográfica que eterniza, deteniendo el tiempo, y el barco de Caronte que transportará al protagonista al viaje hacia el averno.
La revelación del tejido individual referido al drama humano del protagonista admite incluir en forma de flahbacks la información sobre su pasado y las causas que originan el viaje y huida hacia lo exótico. Además, los monólogos y reflexiones interiores sobre el arte, la belleza, la creación y la estética exigen que Visconti, en la película, haya creado un personaje/conciencia que debate y confronta las dudas del escritor/músico Von Aschenbach, haciendo gala del manejo de esas zonas de interés literario que pueden favorecer en el arte cinematográfico el diálogo y el contrapunteo actoral. La música de Mahler engrandece el sufrimiento, las postales y las miradas de los contextos espaciales e individuales, convirtiendo al espectador en un etnólogo del arte que une las múltiples posibilidades de la imagen y de la transposición cinematográfica.
En este momento puedo recordar dos límites de lo anterior como formas creativas, donde el director de una película se somete y se libera de la trama literaria: Cometas en el cielo (The Kite Runner, Marc Forster, 2007) y Blow-up (Michelangelo Antonioni, 1966), creadas respectivamente a partir de la novela de Khaled Hosseinni Cometas en el cielo, y del cuento de Julio Cortázar Las babas del diablo. En la primera –ejemplo de retrato/pérdida-, se evidencia la dominación exagerada de la lealtad con el argumento de lo narrativo sin proponer ni evidenciar un manejo y amalgama de elementos artísticos a partir del cine; por el contrario, en la segunda –creación de imagen/ganancia-, se refleja la posibilidad de enriquecer en una propuesta nueva y creadora que transpone lo literario mediante un acercamiento magistral al cuento del autor argentino.
Muerte en Venecia supone entonces la aprehensión de la “realidad” literaria y una reflexión sobre el valor de verdad de la imagen (la cámara cinematográfica no es una elección fruto del azar) aunque luche con los prejuicios relacionados con la traición al argumento literario, el reduccionismo de la escritura, la compensación e indemnización creativa que supone una nueva interpretación del texto de Thomas Mann. Además, revela la paradoja entre el olvido y la presencia, que supone una interpretación originada de la apropiación del material fundamental de la novela que permite originar la película de Visconti, en la que la fidelidad y el nuevo aporte del realizador (guionista/director/productor) tejen una película en la que la puesta en escena, la dirección fotográfica, el vestuario, la banda sonora y el drama del ser humano revelan larga y eterna vida al lenguaje cinematográfico.
Un gran sueño en vigilia, con conexiones lógicas separadas entre sí, confunde al espectador desprevenido, aunque siempre al interior de un entorno agradable desde la familiaridad de una narrativa solo en apariencia convencional. Lógica truncada de manera permanente, nunca llega a exasperar debido a la introducción de familiaridades que permiten la conservación del interés. Nos mantiene en vilo ante la espera de una aclaración que nos llegará al final, en un segundo bloque, donde la ensoñación adquiere coherencia desde la materialidad de “restos diurnos” que permiten a la mente del espectador organizar el rompecabezas.


Son los años 30, una década compleja para el cine, por el advenimiento del sonoro. En esta casi cuarta década de vida del cinematógrafo, el avance técnico supuso un enorme retraso respecto a los logros que en términos de lenguaje fílmico se habían realizado. No obstante, géneros como el musical o el terror vivieron durante este período un esplendor que no habían conocido con anterioridad. Marca esta década, también, el final de la carrera de uno de los grandes directores del cine de terror, Tod Browning, quien rueda su último filme en 1939 tras el cual se retira, debido al descalabro, tanto de su carrera profesional como de su salud mental y física.

La reciente exhibición en Buenos Aires de una copia restaurada en 35mm de Nada más que una mujer, ocurrida en la primera edición del Festival Asterisco LGBTIQ, permitió rescatar la figura de una olvidada y legendaria recitadora argentina nacida en lo que en ese entonces se conoció como Imperio Ruso, la fascinante Berta Singerman. Esta producción de Fox rodada íntegramente en español como la versión latina de un título de clase B llamado Pursued (1934) no solo resulta atractiva como muestra de aquellas realizaciones de Hollywood destinadas exclusivamente a un mercado hispanoparlante y que precedieron a las versiones subtituladas vigentes hasta nuestros días. Se trata más bien de un vestigio de aquella Babilonia que representó Hollywood en el momento en que se disponía a tomar por asalto el mundo y hegemonizar por completo el alcance internacional de sus películas, de cara a la conquista de todos los públicos posibles. Con el cine sonoro dando sus primeros y significativos pasos, resulta casi milagrosa la presencia de esta hipnótica rapsoda del sur del Atlántico, en medio de esa emergente torre de Babel, en la que resplandece con luz propia a través de su voz, casi justificando la existencia del sonido.
El resto de la película se maneja en los conocidos territorios del melodrama clásico. Mona conoce y se enamora de un acaudalado propietario de tierras extranjero que ha quedado temporalmente ciego, víctima de un ataque traicionero perpetrado por un empresario local que acosa a la recitadora. Mona aprovecha la ceguera de su enamorado y haciendo otro uso privilegiado de su voz, le hace creer que es una mujer de clase, ocultando su verdadera condición. La historia presenta elementos propios de la mitología griega, al convertir un don natural de su protagonista en su principal maldición. La recuperación de la vista por parte de su enamorado implicaría su caída en desgracia si este no la reconoce como la mujer que ella afirmó ser. Cada estadio emocional de Mona obtiene su adecuada representación formal en las recitaciones nocturnas, que llegan a su punto más elevado en la escena donde la rapsoda argentina declama aquellos célebres versos de Sor Juana Inés de la Cruz, “hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…”. Sin embargo, sorprende el desenlace feliz, aunque también algo melancólico, de la película, donde Mona logra escapar de la isla en barco junto a su hombre, quien la ha aceptado más allá de cualquier engaño.
Confinado en casa por culpa de la crisis sanitaria del Coronavirus, es momento de recuperar del ostracismo alguna joya incunable del séptimo arte y reparo en una pieza del cineasta, Jules Dassin. Hace unos días rescaté otra muestra de su talento y estilo innovador, La ciudad desnuda (1948). Ahora toca abordar una obra formidable y vibrante. Se titula, Noche en la ciudad (1950) y constituyó su primer trabajo fuera de los Estados Unidos, huyendo de la perniciosa y flagelante Caza de Brujas. Se trata de una producción de la Fox filmada en Londres. Parece ser que existen dos versiones de este título. Una para Europa y otra para el mercado americano. Por ejemplo, en la versión yanki, el compositor de la partitura es el maestro Franz Waxman, mientras que la copia para el continente europeo pertenece a Benjamin Frankel.


La concepción del mal y la fascinación que tenemos por este concepto puede que estén relacionadas con el hecho de querer excitar determinadas emociones. Claro es que esta fascinación solo funciona cuando se establece una frontera capaz de dividir lo real de lo posible, o, mejor dicho, cuando el mal no puede funcionar en contra de nosotros directamente, sino, por supuesto, solo como objeto de atención, de análisis, de apreciación un poco morbosa. Cuanto más lejos estemos de él, tanto mayor va a ser la posibilidad de que podamos respirar con más tranquilidad ante lo que efectivamente nos puede matar. Y es así que los monstruos pueden llegar a obtener nuestra apreciación ya que, adultos, ya sabemos que le pertenecen al mundo de lo que no es (real) y que sí lo es (ficticio). Los más jóvenes quizás sepan, en su subconsciente, que tales monstruos no existen y que su sensación de terror no es más que el acto de dejar atrás el reino de la infancia para entrar en el de los más racionales (un acto que no siempre, quizás en su mayoría, logra a ayudar a que el ser humano olvide lo que no se puede explicar con ciencia y consciencia).
Se construyen, a veces, elementos de relación tan obvios que casi parece inútil hablar de ellos como si de algo nuevo se tratara. Es verdad que en la historia del cine las influencias son algo natural que crean una reverberaciones dentro del largo túnel compuesto por las imágenes en movimiento. Hay autores, entonces, que quieren ir más allá del simple hecho de hacerle un guiño a algunas obras del pasado, y deciden ir hacia mundos más lejanos, poniendo en marcha un diálogo con el pasado para que el presente pueda moverse hacia el futuro. No se hable de remake, entonces, ya que en estos casos el juego está en la decisión artística, en el encuentro entre dos personas separadas por la cuestión espacio-temporal que establecen un diálogo tan mudo que su ruido nos lleva a cerrar los ojos. Y no, no es una simple metáfora poética, ya que en el caso que aquí se nos presenta Herzog simplemente decide volver a una de las obras cumbres del cine tanto alemán como mundial y enlazar una relación imposible con Murnau, ya que este había muerto hace décadas y poco que decir podía tener. Dos artistas, entonces, se encuentran dentro de las fronteras de la pantalla y fuera de los bordes del pasar de los días.
Nubes pasajeras pertenece a la trilogía de Aki Kaurismäki denominada “de los perdedores”, “del proletariado” o “de Finlandia”. A ella le seguirían Un hombre sin pasado (Mies vailla menneisyyttä, 2002) y Luces al atardecer (Laitakaupungin valot, 2006). El director finlandés describía su estructura compositiva de la siguiente manera: “ Un 30% de Ozu, un 30% de Sica, 15% de Sirk, 20% de Hopper, 10% de Capra. ¡Eso hace 105! ¿Dónde estoy yo ahí dentro?”. El filme se sitúa en unos años en los que Finlandia atravesaba una crisis económica profunda. La desintegración de la URSS en 1991 le afectó intensamente, al tratarse de un país con poca población y con enorme dependencia del exterior oriental. La pérdida de las relaciones comerciales más importantes para esta nación nórdica ocasionó su empobrecimiento, con cierre de empresas y consiguiente desempleo.


El director surcoreano Lee Chang-Dong empezó su carrera profesional como realizador tardíamente. En sus inicios profesionales estuvo dedicado a la escritura y al teatro. A pesar de ello, desde su magnífico debut con Green Fish (Chorok mulkogi, 1997) hasta su último filme por el momento, concretamente 


El realizador estadounidense Joseph L. Mankiewicz nos dejó, con el filme Odio entre hermanos, otra muestra de elegante inteligencia en una dirección que seduce en su conjunto. Situada temporalmente entre las aclamadas Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949) y 


Mala tempora, se podría decir. Cuestión de que, efectivamente, la mayoría del público (quienes permiten que se les vendan billetes) supone que el movimiento del papel dibujado hacia la pantalla solo se basa en la traducción al lenguaje visual de los (muchas veces poco interesantes) superhéroes (y lo digo rodeado de un numero bastante alto de libros de estos personajes, más bien como razón de carácter histórico). Mala tempora ya que la realidad es que el mundo comiquero, del arte de las novelas gráficas (o, como prefiere Moore, de los tebeos, traducción esta que bien se sintoniza con el original inglés proletario de comics) más amplitud y profundidad tiene, más alcance, más vastedad de horizonte(s), ya que, como en el caso de la literatura en prosa, la de los balloons tiene una red de diferentes identidades, propuestas y temáticas. Sobre todo, se podría decir, en el underground americano, en el europeo (que bien se une a las escuelas sudamericanas) y en el asiático, del cual proviene, obviamente, Oldboy.
Mal día para pescar refiere a la temporada de pesca que se repite cada año en Santa María, pero también alude al giro que tendrá la farsa del luchador y su representante, al echar la carnada en el momento y el lugar equivocados.


Esta preciosa película contribuyó a popularizar en el mundo la música brasileña. Los autores de su música son autores de dos temas que se interpretan con gran calidad en el filme, que llegarían a ser clásicos A felicidade, de Jobim, y Manhã de Carnaval, de Bonfá. Es una de esas películas en las que brilla, además de la música, la poesía, expresadas ambas en muchos de los diálogos y escenas. Seguramente ello tiene que ver con el hecho de que se basa en una obra teatral del poeta y músico Vinícius de Moraes, que es una adaptación del mito de Orfeo al ambiente de carnaval.

Algo que hace fascinante a Oriana (1985) son las diversas películas que pueden descubrirse en ella. El filme por el que Fina Torres ganó la Cámara de Oro en el Festival de Cannes, basado en un cuento de la escritora colombiana Marvel Moreno, relata el recuerdo de la protagonista de lo que sucedió en el fin de su infancia, cuando tuvo su primera experiencia con los misterios del amor. Pero eso se combina con una historia del género del misterio en una casa antigua, llena de ruidos extraños, en la que merodea el que parece ser un fantasma, con un armario que guarda un cofre con pistas y objetos del pasado que son desenterrados. Hay también una relación incestuosa y dos asesinatos, y el lugar común del cine de terror de las fotos con los rostros borrados. Junto con eso están los problemas de las diferencias de sexo, de raza y de clase social, que se conjugan en una crítica del poder patriarcal con referencias a la Venezuela de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1908-1935).
El llamado a recuento pone de manifiesto que algo falta en la vida de la María adulta. Se evidencia igualmente en su rigidez corporal y en la poca expresividad de sus gestos. También en su manera de vestir de mujer casada y de posición acomodada. Pero al entrar en la casa ella comienza a recordar, y a transformarse también, como lo presagian los acordes que suenan cuando cruza el umbral. María sorpresivamente sabe dónde está escondida la llave del piano, puede tocar las notas de una pieza que trató de enseñarle Oriana, y recuerda cuál era el cuarto de la tía, entre otros detalles que se van revelando en su recorrido por la casa.
Abominable es también que Oriana se haya descubierto a sí misma, con sentimientos, una sexualidad y una necesidad de pareja que buscan realizarse en un mundo que estaba bajo dominio masculino. La tiranía se manifiesta en el hecho de que el padre está autorizado a cruzar las barreras infranqueables para la joven. Engendró a Sergio con una mujer desconocida pero de las mismas características que hacían del joven un amor prohibido para Oriana, y lo trajo a vivir con sus hijas legítimas. El retrato que hay en la casa, que lo representa con una banda que lo distingue como jerarca político o militar, vistiendo liquiliqui, un traje típico de Venezuela, redondea la crítica del hombre fuerte: es el que establece con su poder un “orden” político, social y sexual al cual no está sujeto. No se trata, además, de un poder masculino en general, sino el de un hombre en particular, que somete a otros hombres. Sergio, el hijo ilegítimo, lo sufre tanto como Oriana porque su presencia en la hacienda es un capricho. Se hace manifiesto en la secuencia en la que el padre le dispara a una lata que él sostiene en una mano. De esa manera le hace ver que podría matarlo en cualquier momento.
Voula, una niña de once años y su hermano Alexandros, de cinco, que


