Cartel de la película ¿Quién puede matar a un niño?A Narciso Ibáñez Serrador lo conocemos más por sus diferentes trabajos en televisión, medio que ha revolucionado en incontables ocasiones, que por su faceta de cineasta, pero alguien que ha rodado una película como ¿Quién puede matar a a un niño? debe ser considerado un gran director. Aunque Ibáñez Serrador ha dirigido numerosas películas para televisión –pensemos, si no, en las entregas de Historias para no dormir (1965-1968), o en la más reciente La culpa (2006), que forma parte de la serie Películas para no dormir–, lo cierto es que solo ha estrenado en salas cinematográficas dos títulos, La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? Estos han sido sus dos únicos largometrajes para el cine, pero no le han hecho falta más para ganarse un hueco en la historia del género de terror. La residencia es un relato ambientado en un internado de señoritas en el que van desapareciendo paulatinamente las internas, pero ¿Quién puede matar a un niño? es una pequeña joya, un auténtico modelo de cómo una buena idea y unos pocos recursos bastan para crear una obra maestra.

Fotograma de ¿Quién puede matar a un niño?El guion, firmado con el seudónimo de Luis Peñafiel, lo elaboró el propio director a partir de una novela de Juan José Plans titulada El juego de los niños, pero, en realidad, tiene muy poco que ver con ella. Con todo, hay dos o tres referencias inexcusables a la hora de hablar de ¿Quién puede matar a un niño? Por un lado, tenemos un clásico del terror con niños como El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Wolf Rilla, 1960); de hecho, la película de Ibáñez Serrador se estrenó en algunos países con el título de Island of the Damned; por otro, tanto en el retrato del ambiente como en el tratamiento del argumento, la cinta bebe directamente de un clásico de Alfred Hitchcock como Los pájaros (The Birds, 1963), con ciertas reminiscencias, además, de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968).

¿Quién puede matar a un niño?, críticaEl metraje comienza con un fundido en negro y una canción infantil en off, y deja paso inmediatamente a material de archivo en el que podemos ver imágenes de crímenes que se han cometido contra la humanidad, especialmente contra niños –como afirma uno de los personajes, “el mundo está loco; lo malo es que siempre pagan el pato los niños”–. Los títulos de crédito se superponen a imágenes de Auschwitz, de la guerra indo‑pakistaní, de Corea, de Vietnam y de Biafra. En todos los casos, se señala el número de víctimas totales y el número de víctimas infantiles. En principio, parece que esta presentación poco tiene que ver con lo que vendrá a continuación, pero el director va dejándole pistas al espectador.

La acción se traslada a la playa de Benavís, una ciudad ficticia de la costa catalana, donde aparece un cuerpo flotando, que es trasladado en una ambulancia. Esta, en su trayecto, se cruza con un autobús de línea en el que llegan dos turistas británicos, Tom (Lewis Fiander) y Evelyn (Prunella Ransome), los auténticos protagonistas de la película. Sigue una magnífica presentación de los personajes: ella está embarazada y van a pasar unos días en la pequeña isla de Almanzora, que Tom conoce de una visita anterior. Solo algunos detalles parecen presagiar lo que se van a encontrar en aquel lugar, verdadero hortus conclusus o jardín cerrado en el que se va a desarrollar la acción.

Escena de ¿Quién puede matar a un niño?Al igual que en La residencia, ¿Quién puede matar a un niño? crea un universo cerrado de ambiente tenso y claustrofóbico. La luminosa fotografía de José Luis Alcaine –terror a pleno sol, nada menos–, con estética de spaghetti‑western, se complementa muy bien con los inquietantes acordes de Waldo de los Ríos, autor de la partitura. Parece que todos los adultos han desaparecido de Almanzora, pero lo que ha ocurrido en realidad es que los niños han comenzado a practicar un juego macabro y letal: “Parecía como si jugasen, pero llevaban cuchillos y palos”, afirma el superviviente con el que se encuentran Tom y Evelyn.

Los protagonistas no tardarán demasiado en descubrir el horror en medio de un paisaje paradisíaco e idílico. Dos secuencias resumen muy bien dicha situación, aunque los niños la perciben en todo momento como un juego: la primera presenta a los niños jugando a la piñata con el cadáver de un anciano y una guadaña; la segunda muestra cómo los niños pierden su inocencia al mirar a los ojos de alguno de los “malditos”.

¿Quién puede matar a un niño?, Narciso Ibáñez Serrador¿Quién puede matar a un niño? es una metáfora de nuestro futuro, pero también una alegoría de nuestra sociedad, cuya lectura moral resulta clara: los niños tienen razones sobradas para rebelarse contra los adultos. A caballo entre el western y una película de zombies, “Chicho” Ibáñez Serrador ha conseguido bordar una ficción de terror psicológico que proyecta sobre el mundo de Almanzora los propios temores de la pareja protagonista. Después de más de treinta y cinco años, la atmósfera de esa pequeña isla sigue siendo tan claustrofóbica como entonces y, por desgracia, los niños siguen siendo las principales víctimas de la violencia estructural. Quizás algún día se decidan a “jugar”.

Premios: Premio de la Crítica en el Festival de Cine Fantástico de Avoriaz.

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La distopia, en el sentido más simple de esta palabra, nos lleva a pensar en un mundo que, de por sí, sería la actuación de una pesadilla de carácter político. Nace, este concepto, no tanto de la relación con el cambio estructural de la utopía, sino en función de aquellos elementos que ya forman parte de este elemento dialógico (se trata de un diálogo entre el autor y sus lectores, algo que ya se podía notar en Platón y que, efectivamente, es parte del caveat de Orwell); la distopia, efectivamente, no funciona solo en su valor de doppelgänger negativo, sino que pone de manifiesto aquellos problemas que ya se presentan en la estructura general de la utopía, o sea que, muy llana y simplemente, lo que para ti es un paraíso podría ser, para mí, una verdadera pesadilla. Esta función de contrapeso llevaría entonces a que las direcciones positivas y optimistas de las que esperamos vernos colmados se traduzcan también en una advertencia capaz de ayudarnos a tener una visión más fría y atenta de lo que la política presente puede provocar en el futuro (desde el problema del comunismo y de su dictadura en el ya mencionado Orwell hasta el problema de la libertad de género en el hoy famoso Cuento de la criada).

La Nueva York de Carpenter, por supuesto, forma parte de los cuentos distópicos de nuestra cultura, no solo cinematográfica, sino más bien cultural (véase también el libro sobre la producción del filme). En su función elemental, efectivamente, la obra del autor estadounidense nos llevaría a seguir las aventuras de un personaje principal, Snake Plissken, cuyo objetivo se sitúa en una dualidad relativa: por una lado estaría el de salvar al presidente de los Estados Unidos, fin este de ninguna importancia para nuestro antihéroe, mientras que por el otro, se situaría la voluntad de supervivencia, aquella fuerza biológica que nos empuja a hacer también lo que normalmente rechazaríamos. Es por esta razón que la relatividad de la que hemos hablado ayuda a construir una estructura narrativa que juega con el carácter típicamente nihilista de Plissken: si bien él va a ser el héroe de nuestro cuento, este rol se debe no tanto a unos elementos intrínsecos, sino a una cuestión estrictamente conectada al azar y al presentar también la característica de ser un sujeto fácilmente prescindible, cuya existencia se encuentra en el conjunto de seres que es posible sacrificar ante unos objetivos (más) altos.

Demostración visual de una pérdida de empatía, la Nueva York en la que Plissken se mueve para encontrar y salvar a un presidente horrible es la encarnación del elemento orgánico de una sociedad que ha fluido hacia una necesidad de reconstruir su cuerpo. Isla que se rige por sí misma, estado que se alimenta en el interior de otro más grande, esta Nueva York es el punto de partida para que los peores elementos de la humanidad puedan funcionar bajo el concepto de supervivencia del más fuerte (una fuerza, obviamente, de carácter violento). Su estructura en cuanto modelo pseudobiológico de la sociedad humana nos ayudaría entonces a crear un doble nivel de lectura de su misma existencia: por un lado esta ciudad sería la representación del verdadero ánimo humano, afirmación rotunda por parte de Carpenter, de que el hombre (y la mujer) es en definitiva un personaje del que el universo puede deshacerse sin temor a romper un equilibrio natural, y por el otro, esta Nueva York permitiría acceder al significado de propagación de una enfermedad, ya que el estado hiperconservador de los Estados Unidos distópicos necesita esta ciudad, cuya diferencia superficial escondería una similitud profunda.

La película de Carpenter forma parte, por estas razones, de la cultura y contracultura típica de nuestros tiempos. Más allá del valor temporal en relación con la sociedad en la que fue concebida, la de los años setenta y ochenta americanos, logra efectivamente traspasar los bordes del tiempo y entrar directamente en el conjunto de obras sempiternas que funcionan en cuanto elementos de debate y de diálogo con cualquier tipo de espectador, pasado, presente o futuro. La correcta mezcla de voluntad narradora y de elementos de crítica social subrayan, de hecho, la importancia que tiene el cine en su función de punto de contacto entre el mundo exterior (el real, el en que vivimos y actuamos) y el mundo interior (el de la películas, limitado teóricamente por los bordes de la pantalla), importancia que se traduce en la voluntad por parte de un artista de quererle hablar a su público. El nihilismo en el que está sumergida esta obra, entonces, logra salir de sus límites narrativos y, sin dejar duda alguna, nos presenta un mundo que se crea una y más veces en nuestro imaginario cultural y social; película perturbadora, a todos quizás nos gustaría ser como su protagonista, incapaces, sin embargo, de dejarnos llevar por una visión así deprimida del ser humano.

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Las secuelas fílmicas se basan normalmente en dos grandes elementos de carácter narrativo: por un lado, la necesitad de proponer otra vez lo que le había gustado al público, por el otro, la voluntad de cambiar, de variar, de poner en marcha una serie de nuevos detalles con los cuales sería posible hablar de “novedad” a la hora de hacer una comparación entre los filmes. Las dos cosas, obviamente, no permiten acercarse sin demasiadas dificultades al acto creativo y, por esta razón, lo que normalmente pasa es el hecho de dosificar con mucho cuidado los elementos para que el resultado pueda gustarle a los espectadores. Problemas de este tipo son los al que tuvo que enfrentarse, por ejemplo, George Lucas, cuando sus precuelas no encontraron el favor del público y de la crítica (algo inmerecido, las obras son efectivamente muy buenas) por ser demasiado diferentes a la trilogía original, todo lo contrario del Terminator de Cameron, cuya segunda entrega (que hubiera tenido que ser la final) obtuvo gran éxito. Proseguir con una estructura narrativa, entonces, puede ser (y, efectivamente, lo es) un trabajo peligroso.

En el caso de Escape from L.A., una de las críticas negativas que se han montado en contra de esta secuela es la de haber propuesto simplemente el mismo guion, una afrenta, esta, a cualquier tipo de voluntad creadora. Sin embargo, la decisión de seguir un canovaccio parecido al de Escape from New York no se debe a un director o guionista externos, sino al mismo John Carpenter. Se trata, entonces, de una decisión artística precisa, tomada conscientemente, lo cual nos lleva a tener que hablar no tanto de una reproducción de algo ya visto, ya experimentado, sino de una voluntad de guardar las mismas pautas que aparecían en la entrega anterior. Si es Carpenter que copia a Carpenter, ¿es que hay que evaluar este acto como la pérdida de una fuerza artística, o es más bien un discurso necesario, producto de una decisión autónoma? La cuestión, en realidad, se basa en bien poca cosa, ya que si la estructura es la misma, se trata en realidad de algo menos concreto que un esqueleto. El uso que hemos hecho de la palabra canovaccio sería entonces el más correcto para definir la base sobre la que apoya la película.

El juego del que se nos pide formemos parte es el de la lectura en clave diferente de algo que ya fue y que ya pasó. Si la primera entrega jugaba con la cuestión de la distopía y del nihilismo, esta prosecución de las aventuras de Plissken exige que entremos en contacto con el sentimiento cultural y social típico de los años noventa. Lo que estamos viendo, o sea lo que Carpenter nos ofrece, no es una copia, sino el concepto mismo de re-leer, de re-estructurar una base narrativa según el tipo de ojo que la mire; las aventuras en Los Angeles del futuro serían por esta razón la demostración de que, si bien el concepto es el mismo (salvar a alguien antes de que nos maten), las diferencias en los detalles son tales que ponen de manifiesto las dispares perspectivas desde las cuales es posible analizar un hecho (un arco narrativo, en nuestro caso). La seriedad de la primera entrega, con su mundo deprimente, se convierte en un sentimiento más bien hipersuperficial, en el cual se subraya el carácter divertido de la película, y es así que Carpenter se permite revelar una serie de comentarios sobre nuestra sociedad con los cuales permitir un diálogo entre él y su público; la hipersuperficialidad, en otras palabras, es el punto de partida de una forma de crítica social entretenida.

No es verdad, entonces, que el espíritu original de la película anterior se pierde en momentos de acción más pura y de carácter visual (el placer de la imagen, en otras palabras, contra el valor de las temáticas). En nihilismo y el sentimiento de depresión, de asfixia, que habíamos encontrado en Nueva York se transforma en la parodia de sí mismo, sin embargo, sin perder el carácter de malestar ante una sociedad, la nuestra, que se desenvuelve en las escenas que Carpenter nos regala en la pantalla. Se trata, quizás, de una crítica más pesimista, ya que la seriedad de la entrega anterior se mezclaba con una voluntad de revuelta ante un mundo hostil, mientras que ahora parece que la aceptación de que el mundo no puede mejorar nos lleva, como a Plissken, a un cinismo más fuerte y, bajo su máscara de superficialidad, más negativo.

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Lo postapocalíptico, género narrativo que se inserta en el juego de la ciencia ficción, parte de una cuestión muy basilar: ¿qué tipo de humanidad y de sociedad sería la en la que las grandes estructuras sociales (los estados, de hecho) ya no existen? La disminución de la población humana, la falta de una red de carácter político, la pérdida de unas leyes reconocidas en cualquier parte del mundo, todo esto conlleva un doble sentido: por un lado el temor a una destrucción de lo que llamamos sociedad y, por el otro, la gran libertad que se supone nace en relación con la pérdida de cualquier tipo de hipertribu (se entiende con esta palabra los grandes estados, leviatanes típicos de carácter hobbesiano, amados por algunos y odiados por otros). Es quizás por estas razones que obras de este tipo (desde el cuento breve de Ganivet sobre Granada hasta la novela conservadora de Walter Miller) parecen no encontrar una lectura clara, simple y, obviamente, precisa, lo cual, efectivamente, no es una debilidad, sino, por el contrario, el punto de fuerza gracias al cual se le presenta al público un momento de reflexión y de crítica no solo política, sino también social y cultural.

Basada en una serie de novelas cortas (o cuentos largos) del prolífico escritor Harlan Ellison (link1link2), esta película de 1975 nos presenta a dos protagonistas que intentan sobrevivir en un futuro en el cual las únicas reglas son las de pensar en salvarse a sí mismo. El concepto de homo homini lupus, entonces, se viste de un carácter más bien de ciencia ficción que subraya la falta de empatía, o sea un componente del que el ser humano puede, en determinadas situaciones, deshacerse. Los dos protagonistas, en este caso, están unidos por lo que, efectivamente, parece ser el único elemento de amistad y, por raro que pueda parecer, de humanidad en toda la película, cuyo resultado es un sentimiento de humor negro y cinismo que brota de un final altamente inteligente e imposible de prever. Sin embargo, esta pizca de humanidad entre ellos aumenta su carácter paródico, ya que se trata de la relación entre un perro y un chico, los cuales dialogan entre sí gracias al uso de poderes telepáticos; las relaciones que se entablan entre seres humanos, en contra, son todas destinadas a la frustración.

El mundo que se desarrolla en la pantalla sirve, obviamente, de lienzo para entablar un discurso crítico en función de comentario(s) de una sociedad (la presente) que desafía la idea de bondad humana típica de aquellos dulces sueños que nos proponen los amantes de Rousseau; aquí no hay ningún buen salvaje y los hombres, a diferencia de lo que decían algunos pensadores anárquicos del siglo XVIII, solo piensan desde un punto de vista estrictamente egocéntrico (el yo es lo único que tiene que sobrevivir, todo lo restante es inútil). Nada, en todo este mundo, parece tener tan solo una gota de bondad, menos, como ya hemos dicho, la relación un poco tóxica entre los dos protagonistas. Si de amor tenemos que hablar, entonces, este estaría conectado con el sentimiento de unidad entre seres situados en un mundo que intenta matarlos o, en los casos mejores, explotarlos. La atracción entre los sexos se distribuye así en una serie de elementos que, al final, vuelven a mostrar la imposibilidad de una unión que sea efectivamente empática; más allá de la simple lectura misógina, lectura obviamente errada, el juego que pone en marcha esta película es la de un mundo cínico, en el cual todos intentan matar o explotar al otro.