El director austriaco Billy Wilder, en lo que sería su tercer largometraje americano como realizador, se atrevió con el recién nacido cine negro, en su película Perdición, tomando como punto de partida una novela de James M. Cain, a través de un guion elaborado por Raymond Chandler, y por él mismo. El filme destaca, principalmente, en sus afilados diálogos, por la interpretación de Barbara Stanwyck como una pérfida mujer fatal, que nos atreveríamos a incluir entre las mejores (desde luego, no será por falta de competencia), y también sobresale el largometraje por su fotografía, ese blanco y negro de claroscuros que llega a envolver la obra de una densa áurea, en un tono brumoso de pesadilla, acompañada de un ritmo ágil, seco y preciso, que arranca de la sombra de un hombre con muletas, que se va acercando a la cámara, hasta llegar a engullirla.
Estamos ante la comisión de un asesinato desde su misma concepción, siguiendo los actos de su ejecución y culminando en las consecuencias posteriores. Tres actos perfectamente diferenciados, que se siguen con un largo flashback, interrumpido en ocasiones con la voz en off del protagonista, y algunas imágenes del mismo en el presente. La acción se desarrolla en la ciudad de Los Ángeles, con predominio de dos interiores: el primero, la casa de estilo hispano de Phyllis, con esa escalera que nos separa del deseo, y un salón funcional, en donde las sombras destacan, aunque para ello haya que jugar con cortinas o persianas, dando un aspecto entre lóbrego y tenebroso al lugar; y el segundo interior, la propia compañía de seguros, situada en un edificio, entre dos plantas. En la primera, y rodeando a la que está en el piso inferior, se encuentran los despachos de los más afortunados de la empresa, los que han conseguido un reconocimiento y cierto éxito en su trabajo, y en la planta inferior, sin esconderse como fracasados del sueño americano, aparecen muchos empleados en un decorado con sala única, que recuerda a la oficina de Jack Lemmon en El Apartamento (The Apartament, 1960), también de Billy Wilder y también una compañía de seguros, pero esta vez en Nueva York.
Barbara Stanwyck realiza una interpretación soberbia, dominante, con esa mirada perversa, esa media sonrisa malévola que no esconde ni en los peores momentos, con una tranquilidad frente a las adversidades, propia únicamente de verdaderas arpías, podrida por dentro, como ella misma reconoce, consciente de su poder sexual y de su ambición ilimitada. Mención especial y destacada merece esa horrenda peluca rubia que le endosaron durante toda la película, lo que, además de fría y calculadora, le hace parecer ordinaria. Fred MacMurray solo había actuado en comedias hasta ese momento, pero dentro de un punto de ligereza en la interpretación, concuerda con ese carácter de hombre dominado por su pasión sexual, por sus ambiciones económicas, débil y engañado recurrentemente, aunque pretenda o alguien le diga, Edward G. Robinson concretamente, que es el menos tonto de entre los tontos. Dominada por una tigresa sin escrúpulos, el fetichismo es el que hace saltar la electricidad en un primer momento, esa pulsera que rodea el tobillo de Phyllis, mientras desciende por la escalera con sus tacones, y cubierta con el atuendo con el que rápidamente se ha vestido, tras haber estado ocupando su tiempo con un “baño de sol”. Por su parte, Edward G. Robinson, eficaz y hasta dulce interpretando a un concienzudo empleado que va tras el fraude, tanto con su inteligencia, como con sus estadísticas y sus presentimientos (llámese enanito que lleva dentro). Merece destacarse la relación especial que se establece entre los dos protagonistas masculinos, ese trato de maestro/alumno, y a la vez padre/hijo, relación mostrada con cariño y afecto, que se termina materializando siempre en el encendido de la cerilla con los dedos, aunque en la última escena la habilidad cambie de personaje, mientras a lo lejos escuchamos las sirenas de los coches.
Los diálogos, como ya se ha adelantado, resultan directos, sensuales, atinados y provocativos; sirva como muestra cuando parece que se ha rebasado el límite de velocidad del estado, comparándolo con el rápido acercamiento personal, o se visita a alguien para devolverle el sombrero que no llevamos. E igualmente destacan presagios, como considerar que ya estamos muertos porque no escuchamos nuestras pisadas, o la asociación del asesinato con el olor de la madreselva.
La obra, además de resultar una crítica sobre la búsqueda suprema norteamericana del sexo y el dinero, nos deja reflexionando sobre dónde tienen el cerebro algunos hombres, porque basta con ponerse una pulsera en el tobillo y lanzar cuatro ácidos comentarios para hacer de ellos meros muñecos, y comparsas de caprichos y conveniencias. Parece que estamos ante una película de siempre y para siempre, un entretenimiento repleto de veneno, de vertiginosas acciones que no necesita de ninguna cámara en mano nerviosa para interesarnos y asombrarnos. A pesar de la voz en off de Walter Neff que va salpicando todo el relato, y en consecuencia, narrándonos los acontecimientos desde sus propias sensaciones, temores y miserias, el realizador parece que no siente empatía con ninguno de sus personajes, acaso con el triste jefe de siniestros, y nosotros, como espectadores, tampoco. Quizás, es posible, que a todos nos entre cierto pesar si nos detenemos en esa pobre huérfana, Lola, que se quedó sin madre, le han hecho desaparecer al padre, y ya veremos que pasa con el novio, Nino Zachetti, que por cierto, tiene un nombre de mafioso italiano, que despierta poca confianza.
Existe un mito clave en el pensamiento místico de los aborígenes australianos, el que hace referencia al Tiempo de Sueño. Habla sobre el momento de la creación de la existencia, que procede de una suerte de realidad entre mundos, de donde proceden todas las cosas que, antes de ser en el plano físico, fueron soñadas en este tiempo más allá del tiempo.

Aunque no es, ni mucho menos, el primer western europeo, Por un puñado de dólares sí va a ser el primer gran éxito del género, la primera incursión en él de Sergio Leone, que firmaría, tras este film algo más modesto, una obra maestra tras otra, si exceptuamos la irregular Agáchate, maldito(Giù la testa, 1971): La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), El bueno, el feo y el malo(Il buono, il brutto, i l cattivo, 1966),
Por muy innovadora que pareciera Por un puñado de dólares, la verdad es que buena parte de sus rasgos estilísticos ya los habían ofrecido los grandes directores americanos en sus últimas películas del oeste. Filmes como Centauros del desierto(The Searchers, John Ford, 1956), Forty Guns(Samuel Fuller, 1957), El hombre del Oeste(Man of the West, Anthony Mann, 1958) e incluso Vidas rebeldes (The Misfits, John Huston, 1961) no se encuentran tan lejos del mal llamado spaghetti‑western. Es más, hay un título que resulta fundamental si queremos establecer la genealogía de Por un puñado de dólares; se trata de Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953), un clásico que Akira Kurosawa citaba entre las fuentes de El mercenario(Yojimbo, 1961).
En realidad, Por un puñado de dólareses una suerte de traslación del argumento de El mercenarioa un pueblo de la frontera mexicana llamado San Miguel, donde dos familias, los Baxter y los Rojo, se enfrentan por el control del lugar cuando llega un extraño hombre sin nombre (Clint Eastwood). Se trataba de una relación parecida a la que se estableció entre Los siete samuráis(Shichinin no samurai, Akira Kurosawa, 1954) y Los siete magníficos(The Magnificent Seven, John Sturges, 1960), salvo por el hecho de que Leone no le pidió permiso al gran director japonés, lo que originó un litigio que acabó en los tribunales cuando la película ya se había convertido en un auténtico éxito de taquilla.
uan Gabriel García ha resumido así los ingredientes de los westerns de Leone: intertextualidad, violencia extrema, ausencia de héroes, picaresca, hiperrealismo, fetichismo, música, paisaje e individualismo, entre otras lindezas. Es, desde luego, la receta con la que se ha cocinado Por un puñado de dólares, un cuento terrorífico y alucinado para adultos. En definitiva, se trata de un western italiano rodado en España, que se basa en una película de Kurosawa que adapta, a su vez, una novela de Dashiell Hammett, Cosecha roja. ¿Alguien puede dar más? La respuesta es clara: Leone pudo, pero este fue el principio de una forma nueva de hacer westerns, que el propio Eastwood empleó después en sus películas como actor y director.
Alfred Hitchcock es uno de los directores de cine que más admiro y una de las personalidades que más tiene que ver con mi afición por el cine. Recuerdo bien la serie de programas de televisión Alfred Hitchcock Presenta, en la cual regalaba detalles especiales e íntimos sobre la naturaleza del cine y sobre la forma en que el director se relaciona con los espectadores. Quedé, desde entonces, con la sensación de que los espectadores guardamos una estrecha relación con el cine, que somos muy importantes, ya que nuestra capacidad de interpretación es vital para completar la película y para dar sentido a la misma. He visto una par de veces Psicosis, considerada como una de sus obras maestras, y nunca ha dejado de sorprenderme. Elaborada en blanco y negro, con un presupuesto muy bajo, recibida con poca aclamación por los críticos en sus inicios, pasó a convertirse en un éxito popular, tanto en Estados Unidos como en Europa. Ahora la he visto de nuevo, con la intención de escribir esta crítica, que se constituye en un reencuentro para mí con este director, que me lleva a la intención de recorrer, poco a poco, las obras que me faltan de su extensa filmografía, que estoy seguro, me va a deparar muchos momentos intensos e inolvidables.
Intensa e inolvidable es la experiencia que nos depara Psicosis. Se trata de un recorrido por todos los recovecos del buen cine: el diseño, la actuación, el montaje, el guion, la música, la escenografía, la fotografía, la dirección, el manejo de cámara, la innovación, la historia que se cuenta y la que queda oculta para que el espectador descubra.
Sobre la actuación hay que decir que, debido a la naturaleza misteriosa de la historia y a la forma en que se nos la cuenta, no hay grandes espacios para el protagonismo individual. Janet Leigh, la artista principal, cuya escena de muerte en la ducha es un icono del cine, solo actúa durante una tercera parte de la película; sin embargo, es evidente la maestría que se advierte en su mirada preocupada, en su acosado periplo de carretera bajo la sutil persecución de un carro policial, en sus diálogos llenos de insinuaciones y de pequeñas pistas sobre lo difíciles que son las cosas cuando se anhelan la tranquilidad y la sencillez; en la famosa escena de la ducha, somos testigos del paso desde la momentánea e íntima felicidad y confianza que nos confiere el contacto con el agua tibia y amorosa, hasta la brutalidad y la crueldad de una muerte injusta y atroz. Acá son vitales el diseño, el manejo de la fotografía y de la cámara. La sangre y las manos se convierten en protagonistas de una escena que se vive en buena parte en la mente del espectador, ya que la cámara nos ahorra, no solamente el contacto directo con el cuerpo destrozado por el arma, sino también los gestos del asesino y de la víctima. Anthony Perkins representa al psicótico Norman, dejando ver todo el extenso espectro de personalidades que va desde el amistoso interés y la curiosa inocencia hasta la malicia y la doblez del asesino en serie; pasan por la mente del personaje el enamoramiento, la confianza, la acogida, los celos, los miedos, el fingimiento, la planeación y la improvisación; de todo esto nos damos cuenta a medida que pasa el tiempo y se nos van revelando los detalles de su compleja realidad. Lo interesante es que ya los vamos descubriendo en la actuación misma, a partir de las posiciones corporales, los ojos y las sonrisas de Norman.
Hitchcock juega con lo podríamos llamar la múltiples interpretaciones, las que asumimos como espectadores y las que experimentan los diversos protagonistas que se ven arrastrados, como nosotros, a explicar qué es lo que está pasando. Es un maestro de las hipótesis, que van siendo delineadas a través de la actuación, del guion y de los objetos que él escoge para llamar la atención: Una extraña habitación adornada con pájaros disecados; una misteriosa casa, de aspecto gótico, situada al fondo, en una colina, con una mujer sentada y siempre vigilante, su sombra, se nos dice, insinuada en la ventana; un par de cuadros de pájaros en el muro de la habitación del hotel donde suceden buena parte de los hechos; los números de las habitaciones, sobre los cuales recibimos detalles como si se tratara de claves; las placas de los carros; las cantidades de dinero, sus sumas y sus restas; un motel en perfectas condiciones, sin clientes, abandonado en una carretera secundaria, atendido por un único personaje, que no solamente tiene varias personalidades, sino que lo cuida con esmero, por años y años. Residen, en estos juegos de atención con objetos, algunos de los mayores poderes de este maestro del cine. Y lo logra en buena parte a base de diseños cuidadosos, en los cuales se presta total atención al detalle, que nos lleva a ser observadores curiosos, dispuestos a dejarnos llevar, seguros de que habrá una interpretación inesperada y novedosa, que, a pesar de nuestros esfuerzos y de nuestra perspicacia, nos va a sorprender.
La música apenas se insinúa, como cuando vemos una imagen de un disco de vinilo de la Heroica, de Beethoven, en espera de ser tocado en la casa misteriosa, que nos lleva a escucharla sin que suene. Pero bastan esos chirridos (más que sonidos) de violines, violas y violonchelos que anteceden a los ataques de cuchillo, para que se nos quede la imagen musical de este filme. Como se nos quedan las varias historias que nos cuenta: la de la novia joven y bella que cae atrapada por la ilusión de contar con dinero para casarse o para irse, alternativamente, hacia una isla lejana; la del novio distraído e indiferente que se convierte en atrevido protagonista; o la de la hermosa hermana, que inteligente y decidida, fuerza el desenlace del drama; o la de un desafortunado y bonachón investigador privado que se mete a resolver misterios superiores a sus fuerzas; o la de un fajo de billetes que es la razón de toda esta historia y que, en últimas, para nada cuenta. O la historia que subyace detrás de todo y que se nos relata con lujo de detalles, por cuenta, no tanto del siquiatra que la narra, como por efecto de la socarrona dirección, que se ha divertido inmensamente al contarla y realizar este filme.
Hay obras que traspasan el valor temporal de su existencia y se convierten en símbolos de toda una generación o hasta de lo que su género (o también su medium) puede producir. Obras que, en otras palabras, funcionan en cuanto demostración de lo que se puede llegar a producir una vez se haya analizado el instrumento y se lo haya llevado a cimas que parecían imposibles de alcanzar. Por supuesto, en la totalidad de un universo que se expande y que contiene billones de estrellas, satélites y planetas, lo que un simio sabe hacer para que sus hermanos y hermanas puedan tener cierto placer intelectual poca importancia tiene, y, como siempre se ha sabido, todo es arena y todo se consume hasta la desaparición. Sin embargo, mientras tanto hay que gozar y disfrutar de lo que se nos ofrece entre nosotros, en una especie de auto-imposición de un valor estético (o lo que sea) gracias al cual poder decir “¡qué vida me he pasado!” (para algunos la cuestión no es así sencilla, por supuesto, ya que el grito este funciona sobre todo si nuestro cuerpo no tiene problemas, mientras que parte de nuestra humanidad sí los tiene, y no hay que olvidarse de ella).
Lo paródico, en su sentido de cambiar el aspecto de solemnidad de una situación, conlleva una afirmación de la bondad intrínseca del acto de reconocer (y no solo) la inutilidad de la existencia humana. Se basa, en otras palabras, en una voluntad de cambio de punto de vista, de demolición de aquellos elementos sociales, culturales y políticos que manifestarían una necesidad de sacralizar lo que, efectivamente, solo es un producto del ser humano (y, por esta razón, resultado de un razonamiento por parte de una o más personas que, como todos, tienen que ir al cuarto de baño para producir lo mismo que todos producimos, sin diferencia en lo que al color y al olor se refiere). Se supone también que lo paródico, mezclado con el cinismo y lo grotesco, puede representar un momento de carácter discursivo con el cual demostrar que no solo nuestra vida es inútil en relación con la infinita indiferencia del universo (cuestión cosmológica que derrumba el principio antropocéntrico), sino que las estructuras sociales humanas son, en definitiva, simples juegos infantiles que nos ahondan en una red de interrelaciones imaginarias.
Sebastián Cordero dirigió la película Ratas, ratones y rateros. Fue estrenada en 1999. Es una película que marcó un hito en el cine ecuatoriano, aparte de ser una de las más exhibidas, con más de 135.000 espectadores en los seis meses que se proyectó en los cines del país.

La vida es complicada, parece que una niebla pesada y congestionada cabalga tranquila por el horizonte. Una especie de sabor amargo que recorre la garganta triunfal y se expande, a fuego lento, por cada rincón del cuerpo, simplemente para implantar una idea de pesar, similar a la cadena perpetua.
El director y actor de cine Ben Stiller utiliza esa contienda eterna y tan característica de la existencia entre lo dramático y lo cómico, para trasladar al espectador la idea de que mediante una visión positiva, gracias a la constancia, el tesón y la imaginación, siempre es posible que exista un camino alternativo para alcanzar los objetivos deseados y conseguir ese ansiado final. Desde el principio de su carrera, ha destacado por tener una personalidad cinematográfica única e inconfundible, donde la risa y las situaciones hilarantes se convierten en un personaje más dentro de la trama de sus films.
Ben Stiller regala un film auténtico, real y fácil de ver, puesto que muestra la típica contienda, en la que los protagonistas deben superar unos obstáculos determinados, pero siempre con una perspectiva edulcorada, tierna y simpática, todo para obtener un “happy ending” en todos los ámbitos emocionales. La defensa de la personalidad en un mundo tan aplastante, amores complicados, que se aferran a la vida con puños de hierro, y amistades alborotadas, pero inquebrantables. Una lucha contra vientos y tempestades fastuosos, que queda plasmada en esta cinta de aspecto underground, que desprende por cada uno de sus poros una entidad propia y carismática. Cada primer plano, cada gesto, cada comentario tiene un único propósito: conseguir que el público pueda acariciar cada acontecimiento y sentirlo como propio. Esta cinta rezuma auténticas bocanadas de ternura y realidad, y por ello capta la atención de espectador. Además, con el uso de un vídeo casero en la narración audiovisual de la cinta, Ben Stiller se apodera de todos los sentidos del público y les muestra el lado más humano del film, pues ese aire de documental aporta autenticidad y credibilidad.
Todos y cada uno de los elementos que aparecen en este largometraje están creados para potenciar las palpitaciones de un envoltorio tan fino y natural. Los diálogos, los personajes y los dilemas que se presentan, están al servicio de la idea de conseguir la empatía del público y ofrecerle un clímax y una resolución final impecable, que llegue al corazón. Desde la sencillez de un comienzo tímido, Bocados de realidad es un comienzo de una idea que desemboca en brazos del renovado realismo mágico de
Hay experiencias cinematográficas que van más allá de la simple fruición o del simple goce visual. Efectivamente, hay experiencias que son, de por sí, elementos culturales que forman parte de un continuum social; se reconocen, los que estas experiencias las han vivido, por el hecho de haber sabido extraer del elemento fílmico algo que supera el concepto de narración y que, en consecuencia, crea un diálogo entre espectador y espectáculo. Se supone que en algunos casos el zeitgeist está tan bien atrapado que traspasa los límites de su temporalidad (el cuando de su creación) y sin perder el rumbo de las barreras inquebrantables de su fecha de nacimiento logra abrirse ante las repercusiones singulares que nacen en el momento de ser conquistado por los ojos (en el caso de los filmes, se entiende). Es un elemento cultural, entonces, lo que se presenta en la pantalla (la diminuta, probablemente, la de las televisiones o de algo similar), una “cosa” que logra crear su espacio dentro de lo que resulta ser emblemático de una determinada época y que, al mismo tiempo, se inserta en las ideas sempiternas que se basan en los deseos repetidos de cada uno de nosotros.
Opera prima de Tarantino, en un debut de calidad que nos ofrece una mirada fina del alma delictiva. Reciedumbre opacada por perspectivas individuales afines a carácteres distintivos, se arroja luz sobre la diferencia de un supuesto “mal” con espacio suficiente para albergar matices cercanos al sentir del hombre común.


El poder de hacer de lo oscuro, sombrío, decadente y angustioso, que subyace en el ambiente y aflora en las pasiones humanas, algo hermoso, emocionalmente sutil y visualmente exquisito, de una fuerza atrayente difícil de controlar, es una de las facultades que atesora para sí el cine negro y de la que se ha servido para definir un estilo cargado de significado en forma y contenido.
No obstante, su vida apacible se ve alterada cuando su pasado vuelve para pedirle cuentas. Años antes, un miembro del hampa llamado Whit Sterling le había contratado para encontrar a una bella joven, Katie, que se había escapado de su lado con una gran cantidad de dinero. Cuando finalmente la encuentra en Acapulco, se enamoran mutuamente y deciden fugarse juntos. Pero ella decide volver a los brazos de Whit y Jeff se ve obligado a alejarse y empezar de nuevo. Ahora, Whit reaparece en su vida para proponerle un nuevo encargo, pero, dada la situación, el ex detective no puede evitar pensar que lo que en realidad pretende es vengarse por haberle traicionado al haber huido con Katie en el pasado.
Del mismo modo, la fotografía constituye una de las principales aportaciones que confieren calidad y majestuosidad a este filme noir. Su magistral utilización ayuda a potenciar los rasgos del cine negro que ya enunciamos al principio de esta crítica, y que se concretan en el juego de claroscuros (geniales los planos ambientados en Nueva York), las luces y sombras (a destacar la bellísima parte en Acapulco, donde la luminosidad del exterior contrasta con la ambientación sombría del interior de los cafés) y los primeros planos (irremplazable el rostro de Robert Mitchum capaz de expresar profundas emociones con sólo un gesto, sin duda uno de sus mejores trabajos). Los encuadres incluyen a los paisajes como unos protagonistas más de la historia, ya que describen el entorno en el que se desenvuelven los personajes y reflejan su estado de ánimo así como se erigen en verdaderos marcos pictóricos para cada uno de los planos, como si se tratara de pequeñas y sutiles postales que pretenden dejar en la memoria del espectador la magia de cada escenario.
Existen algunas películas que han alcanzado la gloria cinematográfica, justamente por haber tocado la antítesis de dicho vocablo. Hablamos de aquellos filmes que han pasado a la historia por su alegato contra las guerras, contra las luchas violentas entre seres humanos. Unas contiendas de las que apenas se saben las razones de su inicio y, en numerosas ocasiones, hasta se olvidan las excusas esgrimidas apenas se alcanza la mitad del conflicto. Todas las conflagraciones bélicas, todas y cada una de ellas, resultan abominables y siempre prescindibles. Pero hay una, en particular, que ha pasado a la posteridad por su crueldad, por el número de víctimas, por las masacres que ocasionó. Hablamos de la Primera Guerra Mundial. Se usaron tanques por vez primera, también ametralladoras de gran potencia y aviones destinados al bombardeo. Ambos bandos utilizaron gases venenosos. Una “guerra total” en la que se vieron afectados tanto militares como civiles. El balance del conflicto, en número de pérdidas humanas, fue desolador.


Las adaptaciones de Broadway fueron muy socorridas como cantera del género musical que durante la década del 30, con el descubrimiento del sonoro, floreció con efervescencia en Hollywood. Roberta, de William A. Seiter (1935), es uno de esos musicales que fueron adaptados al cine por la productora RKO con un enorme éxito y que, además de ser un producto bastante logrado y entretenido, nos presenta el mundo de la moda con un fastuoso y atractivo despliegue, tanto así que terminó por darle nombre a una casa de moda italiana. Basada en la novela Vestidos por Roberta, de la conocida poeta feminista Alice Duer Miller.

Rompiendo las olas es la primera obra de la Trilogía del corazón de oro de Lars von Trier. Le seguirían Los idiotas (Idioterne, 1998) y Bailar en la oscuridad (Dancer in the Dark, 2000). En ellas, el realizador indaga sobre la naturaleza de la bondad femenina en ambientes diversos. Tras una primera etapa, volcado con su particular mirada de Europa, y después de una primera aproximación con Medea (1988), en su adaptación para televisión del guion de Carl Theodor Dreyer sobre dicha tragedia griega, el danés pretendía otorgar todo el protagonismo al alma y al corazón de las mujeres. A Von Trier le despertaba enorme interés lo que él consideraba como una de las características de la esencia femenina: la tendencia al extremismo y a la irracionalidad en sus deseos y actos. La contemplaba como un auténtico enigma de difícil comprensión. Y el autor, agarrando con firmeza las palabras de Ifigenia cuando afirma que los dioses solo nos hablan a través de nuestro corazón, intenta modelar tres tragedias de mujeres que llegan al límite en su seguimiento ciego del amor absoluto.


Polanski quedó absolutamente prendado de la novela Rosemary’s Baby, de Ira Levin (en España fatalmente denominada La semilla del diablo), y decidió llevarla de inmediato a la gran pantalla, no sin antes tener ciertas dudas acerca de cómo iba a rodar una obra tan melodramática en la que todo ocurriría en un apartamento cerca de Central Park, pues no quería hacer simple teatro filmado. Tenía en mente a una protagonista joven como era el caso de Jane Fonda, que declinó la oferta porque ya estaba enfundada en el traje espacial de Barbarella (Roger Vadim, 1967), mientras que su mujer, Sharon Tate, era la otra opción más consecuente, pues trabajaron juntos en su anterior película, titulada El baile de los vampiros (Dance of the Vampires, Roman Polanski, 1967). Finalmente apareció Mia Farrow, una joven de apariencia frágil y rasgos similares a los de la protagonista de la novela. Mia consiguió el papel sin grandes dificultades e hizo una de las actuaciones cruciales de toda su carrera, atormentada en parte por un obstinado Polanski en busca del perfeccionismo.


La distinción entre héroes y antihéroes se basa en la presencia o en la ausencia de un código ético o moral al que se refieren los protagonistas a través de sus acciones, unas pautas que nos llevan a (pre)decir lo que están por hacer. Se presenta así una facilidad de lectura en el primer caso (los buenos) y una dificultad de interpretación en el segundo (los no-buenos, lo cual no significa los malos); no se trata, en este último caso, de no saber exactamente lo que podría ser el resultado de una acción, sino que nuestros prejuicios juegan en contra de una capacidad de reconocer los elementos que llevan a cierto preciso desarrollo. Estamos acostumbrados, dicho de otra manera, a una estructura definida, con personajes con características muy bien detalladas, lo cual no nos permite acercarnos fácilmente a un punto de vista nuevo, diferente y, quizás, más humano. Los antihéroes se presentan así como los marginados, los parias de un canon ético y moral al que se ven subyugados los espectadores; pero, verdad es que estos personajes forman parte de nuestro bagaje cultural, como lo demuestran los pícaros y como lo enseña don Quijote, actores estos de una tragedia que, gracias a una mirada cínica, se vuelve comedia (negra o grotesca, puede ser, pero siempre comedia).





En un pueblo sin ley, cercano a la fronteriza Ciudad de Juárez, se encuentra la plantación de Virgil Renchler, un déspota terrateniente que trata a sus empleados con métodos poco ortodoxos. Una noche, mientras un grupo de trabajadores juegan a las cartas y descansan en los barracones de la Hacienda Golden, su capataz Ed Yates y un cómplice Chet Huneker entran en busca del joven Juan Martin. Lo arrastran hacia el granero y le propinan una brutal paliza. Solo Jesús Cisneros, un anciano que considera a Juan como a un hijo, tiene el valor de salir a ver lo que sucede.

Sangre fácil supuso un brillante debut en el largometraje para los hermanos Coen, Joel y Ethan, quienes, desde entonces, han realizado una interesantísima filmografía que se ha dedicado a repasar, pero también a revisar, buena parte de los géneros cinematográficos clásicos. En buena medida, en Sangre fácil aparecen ya prefigurados muchos de los rasgos de estilo que van a convertir a estos hermanos de Minneapolis en dos de los cineastas más respetados de nuestro tiempo. Aunque no es una película perfecta, su factura es casi impecable para tratarse de una opera prima. Como afirma Imanol Uribe, en Sangre fácil “está encerrada toda su filmografía”.
El uso de la voz en off al principio de la película es un recurso habitual en el cine negro clásico, pero también recuerda a uno de los mejores títulos de los Coen, El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998). Además, toda la parte del detective con las fotos de los amantes se parece mucho al comienzo de Chinatown (Roman Polanski, 1974). Toda la película recrea un ambiente bastante sórdido en Texas: el club de striptease del marido (Dan Hedaya), el motel al que acuden los amantes y, sobre todo, la siniestra aparición de un perturbador detective que va vestido de amarillo y lleva siempre un sombrero de cowboy, Loren Visser. En principio, se trata de un personaje secundario, pero se apodera de toda la película gracias a la magnífica interpretación de M. Emmet Walsh, uno de esos grandes secundarios que, en este caso concreto, recuerda mucho al capitán Hank Quinlan que interpretaba Orson Welles en Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958).
Los personajes de Sangre fácil son todos unos perdedores. Ya hemos mencionado al marido y al detective corrupto, pero los auténticos protagonistas son la pareja formada por Abby (Frances McDormand) y Ray (John Getz). Se trata, en realidad, de una historia de adulterio y venganza que acaba descontrolándose. Cierta noción de fatalismo impregna todo el conjunto, ya que parece que va a resultar imposible que los personajes huyan del mundo cerrado en el que viven. La película causa, en ese sentido, cierto efecto claustrofóbico, ya que los amplios paisajes de Texas quedan reducidos a lugares muy determinados. Es curioso, porque la película se vendió como un film de crímenes pero para cines de arte y ensayo, sobre todo por el ritmo, que se recrea mucho en los detalles y en transiciones virtuosas que toman como pretexto ciertos objetos, como los ventiladores, que nos alertan del calor sofocante.
Los hermanos Coen, que en esta primera película ya se rodean de algunos de sus colaboradores más fieles, como la actriz Frances McDormand (casada con Joel desde este rodaje), el director de fotografía (y después director de películas comerciales) Barry Sonnenfeld o el compositor Carter Burwell, quien, por cierto, en la partitura de Sangre fácil parece homenajear la de John Carpenter en La noche de Halloween (Halloween, 1978), manejan muy bien los tiempos y los espacios y le sacan mucho partido a los objetos. Así, por ejemplo, la ventana de la casa de Ray les sirve para realizar algunas de las mejores transiciones del film, del mismo modo en que objetos como la pistola de Abby y el encendedor del detective se convierten en cruciales en el desarrollo argumental. El teléfono, sin ir más lejos, se presenta siempre como una amenaza. Otro detalle curioso es que Ray vive en una calle sin salida, lo que obliga a todos a dar la vuelta con el coche cuando se van de la casa.
Sin duda, una de las escenas más recordadas es la de la muerte del marido, ya que en ella asistimos a uno de los episodios que mejor reflejan el humor negro, en realidad macabro, que convierte Sangre fácil en un título tan apreciado hoy en día. Que matar a una persona no es fácil ya habíamos tenido ocasión de comprobarlo en Cortina rasgada (Torn Curtain, Alfred Hitchcock, 1966), pero, como suelen hacer siempre, los hermanos Coen le dan una vuelta de tuerca a esa situación.
En definitiva, pocos debuts cinematográficos ha habido tan brillantes como este de los hermanos Coen con Sangre fácil, que, por cierto, debe su título a una cita de la novela Cosecha roja, de Dashiell Hammett. Toda la película se plantea, en realidad, como un problema de falta de comunicación, lo que conduce a las situaciones más absurdas y extremas. Como curiosidad, cabría señalar, para terminar, que el realizador chino Zhang Yimou hizo un remake de esta película titulado Una mujer, una pistola y una tienda de fideos chinos (San qiang pai an jing qi, 2009), pero no tiene demasiado que ver con el original, salvo por utilizar la misma premisa argumental.
Los extraterrestres han formado (y siguen formando) parte de nuestra cultura. Así es, una frase tan sencilla que poco espacio deja para que sea rechazada porque, al fin y al cabo, de lo que aquí se trata es del concepto de alienígeno (de los OVNIS, de los que vienen desde afuera), una idea que se construye en la narración cultural humana. Creo que (falso, no lo creo, simplemente lo sé) el hereje Giordano Bruno hablaba de los diferentes y muchos planetas de este universo y de cómo en cada tierra más allá de nuestro horizonte nocturno se rige una civilización con sus usi e costumi (el italiano es mío, quizás así lo utilizara el meridional) que bien pueden ser diferentes de los nuestros, hasta tener que hablar de mundos (efectivamente) inconmensurables. Por supuesto, la cuestión se vuelve a veces mucho menos filosófica (y por ende, cuando se filosofa bien, lógica y racional) y se inserta en la idea (absurda) de que allá, en el área número 51 de los Estados Unidos, se esconde una verdad que la mayoría de los hombres no puede (ni debe) conocer. ¡Ay, el poder de los que rigen el mundo desde la oscuridad!
Extraña es la lista de mejores películas de la historia del cine que no incluye Sed de mal, el último trabajo que Orson Welles consiguió realizar para un gran estudio de Hollywood, la Universal. Ya sabemos que todo en Welles tiende al exceso, y Sed de mal es un buen ejemplo de ello. Pocas películas tienen tanta trastienda como esta peculiar adaptación de la novela de Whit Masterson (pseudónimo de Robert Wade y Bill Millar) Badge of Evil, que, sin embargo, se ha convertido por mérito propio en una de las grandes referencias dentro de la filmografía de Welles.
La primera escena, un prolongado plano‑secuencia de tres minutos que presenta al matrimonio Vargas (Charlton Heston y Janet Leigh) cruzando la frontera en Los Robles y concluye con una explosión, se estudia en todas las escuelas de cine como ejemplo de planificación y composición. A partir de aquí, se plantea un caso con problemas de jurisdicción, ya que la bomba se había colocado en México pero estalló en Estados Unidos. Eso provoca ciertos roces entre el capitán Hank Quinlan (Orson Welles) y Mike Vargas, un alto funcionario antidrogas mexicano. Al final, el caso es lo de menos, lo que importa es el enfrentamiento entre Quinlan y Vargas.
Curiosamente, Welles llegó a dirigir el proyecto gracias a Heston. En principio, el productor había pensado en Welles como actor, pero Heston entendió que también iba a dirigir la película, y precisamente por eso aceptó, lo que llevó a los ejecutivos de la Universal a ofrecerle la película a Welles, que aceptó dirigirla si podía reescribir el guion. Welles no trabajó directamente sobre la novela de Masterson, sino sobre el guion de Monash ya escrito, y cambió algunas cosas, como, por ejemplo, la localización.
Welles consigue transformar un thriller bastante convencional en una de las piezas clave del género negro. De hecho, para muchos críticos y cineastas, como Paul Schrader, Sed de mal supuso la última gran película del cine negro clásico, algo así como el epitafio de una forma de hacer cine que había comenzado con El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941). Desde entonces, ya solo podemos hablar de neo noir, y, más recientemente, de neo neo noir.
Sed de mal es una película de personaje, y quien se lleva el gato al agua es el propio Orson Welles con su interpretación de Harry Quinlan, un policía de métodos expeditivos que no duda en falsificar pruebas para encerrar a quien considera culpable. Todo lo demás está puesto al servicio de este personaje, aunque en la galería de secundarios destaquen interpretaciones memorables, empezando por la de Joseph Calleia, que da vida al ayudante de Quinlan, el sargento Pete Menzies; o la de Marlene Dietrich, que se convierte en Tanya, la gitana de acento alemán que regenta un local de dudosa reputación en el lado mexicano de la frontera y con la que Quinlan mantuvo una relación en el pasado. Ahora bien, si hay un personaje que llama mucho la atención, ese es el que interpreta Dennis Weaver, ya que supone un claro antecedente de Norman Bates.
El uso de determinados planos provoca en el espectador desasosiego e incomodidad, sobre todo en determinados momentos. Welles utiliza magistralmente los objetos para construir la trama. Así, los cartuchos de dinamita o el bastón de Quinlan juegan un papel esencial para la progresión del argumento. La música de Henry Mancini es magnífica, pero nunca suena en off, sino que es diegética, esto es, la escuchamos a través de objetos que aparecen en escena: radios, altavoces, instrumentos musicales…
Sed de mal se rodó entre el 18 de febrero y el 2 de abril de 1957. Aunque Welles quería rodar en Tijuana, era inviable por cuestiones de producción, así que finalmente se rodó en Venice. A Welles lo despidieron en junio, así que apenas pudo participar en la fase de montaje y postproducción. Había un primer montaje de 108 minutos que se desestimó tras realizar una preview. La versión que se estrenó tenía una duración de 93 minutos y no tuvo demasiado éxito. Provocó el enfado de Welles, que se despachó con una memoria de 58 páginas en la que indicaba los cambios que debían realizarse. Solo en 1975 empezó a distribuirse la versión de 108 minutos, y en 1998 se realizó un último montaje que seguía las directrices señaladas por Welles en su memorando. En realidad, cualquiera de las tres versiones demuestra la genialidad de Welles, y el propio hecho de que existan esas tres versiones, ninguna de ellas supervisada por el director, es otra característica más de su cine, que no siempre llegaba a buen puerto.
No sabemos si este artículo cerrará una trilogía sobre el horror bélico centrado en la Primera Guerra Mundial. Tras acercarnos en los dos números anteriores de la revista a las excelentes obras 