Lo que queda aquí, en el texto discursivo, lleva al espectador a una serie de inferencias que ponen en marcha unas preguntas a las que resulta difícil darles unas respuestas. Efectivamente, el hecho de situar el cuento en el contexto de un mundo postapocalíptico nos permite acceder a la proposición principal sin que esta se presente en forma directa: la falta de un realismo total, completo, y la presencia de elementos de carácter de ciencia-ficción abren paso a un discurso más profundo del cual no podemos deshacernos fácilmente. Si el de A Boy and His Dog es un futuro posible de la humanidad, ¿qué es lo que hay que extraer de todo esto? Y la otra gran pregunta que se nos abre ante los ojos es la de si la falta de empatía y la presencia del cinismo son los productos de una decadencia moral del hombre o si, en realidad, son los elementos nucleares de su espíritu, parte no tanto integrante sino basilar de lo que es. Afirmación deprimente, el hombre (y la mujer) sería entonces lupus, con todo lo que esta palabra significa; una consideración negativa, por supuesto, pero, quizás, más real de lo que se puede creer.

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2046 aficheLa tónica es la de su antecesora Deseando amar (Won Kar-wai, 2000): intimista, furtiva desde la experiencia del espectador, con frecuencia observando detrás de marcos de puertas o paredes que nos posicionan en ambientes estrechos. Privilegio de observar lo personal, lo secreto, lo privado, lo incomprendido. Son los típicos encuadres de Won Kar-wai, aprovechan una puesta en escena donde lo importante sucede en la estrechez de los pasillos como espacios enmarcados entre estructuras y puertas de madera.

El Sr. Chow regresa al 2046, sitio donde va a tomar contacto con los recuerdos, en realidad,  es la ficción de una novela que refleja el sentir de su autor. Una serie de vicisitudes amorosas lo devuelven al punto de partida, otra vez termina siendo el de Deseando amar: sobrio, respetuoso y comprometido con su sentir; luego de haber incursionado en el mundo del juego y el sexo desenfrenados. La dicotomía nos pone sobreaviso, no hay nada permanente pero si lo hay, Chow ensaya un estilo que lo termina desbordando; los sentimientos tarde o temprano aflorarán y tendrán la particularidad de lo imposible. Las historias se superponen y repiten en un clima que no aporta discernimiento, al menos al protagonista; el espectador como testigo tiene ventaja, la distancia permite reflexión.

Un interesante manejo del tiempo que agiliza el relato aportando matices, y un trabajo del color que por momentos asocia el blanco y negro a experiencias del pasado y el rojo a la pasión, contrastante con la frustración del sentimiento. Emociones que indefectiblemente no van de la mano y sirven a propósitos opuestos, nunca logran conciliarse. La pasión no logra congeniar con el amor, el Sr. Chow no puede integrarlas en su experiencia; se produce  un desfasaje que las alterna. El sexo en promiscuidad es vía de escape, así como también el juego, pero los sentimientos irrumpen, no pueden controlarse, simplemente surgen, y es allí, donde comienza a emerger la conciencia de un dolor que terminará en hastío, depresión y falta de perspectiva. El sentido no está claro, la vida es ensombrecida por recorridos en blanco y negro en el interior de un taxi, el camino es solo eso, tránsito hacia la nada, al menos, hasta que Won Kar-wai se decida a continuar la obra.

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Una visión desoladora bajo la cáscara de una vida frívola que tiene su explicación. Nos obliga al ejercicio de empatía, comprensión, y hasta diríamos compasión, frente a un personaje presa de su inevitable condición  humana.

El tiempo diegético juega con el paso de los años y los cambios, tránsito sobre un mismo eje que reproduce circunstancias similares, para volver al inicio, en una especie de círculo vicioso que nos retrotrae nuevamente al blanco y negro en asociación al antecedente vital de Deseando amar. Es imperativo visionar ambas películas  en orden. Hay una solución de continuidad que invita a comprender la segunda por la primera y viceversa. La vida se repite.

2046 funciona a manera de desquite sexual, lo que no sucedió antaño va a suceder en la misma habitación hoy, recuperar un tiempo perdido que va a continuar perdiéndose, porque el amor no se fuerza, simplemente sorprende, es su característica principal. La recreación fracasa desde la diferencia, el momento no es oportuno e impide al Sr. Chow transitar más allá de un límite. La costumbre es alternante, mecanismo de defensa con tiempo de caducidad ni definido, ni decidido. Nuestro protagonista sostiene un perfil de juerguista, que le impide tomar contacto con su soledad y necesidad. Es la evasión como combate al dolor, y es por eso, que no es capaz de acceder a lo que añora, ni siquiera volviendo a la habitación 2046.

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El error de la fantasía como solución por un recuerdo inalcanzable, aun desde la ficción, se vuelve  punto de fuga inútil al que se apela en el presente para solucionar un nuevo desborde de lo afectivo sin correspondencia. Chow no tiene presente, todo el tiempo es suceso del pasado, el sentimiento se repite y lo retrotrae hacia otra época; la soledad se filtra a través de los excesos, no es efectiva la anestesia, la realidad desborda los sentidos. Asistimos a la inutilidad de recursos psicológicos ineficientes, que se tragan las intenciones indefinidas de un protagonista en constante lucha por descubrirse. Lo atestigua su rol, por momentos es narrador externo a su circunstancia, se esmera en trasmitir al espectador desde la sinceridad de alguien preocupado por comprender la vida de los afectos. El personaje se narra a sí mismo, y al instante se produce el contraste, el juerguista es un ser humano más serio y sufriente de lo que aparentaba, Won Kar-wai da su visión de manera clara, la contraposición es por la vía del comportamiento observado y narrado desde la experiencia de alguien que necesita comprender. Luego de ocurridos los sucesos, algunas conclusiones se obtienen. La vida es un difícil camino de aprendizaje por la experiencia, que nos lleva a repetir los mismos errores desde lugares diferentes. El tímido Sr Chow de Deseando amar obtiene resultados semejantes a los del jugador de 2046. Se queman las alternativas. La “persona” y la “sombra”, en términos de psicología analítica,  no son suficientes en estado puro, hace falta calibrar su presencia en función del tipo de acercamiento necesario frente al otro; actuar según la circunstancia. Chow concluye que tal vez no sea bueno aceptar un “no” por respuesta. Algo falla en su posicionamiento frente al mundo, por eso, intenta comprender, aun asumiendo que el amor llega de forma inesperada. No es una cuestión del destino, pero resulta ser que siempre lo toma desprevenido y, por diferentes circunstancias, no logra constituir una relación con la persona amada.

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El amor físico versus el amor espiritual fuertemente anudado al compartir pequeñas cosas, vivido como una necesidad imperiosa que pretende ser negada. Un filme que rescata la sabiduría de una experiencia lenta que pasa factura a los golpes. Chow necesita del transcurso del tiempo para entrever ciertas cosas, aunque solo de forma parcial. El aprendizaje de la vida es como un proceso de tropezones constantes que figuran una ceguera inevitable; la irrupción también es el recuerdo, el deseo de amar siempre está latente, es inextirpable. El Sr. Chow debe padecerlo, mientras llega a darse cuenta de una irrupción inesperada que operará como constante  ligazón, entre el pasado y el presente representado por ambos filmes.

Nos falta el futuro. Es la desolación,  la incertidumbre en un tiempo que culmina bajo la inevitable afectación del pasado: el viaje en taxi, el blanco y negro; todo alude al traslado final en la separación, conexión que solo puede establecerse viendo ambos filmes. Vale la pena, la invitación está hecha.

Tráiler:

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Cartel de la película Á ma soeurEn la página web de la colección Criterion, una respetada selección de títulos cinematográficos de factura internacional, hay una pestaña que permite explorar el catálogo a través de temáticas. Una de ellas lleva por nombre Growing Pains, que se puede traducir más o menos como Dolores que crecen, refiriéndose alegóricamente al fin de la infancia, a la pérdida de inocencia y al enfrentamiento con la adultez; transiciones que deben vivir los protagonistas de estas historias. Y es acá, junto a Louis Malle, Andrea Arnold y Lynne Ramsay, donde se puede encontrar a Catherine Breillat y su À Ma Soeur! (Fat Girl, 2001), concebida a través de un realismo atípico, con un imaginario basado en la soledad, la búsqueda de identidad y el apego a los deseos más básicos; un retrato honesto acerca de la sexualidad, los celos y la bruma grisácea en la cual puede convertirse la adolescencia. Sería cínico describir con estas pocas palabras y etiquetas un trabajo como el de Breillat, pero también sería pretencioso verlo de otra forma.

Elena (Roxane Mesquida) tiene quince años: es delgada y confiada. Su antítesis, Anais (Anaïs Reboux), tiene doce: pasada de peso y desaliñada; solitaria, insegura. Son hermanas sumidas en una constante rivalidad, cuya brecha se vuelve más pronunciada cuando Elena conoce a un apuesto estudiante italiano, decidido a seducirla. Anais no tiene otra opción que convertirse en testigo de la aventura entre los dos amantes, mientras se consume lentamente en sus propios pensamientos. ¿Sufre debido al rechazo de los otros? ¿Está arropada por los celos y el resentimiento? ¿Es acaso la imposibilidad de sentirse amada sexualmente por alguien? Sí, y no.

Fotograma de la película Fat GirlEsta no es la típica niña que desea atención por parte de los mayores o que sufre por ser gorda. No. Ni en lo más mínimo. Por supuesto, algunas de sus acciones y matices de personalidad están condicionados por estos aspectos, pero no delimitan el abanico de sentimientos y contradicciones que fluyen de su persona. Entre mucho, hablamos de pérdidas momentáneas de esencia. Odia a su hermana, pero quiere ser como ella, o por lo menos tener las mismas oportunidades. Hay pocos vuelcos decisivos en la obra de Breillat, que se toma el tiempo necesario para ahondar en la psicología de sus personajes. La estructura del guion, a pesar de mantener su linealidad, no es convencional por completo, pues no sigue los cánones establecidos de la ficción en lo que respecta a los famosos plotpoints o puntos de giro. Más bien hay algo del género documental, acompañado de una frialdad existencialista muy al estilo de Michael Haneke.

Fat Girl, imagenTodo este mundo interno se nutre gracias a encuadres favorecidos por su gran carga metafórica, como por ejemplo, una visita de Anais a la playa, en la que se sienta en la arena con las piernas abiertas y la espalda curva, dejando que el mar arrastre lo poco que queda de su pureza, sin hacer nada. El ritmo de la trama avanza en prosa y las imágenes recuerdan pinturas, pero quizás el vínculo más importante del conjunto se encuentre en Le Viol (La violación), de Rene Magritte, pintura surreal al óleo de 1935, que muestra el rostro redondo de una mujer, cuyas facciones son reemplazadas por un femenino cuerpo desnudo.

Anais solo desea corromper su integridad para formar parte del mundo que la rodea. Usualmente, el descubrimiento sexual en las películas de Breillat está sumido en una maldad intrínseca, como una metáfora que recuerda al mito de la caja de Pandora. À ma Soeur! no es la excepción, desligada de falsos moralismos que ayudan a crear un conjunto integral, una película que parece desarrollarse con parsimonia al inicio y que va descendiendo a una oscuridad inquietante. El manejo del tema sexual recuerda un poco al cine de Larry Clark, en especial a Ken Park (2002). No obstante, es menos explícito, más estilizado y más memorable. Quizás Breillat confía en el impacto de sus escenas para crear una conexión emocional con el espectador, o tal vez su honestidad está condicionada para mostrar ese instinto nihilista reprimido por la sociedad. Cabe destacar el polémico final: inesperado, sí, pero el único posible para crear la sutura.

A ma soeur - Fat GirlBreillat ha mencionado anteriormente que Saló, o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) es una de sus películas favoritas, y aunque Pasolini es hablar de excesos, sin duda alguna es una influencia importante en el lenguaje cinematográfico de Breillat. Sencilla en su realización y fuerte en su planteamiento, es una obra que pone a prueba constantemente al espectador, pero que asegura fructíferas recompensas. Es una historia que se construye correctamente tanto fuera como dentro de la pantalla, y que funciona de manera anecdótica: hay un inicio claro con suficientes brechas y pistas para discernir el pasado; hay un final abierto con suficiente intensidad para quedar satisfecho y dar un vistazo hacia el futuro. Es cine fuera del cine.

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About Elly aficheSi bien, no el mejor, uno de los filmes más importantes del realizador iraní. Trunco retrato, de una tímida visitante, en microclimas veleidosos que tensan relaciones desde la tragedia inesperada.  Farhadi nos hace saber de circunstancias penosas teñidas por un deseo de ajenidad que resiste su concreción.

Elly es invitada a un paseo en convivencia con amigos. Lo inesperado pondrá en jaque los vínculos habituales. La tensión encontrará una permanencia reticente a elucubraciones liberadoras;  permanecerán amparadas en un marco de incertidumbre. Juego de especulaciones en ausencia de rumbo fijo, la razón apela a un alivio jamás alcanzado; la cámara en mano se encarga de preservar un nerviosismo reforzado por la torpeza. Los golpes contra objetos coexisten con las dificultades para encender un anafe. El caos se desata en la mente de los participantes, la alegría del compartir abre paso a oscilaciones, es el temor por la responsabilidad. La presencia se transforma en ausencia, una búsqueda que intenta desarticular la imagen de quien no alcanza a registrarse ante tanta alteración de lo cotidiano.

Todo sucede “a propósito de Elly”, eje de la trama carente de relevancia en participaciones directas. La implicancia, desde lo que no importa, se traduce en la gravedad, hechos de los que todos pretenden permanecer alejados. Es lo interesante de la condición humana: el “yo no fui”. La expansión cala hondo en la moral, es ajenidad en la tragedia.

Juego de justificaciones,  tentativa para el alivio  en medio de sucesivas intencionalidades ocultas, que nos van legando la comprensión en cuenta gotas. El guion se las ingenia en un progreso paulatino, no devela reacciones, caen por su propio peso, de modo relacional, espontáneo; grotescos trazos comienzan a afinarse en medio de realidades familiares, lo humano está de por medio.

Lo inconsulto mimetizado en el bien común, abuso de lugares de “poder” ingenuamente usufructuados; Sepideh, en su postura desgarbada, es artífice oculto, referencia para cada punto álgido.

La historia ofrece mojones, comunicaciones dosificadas a manera de evolución, los silencios descansan en la confianza de un liderazgo tan impulsivo como pseudoredentor.

About Elly plano

Farhadi sabe abrir el abanico a una incertidumbre plagada de temerosas hipótesis necesitadas de aval. La mecánica deja al espectador ante lo incierto, el proceso de los personajes se filtra en la desesperación por su acceso a la verdad absolutoria. El condicional campea ante una llave esquiva, inimaginable por momentos. Catástrofe vislumbrada que se rinde ante la lógica, múltiples tentativas de justificación resbalan frente al rompecabezas de la vida. Cosas que suceden, en marcos habituales, se recortan en perfiles que complican lo cotidiano en situaciones de “emergencia”. Es el momento, el sentido cae sobre nosotros en pequeñas, pero firmes dosis, podemos saber qué está ocurriendo.

Cine sin transiciones, puntos colgados al disimulo, las pistas se ocultan mediante pequeñas discontinuidades que se pierden de vista a la interna de un guion bien estructurado. Elly, la cometa, nada más…qué pasó…el espacio es mínimo, aunque alcanza para generar incertidumbre. De la algarabía y goce se pasa a la angustia y desesperación derivadas de la incertidumbre en contexto de catástrofe. Se desata la crisis, la otra cara de los vínculos humanos.

El autor llega a justificar la “violencia de género”, en medio de coordenadas que la posibilitan, para trasladarla a un segundo plano ante una trama que necesita atender cuestiones más urgentes. Todo queda en el lamento, la palabra y la imagen nos trasmiten lógicas atenuantes, movimientos nerviosos adosados a una racionalidad de guion que permite comprender lo humano en varias facetas. Casi podría decirse que nos reconocemos en la ausencia de control, en la fragilidad ante estados de ánimo incapaces de transitar hacia la calma.

El epílogo define una resolución redentora, solo accesible a último momento. Farhadi no pretende indagar en el personaje que otorga título a su obra; solo es un instrumento al servicio de la exploración,  genera un intríngulis grupal, una  persistente tensión que es respuesta humana ante la culpa;.

A propósito de Elly fotograma

Ambiente “familiar” recreado a la perfección, los constantes movimientos de cámara imprimen un continuo dinamismo al vínculo. De la alegría a la tensión, la culpa y la redención, bajo el paraguas de una moralidad que pretende ser rescatada desde argumentos y teorías. Las “malas conciencias” oscilan entre tragedia y asunción.

Puesta en escena hacia la naturaleza y precariedad del mundo y las relaciones; siempre sucede lo que no parece que fuese a suceder: un alojamiento con cambio de rumbo, las implicancias del accidente, lazos familiares que semejan lo que no son. Un circuito de “engaños”, manipulaciones y calamidades transita por el progresivo hilo conductor tironeado desde un personaje del cual solo sabremos lo necesario. Elly existe, es una misión, un “a propósito de” alguien que tironea de la trama en presencia o elisión; un fuera de campo persistente en el discurso, una asociación a proyecciones constantes que definen la necesidad de un personaje, no diríamos enigmático, pero sí fragmentario, desconocido para sus anfitriones.

Vidrios rotos que denuncian la torpeza en las comunicaciones, recordamos la escena en la que Elly pasa, a través del agujero en la ventana, una pala con vidrios rotos que Ahmad, en un fallido intento por colaborar, desparrama en el suelo.

About Elly escena

La cinta es un drama que crece a medida que se asocia a un formato de “thriller moral”; la tensión se traslada de los peligros reales a los existenciales.  En el ojo de la tragedia está el humano y las repercusiones en el deber ser. Elly encierra la razón de las incógnitas, interpela desde lo enigmático.

La excusa retorna, una y otra vez nos situamos ante una dinámica generadora de expresividad, sobreviene el caos en la prolijidad de una cámara inquieta, aunque efectiva, y en conjunción con las precisas labores de los actores.

Un sentir de estados despunta con exactitud, circula por fuera de exabruptos que puedan fomentar cualquier tipo de grandilocuencia ajena a la trama. La historia no tiene más vericuetos que los que transitan las conciencias, allí está el motor del “thriller”, la acción externa es consecuencia, no hay motivación que sobrevenga en desesperación ante el desastre. La muerte no es la pérdida, sino la dificultad de aceptarse a sí mismo, de ajustarse en adecuación a un marco de tragedia.

Sepideh será otro motor, los descubrimientos están amarrados a elecciones y promociones secretas que juegan en presencia y ausencia de Elly. Esa articulación funciona, empuja el progreso de un guion que se las ingenia para mantener alerta al espectador. Un juego de “secretos” develados, en tiempo y forma, dosifican avances que anticipan la avidez; jamás sentimos huecos que estropeen el necesario in-crescendo en la tensión.

Un ejercicio puramente cinematográfico que se impulsa en austeras e impecables puestas en escena anudadas a movimientos de cámara que articulan la precisión para dar la idea de desorden. Paradoja esencial que demuestra las habilidades de uno de los mayores talentos cinematográficos del siglo XXI.

A propósito de Elly fue galardonado, en los Festivales de Berlín (2009) y Tribeca (2009), con los premios al mejor director y película respectivamente. Ya se vislumbraba la impronta de un autor que sabría consagrarse a futuro; Nader y Simin, una separación (2011) y Un héroe (2021) serán los puntos más altos en la carrera del realizador iraní.

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a-traves-de-los-olivos-posterEste mismo año nos dejaba un director que era la imagen de la complejidad artística. Aunque los cinéfilos recordaremos a Abbas Kiarostami por su trabajo tras la cámara, lo cierto es que durante su carrera tocó todos los palos dentro de la creación de películas. Guionista, montador, director, productor, fotógrafo… su idea de cine ha dejado para la posteridad un puñado de obras maestras, siempre fieles y coherentes con el estilo de un director capaz de ver la poesía en las cosas pequeñas, en la rutina, en el deambular por caminos perdidos, en la gente que parece alejada en el tiempo y en el espacio de la realidad moderna. Retrató el Irán rural con la mirada profunda del que pretende comprender los contrastes, las pequeñas piezas de vida que conforman la existencia humana, armado de la belleza de lo puro, sin artificios ni trucos de magia. Con Kiarostami perdimos algo más que un director de cine: perdimos a un poeta.

En A través de los olivos se recogen, en plenitud, todas las obsesiones de Kiarostami como autor, esos temas recurrentes con los que conjugó imagen y pensamiento a través de sus películas. Además, es en esta cinta donde rinde homenaje a su oficio, el arte que amó hasta el final de sus días: el cine forma parte esencial de la historia, un diálogo magistral con el medio que otorgó al director su lugar de oro en la historia del cine.

Kiarostami nos conduce de nuevo, como espacio habitual de sus propuestas, al Irán rural, de pueblos pequeños, carreteras embarradas, gente sencilla y costumbres en plena mutación, con el constante enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo como fondo cultural. Este paseo por el localismo de un lugar tan concreto sirve al director para la reflexión acerca de temas universales, las básicas preocupaciones humanas que conectan con cualquier espectador con independencia de la parte del mundo en la que se encuentre. La muerte, el cambio, el paso del tiempo y, por supuesto, el amor, pasan a través del personal prisma de un director capaz de encontrar la magia en los detalles nimios, en ese rincón donde nadie se molestaría en buscar una historia. Con una sencillez aplastante en lo visual, el resultado es la sorprendente complejidad de lo humano.

Fotograma de A través de los olivosA través de los olivos narra la llegada de un equipo de rodaje al norte de Irán, donde tiempo atrás tuvo lugar un terrible terremoto que acabó con la vida de decenas de personas. La intención de este grupo de cineastas es contar cómo estas gentes han seguido adelante, buscando esperanza en el futuro con la tristeza de la tragedia a las espaldas. El director, con la clara honestidad que reviste su cine, muestra sus intenciones como realizador, como contador de historias, en un proceso casi documental sobre el rodaje de la película. La visión personal del cineasta se hace dueña de la ficción, y vemos cómo traslada su pensamiento cinematográfico en la figura de este equipo de rodaje pensado para el filme. El uso de actores no profesionales, la sencillez técnica, el retrato de la vida real, la mirada reflexiva sobre el día a día de los protagonistas, son piezas clave en esta película dentro de otra película, una lección de metacine que es clave para entender la propia naturaleza de la película, pero también para dar sentido al propio arte de Kiarostami.

De fondo, una historia de amor/desamor entre dos jóvenes, que pondrá en problemas toda la producción por culpa de sus desencuentros. Sin carga dramática innecesaria, sin estridencias exageradas para la manipulación del espectador, Kiarostami nos convierte en observadores privilegiados de este paraje abandonado por el tiempo. Evita cualquier etiqueta de género, puesto que la experiencia humana completa incluye el drama, el humor, la tragedia y la alegría, pero explicadas con naturalidad aplastante por un autor libre, sensible, dueño de una mirada única y personal.

A medio camino entre la ficción y el documental, Kiarostami no renuncia a contar una historia, pero lo importante para este director está en los detalles, en la vida que bulle en las calles y en los caminos, en esos personajes que deambulan por la pantalla sin nada que decir en apariencia, pero en donde reside la vitalidad que destila la obra de Kiarostami. Siempre con su propio ritmo, su modo inequívoco de avanzar por su propuesta, calmada, sin caer en los cambios de velocidad efectistas y sin sentido. El obsesivo manejo del tiempo por parte del autor nos transporta a un mundo de silencios, de reflexiones sobre el sentido de la vida en boca de unos personajes que observan su mundo desde su reconstrucción tras la llegada de la tragedia. La voz humana, en forma de diálogo pausado o monólogos llenos de entrañable sabor agridulce, rompe el sonido del viento que mece los olivos. El universo de Kiarostami avanza a otra velocidad, al ritmo que marca el día a día diametralmente opuesto al bullicio de las grandes ciudades.

Imagen de A través de los olivosLas películas de Kiarostami parecen un todo cohesionado, a través de la mirada, a veces crítica, a veces amable, siempre única, de un director de pequeñas cosas. El continuo movimiento por caminos rodeados de paisajes rurales, la constante peripecia a bordo de vehículos destartalados, son otros de los lugares comunes que construyen ese todo que es el cine del realizador iraní. Universo que se ha quedado mudo con la desaparición de su ideólogo, observador incomparable de lo cotidiano, que aunaba el espíritu de meticuloso documentalista con la intensa búsqueda en la ficción de una realidad mínima y hermosa.

Podría haber escogido cualquiera de sus películas para esta crítica, que es más rendido homenaje. Pero A través de los olivos es la ejecución perfecta de todas las obsesiones de Kiarostami como autor, al mismo tiempo que lanza una mirada hacia su propio trabajo en forma de ficción, de la mano del personaje del director de película dentro de la película, alter ego, suponemos, del propio artista.

Sirva como recuerdo, uno de tantos, dedicado al cine de un maestro, que buscó siempre en sus propuestas una verdad honesta necesaria para seguir entendiendo el fabuloso arte de hacer películas, por encima de cualquier otro ruido.

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Acero Puro - CartelEn 1956, la Revista de Ciencia Ficción y Fantasía (The Magazine of Fantasy & Science Fiction) publicó el cuento corto Steel, del escritor americano Richard Matheson.  En ella, el boxeo profesional se prohibía en el mundo y era reemplazado por la lucha de robots.

La genial historia se convirtió en 1963 en un capítulo de La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), la genial serie de televisión dedicada exclusivamente a la ciencia ficción. Casi 50 años después, en 2010, se empezó a desarrollar el largometraje basado en esta historia que parecía condenada al olvido. La película, Acero puro (Reel Steel, Shawn Levy, 2011), recogió casi 300 millones de dólares en taquilla en el mundo y recibió una nominación al Oscar, pero hoy parece condenada al pasado y en la eterna espera de una segunda parte.

La cinta nos cuenta la vida de Charlie (Hugh Jackman), que sigue detrás de un sueño que perdió hace años, él insiste en la vida de boxeador que quedó atrás y que fue reemplazada por la tecnología, robots que luchan y realmente se destruyen en el ring de boxeo. A Charlie le cuesta aceptar que el tiempo ha pasado y lo que él sabía, para lo que tanto se preparó, se ha quedado atrás, se ha vuelto obsoleto. El único pasado que continúa en su presente es el de las continuas deudas y los problemas en los que se ha metido por sobrevivir e insistir en la lucha libre.

Y para rematar, tiene que hacerse cargo de un hijo que ni siquiera se acordaba que tenía. Max (un explosivo Dakota Goyo) es un fanático de la tecnología y tan terco como su padre, a quien jamás conoció, pero la sangre no se puede negar. Ama las luchas de robots y sabe todo al respecto, las ha seguido todas y su sueño (¡Gran coincidencia!) se cumple con su padre, con quien tiene una pésima relación.

Acero Puro - Fotograma

Gracias a la terquedad de Max, padre e hijo terminan rescatando un robot de Generación 2 de un basurero, olvidado por la tecnología y el mundo. Una de sus funciones es la imitación de los movimientos, lo que lo hace casi real, un ser vivo con consciencia, algo claramente imposible. Atom, como dice su nombre marcado en el pecho, es la pieza clave que los une en un sueño en común. Además, se le suma el interés romántico de Charlie, la hermosa Bailey (una fantástica Evangeline Lily), completando un trío maravilloso que funciona como un engranaje perfecto, se complementan tan bien que parece que se conocieran de toda la vida.

La película no parece ofrecer nada novedoso en términos de narrativa, pero a medida que avanza se mezcla con un road trip de padre e hijo con un objetivo en común y un mensaje muy poderoso: nunca es tarde para ponerle la cara al pasado y seguir el camino. Todo esto con una pregunta constante sobre la paternidad, ¿qué es más importante para un hijo? ¿Estar junto a su padre, un hombre sin dinero ni futuro, o con una familia que tiene todo el dinero que puede desear? Y también está el tema del «underdog», de aquel menospreciado al que nadie le tiene fe, que al final de la cinta estalla en una batalla épica y una conclusión memorable, dando un giro final a una historia que parece predecible pero sorprende con su frescura y humor.

Acero Puro - Fotograma

El complemento es una banda sonora maravillosa, cargada de rock y hip hop con grandes representantes del género, desde Foo Fighters y Limp Bizkit hasta Eminem y Beastie Boys, que acompañan las peleas de robots como si fueran una coreografía de la canción de turno. Además, la música incidental de Danny Elfman es emocionante, adecuada para los momentos de más emoción y esperanza para Charlie y Max, y como antelación para todo lo que viene.

Los efectos especiales son otro protagonista, así como en Chappie (Neill Blomkamp, 2015) o Titanes del Pacífico (Pacific Rim, Guillermo del Toro, 2013), los robots han sido logrados con una precisión increíble, todo se ve tan  fluido gracias a la captura de movimiento desarrollada para Avatar, los más de 20 animatronics y la asesoría del famoso boxeador Sugar Ray Leonard hacen de las secuencias de acción algo tan real como emocionante y preciso, son el plato fuerte de una cinta con muchas fortalezas. Con este trabajo lograron una nominación al Oscar por Mejor Efectos Visuales, premio que se terminó llevando La invención de Hugo (Hugo, 2011), de Martin Scorsese.

Siempre es bueno buscar en el baúl de los recuerdos y rescatar para la sección de Reencuentros estas historias que han tenido todo para triunfar. ¿Por qué ha quedado en el olvido esta película? Shawn Levy logró reunir un gran equipo de talento para hacer de esta cinta una película que, como fue llamada en España, es “acero puro”. El mundo de las peleas ilegales, pero con robots, es muy emocionante, una idea que lleva vendiéndose más de 50 años. Tiene unas excelentes actuaciones, una historia entrañable para la familia y la emoción elevada gracias a las escenas de acción. Y hoy, la película no se encuentra disponible en ninguna plataforma de forma gratuita.

Acero Puro - Fotograma

¿Acaso ya superamos la época de las películas de robots? Después de la sobresaturación de la saga de Transformers del siempre mediocre Michael Bay, parece que los estudios decidieron invertir su dinero en otras cintas y no en los monumentales efectos especiales que siempre requieren estas cintas de ciencia ficción. O quizás por la desaparición de Touchstone Pictures en 2018, empresa que se encargó de su estreno, los derechos de la cinta se fueron perdiendo en el camino hasta quedar relegados al que quiera pagar por verla (Está disponible para alquiler en Google Play).

Es una lástima, en una época en que la sobresaturación de productos nuevos que no llaman la atención parecen reventar las plataformas del mundo, muchos espectadores buscamos esas apuestas seguras que nos hicieron disfrutar y que vale la pena repetir más de una vez. Acero puro es una de las mías.

Trailer:

https://www.youtube.com/watch?v=CPMkO3u_99Y

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Cartel de la película AkiraEscribir sobre una película de culto no siempre es fácil, y no porque falten las palabras, sino porque tenemos cierto tipo de caos innato (o de religiosa reverencia) que no nos permite tener las ideas muy claras. Dicho de otro modo, si una película es un clásico y ha llegado al estatus de culto, examinar las razones que la han llevado a estas alturas significa abordar un tema que, de por sí, resulta demasiado vasto y terriblemente largo para que se puedan resumir en un puñado de párrafos los detalles y los rasgos de toda la arquitectura (lo que está afuera y lo que está adentro, como si de una catedral se tratara) de la obra a examinar. Sería deseable, para el crítico, que se confiara en él y se contentara el lector con el simple dogma de “vaya a verla, es una obra de arte”; pero sueños de este tipo no siempre (nunca) funcionan, y se necesita dar unas razones que motiven la elección de ciertos adjetivos (fantástica, sublime, espectacular) a la hora de describir el filme. Además, “culto” no significa “buena” o “clásica”, ya que una película mala puede, de todas formas, llegar a obtener este estatus por razones que se refieren a lo terrible que es y que nos permiten disfrutar de lo ridícula que resulta ser. No es el caso, afortunadamente, de Akira.