Un grupo de judíos violentos y vengativos tendía una emboscada a todos los altos cargos del Tercer Reich en un cine francés en la que fuera la escena más memorable de
Es muy cómodo mirar desde la distancia, porque, por aquel entonces no estaba la cosa para bromas. Mientras que en Europa cundían los bombardeos, las expropiaciones y los campos de concentración, Hollywood estrenaba Ser o no ser, poco después de la incorporación de Estados Unidos al frente aliado. Si aún hoy se estilan tímidos reproches de los defensores de la corrección política para según qué películas, Lubitsch debió de tenerlo negro para parodiar una ideología, hoy unánimemente condenable, que siempre connota una cuota de obligado respeto (las víctimas). Y aquí llamábamos valiente a Berlanga por dirigir La vaquilla (1985) casi 50 años después de la Guerra Civil Española (eso sí, la herida ibérica no termina de cicatrizar).
Aunque reírse de sus propios compatriotas no parecía el principal objeto de Lubitsch. A modo de colofón para una dilatada carrera, ilustrativa de un «toque» del que se ha escrito y hablado hasta la saciedad, Ser o no ser se erige como artefacto modélico y combinatorio de dos grandes hitos de la Historia del Cine: reconoce la relevancia del teatro como ingrediente primitivo e indispensable, anterior al desarrollo de un lenguaje cinematográfico
El cinismo que emana del tratamiento del conflicto bélico contrasta con el humor blanco que empapa las relaciones entre los personajes. Mucho antes de que la escatología se instalara en la comedia moderna en calidad de dogma y bajo esa inmediata influencia del slapstick del cine mudo y los hermanos Marx, Lubitsch diseñaba la carcajada desde una ingeniosa dominancia verbal. Los escasos gags físicos (únicamente dispuestos por barbas y bigotes postizos) se diluyen entre tanta sagacidad dialogada —descacharrante si incluye al menos un nazi—
Lo más curioso de Ser o no ser es que no guarda lugar para la empatía hacia las víctimas de la barbarie. ¡Ojo¡ Que no está en contra, tan solo obvia la dimensión del damnificado más palmaria; en su lugar, y volviendo a la deriva teatral, se insta a la misericordia hacia el oficio del actor que, lejos de la fastuosidad de la puesta en escena del Hollywood de la Edad de Oro (aquí algo más potente en los interiores que en unos exteriores de estudio, meramente contextualizadores), ha sido secuestrado de la gloria del star system y pateado a la calle (todo condensado en el monólogo redentor con el que un actor secundario emula al Shylock de El mercader de Venecia). El fracaso es un temor que siempre nos tocará muy de cerca. Si bien el desenlace de esta cinta recuerda al de Malditos bastardos, su trascendencia en la actualidad no terminaría ahí: se anticipó, incluso, a la idea contenida en los hechos reales que narraría
Revisión de esta intrigante obra de culto a 30 años de su estreno; nos retrotrae en el tiempo a un interesante policial de final impredecible, con una pareja de detectives asociada en el combate a un asesino serial devenido “predicador”, pretencioso ejemplo “elegido” para “liberar” a la humanidad.


En este 2016 se celebran dos efemérides que comparten el recuerdo de un movimiento en la trinchera al que el tiempo le ha otorgado su debida importancia. Sid y Nancy, tercer trabajo de Alex Cox, cumple el treinta aniversario de su estreno, por lo que algunos cines británicos han decidido rendirle el mejor de los homenajes con su reestreno, que en estos momentos puede disfrutarse. Esta gratificante sorpresa viene de la mano de la celebración de la cuarentena del nacimiento del punk, tendencia cultural que tuvo su explosión inicial en el barrio del Soho, en el Londres de 1976, tras el verano más caluroso que los londinenses recuerdan. La ciudad ardía a ritmo de pogo y desinhibición nihilista. El polvorín liderado por los Sex Pistols fue fugaz y se expandió vertiginosamente por una Gran Bretaña que no pudo comprender en aquel instante trascendental, qué se escondía tras la irreverencia de sus integrantes y su corrosivo e impúdico lenguaje, en un momento en que pronunciar la palabra de cuatro letras fuck en un medio televisivo suponía un hecho más que execrable. Esta rebelión antisistema pronto cruzaría las fronteras, asentándose en otras grandes ciudades como en el Lower East de Manhattan o en los suburbios parisinos. Los Sex Pistols, víctimas de la censura, protagonizaron grandes escándalos, a la vez que compartían espacio en los diarios británicos más importantes, junto a noticias de primer calado y preocupación social como la determinación de James Callaghan, (debido a la influencia americana en la economía anglosajona) de crear un paquete de medidas que supuso la congelación de salarios y recortes en los presupuestos públicos. Aquel “nuevo culto pop” llamando punk fue un revulsivo frente al sistema de una sociedad con un altísimo índice de paro y grandes dificultades de integración para los adolescentes, a los que se les quería vender la felicidad impostada del mundo moderno, basada en un acelerado ritmo del crecimiento tecnológico, remplazante de la calidad de vida.
Existieron buenos tiempos para los Sex Pistols, pero cuando Alex Cox rodó el biopic de Sid Vicious y Nancy Spungen, la pareja más emblemática del punk, tan solo siete años después de la muerte de ambos, apostó por sumergirse en las profundidades de la intimidad de los maltrechos protagonistas, para rescatar el trasfondo de una relación de amor suicida y de terror. Las interpretaciones de Gary Oldman y Chloe Webb son tan brillantes que Sid and Nancy regresan de nuevo a la vida. El film se inicia cuando Sid es arrestado por la policía de Nueva York, sospechoso del asesinato de su novia. En los interrogatorios posteriores, Sid nos traslada con su relato al momento en que conoce a Nancy, como punto de inflexión en el que su rumbo cambiará para siempre, sin posibilidad de retorno. Cox construye todo el film alrededor de ellos, aunque existe un retrato evidente del clima en el que se encuentra la mítica banda de punk y con esta intención narra retazos de alguno de sus pasajes más memorables en Londres, como fue la actuación de la banda, navegando por el Támesis, al ritmo de God Save the Queen a pocas horas de la celebración del jubileo de plata de la reina Isabel II. Todo el auge mediático y personal conseguido llegará a su fin con la gira de la banda por los Estados Unidos y la desvinculación de Sid de Sex Pistols. Tras haber recorrido el entorno y circunstancias de la pareja, el film se centra de forma incisiva en el infierno en el que ambos se hallan durante sus últimos días juntos e introduce una tercera protagonista que se convierte en el epicentro que une como nunca, a la vez que aleja, a Sid y Nancy: la heroína. Aquí da comienzo el final del sueño punk.
Nancy era una exprostituta mal educada que nadie podía soportar, ni tan siquiera su propia familia. Llega a Londres cargada de heroína en las venas y en la maleta. Ella es el descalabro más importante en la vida de Sid. Él es un yonqui emocional que, a pesar de todo, ve en aquella groupie fanática el apoyo incondicional que nunca tuvo. La temprana pérdida de su padre y la educación por parte de una madre demasiado extravagante y despreocupada contribuyeron a que Sid nunca llegara a plantar los pies en el suelo. Cuando el hoyo horadado entre ambos llegó al centro mismo de la Tierra y allí conocieron qué era el Averno, del mismo subsuelo emergieron fantasías suicidas que sobrevolaron, cada vez con más frecuencia, su pequeña habitación del hotel Chelsea. Es en ese lúgubre espacio, convertido en un nicho de podredumbre y narcóticos, donde el realizador inglés introduce sus manos para remover las vísceras más ocultas de la pareja. La narración está basada en el desenlace propuesto por la investigación oficial. La muerte de Nancy quedó llena de interrogantes susceptibles de albergar teorías alternativas. La investigación se cerró porque, en definitiva, qué trascendencia podría tener la muerte de una yonqui problemática, novia de un músico desahuciado, también adicto a la heroína. Ellos, en definitiva, pertenecían a esa escoria generada por el sistema que sobrevivía dentro del hábitat caótico de la cloaca de Nueva York, de la misma que quería salir el alienado Travis Bickle. Aquellos intentos por dilucidar qué ocurrió aquella noche, dieron lugar, muchos años después, a un plano documental llamado Who Killed Nancy? (Alan G.Parker, 2009), que cuenta con los testimonios de los testigos supervivientes de aquella oscura época.
La película comienza en un aula de enseñanza de Alemania, repleta de jóvenes. Apenas dieciocho años. El profesor les arenga para comprometerse con la patria, para alistarse en el ejército y participar en la guerra que acaba de estallar, para dar el paso de entrada a la gloria. Estamos en 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial, esa contienda bélica que acalló a demasiado iluso y llevó a la tumba a una ingente cantidad de seres humanos, muchos de los cuales iniciaron confiados el camino que conducía hacia la nada.


Nunca es fácil adaptar un libro a un medio audiovisual. La facilidad que dan las páginas para describir personajes y hasta sus pensamientos no siempre se traduce bien a la pantalla. La novela testimonio de Javier Cercas, Soldados de Salamina, presenta tanto ficción como hechos históricos a la vez, narrados en primera persona. ¿Cómo traducir eso a la pantalla? Pues fue el director y libretista español David Trueba el que asumió el reto. Así nace Soldados de Salamina (2003), la tercera cinta dirigida por Trueba, que atrapó a los espectadores en esta historia que mezcla la Guerra Civil Española y la búsqueda de “los amigos del bosque”, un grupo de personas que dieron refugio al escritor Rafael Sánchez Mazas, miembro fundador del partido Falange Española.


Estamos ante la segunda película del director austriaco Fritz Lang en su etapa americana. Solo se vive una vez es considerada como la segunda obra de la triología social del realizador, tras Furia (Fury, 1936), y antes de You and me (1938). Nos situamos en una historia de amor, de deseo, de incomprensión, de ceguera, de frustraciones y de fatalidad. Los guionistas se basaron, en parte, en la historia de los famosos criminales Bonnie y Clyde, que a principios de la década de los treinta fueron considerados “enemigos públicos” por la ola de robos y crímenes que dejaron tras de sí. El filme se sitúa en una época muy cercana a la grave depresión sufrida en Estados Unidos tras la crisis derivada de la quiebra de la bolsa de Nueva York en 1929. Un contexto social de pobreza y desempleo envuelto en un clima de desconfianza ante instituciones del estado, dudándose incluso de su verdadero carácter democrático. Una situación que arrastró a gran parte de la población a una lucha descarnada contra la pobreza y el hambre.


Adam J. Niles es un reconocido escritor soltero y socarrón, cuyo irónico destino lo lleva a vivir en una conservadora y rancia comunidad del Valle de San Fernando, California. Liberal y moderno, Adam ha pasado más de diez años viviendo en Europa, por lo que sus influencias conductuales del Viejo Mundo lo han convertido en la persona menos indicada para ocupar un lugar en la idílica comunidad familiar de Villas Paraíso. El residencial es el epítome de la sociedad norteamericana de los años 50, a medio camino entre la modernidad que significó el desarrollo tecnológico y la tradición, en forma de una casta o castrante moralidad. No obstante, para Mr. Niles es la única opción, ya que su gerente de negocios lo ha engañado, huyendo con todo su dinero, dejándole solamente una enorme deuda con el IRS -una enorme compañía doméstica-, según refiere su publicista Austin Parsley. El estado norteamericano lo busca por fraude, por lo que se han esfumado todos sus proyectos para continuar su serie de libros de costumbres Cómo se vive en…. Solo le queda esta oportunidad, la última, una propuesta de su publicista para hacer un libro sobre las costumbres del americano promedio titulado Cómo viven los americanos.

El 2 de marzo de 1965, se estrenaba en Estados Unidos The Sound of Music. Sonrisas y lágrimas como se le conoció en España, o La novicia rebelde como se le llamó en América Latina. La película se convirtió sin mayor inconvenientes en la más taquillera de ese año y, en el transcurso de 1966, pasaba a ser la de mayor recaudación hasta ese momento en la historia del cine, superando a Lo que el viento se llevó.

El lenguaje cinematográfico ofrece, como en ningún otro arte, la oportunidad de entregarse al juego de la sugestión, de lo posible y lo oculto, de aventurarnos a pensar que algo podría o puede ocurrir sin tener pruebas directas de ello, el juego de hacernos creer si …, de facilitar información por el discurrir de las insinuaciones indirectas, de mostrar parcialmente, seducir mediante la interrogación y la incógnita y poner a trabajar a tiempo completo a nuestra imaginación. Esto puede ofrecerlo el lenguaje del cine, precisamente, por tener en la imagen su más alta expresión, y la imagen, sabemos, es selectiva y cargada de significado, por lo que es posible jugar con ese significado, alterarlo y crear otro nuevo en otro juego de superposiciones, fruto de un buen montaje. Lo sabemos, del mismo modo que sabemos que el maestro por excelencia de trabajar la sugestión, con la misma técnica y refinamiento que Miguel Ángel el mármol de Carrara, es y siempre será Alfred Hitchcock.
El argumento es sencillo, pero no por eso menos rico e interesante. Johnny Asgarth (Cary Grant) es un vividor que sólo se preocupa por aprovecharse de los demás para seguir disfrutando de los placeres de la vida, haciendo uso de su atractivo físico y sus dotes de encanto, lo que se conoce como un “playboy” modélico, un seductor egocéntrico que consigue atraer a las demás personas en su propio beneficio. Un día, casualmente, en un tren conoce a una bella joven, Lina (Joan Fontaine), de la que su padre piensa que nunca llegará a casarse. La atracción surge entre ambos, rápidamente. Él, atrapado por su belleza, y ella, por la posibilidad de desafiar a su progenitor en un acto de reafirmación que demuestre su capacidad de contraer matrimonio. La boda se celebra poco tiempo después y lo que parece que va a ser el inicio de una feliz vida conyugal se ve completamente alterado por una ligera sospecha, la sombra de una duda que se apoderará de la mente de Lina, hasta la angustia y desesperación: la idea de que su reciente marido quiera matarla para cobrar una cuantiosa suma y quedarse con su fortuna.
A partir de aquí, la duda, la intriga y la sugestión se apoderarán de cada fotograma y cada plano, impulsando al observador a creer y pensar como Lina, convenciéndose de que su marido prepara lo peor para ella. De hecho, uno de los mayores logros del filme es esa habilidad y maestría de Hitchcock por hacer ver al espectador con los ojos de sus protagonistas la historia narrada, en este caso nos sumergimos en la mente de Lina, vemos con sus ojos aquello que cree que ocurre a su alrededor, pensamos y creemos que de verdad su vida está amenazada, nos sentimos inmersos en una espiral de desconfianza creciente, transformada en obsesiva sospecha, sin que, y he aquí lo mejor, nada nos confirme clara y rotundamente que, en efecto, Johnny pretende lo que parece pretender.
Entre los recursos para crear el ambiente de duda y misterio tan característicos del filme, el maestro inglés utiliza los habituales contrastes entre luces y sombras, aprendidos de su estancia como cineasta en Alemania, en los estudios UFA, una música adaptada al contexto y filigranas estilísticas e ingeniosas de entre las que resalta. por encima de todas, la ocurrencia de introducir una bombilla encendida dentro del vaso de leche ¿envenenado? que Cary Grant está subiendo por la escalera para llevárselo a su esposa, una imagen icónica para la memoria cinematográfica, en la que desde la parte superior de la escalera se vislumbra una negra silueta con un brillante vaso en la bandeja que porta en la mano y que resulta ser, por su efecto resplandeciente, el centro obligado de nuestra atención, como si Hitchcock dijera “mirad, fijaos en el vaso, brilla y… utilizad la imaginación”, sencillamente magistral.
Entre los aspectos que mayor controversia han ocasionado, está la imposición de un final “adecuado” a la necesidad de no presentar a Cary Grant como un criminal evidente, cuando había destacado por papeles simpáticos dentro de la dulce comedia romántica y fresca de los años treinta. En lugar del desenlace pensado por el director británico, el cual consistía en la confesión de Johnnie a su esposa de haberla envenenado, éste cumpliría la última voluntad de ella de enviar una carta, en la que se explicaba paso a paso el plan seguido por su marido, de manera que tirando la carta al buzón, estaría al mismo tiempo firmando su propia sentencia. En lugar de este final, como decimos, se optó por dejar la sugerencia, la posibilidad, de que Johnnie pudiera haber planeado realmente el asesinato de su esposa o, por el contrario, todo habría sido fruto de la imaginación de ella y de un conjunto de acciones malinterpretadas.
Una cuestión diferente, quizás, era la que se presentaba a los ojos de los espectadores en los primeros años del nuevo milenio. Diferente, por supuesto, de la de ahora, en la que la presencia de los héroes con superpoderes va más allá del simple valor sociocultural y abre paso a un sinfín de productos dentro de los bordes de un universo (y a veces de los multiversos) como el de Marvel o el de DC. El hombre araña de Raimi, entonces, llegaba a nuestras pantallas como un filme que no tenía como objetivo dar a luz a una estructura compleja, sino que, obviamente, prefería presentar un cuento que pudiera ser el comienzo de una serie que se abría y cerraba dentro de sí misma. O, en palabras más llanas, la criatura del director de Evil Dead era una apuesta, un “vamos a ver qué pasa” si les permitimos a los espectadores acercarse al mundo de uno de los superhéroes más famosos, todo esto dentro de aquella protohistoria (o prehistoria) del mundo de los cómics en el cine, en la que navegaban las películas de Batman, de Superman y de los mutantes de Marvel (si bien tenían un solo filme, en aquel 2002).
La creación de los malos supone un reto al saber si, efectivamente, van a ser los más ajustados a la figura del héroe (o protagonista principal). Si vamos a los orígenes de la cultura occidental (o hasta mundial, ¿por qué no?, humana), en la epopeya de los griegos el príncipe de Ilión se presentaba sí como el “enemigo”, sin embargo su figura era también la de un personaje trágico que bien iba a ser el alter ego de Aquiles. Y es también el malo, efectivamente, quien logra darle a una obra (no todas, por supuesto, porque no siempre estamos ante una lucha entre dos enemigos) la posibilidad de ser o no aceptada por el público, ya que según el tipo que se cree será posible decir si efectivamente nuestro héroe tiene o no un verdadero desafío. Crear a alguien que simplemente quiere conquistar el mundo no tiene mucho sentido, ya que la motivación parece carecer de profundidad y, por supuesto, el resultado final no puede ser sino superficial, por lo menos desde un punto de vista psicológico. Algo que, que quede claro, puede funcionar en las obras para niños, que se basan en los arquetipos y no necesitan más análisis, pero que no nos satisfacen cuando de obras más complejas (¿adultas?) hablamos.
Hay obras que no son apreciadas por el público. Es como si algo faltara y, después de unos buenos momentos iniciales, el resultado final cayera en una cueva de la que nunca podrá salir. No se habla tanto de odio, sino de decepción, de aquella falta de amor que los productos cinematográficos requieren para que el disfrute sea completo. O, quizás, más que amor sería correcto hablar de permitirles a los espectadores pasar unas horas con cierta tranquilidad, siguiendo las aventuras de los protagonistas y así olvidar, tan solo por un diminuto rato, los problemas de la vida real. Y, efectivamente, habría que preguntarse por qué seguimos viendo lo que el mundo de las imágenes en movimiento nos propone, ya que la estrategia narrativa de la mayoría de los productos sigue siendo la misma: ¿acaso nos gusta revivir las mismas estructuras, los mismos desafíos, las mismas conclusiones? Por supuesto que si se produce algo dentro de un género muy conservador es verdad también que las posibilidades de cambio radical son casi nulas, lo cual implica que es posible ver un derrumbe de la calidad de lo que fue, antes, algo que nos había fascinado.
Formar parte de una serie implica que el objeto de discusión tenga cierto tipo de relación con lo que lo que se sitúa a su alrededor. Esta relación tiene sentido, entonces, si vamos a controlar la estructura global de la obra, como si los diferentes episodios (piezas) que se entremezclan según un orden lógico (sobre el tablero) necesitaran un análisis en tanto fragmento de algo más grande; no nos extrañaría, entonces, rechazar una crítica a un capítulo de un libro ya que, si nos concentramos solamente en una porción, perderíamos el sentido de la estructura completa. Para salir de este impasse tendríamos que afirmar la necesidad de tener una visión completa, so pena de no querer hacer un análisis diferente, sui generis, como puede ser el técnico, en el cual nos concentramos sobre un trozo, porque es allí que se encuentra lo que nos interesa (cómo se hace un final, por ejemplo, o cómo se construye el principio de una historia). Diferente, sin embargo, es la cuestión de la serie, ya que si cada capítulo (entendido aquí como entrega) es parte de una arquitectura superior, esto no nos impide estudiar sus partes en tanto producto en sí.