El filme nace como transposición (cambio de medio) del manga homónimo, creado en 1982 por el autor japonés Katsuhiro Otomo, quien se encargará también de ser el director y el coguionista del anime. El producto final desvela así una estructura autoral muy precisa, la presencia de una sola mente capaz de ofrecer una visión calibrada, unificada, concreta; se nota la armonía casi biológica, física, de la película, la unidad estética que se une a la búsqueda del encaje entre lo técnico (la espectacularidad de las escenas, el montaje fluido, lo cinético de los movimientos) y lo narrativo, la necesidad por parte del director de presentarle al público un producto que funcione en sus diferentes niveles. Si las imágenes y su animación funcionan, esto no se resuelve en un simple mecanismo visual, la hermosura de lo que vemos, justamente, sirve como medio para alcanzar un objetivo más importante para el autor, el desarrollo de una historia capaz no solo de entretener (lo que veo me gusta) sino de llevar a un examen de nuestro contexto social (lo que veo me hace pensar); por esta razón es necesario afirmar que Akira no es solo una buena película de animación, sino uno de los filmes más importantes de la historia del cine.

Fotograma de la película japonesa Akira

El mundo en el que se encuentran los personajes, la atmósfera en la que nos encontramos a la hora de dejarnos llevar por el ojo del director, definen no tanto una distopia irreal, la pesadilla de algo que no puede pasar, sino una posibilidad (negativa, sí, pero siempre una posibilidad) de lo que nos reserva el futuro, una metáfora de los peligros de la ciencia y de la tecnología (no malas de por sí, sino simples instrumentos que pueden llevarnos al progreso o a su contrario), así como de la destrucción que puede conllevar un uso no correcto del poder. Exactamente, como en el caso de Blade Runner o de Ghost in the Shell, la obra que nos es ofrecida funciona sobre todo gracias a sus diferentes niveles de lectura, con una historia que esconde detrás de sí un conjunto de discursos profundos que salen de la pantalla (el mundo que vemos) y se reverberan en nuestra cotidianidad (el mundo que vivimos); aquella distopia del Japón futuro no es un detalle secundario, la simple necesidad de darle a la historia un toque fatalista, sino la voluntad por parte del autor de recrear el espacio cultural que experimentamos (que experimentábamos en los años ochenta) para que se establezca una red conceptual entre la película (ficción) y el espectador (la realidad).

Akira, imagen

El carácter maduro de la película se debe así, sobre todo, a la falta de una visión extremadamente dual, que dividiría al mundo y a los personajes entre buenos y malos: estas dos categorías no tienen sentido aquí, y prefiere ensuciarse (¿evolucionarse?) con las tonalidades de gris, permitiendo así una interpretación necesariamente más profunda y, sobre todo, borrosa, indefinida, que nos lleva a un análisis posterior del que no es posible extraer una visión general que no sea ambigua por sus propias características de buscada confusión moral. Todo, entonces, nos ayuda a entrar en contacto con una atmósfera nueva, diferente de nuestra realidad, pero, al mismo tiempo, perfecta metáfora de nuestras vidas, espejo de un porvenir posible, verosímil; lo auténtico que revela ser el mundo de Akira, su esmerada composición natural, un caos cyberpunk que nos acerca a un organismo social y cultural armonioso en su inestabilidad (exactamente como es nuestra sociedad o como es toda cultura, conjunto de rasgos diferentes), es una mezcla de tecnología y de alma biológica, la metáfora de una mutación humana en desarrollo.

 

Tráiler:

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Alazar,BaltasarCartelRobert Bresson intentó, a lo largo de toda su filmografía, que sus espectadores miraran viendo y escucharan oyendo. Con un estilo trascendental, trata de resaltar el misterio de la existencia, huyendo de cualquier interpretación convencional de la realidad. Su mirada ascética pretende expresarse mediante la forma, dejando al contenido en mero vehículo del desarrollo de  la “superficie” de la obra, como denominaba Leonardo da Vinci a lo que consideraba lo primordial. Esa atención lleva al cineasta a una aproximación cuasidocumental de la realidad configurada con sonidos naturales, imágenes estáticas, rodaje en exteriores o rostros inexpresivos. Se trata, en definitiva, en palabras de Paul Schrader, de “desnudar la acción de su significación”. Consiste en perseguir el interior filtrando música o ángulos de cámara con una planificación austera que mira al entorno para atrapar pasiones espirituales.

Al azar, Baltasar se rodó en 1966. Es la historia de un burro desde su infancia hasta su muerte. Una larga trayectoria que se cruza por diferentes grupos de personas que representan los vicios de la humanidad. La elección de un jumento no es circunstancial y viene apoyado por sus constantes referencias bíblicas. El mismo nombre elegido, el de Baltasar, alude a uno de los Reyes Magos y entre los animales de la creación el borrico ocupa un lugar primordial tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Igualmente, se encuentra representado en muchas iglesias y catedrales. Además, en contra de lo que se cree, es muy inteligente y dócil. Así mismo, es avispado, resuelto y cuenta con una gran memoria para recordar lugares, rutas y vínculos fuertes con humanos. Cauto, pasa por terco cuando se niegan a realizar lo que no desea. Pero no estamos solo ante la historia del burro sino también  la de Marie, la persona que más le quiere y más atenciones le dispensa. Al mismo tiempo, recorremos la vida de la chica, desde su infancia, hasta que alcanza la edad adulta. Uno y otra no podrán evitar los golpes del destino, ese azar que se une a la predeterminación, los dos elementos de los que está hecha nuestra existencia según el jansenismo, el movimiento apadrinado por el realizador francés.

Alazar,BaltasarFoto1

La obra se circunscribe a unos cuantos personajes que permanecen, salen o entran de una zona rural donde Marie crece junto a sus padres, con un progenitor maestro de escuela reconvertido. Mientras tanto, el burro va pasando por distintos “amos” y “amas”, desde aquellos que le miman y valoran hasta los más viles, aquellos otros que le golpean, le hacen trabajar hasta la extenuación o le exprimen reventándolo. Baltasar, como el asno de Eo, de Jerzy Skolimowski (2022) o el equino protagonista de El caballo de Turín, de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky (A Torinói ló -The Turin Horse-, 2011), al igual que cualquier otro animal, siente, padece, tiene hambre, sed, dolor, melancolía, angustia o miedo. E igualmente es capaz de detectar peligros evidentes por su repetición, no porque los comprenda. ¿Cómo entender el “fenómeno” por el que pasa un hombre desde el sosiego a la extrema violencia por la ingesta de bebidas alcohólicas? Bresson no intenta buscar imágenes bellas sino necesarias. Y en su montaje consigue dotarlas de pleno significado a través de un corte regular y exento de ostentación.

El director no cae en el peligro de convertir Al azar, Baltasar en una película de episodios. Precisamente, para evitarlo, añade personajes que aparecen y desaparecen, intentando establecer cierto paralelismo entre sus trayectorias y la del semoviente protagonista. Así, contamos con la ya citada Marie o su padre, con un vagabundo, llamado Arnold, que aporta momentos que nos llevan hasta el mismo Jesucristo, con Jacques, compañero de vacaciones procedente de París o con Gerard, un canalla capaz de violentar a cualquier o cualquiera que se le ponga por delante. Todos los humanos están representados por actores no profesionales con los que se consigue recrear la vida en actuaciones que ahondan en regularidad y mecanismo rítmico. De tal modo, se plasma la existencia desde el interior de cada uno, hasta alcanzar la emoción. Siempre, huyendo de lo espectacular, del artificio o de lo impostado para procurar el roce de la complejidad del hombre.

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Bresson también se ha erigido como un maestro de la elipsis y Al azar, Baltasar es buena muestra. El realizador es capaz de registrar un accidente de coches con dos vehículos implicados, mostrando únicamente uno de ellos; basta exhibir el abandono para sugerir el paso del tiempo; una frase recitada en off procedente de una carta sobrecoge con todo el pesar que no hace falta mostrar; el inicio del fin de la resistencia es suficiente para incitar a la posterior entrega; la imagen de alguien desnudo y humillado se alza de manera autónoma sin que precise exhibirse en imágenes lo acontecido… El autor maneja con habilidad la técnica de sugerir sin ostentaciones, dejando amplio margen para que el pensamiento del espectador se ponga en marcha. Incluso los caracteres de los personajes son aprehendidos con mínimas pinceladas. El avaricioso, el estafador, el vagabundo, el inocente o el orgulloso son perfectamente reconocibles de inmediato dentro de todos sus rasgos universales.  

Y terminamos hablando del sonido, aquel que muchas veces es manipulado por el temor de que el público se aburra, como acertadamente declaraba Bresson. ¿Tenemos miedo al silencio? El oído es mucho más creador que el ojo, menos perezoso y sus evocaciones son inmensas. El sonido natural de la naturaleza como el rugir del viento o el golpeteo de la lluvia, el murmullo del agua de una fuente, así como los producidos por la acción de los seres vivos como el restallido de una vara, el cierre de una puerta, el traqueteo de un trote desangelado o el timbre del claxon son elementos que aportan su realidad sonora completando la esfera de lo visual. Además, la música es utilizada por el realizador francés en su filmografía diegéticamente, excepto en aquellos momentos finales serenos, acompañados en Al azar, Baltazar con una espectacular sonata de Schubert. Pero, en esta ocasión, seguimos a un animal cuyo lenguaje verbal es parco y, excepcionalmente, se inserta música extradiegética en otros instantes puntuales. 

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Si en la reciente película Eo de Skolimowski se adoptaba el punto de vista subjetivo del burro, Bresson no pretende que su animal sea el ojo que todo lo ve y no vislumbramos únicamente través del mismo. El protagonismo lo adquiere concatenando su trayectoria con otros grupos humanos intercohesionados. El cine, con el maestro francés, se sacude los prejuicios del objetivo final de divertimento para convertirse en un arte de profundización y descubrimiento de la naturaleza, del hombre y de los seres vivos que compartimos el mismo territorio. 

Tráiler:

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Y aconteció que estando ellos en el campo,
Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató.
Y Dios dijo a Caín ¿Dónde está tu hermano?
Y él respondió: No Sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?
(Génesis, 4.8,4.9)

 

Al este del Eden posterAl Este del Edén es una película de 1955, dirigida por el reconocido, talentoso y emblemático director Elia Kazan, fundador del Actor’s Studio, quien cuenta con una larga trayectoria, iniciada en un principio como director de teatro, para debutar ya en el cine hacia 1943, con el film Lazos humanos (A Tree Grows in Brooklyn). En su repertorio cuenta con importantes cintas como Un tranvía llamado deseo (A streetcar Named Desire, 1951) y Nido de ratas (On the Waterfont, 1954), entre muchas otras, con el gran mérito, además, de tener un excelente ojo para descubrir el talento de nuevos actores y lanzarlos a la fama, como ha sido el caso de Marlon Brando, quien protagonizó los títulos mencionados, o Paul Newman, a quien dirigió en la obra de teatro Dulce pájaro de juventud (Sweet Bird of Youth, 1959). Asimismo, en Al Este del Edén, en particular, elige como protagonista a James Dean, quien más tarde se convertiría en el ícono juvenil de su generación, con apenas tres películas con destacados papeles y una prometedora carrera interrumpida por una trágica muerte, en un accidente a la edad de veinticuatro años.

Al Este del Eden crítica de la pelícuKazan gusta mucho de elegir obras literarias o teatrales para adaptarlas al cine, Al Este del Edén está basada en una novela homónima, escrita por el premio Nobel John Steinbeck, que hace una interpretación alegórica del relato bíblico de Caín y Abel, sin embargo el director no se apega fielmente al libro, brindándole un rumbo distinto a la historia, al darle vida a un guion de Paul Osborn.

La trama, situada en el Valle de Salinas, California, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, trata de Adam (Raymond Massey), un hombre al cuidado de sus dos jóvenes hijos varones, Cal (James Dean) y Aaron (Richard Davalos), a quienes por años ocultó el abandono de su madre bajo el argumento de su muerte.

al-este-del-eden-críticaAaron es dócil, centrado y complaciente, lo que hace que su padre incline su afecto y preferencia hacia él, mientras que el carácter acelerado y a veces descontrolado de Cal, lo exaspera y saca de quicio. Este chico inquieto y vulnerable descubre que su madre no sólo sigue con vida, sino que es la famosa dueña de un local de dudosa reputación en el pueblo vecino. Y es a partir de este fuerte descubrimiento que los hechos comienzan a desarrollarse en medio de una crisis económica, debido a la guerra, pero con inmensas oportunidades de hacer negocios, irónicamente, gracias a la misma.

Al Este del Eden 3Encontramos, en Al Este del Edén, una historia muy visceral, un intenso drama en el que podemos observar cuán poco han cambiado los conflictos, tanto familiares como del entorno, y cómo las relaciones más íntimas, de pronto, son las más complejas y difíciles de sobrellevar. Nos podemos percatar del daño tan profundo que puede hacer un adulto al etiquetar a un niño, cargándolo de estereotipos o comparándolo con otros, para luego descalificarlo. El film es capaz de transmitir que la autoestima de un pequeño etiquetado difícilmente ha de sanar.

James Dean en el rol de Cal, consigue una interpretación verosímil y contundentemente humana; su rostro emite una melancólica expresión que resulta un agasajo de ver en pantalla. Su personaje posee una personalidad dual, por un lado es un joven sensible, pero a veces agresivo, suele ser tierno y rebelde, inseguro y amoroso; sin embargo utiliza una coraza para proteger sus sentimientos. Sus aptitudes son menospreciadas y está falto de cariño, deseoso del amor que toda su vida se le ha negado. Es altamente reactivo, pero sus intenciones son nobles, aunque no reconocidas.

El mito de la rivAl Este del Eden películaalidad entre hermanos, abordado por la Biblia en los pasajes en que se relatan los sucesos entre Caín y Abel, se recrea para demostrar que en la naturaleza humana se encuentra tanto la capacidad de la maldad como la de la bondad y en cada uno está la elección, siendo éste un tópico que trasciende las fronteras del tiempo.

Así es como Estados Unidos se nos presenta como un naciente e idóneo Paraíso, donde se encuentra la posibilidad tanto del Bien como del Mal y el dinero como elemento de tentación. Por otro lado, Al Este del Edén marca una época crucial en la historia de dicho país, se nos narran eventos que han marcado su idiosincrasia, su naturaleza y su espíritu, con componentes esenciales en su desenvolvimiento como el ferrocarril o el fértil comercio en tiempos de guerra, previendo una economía prometedora.

Asimismo, podemos percibir que Kazan es sumamente crítico hacia la doble moral y la tergiversación de los valores, se irrita con la incongruencia a la que lleva una religiosidad mal enfocada. Con todos estos argumentos y eslabones construye esta historia seductora, con una atractiva locación y una técnica innovadora, alcanzando un resultado muy bien logrado para la época.

East of Eden, Elia KazanEs una cinta que cala por su profundidad y por sus infinitas comprensiones y sus distintos niveles de análisis posibles. La temática aborda cuestiones vitales que han roto la barrera del tiempo, que eran de suma importancia, incluso desde tiempos bíblicos hasta la actualidad, como lo son, la perversidad y la piedad, las mentiras y la verdad, las relaciones interpersonales y fraternales, la crudeza de la guerra y el amor a la patria. Por esta razón, a pesar de los años, Al Este del Edén se percibe como una película cercana y vigente, un clásico que vale la pena recordar.

 

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Cartel de la película HallelujahUna larga fila de recolectores cosechan el algodón al ritmo letárgico del «Hallelujah», en las voces de los Dixie Jubilee Singers. Un campo inmenso y un admirable plano en perspectiva muestra al grupo que llega casi al horizonte. La familia Johnson, una tropa compuesta por Mammy, Pappy, Spunk, Missy Rose, los tres pequeños y Zeke, deciden en qué se emplearán las ganancias que obtendrán de la cosecha. El contexto, una sureña Norteamérica a finales del siglo diecinueve.

Libres, pero semiesclavizados y reducidos en todos los aspectos legales por las llamadas Leyes de Jim Crow, que promulgaba el lema «separados pero iguales», las condiciones de vida de los grupos étnicos no blancos en el Sur de los Estados Unidos fueron terribles durante más de un siglo, incluso luego de abolida la esclavitud. No obstante, el cine norteamericano nunca se ha ocupado realmente de esos problemas, y King Vidor en su Hallelujah (1929), como expresa Georges Sadoul, «no se apartó, en cuanto al fondo, de las concepciones tradicionales del Hollywood: los hombres de color en su famosa Hallelujah son todos, como debe ser, pueriles, supersticiosos, ingenuos, sensuales, criminales, limitados. Los problemas de la ‘segregación’ y de la semiesclavitud no se plantean en un film en que se recoge el algodón cantando y bailando, como en el music-hall. Lejos de pintar ‘toda el alma negra’, Vidor adopta en su guion los prejuicios de Broadway»[1].