Desde un punto de vista cinematográfico, La amenaza fantasma es la peor de las seis películas de Star Wars, pero eso no quiere decir que sea mala, ni mucho menos, tan solo que está por debajo del nivel conseguido en la trilogía original y en el magnífico episodio que enlaza una con otra, La venganza de los Sith. Ahora bien, eso no importa demasiado, porque, cuando La amenaza fantasma llegó a las pantallas españolas en el verano de 1999 –en Estados Unidos se estrenó en mayo–, los espectadores pudieron vivir un momento único, ya que Lucas tuvo la habilidad de utilizar el mismo esquema argumental que había empleado en la película de 1977 y eso permitió reencontrar a viejos personajes y lugares, pero también conocer otras geografías que únicamente habíamos visto y leído en los cómics, novelas y videojuegos.
Sin duda, lo mejor de La amenaza fantasma era la oportunidad que nos daba de regresar a Tatooine y de conocer, por fin, Coruscant, la capital de la República Galáctica, el planeta‑ciudad en el que se encuentra el famoso Consejo Jedi y el Senado. Además, nos descubría un nuevo mundo, Naboo, del que era originario el senador Palpatine (Ian McDiarmid, uno de los pocos actores, junto a Anthony Daniels y Kenny Baker, que han saltado de una trilogía a otra). Aparece un Anakin Skywalker todavía niño (Jake Lloyd), y dos jedis que cobran especial protagonismo, el maestro Qui-Gon Jinn (Liam Neeson) y su padawan, Obi-Wan Kenobi (Ewan Mc Gregor). Por primera vez, además, vemos a un Lord Sith de carne y hueso, el inquietante Darth Maul (interpretado por el actor Ray Park, especialista en artes marciales). Y, aunque salgan en la película Yoda (a quien le pone voz Frank Oz) y Mace Windu (Samuel L. Jackson), me atrevo a afirmar que es aquí donde se empieza a forjar la leyenda del más poderoso de los jedis, que no es Anakin Skywalker, como cabría pensar, sino Obi-Wan Kenobi, y, si no están de acuerdo, sigan de cerca su evolución en los próximos episodios. Kenobi es lo que podría haber sido Anakin de haber comenzado su adiestramiento más temprano.
No haría falta subrayar que toda la película está repleta de guiños que apuntan hacia el mesianismo de Anakin, desde la profecía del Elegido (aquel que ha de devolver el equilibrio a la Fuerza) hasta su alto índice de midiclorianos, por no hablar de su misteriosa concepción. Como ocurría en Star Wars, Lucas deja al descubierto sus referentes: las carreras de vainas en Tatooine parecen un remedo de las carreras de cuádrigas en Ben‑Hur (William Wyler, 1959), mientras que los duelos con sable láser recuerdan a las películas de samuráis; de la misma forma, las batallas espaciales siguen la pauta de las películas sobre la Segunda Guerra Mundial y todo destila cierto aire de western intergaláctico. Porque, al fin y al cabo, Star Wars es, entre otras muchas cosas, la declaración de amor de Lucas al cine.
La inagotable exploración de la multidimensionalidad humana ha llevado a científicos de todas las épocas y disciplinas, a profundizar en el conocimiento de la biología y la psicología hasta los linderos del microcosmos tisular y el macrocosmos emocional, sin embargo, los vasos comunicantes que alimentan recíprocamente la esfera psíquica y la biológica, han quedado en el terreno de los filósofos y los artistas. En este terreno en particular, el caso de David Cronenberg encarna al artista-científico, que, sin reserva alguna, abre la caja de Pandora hacia una exploración libre de las dimensiones biológica y psicológica y de la fuerza que las amalgama, la energía sexual.

A pesar de tener cuarenta y un años de haber sido filmado, Sunday Bloody Sunday, film del director británico John Schlesinger, no ha perdido su vigencia; por el contrario, actualmente es utilizada en las aulas con fines didácticos como una forma pedagógica de naturalizar el sexo. En la actualidad hay un sinfín de películas que tratan estas temáticas con escenas no tan veladas como en Sunday Bloody Sunday; sin embargo, aquí los diálogos son actuales, siguen siendo crudos y perturbadores, de gran realismo y profundidad al referir la complejidad de las relaciones humanas. Innovadora en su época, considerada “maldita” por el lugar y momento histórico-social en que fue realizada, la película de Schlesinger continúa siendo un referente obligado al hablar de la diversidad sexual.
Hay que tener en cuenta que al inicio de la década, la homosexualidad era aun considerada como una enfermedad hasta 1973, cuando la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) la excluyó de los trastornos psicológicos. La película no la trata como tema principal, sin embargo, la naturaliza y la plantea como parte de la condición humana: desmitifica un tema considerado tabú, al romper paradigmas, poniendo en escena a actores varoniles interpretando a homosexuales masculinos que intentan relacionarse afectivamente sin que medie la culpa, sin tener que feminizarse. El film evidencia los estilos de vida de los homosexuales de aquella época, que no han variado mucho en cuarenta años.
El director busca que el espectador se adentre en la cotidianidad de los personajes, situación que en apariencia no lleva a ninguna parte, pero que permite la manifestación de los deseos más recónditos y, sobre todo, las concesiones que el individuo está dispuesto a hacer cuando está enamorado, cuando es vulnerable, a cambio de un gramo de amor o una caricia correspondida.
Una profesión médica, un origen judío, un ámbito familiar conservador, un país en crisis política y económica, un hombre maduro asumido como homosexual, un hombre joven bisexual que vive con desparpajo a expensas de otros, una mujer a quien no le queda otra alternativa que compartir el amante de turno con otro hombre, todos estos elementos mezclados cuentan una historia dramática, con sesgos neuróticos, pero con una resignada aceptación de su realidad, caracteres a los que el tiempo ha alcanzado, quienes jamás podrán ser capaces de tomar las riendas de sus propias vidas, en donde el confort y el conformismo han triunfado.
Alex Greville (Glenda Jackson), mujer de personalidad tensa y desordenada, siempre llega tarde, de mirada permanentemente ausente, como si el pasado no le permitiera ser feliz, se ha enganchado con Bob Elkin (Murray Head), quien sólo es capaz de ofrecerle unas cuantas migajas de sexo y afecto, y tiene que compartir con su contrincante, un hombre de cincuenta años, el Dr. Daniel Hirsh (Peter Finch). La tesis principal del film borda sobre las concesiones humanas que se está dispuesto a hacer con tal de retener al objeto del deseo, pues no tienen una mejor opción, porque en ese momento es lo único que hay a la mano o lo que pueden obtener. El estado de enamoramiento de Alex y Daniel alrededor del gigoló es tan embriagante que deambulan como entes nocturnos en espera de un indicio de atención.
La película abre presentando a cada uno de los personajes, el Dr. Daniel en plena consulta, Alex en su departamento sucio y descuidado, reflejo de su persona. Para presentar a Bob, la cámara hace un recorrido por su departamento. El espectador intuye de quién se trata y a qué se dedica, haciéndolo parecer como un fantasma por medio de un emplazamiento fijo de la cámara. Un discurso fílmico que anticipa al espectador que Bob podría ser parte del sueño de cualquiera. Un amor inalcanzable, un amor platónico, un deseo oculto o una realidad que acabará sólo en recuerdos tristes y nostálgicos que con el tiempo se confundirán.
La historia se desarrolla por medio de las emociones de los personajes, los planos cortos y, en conjunto, acercan al espectador de manera contundente con sus vidas, y lo sensibilizan con todo lo que les sucede. La iluminación emula una luz natural de la tarde con un cielo casi siempre nublado. Los sonidos tienen un rol muy importante, principalmente durante la primera mitad de la película: los tonos de las líneas telefónicas ocupadas, los ladridos del perro y los gritos estridentes de los niños crean una atmósfera apabullante y estresante que contrasta con el drama interno que viven los personajes y el espectador.
Al final sólo se lamentan del hecho los amigos y familiares, pero nadie juzga, al contrario, los lazos se hacen más fuertes, la expresión de la sexualidad es solamente vista como parte inherente al ser humano, dándole mayor peso al valor de las personas como tales, finalmente no somos solamente sexo, dando sitio a una complicidad y solidaridad, a una sociedad prometedora y tolerante. Vivir una mentira es mejor que nada, conclusión final de esta arriesgada propuesta que hoy podría parecer conformista y, sin embargo, hace cuarenta años las diversidades sexuales estaban señaladas como perversas, llenas de culpa religiosa, lejos de ser vistas como alternativas para ser feliz.
Estamos ante el primer largometraje del realizador estadounidense, nacido en California, Paul Thomas Anderson. En el mismo ya encontramos elementos constantes que con posterioridad van a caracterizar toda su filmografía. Así, nos movemos entre sentimientos de culpabilidad, la necesidad de redención, la importancia de la familia o de su ausencia, la búsqueda del cariño o los efectos de la violencia. La coherencia interna formal y narrativa se vislumbra también en la ópera prima del autor. Ya sea en planos secuencia o en planos/contraplanos, acierta de lleno en conformar con recursos fílmicos la verdadera esencia de la acción que está rodando. Sirva como ejemplo una de las primeras escenas de la obra. En el interior de un restaurante, los dos protagonistas, Sydney y John, que se acaban de conocer, toman un café y fuman un cigarrillo. Anderson utiliza al principio planos y


Siguiendo con la excelente cinematografía que se creó en Estados Unidos en el año 1944, en plena contienda bélica mundial, y tras habernos reencontrado en números anteriores de la revista EL ESPECTADOR IMAGINARIO con obras como
Tener y no tener encuentra su punto de partida en el argumento de una novela de Ernest Hemingway, cuyos derechos, después de vencer los reparos que poseía el novelista, consiguió comprar Hawks, y seguidamente realizó una adaptación, cambiando de década, de lugar, y con la intervención de los guionistas Jules Furthman y William Faulkner.
Humphrey Bogart, como Morgan, vuelve a deleitar nuevamente con ese papel al que nos tiene acostumbrados, de hombre libre, independiente, poderoso, una fortaleza, donde se esconde alguna profunda herida del pasado y en donde se alberga un corazón de oro. Es un personaje egocéntrico, al que únicamente le mueven sus propios intereses e inquietudes, reticente al compromiso ideológico y emocional, pero que terminará sucumbiendo a los tres frentes que le desafían: la amistad, el amor y la Resistencia francesa. Lauren Bacall, Marie, La Flaca (Slim), como la llama Bogart, se presenta intrépida, audaz, de lengua viva, valiente y misteriosa, también con pasado amargo pese a su juventud y con destino y paradero incierto. La química en la vida real que surgió en la pareja se siente en pantalla, y la insolencia, agresividad y acoso sexual con que Lauren Bacall somete a Humphrey Bogart se percibe intenso y se acoge como una verdadera posición de dominio de la mujer sobre el varón, manteniendo su independencia y consiguiendo el respeto en sus acciones y actitudes.
Hay un tercer personaje, Eddi (Walter Brennan), que se hace importante por la relación que mantiene con el protagonista, con Morgan, una relación de amistad en donde predomina y reluce el cariño, la responsabilidad y el cuidado del más indefenso e inocente. Tampoco falta aquí, como en Casablanca, un héroe, un Victor Laszlo hawkasiano, Paul de Bursac, un jefe de la Resistencia interpretado por Walter Molnar, que, aunque no canta La Marsellesa, no nos ahorra el discurso patriótico, recordando que si él es capturado o asesinado por los enemigos, siempre habrá alguien detrás tomando su lugar…
Es curiosa esa sensación de descubrimiento cuando dos ideas separadas por el tiempo dialogan y se dan la mano. En el cortometraje Alumbramiento, (2002) dirigido por el director español Víctor Erice, vemos a un recién nacido que sangra en la cuna. Una empleada que trabaja como nana para una familia acomodada se da cuenta mediante el llanto del bebé y consigue sanarlo a tiempo. El crio, de casta noble, ha sido salvado por el proletariado mientras sus parientes más próximos, padre y madre, duermen la siesta plácidamente sin percatarse de tal acontecimiento. El mensaje de Alumbramiento no solo trataba del concepto poético del tiempo, la vida o la muerte, también tocaba de una forma más sutil pero afilada la dependencia de la burguesía frente a la clase obrera, una dependencia tan absoluta que incluso la vida y la muerte dependían de ello. Tres décadas antes, en 1968, Pasolini, como un disparo directo al sol, seguía su cruzada en el cine sin intentar esquivar prohibiciones, rechazos o polémica.



Puede decirse que Terrifier ha sido un descubrimiento más que un reencuentro. Esta obra que ha pasado más o menos desapercibida durante seis años en algunas plataformas ha cobrado una relevancia significativa por ser la hermana pequeña del fenómeno Terrifier 2. Las redes sociales y los portales especializados en cine de terror sacudían internet este Halloween por ver en pantalla grande a un payaso disfrutar como un niño pequeño mientras torturaba y ejecutaba adolescentes de las formas más horribles posibles. Esa insistencia irracional hacia la atrocidad ha dejado a la juventud americana impactada y encantada con los resultados. También aturdida, pues se han necesitado de ambulancias en algunas salas debido a ciertos desmayos de espectadores durante la proyección. Pero todo esto puede sonar a plan de marketing de ciertas compañías para colarnos otra de sus obras de la que no están muy seguros de su funcionamiento en salas, ¿o no? Decido ver la primera parte y corroborar qué tan terrible es este nuevo psychokiller y qué esconde el director Damien Leone bajo la manga. Sí es cierta una cosa, la secuela de Terrifier ha dejado a Halloween Ends (Halloween: El final, David Gordon Green, 2022) fuera de foco (pese a su aceptable taquilla) y le ha quitado protagonismo a Michael Myers, celebridad asesina de los setenta al que han vuelto a despertar para hacer una trilogía bastante discutible. Y mientras se le concedía un minuto de silencio a Myers, un misterioso payaso se ha colado por la antesala y ha cundido el pánico.

Roman Polanski es uno de los mejores directores vivientes del cine. Posee una extensa filmografía plena de grandes películas, entre ellas El pianista (2001), Chinatown (1974), Rosemary’s Baby (1968) y Tess (1979). Su vida ha sido variada, atrevida y colorida, matizada por los triunfos y las tragedias, como los temas de sus trabajos de cineasta.
El paisaje es fundamental. Recibe un tratamiento exquisito, con base en planos profundos, muy bien cuidados, íntimamente armonizado con la historia. Tess es un personaje de la tierra, que se unta de suelo en sus oficios, en sus andanzas, en sus ensueños. La lluvia, el viento, los bosques, los matorrales, los caminos, los establos, los animales, son escenarios muy bien logrados de sus devenires y confieren a la cinta una sensación mítica, casi mística. Más que bucólica, perturbadora y misteriosa, por todo lo que se adivina detrás de la belleza serena: las duras labores, la explotación de los trabajadores, la simpleza y la ignorancia, el alcoholismo y la indisciplina, el machismo desbordado y los amores frustrados de las mujeres que sueñan con ideales que saben imposibles.
Es un segundo comienzo, una nueva ilusión que termina, casi de inmediato, en frustración ante la ceguera y la incapacidad de perdón de su enamorado. Polanski pinta bien la injusticia que experimenta Tess y el espectador puede sentir el dolor, cercano y lacerante, y la cercanía y la inclinación de Tess hacia el sentido común, hacia el amor verdadero y la justicia, todo lo cual se rompe ante la terquedad y la falta de aprecio de un hombre bueno y sensible, pero torpe, orgulloso y machista. Es interesante que Polanski haya trabajado estos temas con alto respeto y consideración por la mujer, dado que en la época y por muchos años estuvo bajo acusaciones de abuso sexual de una menor. Naturalmente que se trata de un guión y del cine, pero seguramente fue también una ocasión para elaborar su propio duelo personal y para perdonarse a sí mismo.
Las escenas finales son enteramente simbólicas de esa fuerza telúrica que experimenta Tess. Transcurren en las míticas ruinas de Stonehenge, formadas por grandes bloques de piedra, construidos por ignotos habitantes de tiempos remotos, un templo consagrado a la diosa tierra. Allí ella y su enamorado esperan el desenlace fatal, con la vana esperanza de que ese sea un refugio inviolable, un retorno a la inocencia original. Allí transcurre la última de las síntesis de la vida de Tess, de nuevo, entre la alegría y la tristeza.
Pocos saben lo que es vivir con alguien que ha sido diagnosticado de autismo, y mucho menos saben lo que es crecer junto a una persona así o con otro tipo de discapacidad cognitiva. Son muy escasas las historias contadas desde este punto de vista y que hablen con realidad y honestidad; generalmente idealizan el conflicto real, poniendo todo en color de rosa y llevando el optimismo hasta el extremo del empalague. The Black Balloon (Elissa Down, 2008) es una de esas pocas cintas que logra equilibrar la honestidad de esta realidad, sin dejar de ser divertida y tierna a la vez. La cinta está inspirada en dos de los hermanos de la directora y escritora, diagnosticados de autismo, y sus experiencias siendo ella una adolescente que enfrenta esta realidad. Así como en 


El concepto de distopía en la obra más famosa de William Golding, Lord of the Flies (1954), se refiere a la imposibilidad de crear una sociedad positiva debido al mal que se encuentra en el alma de cada ser humano, menos unos pocos (des)afortunados que tienen que luchar por un concepto de justicia que poco tiene que ver con una visión divina, y mucho más con la de una necesidad ética. En esta isla en la que se ven sumergidos los niños del escritor británico, entonces, el diálogo que se nos hace manifiesto es el que surge de una no muy bien definida idea según la cual nosotros, en especial manera los más jóvenes, seríamos la representación biológica y material de aquel bon sauvage que llevaría a la concreción filosófica de la positividad e inocencia del ser humano en las obras del, quizás demasiado cándido, Rousseau. El mal, desafortunadamente, es real y más normal de lo que se podría pensar.
Considerado hoy, como un autor inclasificable, Alain Cavalier (1931) empezó su carrera como asistente de Louis Malle en dos de sus trabajos más representativos
Sin embargo, a partir de 1979 con Martin y Léa, Cavalier empieza a moverse inversamente, alejándose de las narraciones ficticias de sus inicios y de todo aquello que cinematográficamente tenga el aspecto de un modo de producción convencional, sus trabajos tienen ahora una índole meramente personal, resueltos a pequeña escala, con una cámara de mano, y son un ejemplo de que la mejor manera de capturar los aspectos esenciales de la vida está precisamente en los detalles. De esta afirmación su actual filmografía es un magnífico ejemplo.
Cavalier filma un estilizado retrato de Thérèse Martin (1873-1897) de la orden de las Monjas Carmelitas, posteriormente canonizada como Santa Teresa de Lisieux (1925), que deviene una extraordinaria obra maestra, una inusual forma de reflexión sobre el sentido de la espiritualidad y no sobre la religión como era de esperarse. Una película acerca de la vida de una mujer en un mundo donde el silencio, la obediencia y la introspección son la regla.
Cavalier presenta en Thérèse un amplio estudio del impulso religioso como una forma sublimada de sexualidad, su maravilloso film ilumina en tonos terracotas y tierras (un tributo a Rembrandt, Caravaggio y el Greco) el retrato de la adolescente Thérèse Martin, y a través de una serie de viñetas, fotografiadas de una manera exquisita por Phillippe Rousselot, muestra como la novicia se adapta al ritmo y a la vida del convento – las prolongadas oraciones, los largos periodos de silencio, las mortificaciones de la carne, el gozo y la humillación de la vida comunitaria, el despertar sexual y las excentricidades de algunas de las monjas-. Enfatiza los lazos de hermandad y los asemeja a una condición, a un estado que incluye susurros, sometimiento, intrigas, pequeñas conspiraciones, celos. Las tomas austeras muestran siempre a las monjas carmelitas en grupos de dos o tres, hay abundantes primerísimos planos de manos, ya sea en el trabajo, o de manos que se encierran dentro de otras manos.
El film minimalista, con fuertes influencias de Bresson y de Dreyer, captura los breves retratos de la vida monacal en espacios vacíos, carentes de ventanas, como si el exterior no existiera, una manera de captar una atmósfera vedada a las mayorías, restringida únicamente a unos cuantos claustros que, pese a sus limitaciones espaciales, guardan hermosos y terribles momentos.
La principal virtud de la película es que utiliza el tono preciso para distender en sorprendentes imágenes una vida ordinaria, sin hacerla parecer aislada, que contrasta profundamente con las espectaculares formas de vivir a las que se opone. La riqueza de la austeridad y de lo auténtico.
Lo ridículo es, al fin y al cabo, demostración de que de todo podemos mofarnos, o sea de todo lo que presume ser mejor, superior, infinitamente más (añádase aquí el adjetivo que se quiera utilizar). Es también, cuando es usado correctamente,un elemento capaz de hacernos reír porque sabe poner en marcha el talento más grande que tenemos, o sea la inteligencia y su subproducto, la argucia. Nos permite ir más allá de lo que son los juegos de la sociedad humana (y es que, efectivamente, la sociedad humana es un juego, tanto como decía Huizinga y como afirmaba en unos artículos Larra) y abrazar el acto de reconocimiento de unas aserciones tan obvias como tan secretas : todos compartimos la misma estructura biológica y psicológica, todos somos simples agregaciones de átomos y de células que, en menos de unos puñados de décadas, van a desaparecer en cuanto seres pensantes (y lo que pensar significa, quizás nadie todavía lo haya entendido). Lo mejor, entonces, podría ser reír, ya que el tiempo que tenemos para nosotros no es mucho (si del cosmos hablamos y a él nos comparamos), y lo ridículo no es nada más que mostrar lo infinitamente nulos que somos si bien pensamos ser el ápex de todo un universo. Sic transit, se podría decir.
Del agua, se supone, vienen los seres vivos, desde hace más de simples milenios a través del camino de la evolución. Sin embargo, en el agua siguen viviendo otros seres (vivos ellos también) que pueden ser, como en el caso de los que pisan la tierra, depredadores o presas. Es la cuestión tan sencilla de quien mata y de quien es matado, estructura tan diaria (y casi banal) de cada segundo que transcurre en este globo que muchas veces pasa inadvertida. Sin embargo, todo ser puede verse transformado en comida, hasta los que pensamos ser la cumbre de toda evolución (no, no es así, y no por una supuesta cuestión pseudo-intelecual a lo new age, sino porque científicamente no lo somos). Difícil darse cuenta de esto ya que vivimos dentro de una estructura que parece salvarnos de una realidad tan normal, sin embargo, poco basta para que aceptemos el hecho de ser, al fin y al cabo, indefensos cuando nos encontramos dentro de los bordes inacabable de una naturaleza que sigue existiendo desde mucho antes de que compareciéramos como simios un poco más inteligentes que los otros compañeros africanos.
La obsesión de James Cameron por las tres dimensiones le ha llevado, tras la fiebre Na’vi y la bestial recaudación taquillera de
Como es lógico, escribir sobre el reestreno de una cinta que hoy cumple quince años, salvo por una certera valoración global de un arraigo en la cultura popular que lucha contra su envejecimiento, no tendría mayor sentido crítico que el de atender al aburrido análisis de su único reclamo, la adaptación a las tres dimensiones. Sin embargo, esta insulsa discusión, por tratarse de una película ya de por sí espectacular, funciona como la tapadera perfecta para que el que suscribe este artículo, todavía en pañales (en lo que respecta al juicio sobre el audiovisual) en el momento del estreno de Titanic, se sienta legitimado para ofrecer una brevísima pero apañada crítica sobre una de las tres películas más premiadas de la historia de los Oscar.
La película con la que saltaran al estrellato Kate Winslet y Leonardo DiCaprio (no sin merecerlo) ofrece mucho más que una bella e impresionante factura técnica. El viaje inaugural del transatlántico más poderoso de todos los tiempos, ocupado por la crème de la crème de la sociedad británica, se antojaba el marco ideal para una apasionada historia de amor. El argumento no se salía de esa cerca disneysiana -que a su vez plagiaba con descaro a Shakespeare- que, lamentablemente, infantiló el inigualable (hasta la fecha) desarrollo técnico de aquella delicia visual llamada Pandora; una vez más, después de muchas, las princesas jugaban a ser rebeldes, seducidas por vividores de físico pulcro y maneras suavizadas.
Un réquiem dirigido a más de mil quinientas personas que fueron a parar al fondo del mar con toneladas y toneladas de cascotes. Porque, junto a un prodigio de la ingeniería, a la fastuosidad de los interiores y a la distinción y el pedigrí de sus pasajeros, se hundieron mil quinientas historias.
De hecho, su autoritaria excusa, la adaptación a las 3D, es un señuelo atractivo para los que ya fliparon en 1997, pero de deficiencia probada, puesto que solo cobra algo de sentido a partir del hundimiento (eso sí, estamos hablando de más de media película de tres horas y cuarto de duración). Con todo, el sentimiento de añoranza y la curiosidad de las nuevas generaciones (inagotable en lo que se refiere a superproducciones) están volviendo a nutrir la taquilla a una velocidad endiablada. Mientras, Cameron sigue llenando un ego y una saca que divergen en algo con la suerte del Titanic: no tienen fondo.
Año 1935. Francia y el resto del planeta se estaban recuperando de la crisis económica derivada del crack de la bolsa de Nueva York en 1929; por tierras europeas se encontraba en pleno auge el ascenso de movimientos fascistas en diversos países, como Alemania o Italia; en España estaba a punto de iniciarse una guerra civil a causa de un golpe de estado que comenzarían algunos militares contra el orden constitucional instaurado; Francia se había convertido en receptor de emigrantes procedentes de países fronterizos a la búsqueda de trabajos que garantizaran su subsistencia… En ese contexto y en vísperas de la catastrófica Segunda Guerra Mundial, estrenó Jean Renoir el filme Toni. De las cuatro etapas en que se puede dividir la filmografía del maestro galo, este largometraje se situaría en el segundo, tras la época del cine mudo y antes del exilio en Hollywood. Se trata de un periodo marcado tanto por las crisis sociales que se adueñaban de su país, como por la búsqueda por parte del cineasta de nuevos caminos de representación cinematográfica.


Hay que preguntarse por qué hacemos determinadas acciones. Hay veces en las cuales nos damos cuenta de que lo que llevamos a cabo tiene una serie de elementos de carácter negativo que pueden hasta provocar que nuestra vida termine; la muerte, después de todo, es algo que la mayoría (no la totalidad) de las personas aborrece e intenta evitar. Habría que analizar, entonces, la razón que nos lleva a ciertos momentos, a ciertas elecciones, lo cual, por supuesto, implica estudiar clara y detenidamente cómo se va construyendo el conjunto de nuestros pensamientos. ¿Por qué, por ejemplo, una persona decide utilizar drogas? Heroína, cocaína, LSD y mucho más, un sinfín de sustancias que en realidad habría que catalogar según su real capacidad de crear dependencia y los tipos de efectos que produce a largo y corto plazo. Quizás hoy en día se siga con los mismos problemas de hace décadas, cuando se hablaba mucho de los estragos de la adicción a la droga (heroína) y de los problemas del SIDA (que se transmitía por vía sexual y por la cuestión de las agujas que se intercambiaban los drogadictos).
En el Japón feudal del siglo dieciséis, los generales Washizu (Toshiro Mifune) y Miki (Minoru Chiaki) regresan de una batalla. En el camino de vuelta se pierden en un laberíntico bosque por los efectos de una pesada niebla. El encuentro con un inesperado espíritu capaz de desvelar el futuro de los guerreros, cambiará radicalmente sus destinos.
El juego bidireccional entre la dramaturgia de los clásicos griegos y la mitología oriental se entremezcla en la frase lapidaria que ejerce de alfa y omega de la trama: “La trayectoria del demonio es el camino del destino y nunca cambiará su rumbo”. En la mitología griega, los Hados tejían el devenir de los hombres y los dioses, y nadie escapaba a él. Trono de sangre es la historia, en definitiva, de aquel axioma tan arraigado en sendas culturas. Kurosawa recicla la metodología de la tragedia griega, para construir su personal círculo de ambición, en torno al regio destino de Washizu.
El director usa un programa simbólico de gran riqueza. Hay innumerables alegorías que prefiguran la tragedia, como esa música disonante de los créditos a tono con la historia. Es fácil asociar las notas con la mente atormentada de Washizu. Más evidente aun, es la niebla. Se cuela como protagonista principal. Es la causante de esa atmósfera claustrofóbica presente en toda la película, pero sobre todo es la gran metáfora del tema central de Trono de sangre, que no es otro que la ambición, que al igual que la niebla, es cegadora. Aunque la que se lleva la palma es la fantasmagórica presencia del bosque.
Respecto a la dirección de actores, también es llamativo el contraste entre la quietud de las mujeres frente a la gestualidad de los hombres. Mifune, actor por excelencia del director, inunda la pantalla y proyecta toda la gama pasional de su lucha interna. La angustia descarnada de Washizu en la escena final, que volverá a ser citada en Ran (1985), rompe ya completamente con el juego contención/explosión emocional muy polarizado de todos los actores, acorde con el método de teatro Noh. Finalmente, refleja el drama con toda transparencia y radicalidad. El tan anhelado Castillo de la Tela de Araña se convierte en una trampa, en la que Washizu se enreda en una red de flechas, como una presa agonizante que gasta sus últimas fuerzas en vano.
Un hombre sin pasado es una obra maravillosa, entrañable, luminosa en la desgracia. Cuenta con ese sentido del humor tan especial que nos regala el autor, Aki Kaurismäki, a lo largo de su filmografía. Un humor seco que viene acompañado de personajes desarraigados que saben enfrentarse al infortunio con una sonrisa, con imaginación, sin aspavientos o quejas que a nadie importan. Son parias, seres fuera del sistema que cuando pueden trabajar lo hacen con agradecimiento, que saben apoyarse entre ellos, que sí responden al lema cristiano de amor al prójimo, que aprecian divertirse cuando toca… Se trata de expulsados que dan las gracias por poder vivir en un contenedor, y que menos si posee vistas al mar, que comparten la media docena de patatas que han conseguido que broten con sus vecinos, que celebran una salida a un comedor asistencial como si fueran a un restaurante de estrella Michelin…