El Hallelujah de Vidor fue una idea largamente acariciada por el director de éxitos como The Big Parade (1925) y The Crowd (1928). Habiendo vivido en el Sur, fue capturado por la magia de los spirituals y los ritmos potentes de la música afroamericana, lo que sumado al éxito que estaban teniendo los talkies dio una excelente oportunidad para realizar un proyecto largamente aplazado. Una película all-colored no era un producto rentable, sin embargo, logra convencer al director de la MGM invirtiendo su propio salario, reunir a un elenco de excelentes intérpretes, algunos sin ninguna experiencia, ni antes ni después, y crea una pieza que, por encima de las maniqueas representaciones, luce importantes logros y abre por otra parte la caja de Pandora de un reprochable modelo de representación de lo afroamericano.

Protagonizada por Nina MacKenney y Daniel Haynes, el filme narra la historia de Zeke y su familia, quienes se dedican a recolectar algodón. Zeke es encomendado a vender la cosecha, pero su destino se tuerce por una lujuria irracional que Vidor convierte en dos escenas memorables, a través del uso de primeros planos y detalles; la primera, casi inicial, donde le roba un beso a Missy Rose, poniendo sobre la mesa las cartas más oscuras del personaje. Encargado de la pequeña fortuna familiar, Zeke es tentado por Chick –encarnación pionera de este modelo de prostituta negra–, quien lo lleva a perder todo y a enfrentar un terrible altercado donde muere su hermano Spunk. Arrepentido y abandonado, Zeke regresa para reformarse y tomar los hábitos como ministro.

Secuencia Hallelujah

No obstante, su vida no se verá libre de la tentación y,  en su recorrido como pastor, vuelve a ser visitado por Chick, la divina Nina Mae MacKinney, perversa y sensual habitada en su caracterización por todos los fantasmas de la típica femineidad diabólica, desinhibida y sensual de estos films all-colored, quien no lo dejará escapar tan fácilmente. Es aquí donde se construye una segunda escena memorable sobre la lujuria –la del triunfo de la tentación–, donde Vidor logra captar con gran verismo la atmósfera de los rituales religiosos y poner en perspectiva la paradójica profundidad de sus personajes. Zeke da un teatral sermón a sus fieles contra el demonio, mientras en la oscuridad se acerca esta especie súcubo, quien a su entrada solo ve la sombra del pastor batiendo sus puños al viento. Chick observa con su rostro encantador y, en ese momento de algarabía y jubileo alucinado, el buen ejemplo de Zeke y su lucha contra los embates de la tentación quedan a merced de unos inmensos ojos negros que logran ponerlo en vilo, ante la mirada reprobadora de toda su familia. La escena, construida a través de primerísimos primeros planos, algunos planos medios y varios planos de conjunto, entre ellos, uno cenital y uno de maravillosa poesía visual, donde el pastor se encuentra solo ante la multitud, observando a lo lejos el poder que lo absorbe, junto a la música, constituyen un verdadero hito en la historia del cine.

King Vidor

«Siempre he sentido el impulso de usar la pantalla cinematográfica como una expresión de esperanza y fe, de dar a conocer ideas positivas e ideales antes de aspectos negativos al hacer películas. Siempre me he desviado de esta primera resolución, no he logrado hacer otra cosa que lamentarlo»[2]. Y es esta expresión esperanzada y fe lo que matiza los cánones de representación de un filme que solo en ese aspecto comulga con su tiempo. Los protagonistas de Vidor son negros y limitados, sí, pero hay en la representación un carisma y una admiración subterránea que desborda los prejuicios de guion. Zeke es la máxima representación de una paradójica dualidad moral, donde se vislumbra que el director asume lo establecido bajo preceptos muy propios y con una sensiblidad que estaba muy lejos del arcaísmo hollywoodense. Zeke es un personaje totalmente deslumbrante y perturbador, que representa lo que de bueno tiene y de malo quisieron ponerle a toda una etnia.

Con Hallelujah, King Vidor recibe su segunda nominación como mejor director a los premios de la Academia. Filme precursor de esta especie de subgénero all-colored de Hollywood, reunió dos grandes desafíos a los modos de producción de la época: el reparto compuesto por afroamericanos y el sonido. Para este último aspecto, Vidor revolucionó la forma de grabar el sonido que comenzaba solo a explorarse, haciendo grabaciones en estudio y mejorando las formas de captarlo en exterior. Es significativa la calidad sonora de este filme, teniendo en cuenta el año de producción y la veracidad de los spiritual y sermones que se muestran. Lejos de la estilización, Vidor capta, a través de la música y la religiosidad ritual, la verdadera esencia del Sur.  Las escenas en exterior, teniendo como marco al rio Missisipi, los números musicales como el «Swanee Shuffle», de Irving Berlin, en la voz de Nina Mae y los letárgicos spirituals dan la imagen más veraz que de estas manifestaciones ha mostrado el cine. Lejos de América, expresaría Sadoul: «La belleza de los spirituals, el ritmo africano de las danzas, la plástica perfecta de una raza reducida ordinariamente en los films a la comparsería, fueron para Europa una revelación que se manifestó sobre todo en las escenas al aire libre, muy numerosas, y Vidor utilizó ampliamente en los paisajes del sur[3]«.

[1] Sadoul, Georges (2010) Historia del cine mundial. México: XXI Siglo Veintiuno Editores

[2] Vidor, King, A Tree is a Tree, p.78 citado en Antonio Lastra (editor) 2002. La filosofía y el cine.  Editorial Verbum , Madrid.

[3] Sadoul, Georges (2010). Op. cit.

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AliciaEn 1865, Lewis Carroll regalaba al mundo una de las historias más alocadas, divertidas, originales y traviesas de la historia de la literatura. Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas jugaba con el absurdo y la ensoñación, y dejaba para el recuerdo la inolvidable galería de extravagantes personajes que ya son parte incuestionable de la cultura popular.

Por supuesto, el cine no podía permanecer ajeno a la cantidad de imágenes esperpénticas sugeridas por los textos de Carroll, y son incontables las películas que se han basado o inspirado en las correrías de la joven Alicia a través de mundos de fantasía. Quizá la más recordada sea la adaptación perpetrada por los estudios Disney en uno de sus más celebrados largometrajes animados, que forjaron la imagen mental que muchos tenemos de los protagonistas de la novela original. Incluso en tiempos recientes parece que la manida peripecia todavía tiene algo de interés cuando directores punteros como Tim Burton realizan un giro de tuerca a la historia de siempre (no con mucha fortuna, para ser sinceros, con el despeinado director en horas bajas).

Hoy me gustaría dirigir su atención, querido lector, a la interpretación de las aventuras de Alicia en manos del director checo Jan Švankmajer, cineasta de personalidad incuestionable y armado de un extraño y desasosegante universo visual. Alice (Jan Švankmajer 1988) es todo un carnaval de lo grotesco, repleto de criaturas extirpadas de pesadillas infantiles, cercano a los cánones del cine de horror, pero mezclado con la inocencia del cuento.

Švankmajer es atípico en las formas y el fondo. Su cine es mezcla concienzuda de influencias e intenciones, pero presentado con claridad perturbadora. En las películas del director checo paseamos por las profundidades del subconsciente, por la frontera que separa la realidad del sueño, un espejo donde se distorsiona lo cotidiano y se amolda a lo absurdo e incomprensible. Casi siempre deja a libre interpretación del espectador la reflexión acerca del contenido visual y filosófico de su obra, defendiendo el posicionamiento surrealista hasta las últimas consecuencias.

Alicia y el Sombrerero

En el brebaje que resulta de la experiencia cinematográfica propuesta por el director checo encontramos especial predilección por la técnica del stop motion, mezclando sin tapujos la imagen real con la animación de criaturas deformes, cadavéricas, ecos de putrefacción y abandono. De Buñuel a Kafka, pasando por la tradición del teatro de marionetas de su país natal y el Grand Gignol, Švankmajer asoma al espectador a rincones ocultos de nuestra propia psique.

En Alice recurre a todos estos elementos para dar otra curiosa variación sobre el mismo tema, sin apartarse un ápice del texto original. De hecho, acepta sin tapujos la naturaleza de cuento y acerca la narración a la forma más pura de este, la tradición oral. Asistimos a un espectáculo casi mudo, que solo se ve alterado por la voz humana, a través de una niña que lee la historia de Carroll en algunos momentos puntuales. Los ruidos alucinógenos, enervantes y desconcertantes son el único apoyo sonoro que necesita el director para el toque extra de sordidez sensorial que añade desconcierto al espectador.

Nadie espera lo que Švankmajer ofrece en Alice. Es evidente el carácter onírico de la obra original, pero el artista checo multiplica las posibilidades de esa esencia del relato y transforma el sueño en pesadilla, que comienza desde la extravagante «resurrección» del conejo blanco, horrible criatura monstruosa arrancada de cuajo desde la fantasía perversa de un taxidermista. Estas emociones se intensifican con la posterior bajada de la niña Alicia a los infiernos, a través de la madriguera, testigo a su paso de todo un purgatorio de seres deformes, esqueletos y restos de lo que un día fue vida. En el camino de Alicia por el País de las Maravillas, olvidamos los coloridos parajes de otras versiones. En esta película priman los espacios cerrados, habitaciones decadentes, lugares olvidados y en declive. El sentimiento de opresión, de inevitable claustrofobia, enfatiza la odisea enfermiza de la niña, sin perder ni por un segundo el espíritu infantil original.

Los grotescos seres de Alicia

Por ello resulta todo más alucinado e hipnótico, porque el lugar común, ese país imaginario que debería resultar entrañable y conocido, es ahora amenazante, vacío, desconchabado, proyección oscura de la aventura cómoda y dicharachera que teníamos incrustada en la memoria.

Carroll, en su obra, apelaba al ingenio y al absurdo. La traducción de ese cosmos por parte de Švankmajer utiliza intenciones parecidas, incluido el afán experimentador, en este caso a través de la imagen. Eso sí, el atrevimiento del director se aparta de los elementos luminosos y abraza el tétrico componente sádico que, de manera sutil, esconde el viaje de Alicia. Los espectadores con cierto gusto por lo macabro encontrarán, en este rocambolesco viaje, una experiencia difícil de ignorar. La mirada del desprevenido visitante a este perverso País de las Maravillas queda envuelta en el desbarajuste trastornado de Švankmajer, provocador e ingenioso maestro de marionetas.

Alice es una adaptación tan fidedigna en lo literario como desafiante en el universo cinematográfico creado para la ocasión. El primitivismo lleno de fuerza perturbadora en las técnicas de animación de Švankmajer provoca sensaciones incómodas de irrealidad pesadillesca. En las fronteras del horror, el cuento de Carroll halla confortable sorpresa.

El camino de Alicia es de sobra conocido, pero nunca habíamos tenido un guía como Jan Švankmajer. Disfruten, pues, de este tenebroso paseo por lo imposible.

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Aliento aficheUn paquete de rituales que nos lleva de la mano hacia el sepultamiento de conflictos maritales. Se hace necesario el ejercicio en la aceptación de la caída de los sueños. La familia se “reconcilia”,  tras la caída de la nieve que entierra los pasados. El frío y lo inhóspito son de necesaria referencia, la vida no es siempre color de rosa, deben aceptarse las realidades por detrás de las ilusiones.

Kim Ki-duc , en su habitual modo de hacer, apela a sutiles alusiones, la economía del discurso obliga a una plena concentración. Maestro con todas las letras, de estilo amplio y conciso a la vez, aparente paradoja que le permite decir mucho con un lenguaje que fusiona simbolismo y narración convencional en términos básicos. Kim Ki-duc no suele decirlo todo: cine sin detalles para encontrar los detalles.

Dos lógicas se movilizan en interdependencia y en paralelo; la del discurso coherente esconde la del mundo interior fantasmático. Yeon necesitará de una relación que simule el vínculo inicial con su marido. Compartirá sentimientos con un presidiario condenado a muerte por matar a su familia; no es lo relevante, la vivencia es lo que cuenta. Yeon sabrá ritualizar el vínculo para deshacerse de la depresión y recomponer su matrimonio. Descubre la infidelidad  e inicia un periplo que la llevará a concurrir diariamente a prisión.

Un filme plagado de simbolismo, aunque no hermético. Así debe ser considerado para que el interés no decaiga. El ritmo es un tanto lento y la coherencia pende de un hilo. La ausencia en la explicitación de sentimientos exige una aguda observación, los personajes sienten desde su interior, poco se vierte en palabras, solo lo necesario.

Aliento

El juego identificatorio apela a la contradicción, la destrucción de una familia es necesaria para la recomposición de otra; las etapas son quemadas en los cubos de basura. Las estaciones saben dar cuenta del paso del tiempo en clave de liberadores momentos confesados. La carga se va alivianando en un proceso con principio y fin a dos niveles.

El presidiario es un objeto, su propia destrucción cobra valor desde un trato más interesado que compasivo, el deseo sexualizado es la culminación de un simulacro de amor que va al rescate de la cordura. Un renacimiento que aprovecha la posposición del sacrificio, Kim detiene el tiempo real para servir al ritual; momento simbólico de estados añorados. Los decorados se destruyen cuando son quemadas las etapas. El contrapunto liberador utiliza  la muerte para la vida, es el renacer de los vínculos perdidos. Jang Jin debe asumir su condición de juguete aferrado a pequeños momentos de placer, pero la depresión lo envuelve y se lo impide. Es depositario de toda la “basura”, con él se consume hasta la última gota de sentimiento frustrante y doloroso. Su mendicidad lo dejará solo frente al destino final, se aferra a lo que puede y puede poco.

Las camisas blancas son oportunidades en el tiempo; señales que indican disímiles estados de situación. El odio nunca es explosivo, es sutil, la camisa sucia va a parar al basurero; a medida que el ritual avanza, la perspectiva cambia, hay una segunda oportunidad, y la blanca camisa será objeto de lavado, la mugre es aceptada como parte del proceso, solo hay que limpiarla. La oportunidad existe, las situaciones tienen arreglo.

Aliento fotograma

Yeon recupera su voluntad y está lista para cerrar el ritual, intenta trasladar su experiencia de muerte al fetiche carcelario, pero el intento fracasa, la asfixia no se consuma, y el recluso es reducido de inmediato a un bien de uso espiritual, su deseo no tiene cabida, es un muerto en potencia,  que resiste al “derecho” de otros a terminar con su vida. El ejercicio de la voluntad se desvía hacia la muerte, mientras que la realidad de Yeon es diferente: activar la voluntad es hacer algo para sortear obstáculos, es la negación de la posibilidad de muerte autoinfligida. Deberá trasladar el sentimiento de su infancia a Jang Jin. Interviene la muerte por asfixia como posibilidad de salvación, la experiencia no está disponible en la gama de recursos del presidiario, solo reconoce su derecho al suicidio.

Tópico imprescindible es el primitivismo del recluso. Un lenguaje corporal, trasmitido desde el ocio, confunde la colaboración y el deseo de contención, que se transforma en celos por un tercero fuera de campo, aunque presente en fotos que definen cada vez más sus “intenciones”. El mundo carcelario y sus necesidades son embestidos por la voluntad de Yeon, con la anuencia del sistema. La fantasía es necesaria, disfrazada de realidad oficia de salvoconducto ante  la locura y las “malas decisiones”. El ego se disfraza de caridad.

Soom escena

Kim Ki-duc, ahorrativo en recursos, y con un lenguaje conciso, evita toda posibilidad de flashbacks. Frases breves, en momentos clave, aluden a identificaciones pretéritas: “…Este es el monte Seorak…Parado al otro lado el hombre miraba los árboles otoñales…yo amaba a ese hombre…”-Yeon-; “…Ese cuarto de visitas parecía… el monte Seorak. Donde nos conocimos hace 10 años…”-marido de Yeon-. Los momentos son distintos, el espectador debe establecer la conexión; así es el cine del maestro surcoreano.

Puestas en escena austeras y travellings escasos; una película filmada en base a paneos y cámara fija, a ritmo lento, imprime una tristeza que se afianza en la realidad del invierno como estación presente; el pasaje  por las demás estaciones obedece a la creación de un ambiente grato al condenado. Artificial y engañoso periplo circular, que sirve de limpieza psíquica, hacia una realidad presente que se pretende reformar o transformar; haría falta una segunda parte para saberlo.