En esta nueva edición de EL ESPECTADOR IMAGINARIO, nos acercamos a la vida y obra de la productora y directora argentina, Lita Stantic. Hemos reseñado el libro
El comienzo del film expone los contrastes que marcarán el rumbo del relato. Una película sobre otra que toma forma en su interior. Dos historias complementarias, o mejor dicho, una sola recreando la anterior y fusionando el pasado con el presente. Las acciones van tejiendo un clima de nostalgia. Stantic esparce su mirada sobre un espacio al que colma de preguntas. Un lugar donde la ficción va en búsqueda de respuestas.
En su debut como realizadora, anteriormente había filmado dos cortometrajes, opta por mantener su cámara a cierta distancia de los personajes. Los observa, los carga de intensos diálogos, de discusiones y distanciamientos y los somete a mirar hacia el pasado, incentivando una exploración lúcida e inteligente sobre los procesos políticos. El hecho de abordar dos tiempos dentro de un mismo relato, permite plantear cuestiones a cerca del rol del neoliberalismo como artífice del muro de silencio que se implantó sobre los procesos revolucionarios de los setenta. Ese silencio que, a causa del miedo, quedó instaurado en la sociedad argentina sigue presente en Silvia, quien esconde su historia, reprimiéndola. Como contrapunto a ese hermetismo obligado, Kate, en medio de su rodaje, se muestra ávida de curiosidad sobre la historia del país y, principalmente, desea conocer a su protagonista, a través de Bruno. Ella se pregunta: “porque la gente no quiere oír esta historia. Y si las víctimas quieren olvidar, ¿qué sentido tiene mi película?”.
1943 es el año de producción de Una cabaña en el cielo, versión cinematográfica del homónimo musical de Broadway, dirigida por Vincente Minelli, protagonizada íntegramente por actores afroamericanos y algunas de las grandes voces del jazz de los años 30 y 40. Muestra fehaciente de la segregación y el racismo imperante en un Hollywood que solo permitía a los negros ser sirvientes o músicos, la productora MGM y su director tomaron un enorme riesgo haciendo un filme que afortunadamente terminaría siendo un gran éxito. El musical fue una de esos géneros que dotó de un protagonismo diferente a los actores afroamericanos, pudiéndose ver en filmes como Hallelujah, de King Vidor (1929), ciertas producciones de
Una cabaña en el cielo narra la historia del Pequeño Joe, un jugador irredento y pecador, cuya conducta lo lleva a ser baleado en un café. Al filo de la muerte, a Joe se le aparece una comparsa regida por Lucifer Jr., que quiere llevárselo al Infierno, pero el profundo amor de Petunia, su esposa, despierta a los emisarios del Cielo, entablándose un conflicto de intereses con respecto al destino de Joe. La piedad y la devoción de Petunia a Dios abre nuevas posibilidades celestiales al díscolo de su esposo.
Minelli, director de avanzada, aunque no pudo sustraerse a las formas de expresión de una época, ni siquiera en las desabridas locaciones de estudio, pobres y maniatadas, encontró formas más sutiles para hablar de la contención a que era sometida la representación. Si la película sufre por momentos del más fastidioso edulcoramiento, encuentra su balanza en escenas como la del Hotel Hades, sede de la oficina de ideas de Lucifer Jr. que inicia mostrando el talento de Louis Armstrong, el trompetista coreado por sus cuatro compinches, Mantan Moreland, Willie Best, Fletcher Rivers y Leon James Poke, hasta la entrada del jefe. Como es el Infierno, y las llamas iniciales lo confirman, es una escena vívida, espontánea y pícara, donde estos cinco diablitos y su jefe pondrán sus mejores ideas y mayores dotes en buscar la forma de condenar a Joe.
El filme cuenta con una importante muestra de talentos. En los roles protagónicos, Petunia Jackson; Ethel Waters, actriz que seis años después se convertiría en la segunda afroamericana en ganarse un Oscar; y el comediante Eddie ‘Rochester’ Anderson, como el Pequeño Joe. Lena Horne, en el papel de la epicúrea Georgia Brown; Louis Armstrong, mostrando sus dotes musicales e histriónicas en la escena en el departamento de ideas; y Duke Ellignton con su orquesta en las secuencias finales de baile en el bar de Henry. Lo mejor del filme, el repertorio de Ethel Waters, con Taking a Chance on Love o Happines is a Thing Called Joe, y haciendo la contrapartida, Lena Horne con Honey in the Honeycomb, la orquesta de Ellington y las divertidas trifulcas entre los emisarios de Dios y el Diablo.
Hay películas que dejan huellas. Quizás porque resuenan con las vibraciones internas que se agitan en nuestras mentes y en nuestros corazones. Son películas que se recuerdan con cariño, que uno puede ver repetidas veces porque siempre hay en ellas nuevos descubrimientos, emociones renovadas, vivencias inesperadas y preguntas que inquietan y que nunca se acaban de responder. Quizás porque soy ingeniero, inquieto por las matemáticas y las ciencias, aficionado a elaborar modelos y a ajustar las cosas que pasan a fórmulas y teorías, me encanta la historia de John Nash, un premio Nobel de economía que se atrevió a proponer un esquema revolucionario para plantear los funcionamientos idealizados de las relaciones humanas en cuanto cuáles son sus puntos óptimos de comportamiento. Como lo dice en un par de frases el protagonista de Una mente brillante: “Adam Smith dijo que para el mejor resultado cada miembro de un grupo debe hacer lo mejor para sí mismo… esto es incompleto, incompleto… porque para conseguir el mejor resultado, cada miembro del grupo debe hacer lo mejor para sí mismo y para el grupo”, lo óptimo tiene resonancias a la vez grupales e individuales. Cuando una película se atreve a plantear temas tan sencillos y tan esenciales, y cuando lo hace por medio de excelentes diálogos, atreviéndose, con esquemas creativos, a romper el flujo meramente narrativo de una historia, van quedando huellas en el espectador, se van sintiendo resonancias, se experimenta una obra maestra.
Entonces ocurre la instancia absolutamente teatral en la vida del ya afamado matemático: la creación ilusoria de un mundo nuevo, con personajes y escenarios de realismo absoluto que solo son vistos por él mismo y que lo van llevando hacia la locura esquizofrénica. A partir de estas experiencias extrañas se va tejiendo la vida profesional y familiar del personaje, como una mezcla de genialidad y tontería que nos podría desesperar si supiéramos lo que está pasando. Pero la realidad es que tardamos en enterarnos del juego teatral que es la existencia del protagonista y nos dejamos llevar, como él, por las peripecias de su doble vida: la de hombre de hogar, enamorado y lleno de esperanzas, y la de espía internacional, atrapado por juegos de guerra y conspiraciones, atormentado y fatalista.
Es así como se cierra el círculo de una vida que pudo ser miserable y triste, pero en cambio se logró convertir en ejemplo de superación y de triunfo personal, académico, científico y familiar. En el fondo, ¿qué fue lo que pasó? Nos lo dice el personaje, cuando en medio de aplausos recibe el Premio Nobel de Economía en 1994 por sus aportes a la teoría de juegos y los procesos de negociación. Nos da a entender que una mente realmente poderosa es aquella que se abre a la más brillante y maravillosa de las ideas, que es la de la aceptación de la presencia y la importancia del amor como posibilidad real, que vale la pena experimentar. Como decía su esposa en algún momento memorable, invitándolo a que le tocara su cara: esto es lo real, la presencia cercana del que ama es lo real, es lo que es capaz de tornar la locura perturbadora en sanación, en vida que vale la pena vivir.
Uno de los topoi (o, en su forma moderna, cliché) de nuestras culturas, especialmente la occidental, se refiere a la cuestión de la lucha entre el bien y el mal, y a cómo el primero tiene que vencer, mientras que el segundo, sucumbir. No se trata de algo nuevo, sino de algo que parece formar parte de nuestra visión del mundo desde que nacemos, aquel factor de justicia que, probablemente, sea un detalle biológico de nuestra conformación. Que se hable de ADN o menos, lo importante es darnos cuenta de que ya en el mundo griego (el mundo clásico) se hablaba de seguir el orden divino, lo cual se traducía en la presencia de una estructura que podríamos llamar legal. El malo tiene que perder, no porque no sabe cómo ganar, sino porque el andamiaje universal de la ley (divina o menos, alguien la podría llamar el karma) prohíbe que llegue a su triunfo. Idea, esta, que vemos reiterada en las películas de Hollywood (y no solo), ya que el bueno vence y el malo, por ser malo, cae hasta el infierno del fracaso global.
Mil destellos de risas y carcajadas. El Big Bang de optimismo e ironía, donde la seriedad está vetada frente a una vorágine de comicidad absoluta. Es una vuelta de tuerca, una idea magistral, una refrescante bocanada de oxígeno, nitrógeno y gases nobles, capaz de indagar y explicar en el miedo, la confusión y los cambios que se produjeron en una Europa compungida tras las catástrofes de la Segunda Guerra Mundial.
El verdadero motor de esta película es el humor, pues con precisión germánica, Wilder ha sido capaz de esconder todos sus chistes tras una velada cortina satinada. Todos los elementos trascendentales de humor (frases como cuchillas de afeitar, secuencias disparatas, situaciones absurdas pero simbólicas) están destinados a originar acontecimientos narrativos que impulsan la acción. Con una ambientación dual, donde el humor está compaginado con elementos serios y de importancia vital, el largometraje consigue una naturaleza aún más desvergonzada, pues los golpes de efecto son agudas explosiones que se mofan de la realidad. Una estructura estudiada al máximo para conseguir un desenfreno total y trastornar las emociones, y así lograr torbellinos de alegría en un mundo recluido entre muros de ideología opacos.
La composición del guión, sus diálogos y sus significados ocultos están moldeados para que produzcan la auténtica revolución en la vida de los personajes. La creación de obstáculos, tan creíbles como imposibles, está medida con precisión para estar a la altura de la fuerza de los momentos chistosos. De esta manera, la lucha entre lo positivo y lo negativo produce una reacción en cadena donde resaltan las explicaciones y las soluciones. Siempre en tono jocoso, el esquema orquestado va más allá de la propia comedia, pues todas las tramas subyacentes son como una sombra incansable que muestra los diferentes niveles de desasosiego por los que tiene que pasar cada figura. Por todo esto, es importante que la sucesión de hechos se precipite velozmente, ya que de esta forma se consigue la auténtica explosión de esta película. Un enredo histórico, un espejo parabólico de la sociedad, un diario íntimo; un largometraje apetecible por todas las capas sustanciales que se esconden en su interior. Una narración que, a pesar de navegar por aguar turbulentas, obtiene su recompensa en brazos de un happy ending de alta alcurnia.
Uno, el equilibrio de las fuerzas positivas y negativas de esta película resulta claramente evidente, una cualidad indispensable para crear el final deseado. Dos, la atmósfera y los problemas crecientes de esta cinta son moléculas imperativas para que se produzca la ascensión simbólica del protagonista. Tres, el clímax y la resolución final están repletos de significado, una revolución profunda que arrebata las emociones y produce empatía.
Es el nombre de
El filme dirigido por Mervyn Le Roy, cuenta con estrellas de primer orden de la época. En los personajes principales están Dick Powell, cantante de agradable y melosa tesitura, que protagonizará las secuelas posteriores Gold Diggers de 1935 y Gold Diggers de 1937, junto a la melancólica y carismática Ruby Keeler y quien sería su esposa un año después, Joan Blondell, actriz de prolífica carrera y rostro de peculiar belleza. Warren William como el hermano de Brad, Guy Kibbee como el abogado y Ned Sparks como Barney, un productor musical muy similar al de 42nd Street. Podemos ver además, a una jovencísima Ginger Rogers, abriendo el número musical que inicia el filme, aunque su papel es secundario pues, a pesar de haber realizado más de una docena de títulos, aún no había alcanzado el verdadero estrellato.
El musical está dominado por tres números musicales que forman parte de su leit motiv, al igual que en las secuelas, y se desarrollan casi todos hacia el final. En esta brillan por su calidad We´re in the Money, cantado por Ginger Rogers, The Shadow Waltz, entonado por Dick Powell y Ruby Keeler y My forgotten men, cantado por Joan Blondell y Etta Motten, este último un amargo y melancólico homenaje a los soldados de la Primera Guerra Mundial, obra maestra de profunda reflexión y gran calidad estética y creativa. Como sucede en algunos musicales de Berkeley, este no es un musical puro, su contenido, de forma tangencial, toca temas acuciantes de la sociedad en que surgen: la Crisis de 1929 y sus consecuencias, los prejuicios sociales, el tema de los soldados de la primera contienda mundial, entre otros. Sus números musicales son de los más representativos del estilo de Berkeley y compendian grandes logros que revolucionaron la visualidad del musical, como incluir complejas formaciones geométricas, el juego con la perspectiva y la repetición de motivos en los vestidos, los pianos o las monedas, la ruptura con el marco del escenario, la variedad de ángulos de la tomavistas, los escenarios giratorios, las troupes de alegres bailarinas, el uso de luces fluorescentes en los violines y la combinación de tomas, construyendo la coreografía a través del montaje.
Gold Diggers de 1933 es una de las más valiosas de la serie de colaboraciones de Berkeley bajo esta temática, quizás por ser la primera para él. Fue la tercera película más exitosa en la taquilla norteamericana en 1933. Con un presupuesto de 433.000 dólares, el filme recaudó más de tres millones dentro y fuera de los Estados Unidos. En 2003, fue seleccionada para su preservación en el Registro Nacional de Cine de Estados Unidos por la Biblioteca del Congreso, debido a su carácter de obra «cultural, histórica o estéticamente significativa».
Un vagabundo marca el ritmo de la música, sentado alegremente en un banco. Un hotel, el Wenworth Plaza, se prepara para comenzar las reservaciones del verano y todos sus empleados se aprestan musicalmente a las labores de limpieza, recogida y acondicionamiento del hotel. Gold Diggers of 1935 es la cuarta de la serie comenzada en 1923 con el filme hasta ahora perdido Gold Diggers (1923), de Harry Beaumont, y luego Gold Diggers of Broadway (1929), dirigida por Roy del Ruth; y es la segunda colaboración de
Como suele suceder en este tipo de filme comercial, la dirección de Berkeley no hace grandes aportes estilísticos a la fórmula, notándose su toque personal en el departamento donde fue siempre más competente, en musicalización y coreografía. Para esta nueva entrega melódica cuenta con Dick Powell, con su popular encanto de estrella juvenil, Gloria Stuart como Ann Prentiss, Arline Davis como Dorothy Daves la prometida de Dick, que luego retoma su camino con el travieso heredero Humboldt Prentiss. En papeles secundarios, pero no menos encantadores, Alice Brady como la señora Prentiss, Adolphe Menjou como el vividor conde Nicoleff, agregándole su encanto desaliñado e hilarante, y su secuaz Joseph Cawthorn, quienes serán los encargados del pretexto musical de este filme, un supuesto musical de beneficencia al fondo de la leche. A este reparto se une con una participación bastante breve la actriz y cantante Winni Shaw, quien será la verdadera estrella de este musical.
Gold Diggers de 1935 vuelve a estar definida por tres números musicales, entre ellos el conocido Lullaby of Broadway, por el cual Harry Warren y Al Dubin recibieron un premio de la Academia como mejor canción original y Busby Berkeley una nominación como mejor dirección musical. El número, reconocido como un pequeño cortometraje musical dentro del propio filme por su complejidad narrativa fue cantado Wini Shaw y es de esos en que Berkeley usa el montaje como una forma de construir una historia bailada y cantada que es casi imposible montar en un escenario tradicional. Además el filme cuenta con el divertido número I’m Going Shopping with You cantado por Dick Powell y Gloria Stuart y The Words Are in My Heart entonado por Powell, para el cual se utilizaron 56 pianos de cola blancos para hacer complejas formaciones.
A esas horas, cuando el mundo despierta es que las estrellas de Broadway dan por terminado el día, reiniciando la vida de clubes y casinos, bailes y copas cuando el reloj resaltado con lámparas fluorescentes marca las seis de la tarde. Todo es música y fantasía, pero al final, la cantante Winni Shaw será empujada accidentalmente por las mismas personas que le cantaron y bailaron. El reloj sigue su curso y la vida continua, pero ningún pecador queda sin ser advertido. Reconocido en 2006 como una de los mejores musicales de la historia por el Instituto Fílmico Americano, fue el primer filme dirigido íntegramente por Busby Berkeley.
La última entrega de las Gold Diggers de la década del treinta con números en su título, definitivamente es la más desabrida. Empezando desde el propio inicio, donde intenta repetir la fórmula de 1933, en que una joven Ginger Rogers abría el filme cantándole el adiós a sus tristezas y lágrimas, pues el hacía años perdido dólar, había vuelto. En esta ocasión, la apertura está a cargo de Dick Powell, canturreando, sobre un contrastado fondo negro, un fragmento de la canción de cuna de las vampiresas With Plenty of Money and You. Un galán ya con 35 añazos, a Powell le faltaba poco para dejar lo de juvenil, aunque nunca perdió su frescura y talento.
Los trabajadores de Good Life regresan en tren, y es allí donde se encuentran con un grupo de hermosas señoritas. Ya para este filme dos cosas han cambiado, la caracterización de las vampiresas y el campo semántico del musical. Las vampiresas del 37 están envueltas en una amargura que no tenían cinco años atrás. Todo parece indicar que los guionistas –guiados quizás por la censura- se propusieron que aquellas chicas liberadas, de intereses claros pero no explícitamente marcados, con una inocencia y dulzura que las hacía ver como juguetonas jóvenes de afable y simpático trato que se ganaban a los hombres, a través de juegos de seducción inocentes y hasta cierto punto cándidos en 1933, fueran en 1937 verdaderas cazafortunas, cuyos pensamientos van de la depredación más explícita al disfraz de la inocencia. Solo queda en este grupo una joven que busca un trabajo y que quiere ganarse la vida honradamente sin lapidar la fortuna de nadie ni atrapar hombres con amañadas artimañas seductoras, y esa es Norma.
De igual forma, el atisbo de una guerra que se avizoraba puede observarse en el lenguaje de los temas musicales como All’s Fair in Love and War, donde cañonazos, tiros, banderas y rifles, se mezclan con perfumeros, vestidos y jóvenes hermosas. La representación de la guerra es clara y una evidente preocupación. Gold Diggers of 1937, continua con la historia de J.J. Hobart, un hipocondríaco productor musical que está montando un nuevo show, pero sus colaboradores Morty Wethered y Tom Hugo se han jugado el presupuesto y lo han perdido. Genevieve, amiga de Norma les propone la idea de hacerle un seguro de vida por, si realmente muere, recuperar lo perdido y para ello tiene la empresa perfecta. Es aquí donde interviene Rosmer, el joven asegurador y cantante totalmente inútil en el negocio, pero a quien Norma, la hermosa chica que conoció en el tren, ayudó para que consiguiera esa jugosa póliza.
En este filme hay una mayor cantidad de números musicales, aunque no todos destacan por su energía y autenticidad. All’s Fair in Love and War, el mejor número del filme es una gigantesca coreografía donde participaron más de 104 bailarinas vestidas en trajes militares y motivos bélicos. Le siguen en orden de calidad With Plenty of Money and You y Speaking of the Weather, donde vuelven a resaltar la encantadora pareja Powel-Blondell. Y entre los más desabridos, Let’s Put Our Heads Together, donde destaca la pareja de Marquis-Dixon bailando tap, y Life Insurance Song. Del metraje final fue retirado un sexto número, Hush Mah Mouth, del cual no existe mayor información. Con Gold Diggers of 1937, Berkeley fue nuevamente nominado a la Academia como Mejor Dirección de Baile por el numero All’s Fair in Love and War, verdadero prodigio de manejo de grandes masas de bailarines, escenografías monumentales y coreografías caleidoscópicas.
Toda la crudeza de la invasión nazi en clave evolutiva. La adolescencia de Florya es el hilo conductor que nos devela una realidad disímil a lo que el género suele mostrar. Lo bélico ya no en términos de combate épico, sino como apelación al sufrimiento humano, padecimiento de quien se encuentra en medio del combate y debe apelar a la improvisación sin resultado. Miseria del Tercer Reich puesta de manifiesto en violentos actos de cobardía.