Las visiones liberadoras no son necesarias, el machismo claudica, reconoce la falta y hasta termina colaborando con la propuesta transformadora. Yeon en ningún momento reniega de su rol, solo añora el “paraíso” perdido.

Un filme polémico en cuanto a su calidad;  sin embargo, se me antoja que vale la pena verlo. Digan lo que digan: una obra mayor de Kim Ki-duc.

 

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amantes-cartelEl director barcelonés Vicente Aranda, fallecido hace pocos días con 88 años, nos ha dejado una dilatada carrera como realizador, iniciada a mediados de los años sesenta. Películas como La muchacha de las bragas de oro (1979), El Lute, camina o revienta (1987), La pasión turca (1994), Libertarias (1996), Celos (1999), Juana la Loca (2001) o Tirante el Blanco (Tirant lo Blanc, 2006), han representado lo más destacado de las últimas décadas de la cinematografía del estado español. Pero probablemente, su mejor película, aquella que hizo coincidir a crítica y público en máximos halagos fue la que realizó en el año 1991, cuando ya había rebasado con creces los sesenta años, su film Amantes, que consiguió alzarse con los mejores Goyas de Dirección y Mejor Película, además de conseguir el Oso de Plata a la Mejor Actriz para Victoria Abril en el Festival de Berlín.

Para este proyecto, se basó en un crimen real ocurrido en el Madrid de finales de los años 40 en el barrio de Tetuán, pero Aranda y los coguionistas Alvaro del Amo y Carlos Pérez Merinero prefirieron situar la historia en el año 1956, para desligarla de las penurias inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, y al objeto de hacer de ella un relato intemporal. Como afirma el propio director en una de las conversaciones o entrevistas publicadas que mantuvo sobre su carrera, personalmente le molestaban las películas que no dejaban claro desde el principio el momento temporal en que se situaban, y se ocupó en el mismo arranque del film de aclarar al espectador de que nos encontrábamos en “España, años 50”.

El argumento se centra en un triángulo amoroso de tres personajes, interpretados por Victoria Abril, Maribel Verdú y Jorge Sanz, que son devorados por sus propias pasiones, amores, celos, perversidades y aspiraciones o metas soñadas que se vuelven inalcanzables, a pesar del empeño en su consecución o la tenacidad y necesidad de ir adaptando y modificando principios que se creían sólidos.

Amantes-imagen1Victoria Abril y Maribel Verdú desarrollan unas interpretaciones soberbias, dos enfurecidas gatas luchando por “su” hombre con una actuación en la que priman las miradas, los sentimientos mostrados a través de la expresión facial, sin necesidad de apoyarse en diálogos para enfatizar sus anhelos y miserias. Aranda es un director de primeros planos, y ello se hace evidente a lo largo de toda la película, muy intimista y que deja de forma tangencial el trasfondo social, que busca con la cámara el pensamiento del personaje, lo que hace imprescindible la colaboración del actor para conseguir la transparencia deseada. Abril, y la “casi” debutante Verdú, Luisa y Trini en la ficción, dan vida a dos hembras de carácter muy poderoso, que luchan con todas las armas que cada una posee para llegar a su objetivo. En medio, encontramos a Paco, a Jorge Sanz, que devorado por la debilidad de su personaje, no consigue estar a la altura que exigía ese hombre confundido entre la pasión y el amor, manejado hasta llegar a comportamientos insólitos y deplorables. Sus lánguidas miradas, su cara de niño inocente en la mayoría de los momentos resulta exasperantemente lelo e inexpresivo, y en los pocos instantes en los que se atreve a forzar una mirada de deseo sexual, parece más bien una caricatura del lobo feroz. En un momento determinado no sabe qué mujer le gusta más, pero lo que bordó Ingrid Bergman en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), desconociendo hasta el final su acompañante en aquel viaje liberador a Lisboa, no lo ha conseguido Jorge Sanz de este varón ahogado por las circunstancias y arrastrado por sus arrebatos carnales.

El erotismo es muy importante en la obra de Vicente Aranda, y también lo es en Amantes, que incluso fue tachada de pornográfica, tanto en Berlín como en Estados Unidos, donde consiguió ser la cuarta película de mayor recaudación del año, además de ser comparada con su contemporánea Instinto Básico (Basic Instinct, Paul Verhoeven, 1992). En realidad, el fuerte contenido erótico que desprende el film no viene de la mano de secuencias abiertamente explícitas. Se juega más bien con la imaginación del espectador, apoyando las escenas con elipsis que remueven la emoción y fantasía del público en un vendaval de lujuria e idolatría.

Amantes-imagen2El relato se encierra cronológicamente en unos días perfectamente acotados: desde la celebración de una misa en conmemoración de La Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, hasta la víspera del día de Reyes, el 5 de enero, identificado por el típico dulce o “roscón” todavía característico de la efemérides. Las vísperas de la Navidad van transcurriendo entre mazapanes y polvorones, cae la nochebuena y el fin de año, y el drama y la fatalidad van cercando a nuestros protagonistas hasta el aciago final. Bellísimas las secuencias de ese desenlace, en la plaza de la catedral de Burgos, filmada con potentes inclemencias meteorológicas, nieve, lluvia y frío que se siente, acompañando lóbregamente el funesto destino de los protagonistas.

Vicente Aranda, como en muchas de sus películas, se ha rodeado en esta de colaboradores habituales, magníficos profesionales, como la montadora Teresa Font, el director de fotografía José Luis Alcaine y José Nieto, responsable de la banda sonora. Estremecedor ese villancico entristecido del final, cantado por Carmen Sarabia, solista del grupo Aguaviva: “…la nochebuena se viene, la nochebuena se va y nosotros nos iremos para no volver jamás”.

Desde el año de su estreno permanecía esta película en la memoria como un agradable recuerdo, habiendo resultado una sorpresa muy grata su nueva visión, que nos ha permitido deleitarnos con una mirada más perspicaz en el drama pasional y social que nos regaló Vicente Aranda, ese director que como Otto Preminger, hacía fácil lo difícil y conseguía que una cuidadosa y elaborada puesta en escena nos llegara con toda naturalidad, sin aparentar ingentes o personales malabarismos. Es posible que el paso de los años revalorice toda la obra de este realizador y logre situarlo en un puesto todavía mucho más destacado dentro de nuestra cinematografía.

Tráiler:

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Amarcord-cartelFederico Fellini (1920-1993) es uno de los grandes maestros del séptimo arte, tanto en su faceta de guionista como de director, y Amarcord, una de sus películas más queridas y recordadas, quizás la más personal, aunque a Fellini le hubiera molestado enormemente que dijéramos que es autobiográfica. Lo cierto es que el guion, escrito por el propio Fellini y Tonino Guerra, es una sucesión de episodios que ocurren en un pequeño pueblo costero del norte de Italia a lo largo de un año entero, desde que llegan los vilanos en primavera hasta que se repite ese mismo fenómeno un año después. Lo que se presenta en pantalla, por tanto, es una sugerente galería de personajes y sucesos que conforman un microcosmos que podría haber sido el de cualquier pueblo de la Italia fascista de los años treinta.

amarcord-fotograma01Amarcord es la primera película en la que Fellini colabora con Tonino Guerra, poeta y uno de los grandes guionistas del cine italiano, colaborador habitual de directores como Michelangelo Antonioni y Theo Angelopoulos. Aunque Guerra colaboró con Fellini en dos ocasiones más, en Y la nave va (E la nave va, 1983) y Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1986), no había nadie mejor que él para escribir el guion de Amarcord, ya que Guerra había nacido en 1920 en Santarcangelo di Romagna, un pueblo que distaba apenas diez kilómetros de la Rímini natal de Fellini. En el resto del apartado técnico, Fellini se rodeó de algunos de los más prestigiosos profesionales del cine italiano, como el director de fotografía Giuseppe Rotunno, el compositor Nino Rota (cuya partitura para Amarcord quedará para siempre en la memoria) o el diseñador de vestuario Danilo Donati, todos ellos colaboradores en distintos films de Fellini.

amarcord-fotograma02En cuanto al reparto, en cambio, la elección fue muy distinta, ya que, salvo en los casos de Magali Noël (la Gradisca, la peluquera de cuyo trasero andan enamorados todos los adolescentes) y Ciccio Ingrassia (Teo, el tío loco de Titta, que protagoniza una de las mejores escenas de Amarcord), Fellini optó por actores no profesionales o, en todo caso, procedentes de teatros de provincias o del music‑hall. Es, sin duda, una elección muy acertada, pues así logra crear una atmósfera y, sobre todo, diluir protagonismos individuales. Además, el propio Fellini había comenzado en ese difícil mundo del teatro de variedades.

amarcord-fotograma03El título ha sido uno de los aspectos más debatidos de esta película. ¿Qué significa Amarcord? Al parecer, es un neologismo del propio Fellini, pero que procede de la contracción de “A m’acord”, que es la forma en que se pronuncia “Io mi ricordo” (“me acuerdo”) en la región de Emilia‑Romagna. Aunque se rodaron algunos exteriores en Anzio y en la propia Rímini, casi todo lo que se ve en escena fue construido en un enorme decorado, en el Estudio 5 de Cinecittà.

amarcord-fotograma04No hay más línea argumental que la que marca el paso del tiempo en un mismo espacio: se relata un año en la vida de un pueblo de la Italia fascista en los años treinta, antes de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Fellini se ha servido fundamentalmente de dos personajes en torno a los cuales giran casi todas las historias individuales. Se trata de Titta Biondi (Bruno Zanin) y la ya mencionada Gradisca. Aparte quedan los episodios colectivos, en los que participan casi todos los habitantes del pueblo: la fogata de primavera, la carrera de las Mil Millas, el paso del transatlántico Grand Rex…

amarcord-fotograma05En realidad, el material original de Amarcord procede de un texto que Fellini escribió en 1966, durante una larga convalecencia: La mia Rimini. Son, por tanto, recuerdos de la infancia y adolescencia de Fellini, mitificados o transfigurados por la memoria. Hay muchas imágenes de esta película que forman ya parte de la memoria colectiva, como los enormes pechos de la estanquera (Maria Antonietta Beluzzi), la inquietante mirada de Volpina, la prostituta (Josiane Tanzilli), los extravagantes profesores de Titta o la personalidad de su tío Patacca (Nando Orfei), que siempre come con una redecilla en el pelo.

amarcord-fotograma06Dentro de la filmografía felliniana, Amarcord remite, en cierto modo, a Los inútiles (I vitelloni, 1953) y está relacionada con Y la nave va, pero es la última entrega de una trilogía que se había iniciado con Los clowns (I clowns, 1970) y Roma (1972). Al final, es una película sobre la memoria, sobre lo que hay de universal en lo particular, sobre cómo los recuerdos personales de un solo individuo pueden convertirse en universales. Se trata, al cabo, de un ciclo, de la vida de un lugar a lo largo de cuatro estaciones. Nada más y nada menos, pero con la magnífica partitura de Nino Rota de fondo, una excelente banda sonora para la vida.

Premios: Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa; nominada al Oscar al Mejor Director y al Mejor Guion Original. David de Donatello a la Mejor Película y al Mejor Director. Nominada al Globo de Oro como Mejor Película Extranjera.

Tráiler:

 

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Cartel de la película AmélieLa extraña anomalía espacio‑temporal que ha provocado la pandemia mundial en curso ha tenido consecuencias devastadoras en la asistencia de público a las salas de cine, pero extraordinarias en cuanto a la programación de las mismas. El cine siempre ha sido un espacio de evasión, pero es que ahora, además, se ha convertido en una máquina del tiempo, de manera que las mejores películas que hemos podido ver en salas durante 2021 son las que se estrenaron hace veinte o veinticinco años. Títulos como El señor de los anillos: la comunidad del anillo (The Lord of the Rings: The Fellowship of the Ring, Peter Jackson, 2001), Crash (David Cronenberg, 1996), El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, Hayao Miyazaki, 2001), Deseando amar (Fa yeung nin wah, Wong Kar-Wai, 2000) o Amélie han vuelto a los cines para revitalizar la exhibición en unos momentos realmente complicados. En el verano de 2021 ya se han normalizado más o menos los estrenos, pero este ha supuesto un año muy interesante en lo que respecta a la exhibición, pues ha demostrado que sigue habiendo público para películas clásicas en salas comerciales, y no solo en cineclubes, filmotecas o locales de arte y ensayo.

El reestreno de Amélie ha supuesto el regreso de un personaje entrañable que, aunque parezca increíble, se había puesto en duda, ya que, en los tiempos que corren, veinte años es toda una vida y era posible que el personaje interpretado por Audrey Tautou no se ajustara a las convenciones actuales. Nada más lejos de la realidad, pues Jeunet planteó una fábula y, como tal, su historia resulta atemporal, y su protagonista, eterna. De hecho, Amélie sigue siendo la obra cumbre de Jeunet y la mejor interpretación de Tautou (ella es Amélie Poulain). Jean-Pierre Jeunet no es un realizador de muchas películas, pero ha sabido crear, sin duda, todo un estilo visual, forjado en los dos magníficos largometrajes que codirigió junto a Marc Caro, el título de culto Delicatessen (1991) y la incomprendida pero magnífica La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995).

Curiosamente, su primer largometraje en solitario fue la cuarta entrega de una franquicia que todavía está coleando, Alien: Resurrección (Alien: Resurrection, 1997), donde, a pesar de todo, Jeunet logró dejar su impronta. Ahora bien, cuando deslumbró al gran público fue precisamente con Amélie, un milagro que repitió con Largo domingo de noviazgo (Un long dimanche de fiançailles, 2004), una historia de amor ambientada en la Primera Guerra Mundial que, desafortunadamente, obtuvo una recepción mucho más tibia de la que merecía. Sus títulos posteriores han sido escasos y discretos, pero fieles a su estilo visual: Micmacs (Micmacs à tire-larigot, 2009) y El extraordinario viaje de T. S. Spivet (The Young and Prodigious T. S. Spivet, 2013).

Pero regresemos a París, que es el lugar donde acontece la historia de Amélie Poulain, uno de esos personajes bigger tan life que te hacen reconciliarte con el mundo, con la existencia y, sobre todo, con el cine y las historias verdaderas. Un narrador externo nos cuenta la vida de Amélie, una joven que trabaja en un café, vive en una pequeña comunidad de vecinos y, a su manera, trata de hacer del mundo un lugar mejor. Esa voz en off (en la versión original, a cargo de André Dussoulier) marca muy bien el tono, porque nos ayuda a contextualizar la historia y a construir al personaje a lo largo de su vida, desde el mismo momento de su nacimiento.

Resulta muy difícil no enamorarse del París en el que vive Amélie, porque es, al mismo tiempo, un París muy reconocible por los turistas pero también un París de barrio, muy humano, y a ello contribuyen, en buena medida, la propia protagonista y, sobre todo, la fotografía de Bruno Delbonnel y la música de Yann Tiersen, sin las cuales Amélie no sería lo mismo.

Una magnífica galería de personajes secundarios acompaña a Amélie en sus aventuras parisinas, desde el joven Nino Quincampoix (Mathieu Kassovitz) hasta el estrafalario Joseph (Dominique Pino, auténtico actor fetiche de Jeunet), pasando por su padre (Rufus), Lucien (Jamel Debbouze), Madame Suzanne (Claire Maurier), Georgette (Isabelle Nanty), Collignon (Urbain Cancelier), el señor Bretodeau (Maurice Bénichou) o el señor Dufayel (Serge Merlin), su cómplice y confidente. En cierto modo, Amélie supone la sublimación del cine de Jeunet.

En cuanto al argumento, se trata de un relato bastante convencional de encuentro/desencuentro entre los protagonistas, pero construido de una forma brillante, de manera que tiene algunos hallazgos realmente líricos, como cuando Amélie le devuelve a un antiguo vecino de la finca una cajita de lata con sus recuerdos de la infancia, o cuando vemos en la tele cómo un caballo salta la valla de su cercado para galopar junto a los ciclistas del Tour. Billy Wilder decía que entre el París de Hollywood y el París de Francia, él elegiría el París de Hollywood, pero nosotros, sin duda, nos quedamos con el París de Amélie.

Premios: Cinco nominaciones al Oscar (película de habla no inglesa, guion, fotografía, sonido y dirección artística); nominada al Globo de Oro en la categoría de mejor película de habla no inglesa; dos premios BAFTA (guion original y diseño de producción) y otras nueve nominaciones; cuatro premios César (Película, director, música y diseño de producción) y otras trece nominaciones; cuatro premios del Cine Europeo; Goya a la Mejor Película Europea…

Tráiler:

https://www.youtube.com/watch?v=U_Ssj7buVZA

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America_America_cartelHay un episodio oscuro y polémico en la vida del gran cineasta y novelista de origen griego Elia Kazan, que se puso de manifiesto cuando le entregaron el Oscar Honorífico en 1999 y algunos de los asistentes no solo no se levantaron, sino que ni tan siquiera aplaudieron, como protesta por la entrega de la estatuilla a alguien que, en 1952, había declarado frente al Comité de Actividades Antiamericanas del Senador McCarthy y había delatado a algunos compañeros de profesión. Ahora bien, su filmografía siempre estará ahí y lo cierto es que, durante la década del cincuenta, Kazan rodó una obra maestra tras otra. No valoraremos a Kazan como ciudadano, sino como cineasta. América, América es, en este sentido, la película más personal de uno de los grandes directores de la historia del cine, responsable de títulos tan importantes como Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951), La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), Al Este del Edén (East of Eden, 1955) o Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass, 1961).

America_America_fotograma01América, América, rodada entre Grecia y Turquía con un reparto de actores mayoritariamente no profesionales, cuenta la particular odisea por la que pasa Stavros (un desconocido Stathis Giallelis) hasta que logra conseguir su sueño: llegar a América, la tierra prometida, la esperanza de una nueva vida. Para lograrlo, emprende un largo viaje que le llevará desde Anatolia hasta Constantinopla, pasando por Ankara, pero no desfallecerá. Debido a sus características técnicas y temáticas, da la sensación de que América, América tendría que haber sido una película inicial, pero es justo lo contrario, la última gran obra de Elia Kazan, ya que después solo dirigiría tres cintas más, El compromiso (The Arrangement, 1969), que es una suerte de continuación de América, América, Los visitantes (The Visitors, 1972) y El último magnate (The Last Tycoon, 1976). Después, Kazan se dedicó principalmente a la escritura. De todas maneras, una película como América, América no es, desde luego, un primer balbuceo, sino un proyecto realmente complejo, que cuenta una historia de vida con fuerza y rigor insospechados, muy alejada de la idealización propia del tema, que solo podría haber acometido un director experimentado.

America_America_fotograma02En realidad, Stavros, el protagonista, es trasunto de un tío de Elia Kazan, que vivió una experiencia semejante. Y es que, no en vano, la gran creación de América, América es precisamente el personaje principal, repleto de luces y sombras, que no duda en hacer todo cuanto sea necesario para alcanzar su sueño, que evoluciona y, poco a poco, va perdiendo su característica sonrisa. Hay otro personaje, Hohannes (Gregory Rozakis), cuyo nombre no conocemos hasta el final, que aparece en distintos momentos del metraje y adquiere un papel fundamental en el desenlace de la película. Hohannes es un doble de Stavros, un personaje que sirve como espejo, como si Stavros se hubiera escindido en dos personas distintas. La presencia de Hohannes le sirve a Stavros para plantearse una cuestión fundamental: para llegar a América, ¿ha tenido que renunciar a ser él mismo, ha tenido que traicionar sus principios, se ha corrompido?

America_America_fotograma03El viaje del protagonista no es, desde luego, un camino de rosas, y, como si fuera un Ulises moderno, en varios momentos se desvía de su objetivo principal, e incluso es tentado por la posibilidad de una vida acomodada y burguesa, tal como vemos en la parte más costumbrista de la cinta, que presenta a Stavros como futuro yerno de un acaudalado comerciante. Otro de los grandes aciertos de América, América es que presenta Turquía como un país de grandes contrastes, en el que hay zonas que no han cambiado prácticamente nada en dos mil años –un ejemplo es el lugar donde vive la abuela del protagonista– y ciudades de ambiente europeo. Hay en todo esto cierto toque neorrealista, por un lado, y una clara herencia del viejo cine soviético, por otro.

America_America_fotograma04El resultado es, desde luego, uno de los grandes relatos del cine, una suerte de película‑río que bebe de un texto mucho más amplio del propio Kazan, como se nota por el bulto redondo que ofrecen muchos de los personajes secundarios, ya que todos ellos esconden un pasado, tienen una historia. Desde luego, América, América fue una apuesta muy arriesgada de Kazan, pero consigue deslumbrar al espectador con una película verdadera, que emplea técnicas narrativas y recursos visuales inauditos en Hollywood. Todas las obras maestras resumen el mundo; América, América es, en este sentido, una obra maestra.

Premios:

Oscar a la Mejor Dirección Artística (Gene Callahan) y otras tres nominaciones: Mejor Película, Mejor Dirección y Mejor Guion. Globo de Oro al Mejor Director y al Mejor Actor Revelación (Stathis Giallelis). Concha de Oro a la Mejor Película en el Festival de San Sebastián

Tráiler:

 

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Cartel de la película AnchoressCuando me encontré con esta película me llamó la atención su título, que significa anacoreta y la idea de que trataba de una historia con ciertas bases reales, referida a una joven, casi una niña, Christine Carpenter, quien se sometió a convertirse en anchoress de Shere, en la región de Surrey, en Inglaterra, en los comienzos del siglo 14. Al aceptar esta vocación, se sometía a que la encerraran de por vida en una pequeña celda al lado de la iglesia del pueblo, convertida en una especie de admirable e iluminada consejera espiritual y mística para los habitantes de la comarca, que se acercaban a traerle comida y a hacerle preguntas a través de una ventanita. Todo ello comenzó con las visiones que la jovencita tuvo sobre la Virgen María, que la llevaron a ilusionarse con una entrega mística.

La película gozó de un cierto prestigio, siendo exhibida en la sección un certain regard del Festival Internacional de Cine de Cannes de 1993. Fue filmada en blanco y negro, una decisión que se me antoja muy acetada dado el tema que trata. Es fácil ver analogías con Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928) y con algunos de los filmes de Bergman. La protagonista Natalie Morse en verdad nos lleva a identificarnos con esta jovencita que se somete a este verdadero drama personal bajo las dudas y las ilusiones de su adolescencia y bajo las circunstancias a que estaba sometida en un hogar pobre, con una madre misteriosa llena de creencias extrañas y ante la perspectiva de tener que casarse por obligación o por conveniencia. Todo ello en un ambiente de primitivismo religioso, donde las personas realmente tenían una fe basada en los miedos, en la impotencia y el adoctrinamiento y donde abundaban las prácticas e interpretaciones mágicas de la realidad.

El filme es muy inquietante, contado en tonalidad de misterio y cierto suspenso, ya que no sabemos interpretar estas extrañas situaciones. Es bien difícil imaginar que una persona joven y atractiva va a encerrarse de por vida en un lugar estrecho, incómodo, húmedo; sometida a las arbitrariedades de vecinos que poco entienden la situación, pero que sienten respeto y curiosidad por la niña, a quien hacen preguntas que ella contesta en forma enigmática, tratando de conectarse con unas energías raras, que se comunican con ella mediante visiones, sonidos y sueños y que ella, por lo menos en un principio, interpreta como señales espirituales de la Virgen. Poco a poco se van asentando las duras y limitantes realidades del encierro, naturalmente combinadas con las naturales sensaciones de una joven adolescente en las cuales la sexualidad que despierta cobra protagonismo y con el desgaste de la imagen de rosa mística tanto entre las gentes como en la mente misma de la anacoreta ¿Cómo se resuelven estas situaciones imposibles? Como podremos ver a medida que el filme se desarrolla, todo es posible para las mentes humanas.

Anacoreta

Dado que las cosas pasan en esos ambientes del campo medieval, combina la película los recorridos por la mente de la protagonista, angustiada y soñadora, con lo que podría ser la vida cotidiana lugareña, permitiendo que apreciemos provocativas escenas del ambiente clerical, donde las tendencias inquisidoras conducen a la quema de brujas y a la maldición de las vidas en doble sentido, ya que los dardos de la ignorancia y de las palabras acusadoras afectan tanto a jueces como a las supuestas brujas; ese mismo ambiente religioso se mueve entre el poder egoísta y el deseo de servicio cristiano y sentimos que es casi que milagrosa la intervención del espíritu en medio de tantas creencias limitantes. Cualquiera que haga planteamientos razonables se arriesga a no ser escuchado o a ser acusado. Cuando el filme nos describe la vida de las personas, vemos que oscila entre el trabajo y alguna vida de hogar y de comunidad, muy sencilla, pero plagada de temores y de riesgos. Los animales, los alimentos, el cuerpo, las enfermedades, se revisten de misterios interpretativos bajo una creatividad que parece desorientada e inexplicable a nuestros ojos y que conduce a la magia, a las fórmulas y a la brujería como rutas de escape.

Anchoress, fotograma

¿Pero es esto algo que solo sucedía en épocas oscuras de la Europa medieval? No puedo resistir la tentación de caer en cuenta de estos tiempos que vivimos. También hoy hay niñas anacoretas que se encierran voluntariamente en las celdas de sistemas de creencias, convertidas en magas hechiceras que interpretan visiones, que dan respuestas que pocos están dispuestos a cuestionar, por ejemplo, las lamentaciones de la madre tierra que perece por culpa nuestra. Nadie se atreve a cuestionarlas, ya que la ciencia prevalente, a modo de nueva religión, las bendice radicalmente. Los que piensen distinto pueden quemarse en las llamas de las redes sociales o de las narrativas dominantes. Los testigos de todo esto adoran y dan fama a la moderna anacoreta; pero ella, quizás, se empieza a sentir fatigada, y empieza a darse cuenta de que las señales que escucha quizás son mucho más confusas de lo que su confiada inocencia interpretó en un principio. También hay anacoretas, hombres y mujeres, ancladas en la fama, las influencias, las tribus modernas, las drogas, el hedonismo creativo. Todas ellas animadas por tempranas ilusiones juveniles, por adoradoras multitudes y encerradas, ancladas, en mundos mentales de los cuales es difícil escapar.

 

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cartel AnicetoHablar de la película de mi vida para celebrar el quinto aniversario de EL ESPECTADOR IMAGINARIO me permitiría construir otra donde estuvieran escenas inolvidables de todo el cine que he visto. Podría detenerme en Greed (Erich von Stroheim) o en muchas de Stanley Kubrick, que con Martin Scorsese forman una dupla entre mis debilidades, así como Andrei Tarkovsky e Ingmar Bergman; Andrzej Wajda y Roman Polanski o Luchino Visconti y Bernardo Bertolucci. Pero mi vuelo por ese cine requiere de unas alas que hoy no quiero ponerme, porque prefiero quedarme al ras del suelo, donde un actor en sus comienzos y un director con todas las letras al final de su carrera me seduce para que le preste atención.

Leonardo Favio es un autor consumado, con una obra completa y finita, ya que dejó este mundo hace dos años. Nació en mi tierra, Mendoza, una provincia argentina que descansa a los pies del Aconcagua y que requiere del deshielo estival para mantener sus áreas verdes irrigadas. Con  unos pobladores que disfrutan de la siesta cada tarde y ven pasar las horas sin prisas para otear la tranquilidad del atardecer a través de los álamos.

Si bien Favio comenzó como actor bajo la batuta de Leopoldo Torre Nilsson y se convirtió en director para seducir a la entonces joven actriz María Vaner, compuso con sus tres primeras obras en blanco y negro una trilogía que lo define y que, según mi modo de ver, es lo mejor de su filmografía y, me atrevería a decir, del cine argentino. Crónica de un niño solo (1964) es la historia de Piolín, un chico de reformatorio al que la libertad se le vuelve esquiva; Este es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más… (1966) resume en su título la historia de su segunda obra y antecedente de la que nos convoca hoy, y El dependiente (1969),  relato provinciano de soledades encontradas.

Lo que filmó después es una larga elipsis, casi comparable, si me permiten el exabrupto, a la que más fama le ha dado a 2001 (2001 A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968), hasta llegar a Aniceto (2008), que cierra su filmografía.

Aniceto

La cinematografía de Favio podría enmarcarse dentro del género costumbrista con grandes dosis de humanismo. Sus personajes sudan realismo y viven situaciones cotidianas, abúlicas, bajo un ritmo cansino y demorado, que permite el regodeo por imágenes bellamente compuestas en blanco y negro, a través de la obsesiva búsqueda formal que le imprimía a cada una de sus obras. Así logra la acompasada simetría de Crónica…, el escenario despojado de Este es el romance… o los largos y significativos silencios que se instalan en los encuentros de la pareja de El dependiente.


Aniceto
llega cuarenta años después y derrocha movimiento y color. Una nueva versión del cuento de su hermano Zuhair Jury, El cenizo, cobra vida en la pantalla. Como en Este es el romance… está retratado el cuento de amor y desamor que transcurre en la Mendoza de las acequias y de las alamedas. Aniceto conoce y se enamora de Francisca. La inclusión de la joven en su vida cambiará la geometría de su pieza, donde antes pasaba largas horas tomando mate y compartiendo el silencio con Blanquito, su gallo de riña. Ahora es un nido limpio y cálido que cobija a la pareja, hasta que aparece Lucía. Francisca, entonces, se aleja para siempre con lágrimas en los ojos y un peso que le oprime el corazón.

Lo que antes era una gama de grises que cobraba vida o tristeza a través del contraste y el brillo de la película en blanco y negro, ahora estalla con la música, el baile y los colores, aunque el blanco siga permaneciendo omnipresente.

En Este es el romance… Favio utilizaba planos generales para mostrarnos la soledad del individuo; apagaba los faroles para sumir en la oscuridad a Aniceto, alumbrado apenas por la brasa del cigarrillo en cada bocanada, representando así la ansiedad de la espera; utilizaba la riña de los gallos como metáfora de los sentimientos de las dos mujeres o por medio de un tilt up nos mostraba que ese universo donde nos había mantenido durante una hora era apenas un apéndice pegado a una gran ciudad. Recursos formales que utilizaba Favio para transmitirnos las emociones propias de una historia de amor y celos ocurrida en los suburbios de una ciudad provinciana.

Aniceto

Obviamente, muchos de estos elementos están en Aniceto: la historia, los escenarios, el drama… Pero Favio propone una nueva puesta en escena. El triángulo amoroso ahora es visto a través del baile.

Aniceto (Hernán Piquín) celebra su conquista con saltos y giros interminables, mientras la cámara se ensimisma en la camisa blanca, que de tantas vueltas se funde con las alas de su gallo, que en el reñidero lleva adelante una pelea sin cuartel. La habitación que lo cobija durante las noches y las siestas, va adquiriendo vida con la llegada de Francisca (Natalia Pelayo) y calor, con la de Lucía (Alejandra Baldón). Ese cuarto de piso de tierra, con el gallo atado a la pata de la cama y una ventana rota, la puerta abierta y la vida allá afuera.

Favio filma en estudio. Lo que antes eran locaciones naturales, hoy es un escenario falso. Sin embargo, estamos en la Mendoza de las acequias, los sauces llorones a la vera del camino, con la montaña a lo lejos, los álamos alineados a la acequia y los gitanos que llegan con el verano… Y la música, que ambienta, comenta y ocupa el lugar del diálogo.

La mirada limpia de Francisca, la picardía en los ojos de Aniceto y el fuego apasionado de Lucía forman el eje donde se arma el conflicto. El paralelismo entre Aniceto y el gallo, entre la riña y la conquista, entre una herida y otra herida, es más que significativo.

AnicetoEn la escena de amor entre Aniceto y Lucía, los cuerpos nerviosos, recortados sobre negro con luz cenital, la música y el baile apasionado nos envuelven en un sentimiento que no tiene retorno. Mientras, la figura de Francisca, recortada en la puerta de la pieza, apenas abrigada con un saquito celeste, recuerda a la Gala de Dalí, de espaldas, asomada por la ventana. Con su baile solitario nos transmite su desconsuelo y desolación.

Aniceto tiene la frescura de los ojos jóvenes con que Leonardo Favio filmó Este es el romance…, y a la vez, la madurez del veterano, de ese Favio que ya ha rodado su décima y última película. Un digno cierre para una carrera en la que la búsqueda formal y la necesidad de plasmar al hombre común lo han llevado a convertirse en un Autor con mayúsculas.

Hay que verla, no alcanzan las palabras, tampoco las descripciones, ni siquiera sus bellísimas imágenes. Leonardo Favio logra emocionar con una propuesta que trasciende el teatro, el ballet, porque es totalmente cinematográfica. Hoy, cuando el cine digital deja boquiabiertos a los más jóvenes, cuando Saura ya intentó todo con el baile, Favio, con Aniceto, alcanza y supera las cotas de su trilogía inicial.