Desde mis incipientes comienzos de aficionado al cine tengo predilección por Alfred Hitchcock. Quizás ello tenga que ver con su aparición en programas de televisión que me encantaban, en los que hablaba de la magia del cine, del misterio y del suspenso. Es probable que contribuya también la selección de grandes actores en sus películas, como James Steward, Cary Grant, Anthony Perkins, Rod Taylor, en compañía de grandes actrices, a la vez bellas y rubias, como Ingrid Bergman, Grace Kelly, Janet Leigh, Tippi Hedren y Kim Novack.
Vértigo es la historia de John ‘Scottie’ Ferguson, un hombre ya maduro, bien parecido, inteligente, de humor fino, que oscila entre varios mundos. El personaje, protagonizado por James Stewart, se nos antoja que es un hábil investigador policial, un observador fino y paciente, capaz de descifrar cualquier historia de suspenso a la cual deba enfrentarse. Pero, a la vez, es un ser extraño, tímido en su acercamiento a las mujeres, por las cuales siente una fuerte atracción mezclada con temores prácticamente insuperables. Vive una extraña historia de amor, obsesionado por Madeleine, una misteriosa mujer que lo atrapa con sus misterios insondables y que lo deja abandonado y literalmente enloquecido.
Sin embargo, se trata más bien de una aproximación bastante provocativa a la visión que Hitchcock tiene sobre la mujer y sobre las complejas relaciones hombre-mujer. Aparecen varios mundos paralelos femeninos delineados en el filme. Uno de ellos es el de la mujer maternal, a punto de quedarse soltera, tierna, dispuesta a tratar al hombre como a un niño en crecimiento, por el cual se está dispuesto a hacer muchas cosas, sin esperar nada a cambio. Este rol lo desempeña bastante bien otra rubia, Barbara Bel Geddes, como Midge Wood, amiga fiel de Scottie. Ella es inteligente, de buena conversación y presencia atractiva, pero nada exuberante. Está enamorada de él, pero sin que este apenas se percate, lo cual no impide que le mime, le cuide, le escuche y le soporte en los momentos depresivos y extraños que acostumbra a vivir este protagonista, acosado por sus complejos personales. Midge es la mujer que le acoge y le entiende, que no le deja caer en los momentos de vértigo, como ocurre literalmente en una escena muy significativa cuando recibe en sus manos a este hombre corpulento y bien puesto, presa de súbitos desmayos, ocasión que aprovecha Midge para ofrecer un momento de tierna cercanía corporal a su indiferente amor platónico. Se plantea acá un estilo de desamor, el del hombre que no reconoce y no avanza y el de la mujer que no se atreve y se resigna a la soledad.
Kim Novak es la rubia espectacular, brillante en sus dos papeles, el de Madeleine y el Judy, que nos introduce a su vez a varios mundos femeninos, en apariencia productos de la ficción y de la actuación, pero bastante reales para el protagonista y probablemente para las interioridades mismas de Hitchcock. Madeleine es, en ciertos momentos, una esposa obsesionada por fantasmas, que se identifica con una misteriosa dama del pasado, como si de una reencarnación se tratara. Una mujer de impulsos suicidas, que viste con una elegancia absoluta, de piel suave, de miradas a la vez maliciosas y suplicantes, inalcanzable, indescifrable. Este es el mundo de la mujer imposible, fatal, que atrae enamoramientos absolutos y absurdos, que terminan en la locura. Así ocurre en la película, cayendo Scottie en un vértigo de emociones que le hacen sentir una mezcla de impotencia y de deseo. Es el desamor de la locura, de lo imposible.
Aparece sorpresivamente Judy, mujer poco profunda y sencilla, dependienta de tienda, con suficiente ingenio para sobrevivir en la gran ciudad, pero siempre mezclado con algo de temor. Novak es entonces una rubia venida del campo, en busca de mejor vida, quizás curiosa y ansiosa de aventuras con algún galán, sin mayores escrúpulos, muy hermosa, una mezcla de inocencia y malicia. Es la mujer que se deja conquistar, aceptando pequeños y grandes detalles, que van conformando una red de amor en la cual cae el conquistador… hasta que surge la verdad escondida que apaga el amor naciente y lo transforma en una mezcla de desprecio y decepción, y el conquistador, abandonada la esperanza, se aleja indiferente, sordo a las posibilidades que aparecen cuando el amor es sinónimo de confianza ilusionada.
Uno de los directores más populares que ha interiorizado el expresionismo es Tim Burton. Vincent se podría considerar su primera pieza audiovisual completa y un resumen estilístico de toda su posterior obra. Es un cortometraje en blanco y negro que cuenta la historia de Vincent Malloy, un niño que sueña con ser el actor Vincent Price. Tiene tal punto de obsesión por encarnar sus interpretaciones, especialmente las de los relatos de Edgar Allan Poe, que llega a confundir la realidad con el mundo de fantasía que ha construido. Esto le hace ser un niño solitario, introvertido, marginal… que no consigue sentirse integrado.



La libertad es uno de esos valores soñados que el ser humano no ha podido conquistar completamente. El lema de Colombia, mi sufrido país, azotado desde su misma fundación por la violencia, dice “Libertad y Orden” a modo de símbolo de ese complejo equilibrio entre dos situaciones deseables y frecuentemente contradictorias. Algo así como el agua y el aceite, en apariencia incompatibles, pero en realidad apareados para que exista la vida, ya que la sabiduría biológica conduce a que haya entidades bioquímicas con dos expresiones: en un extremo son hidrofóbicas y liofílicas (enemigas del agua y afines al aceite), en el otro, lo contrario. Las células contienen una región hidrofóbica, formada por cadenas de ácidos grasos y otra de terminaciones hidrofílicas, formada por grupos fosfato. Acá hay claves para el equilibrio de los opuestos que la humanidad quizás debiera explorar con mayor interés.
Se me ocurren estos comentarios luego de disfrutar de Viva la libertad, la película clásica de René Clair, quizás bastante olvidada, con frecuencia duramente criticada desde la modernidad, pero que en su momento fue aclamada por los públicos y los críticos. Considero que Clair se atreve con provocativas propuestas paradigmáticas, que vale la pena considerar, a la vez que en su película desarrolló esquemas novedosos, en una época en que el cine sonoro irrumpía decididamente.
Vale la pena, entonces, señalar que el filme es la historia de dos amigos que se conocen en la cárcel, donde comparten celdas, donde se soportan mutuamente, literalmente, hasta que uno de ellos logra fugarse, para convertirse en un rico industrial. El otro, eventualmente, cumple su condena y, en medio de curiosas circunstancias, termina trabajando para su amigo en una moderna fábrica, donde se labora como en una cárcel… de la cual los dos amigos van a fugarse, apoyados el uno por el otro, es decir, en su amistad que todo lo vence.
Un juego de intermitencias entre lo íntimo y lo expresado, la palabra dice lo que no se sabe sin saberlo. Nana reniega de las dificultades del lenguaje, la cámara oscila en suaves travellings que muestran su rostro en alternancia con la nuca de un proxeneta que seduce a la necesidad sin mayor esfuerzo.


Relato de la epopeya que culmina con los propósitos del emperador francés, luego de haber recuperado el poder.


La filmografía del autor alemán Werner Herzog se ha caracterizado por un modelo en el que prima la psicología frente a la acción, alejándose del modo de representación hollywoodiense. Sus personajes están dotados por un impulso de muerte mientras el realizador penetra en una búsqueda poética y estética que bucea alrededor del misterio, la ilusión y la realidad. Tanto si trabaja en ficción o documental, Herzog se sirve de un fuerte control de la puesta en escena, músicas y ralentizados. Obsesionado por la locura, por la relación del individuo frente a las normas sociales y sus circunstancias vitales, no es de extrañar que se interesara en la adaptación de la obra teatral homónima del romántico alemán Georg Büchner. La dejó inconclusa a su muerte en 1837.


La obra comienza con unas imágenes en blanco y negro. Un camarógrafo filma en el puerto de Nápoles la salida de un transatlántico. El buque está a punto de partir y curiosos, vendedores, andantes o viajeros se cruzan en el muelle. La escena se acompaña con el único sonido de una toma de vistas muda, en claro homenaje a los inicios del cinematógrafo. Con falso formato documental, el blanco y negro se va coloreando en una clave cromática que el mismo director de fotografía, Giuseppe Rotunno, describe como “un blanco y negro con infinitas tonalidades de sepia que puede y no puede admitir color”. Gradaciones que nos transportan a otra época, a un mundo decadente que ya no existe, que se hundió irremediablemente. Los colores se matizan de tal modo que nos llevan al universo de los recuerdos, a la evocación de fotografías antiguas que ya


Grecia ha sido desde tiempos inmemoriales la fuente de bellas y significativas palabras. Todos los idiomas tienen una deuda de gratitud con su lengua, que las permea con términos que se han venido filtrando sutilmente a través de la ciencia, la religión, la filosofía y las ideas. Como los griegos han sido navegantes y comerciantes por el Mediterráneo y por todo el mundo, los marineros griegos han pasado por todos los puertos del orbe, aprendiendo idiomas, dejando huellas y conquistando amores. Homero y Esopo se leen y se cuentan, las gestas de Ulises y de Aquiles, las guerras de Troya y de Alejandro Magno se recuentan, la filosofía griega se estudia y se discute desde hace más de 2500 año. En esta forma la historia, las gestas heroicas, la forma de ver y de leer la vida de los griegos se ha extendido como una red sutil por todas las tierras.
Posiblemente por esa razón todos soñamos con ir alguna vez por las islas del mar Egeo, viviendo alguna travesía griega entre isla e isla, como las de Ulises, pero sin tantas aventuras. De cierta forma de ello trata la película clásica Zorba el griego, que narra las aventuras de Basil, un joven británico que viaja a Creta, la gran isla griega, donde ha heredado una mina abandonada, con el fin de recuperarla y en cierta forma, para encontrarle sentido a su vida y por ello viaja con cajas repletas de libros, a modo de sabios maestros, que va a consultar en la que se imagina bucólica placidez de la isla. A punto de embarcarse conoce a Zorba, un pintoresco personaje, que los sorprende con su alegría, su vitalidad y ante todo con sus palabras sueltas, atrevidas, inteligentes, inesperadas. Es una especie de Esopo el griego, contador de fábulas basadas en sus experiencias de la vida cotidiana. Basil se deja embrujar por Zorba, quien se convierte en su empleado y amigo, en filósofo, confidente y maestro.
La película está basada en una gran novela del mismo nombre y cuenta con una música de antología, que se ha convertido en un patrimonio universal. Es un canto a la amistad entre los seres humanos como antídoto a la soledad, a la monotonía y a la mediocridad. Zorba ha recorrido el mundo como un vagabundo explorador, aparentemente sin sentar cabeza y se ha llenado de historias y de dichos que desea contar, se ha convertido en un maestro de la vida que recorre los puertos tañendo las cuerdas de su santuri, en busca de algún discípulo. Al encontrarse con Basil, halla al interlocutor perfecto, al alumno amado, inexperto y confiado. En este ambiente queda servida la mesa para un banquete de pequeños momentos, cada uno de ellos curiosos e inesperados, que el director Cacoyannis va sirviendo al espectador con buen gusto, con una bien equilibrada mezcla de drama y comedia.
En el filme hay dos personajes femeninos notables. Uno de ellos es de Hortensia, personificada por la actriz Lila Kedrova, que le mereció un Oscar y el otro el de una bella, solitaria y enigmática cautivante viuda, personificado por la gran Irene Papas. La primera simboliza a la vieja Europa, a la vez noble, culta y desvergonzada, que ha buscado incesantemente horizontes y aventuras y que se ha quedado atrapada en tantos lugares del mundo, viviendo de las glorias del pasado, anhelando algún amor de verdad entre tantos viajeros que se acercan a su lecho de cortesana ilustrada. Solo lo encuentra cuando aparece algún Zorba dicharachero y atrevido que le adula y le susurra viejas y dulces palabras que reviven el pasado. Pero no habrá salvación ni cambio en esos puertos malditos. Sus habitantes, con quienes ha convivido por años, solo esperan la muerte de la vieja mujer para apoderase de sus cosas. La viuda, como contraste, simboliza a la belleza y al misterio femenino de las mujeres sencillas pero independientes, tantas veces apedreadas por la ignorancia y la envidia. Representa los valores que subyacen, la pureza original de los pueblos, que no alcanza a sobrevivir a los instintos primitivos, a los celos, los miedos y la venganza. Para ellas no hay liberación, si siquiera cuando algún Zorba valiente las defienda de las turbas asesinas, a modo de Cristo sanador. Las antiguas costumbres pueden ser todavía más fuertes que el poder de un valiente taumaturgo, además de que son traicioneras, maliciosas y obstinadas.
Cacoyannis se recrea en las descripciones de la gente pueblerina utilizando escenas llenas de drama. Hay dos que son memorables: el pueblo entero encierra a la viuda para apedrearla y ajusticiarla, mientras ella trata de huir aterrorizada y valiente, su bella presencia y su cara de sufrimiento ante la injusticia, cada vez más impotentes y resignadas a su suerte. En otra escena, el pueblo entero en espera de la muerte de Hortensia, se va cercando lentamente su casa, metiéndose por todos los rincones, listos a apoderase de los trapos de la muerta, de sus joyas de fantasía y de los adornos; lideran la escena unas mujeres viejas, a modo de chismosas arpías y todo culmina en un arrebato desordenado de seres indiferentes ante la muerte que en unos instantes lo dejan todo vacío y desolado.