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Cartel de la película ArayaDos de las referencias básicas de Margot Benacerraf en Araya, la película que compartió el Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes de 1959 con Hiroshima, mon amour de Alain Resnais, fueron señaladas por la cineasta en una entrevista publicada en la revista venezolana en Internet Vértigo en mayo de 2009: “Cuando estudié cine en París era el momento de la posguerra y nos había golpeado mucho el neorrealismo italiano. Me acuerdo mucho de La terra trema de Visconti. La citan todos los críticos como una referencia”.

El trabajo con actores no profesionales, a la manera de ese movimiento, ha sido siempre puesto de relieve por Benacerraf para defender que Araya no es un documental, lo que no será tema de discusión en esta nota. Pero también parece haber en ello una crítica de la ficción como fue practicada en La tierra tiembla (1948). “Para mí hubiera sido mucho más fácil (…) agregarle elementos clásicos al estilo ‘salinero-que-se-enamora-de-una-bella-hija-de-pescadores’; ese tipo de cosas. Renuncié a dramatizar falsamente la situación”, dijo a Fernando Pérez en una entrevista publicada en Cine Cubano (s/f) y citada en el n° 9 de la serie Cuadernos de Cineastas Venezolanos de la Cinemateca Nacional (2009).

El problema de esa impresión de falsedad que puede causar la ficción es difícil de señalar de manera objetiva. Pero quizás se perciba en La tierra tiembla en el primer diálogo entre Ntoni y Nedda. Parece dudoso que la gente hable así, a pesar del trabajo que el cineasta hizo con los actores para dar naturalidad a las palabras dichas en siciliano, “preguntándoles de qué manera instintiva experimentarían cierto sentimiento y qué palabras utilizarían”, como escribió en una carta citada por Suzanne Liandrat-Guigues en Visconti (Cátedra, 1997).

NTONI: ¡Nedda! ¿Me cuidarás como a los conejos?
NTONI: Yo no, Nedda. Sabes que te quiero mucho.
NEDDA: Sí, lo sé. Me lo has dicho muchas veces. Pero no te preocupes. Cuando sea el momento, encontraré mi propio marido.
NTONI: Sé que eres una chica muy especial, y sé que tu familia quiere casarte con un hombre rico.
NEDDA: Rico o pobre, debe gustarme.
NTONI: Pero recuerda una cosa: el que hoy es rico, puede que mañana no lo sea, mientras que un pobre con algo en la cabeza puede ser rico mañana.
NEDDA: Entonces hablaremos de eso mañana.

La terra trema. FotogramaExpresiones como “los conejos se lo merecen, porque no son maliciosos como los hombres” y “el que hoy es rico, puede que mañana no lo sea, mientras que un pobre con algo en la cabeza puede ser rico mañana” tienen un tono refranesco ajeno a la espontaneidad de una conversación. En esas palabras se percibe la intención de interpretar una escena. Algo similar ocurre con el ir y venir de los parlamentos, que parece propio de una obra de teatro.

En la única escena de amor de Araya no es posible escuchar lo que dicen Fortunato y la muchacha a la que busca en el pozo, a pesar de la detallada banda sonora, uno de los principales logros del filme. Se escuchan el viento, los pasos sobre la tierra reseca, el sonido de los cascos de un burro que pasa e incluso el ruido del agua que se mueve dentro del cántaro, y se ve al joven hablar en primer plano, pero sólo dice la voice over:

Los enamorados de Manicuare, ¿qué se dicen? Se dicen las palabras más simples, las palabras de siempre.

La terra tremaEl estilo del filme venezolano se manifiesta allí como un intento consciente de evitar la falsedad que la cineasta atribuye a diálogos como el citado de La tierra tiembla. Se distancia así al espectador de la intimidad de los personajes de una manera que hace evidente, a la vez, que hubiera sido posible escribir un texto para que lo grabaran ellos u otros actores y que fuera añadido después, como ocurre con los efectos de sonido. También hay registros de la manera de hablar de la gente del pueblo que se emplean en otras escenas. Pero la realizadora se abstuvo de hacerlo con los enamorados, y de esa manera señala que lo que tienen de auténticos los actores no profesionales incluye aspectos de la realidad que están fuera del alcance de la película, que no son reproducibles mediante el artificio del cine. Lo que da más realismo al filme es hacer evidente que no es capaz de representar todo lo real.

La puesta en escena también forma parte de la crítica de Benacerraf al realismo falso. En la escena de Visconti hay un uso metafórico de los conejos que ha capturado Nedda: son una traducción a imagen de su intención de atrapar el marido que le convenga. En el diálogo entre Mara y Nicola, más adelante, la albahaca que ella ha puesto en la ventana es una representación del amor que cultiva, y cuando parece que va a abrazar al muchacho, acaricia la matita. Ambos elementos están insertados en lo que sucede, lo que justifica las metáforas.

En Araya puede señalarse un contenido simbólico en la acción de ir al pozo a buscar agua. Sin embargo, el elemento poético principal de la escena de amor es otro: el vuelo de las cometas en la brisa de la tarde. Es un comentario sobre lo que sucede, pero expresado a través de imágenes que no forman parte del diálogo inaudible de los personajes. No tiene justificación en la acción a la manera como Visconti introduce las dos metáforas citadas.

Imagen de la película ArayaUna vez más, el tipo de realismo que busca Benacerraf se aclara al poner las cartas sobre la mesa: así como evidencia su conciencia de la incapacidad de captar por completo la realidad, también hace explícito que la imagen poética ha sido puesta en escena por voluntad de la autora. Lo auténtico de la metáfora está en omitir la falsedad del disimulo que es insertarla en la acción. En el caso de La tierra tiembla también pueden señalarse elementos de la puesta en escena, ajenos a la acción, que expresan un punto de vista sobre lo relatado: la hoz y el martillo en la fachada del lugar donde se reúnen los pescadores y las palabras de Mussolini en el local de los propietarios. Pero no se trata de metáforas sino de índices que señalan a los buenos y los malos con arreglo a una doctrina. Sobre eso habrá que volver a continuación.

La imagen de las cometas lleva a considerar otro aspecto del realismo de Araya. Al relatar lo que sucede en un día en la vida de dos familias de salineros y una de pescadores de la península, la película representa una rebanada del tiempo cuyo recorte está hecho desde afuera de las historias. En La tierra tiembla, en cambio, el relato se articula internamente sobre la base de una intención de ejemplificar un momento del desarrollo de la lucha de clases en un pueblo de pescadores de Sicilia. La rebelión de los Valastro contra los comerciantes está condenada al fracaso porque es extemporánea. Se adelanta a lo que será el verdadero enfrentamiento social, considerado desde la ortodoxia marxista, y se expresa como intento de competencia de una empresa familiar en un mercado que controlan los compradores de su producto. Sus posibilidades de éxito dependen del azar. Si la fortuna les sonriera no quedaría claro que históricamente lo que ocurre no es verdaderamente un triunfo, porque se daría sin que las condiciones sociales sean cambiadas. Por tanto, el fracaso es el único desenlace posible si se quiere explicar la verdad de la historia, como es el caso.

Pero eso significa tomar como punto de partida una doctrina, e ir a la realidad a la búsqueda de ejemplos que confirmen lo que de antemano se ha sabido que es verdad. Lo mismo ocurre con la desintegración de la familia como consecuencia del fracaso. Ella ilustra las posibilidades que el momento histórico ofrece a los derrotados por la sociedad: la incursión en el delito del contrabando, entregarse a las ilusiones de una vida disipada, sacrificar la aspiración personal a casarse, etcétera. El gran número de integrantes de la familia Valastro pareciera haber sido pensado para que permita mostrar todo eso en un solo filme.

Araya, de Margot BenacerrafUna película de un realizador que está convencido de que sabe hacia dónde va la historia no podía tener tampoco un comentarista distinto del que explica La tierra tiembla. En Araya, en cambio, aunque se escucha una sola voz, son varias las que hablan. Está la del comentarista de documental, que es el que interviene en el relato de un día en la vida de los personajes. Pero la del comienzo del filme es diferente: describe la geografía de Araya poéticamente, a la manera de un relato de creación como el de la Biblia, y su forma de narrar está integrada a las imágenes y a la música mediante el contrapunto que hace con ellas. Hay un narrador-historiador, que toma la palabra en el breve relato del pasado del lugar, y al final vuelve la voz orquestada con la música y en especial montaje para plantear la interrogante acerca del futuro de los trabajadores de la salina por la llegada abrupta de la mecanización.

El filme en su totalidad, además, no es un relato armoniosamente polifónico sino fracturado. La parte que se parece a un documental es cortada por una serie de explosiones que marcan la llegada de las máquinas y de otra manera de narrar. Otro quiebre se percibe en las contradicciones del discurso: entre la repetición perpetua que se atribuye a la forma de vida en Araya, en la descripción de un día en la vida de los personajes, y la posibilidad de una transformación que se plantea al final; también entre la parte histórica, en la que se dice que los constructores de la fortaleza, los traficantes de esclavos, los ladrones y los piratas desaparecieron de Araya, y el comentario como de documental, que dice que nada cambia.

La mayor profundidad del filme está en esa manera de narrar. Ella da cuenta del problema de la historia cuando el cambio es una ruptura causada desde afuera, lo que se subraya en un plano que muestra palabras en inglés escritas en las máquinas y en el choque de su llegada con el aspecto de economía cerrada que tiene la vida para los habitantes del lugar por su estancamiento, a pesar de que producen una sal que se va en barco a un lugar desconocido. ¿Cómo tener certeza acerca del devenir cuando la realidad del presente es como la de Araya en la película?, ¿cómo concebir la necesidad de la continuidad, la transformación o la desaparición de una forma de vivir cuando la fuerza transformadora irrumpe de una manera brutal, que se manifiesta como ajena y contraria a la dinámica de ese mundo? Esas son las interrogantes que otra sensibilidad, la poética, plantea. Y, como escribió Andrei Tarkovski en Esculpir en el tiempo: “Cuando hablo de poesía no pienso en ella como un género. La poesía es una conciencia del mundo, una forma particular de relacionarse con la realidad”.

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Póster de Arroz amargoArroz amargo (Giuseppe de Santis) es una gran película dentro un contexto de películas enormes, legendarias, que pusieron los cimientos a gran parte del cine posterior y la forma de entender el arte de rodar películas. El cine de posguerra italiano, lo que se ha denominado neorrealismo, dejó una cantidad de joyas incuestionables que han influenciado a varias generaciones de cineastas, atrapados por la pureza de una visión cercana y aparentemente simple, de peripecias y gente pequeña viviendo el día a día.

Quizá el tiempo ha dejado Arroz amargo, la obra maestra de Giuseppe de Santis, un tanto en segundo plano. No es una película tan reivindicada como otros ilustres ejemplos generacionales, como Ladrón de bicicletas (Vittorio da Sica, 1948) o Roma, ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945) , por citar dos celebradas obras italianas de posguerra. Sin embargo, en su momento llegó a estar nominada al Oscar a la mejor historia el año de su estreno, y sus particularidades convierten esta interesante mezcla de géneros en una pieza única dentro del movimiento.

La película de De Santis navega por diferentes mareas en una historia que va del retrato costumbrista a la trama criminal, con fuertes aires de melodrama y poderosa presencia femenina. El foco se centra en la rutina de la jornaleras que migran en masa al valle del Po para cultivar el arroz. En ese sentido, Arroz amargo entra dentro de los cánones del neorrealismo, entre el retrato costumbrista y la crítica social, espejo de una sociedad en construcción. El cine se convirtió, en cierto modo, en la voz de aquellos que más sufrieron las consecuencias del conflicto, personas que se conforman con la supervivencia, enmarcados en vidas con gran cantidad de pesares y escasas victorias.

Pero De Santis marca las diferencias desde el comienzo de la obra. Bien es cierto que en esos primeros instantes vemos lo que será constante en toda la filmación, una cámara curiosa y reveladora, que recorre casi uno por uno los rostros de desconocidos, promesa de las historias que cada uno de ellos esconde. Pero pronto aparece el elemento criminal, el punto que será el disparador de la trama, de personajes turbios y amorales encarnados en un Vittorio Gassman encantado con el seductor delincuente al que interpreta.

Silvana Mangano en Arroz amargo

Si bien Gassman es el detonante, no cabe ninguna duda de que las grandes protagonistas de la turbulenta historia de amor y engaño que perpetran De Santis y su equipo son ellas, los fascinantes papeles femeninos. Pasiones y desengaños conforman el viaje interior de dos mujeres enfrentadas por las circunstancias, camino tortuoso que conlleva la toma de contacto con la realidad, dura como un puñetazo.

Entre medias de este cruce de amor belicoso, de Santis no se olvida del conjunto, y roza en ocasiones el documental. La vida de mujeres que renuncian a mucho por un trabajo poco agradecido, apiñadas en barracones mientras dura la temporada, fluye con la rutina, que conlleva sus propios ritos y conflictos. Los espectadores observamos  cómo se conforma un minúsculo universo, con reglas propias, de solidaridad y lucha a pesar de que, en el fondo, no dejan de ser un puñado de desconocidas.

Pequeñas historias que de Santis atisba en caras, momentos, sutil, íntimo y cuidadoso al introducirse de forma tan visceral en la dureza del trabajo diario, la monotonía, esperando un mañana mejor, algo de justicia para existencias desbaratadas. De Santis, con muy poco, justifica a sus mujeres, les da sentido individual con pequeños detalles, y conforma el cosmos único que llega a ser el escenario perfecto para los acontecimientos que llegan a su eclosión en los tensos momentos finales de la película.

Silvana Mangano en Arroz amargo

La habilidad de de Santis para conjugar los distintos tonos de la película dejan para el recuerdo el perfecto equilibrio entre intenciones, la maestría de un director con ideas claras y herramientas de primer orden. De la luminosidad de los campos de arroz a la sórdida y tenue luz de la nocturnidad perversa en la que se escabulle el criminal, cada pieza encaja a la perfección en la identidad visual indiscutible de Arroz amargo. 

Pero, como comentaba, la función sería muy distinta sin la aportación de las dos protagonistas, encarnadas por Silvana Mangano y Doris Dowling. Dos mujeres diametralmente opuestas, que se mueven entre el intento de comprensión mutua y el enfrentamiento directo. Rota y escéptica una, pasional e ingenua su oponente, la combinación de caracteres es motivo de tensión, la cuerda que se tensa hasta el dramático desenlace de la película, con ese punto despiadado que, en ocasiones, reflejaba el cine de este imprescindible movimiento italiano.

Pero, sin duda, la que se lleva la palma es Silvana Mangano, fascinante en su papel repleto de contradicciones humanas, tan libre como atrapada en su propia vida, tan ávida de sentir emociones que pierde el control. La voluptuosidad con la que Mangano defiende su rol es ya parte del cine, muestra de inusitado erotismo para la época, todo movimiento y sugerencia. El director, en otra de las mutaciones de la propia película, aprovecha el potencial exuberante de Mangano para dar rienda suelta a la pura energía cinética de bailes desenfrenados, en los que el swing rompe las reglas de la banda sonora y el montaje se torna tan frenético como los movimientos de la protagonista.

El éxtasis de juventud en el entorno triste y gris de eternas perdedoras, la bailarina sonriente se aferra a sueños de lugares lejanos y aventuras, pero la sonrisa se borra poco a poco, en cada escena, tras los encuentros dolorosos con el muro impenetrable de la realidad.

En los encharcados campos de arroz, los sueños se ahogan.

Clásico a redescubrir, Arroz amargo es pieza indispensable de proporciones, en los que prima el melodrama, pero cuyos elementos diferenciadores impiden que caigan en los excesos lacrimógenos del género, apoyado en fabulosos elementos de serie negra y la estampa realista armada de cierta crítica social.

De esas películas que hacen amar el cine, imposible no amar Arroz amargo. 

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arsenico-por-compasion-cartCary Grant afirmó en varias ocasiones que fue la película en la que mejor se lo pasó y con la que más disfrutó como actor en toda su carrera. Sólo hay que verla para confirmarlo. Pero me atrevería a afirmar, sin temor a equivocarme, que cualquiera que tomara la gran decisión de sentarse frente a la pantalla a dejarse seducir por los acontecimientos que envuelven a lo largo de un día a Mortimer Brewster en casa de sus ancianas tías, cualquiera repito, estará de acuerdo en que Arsénico por compasión es una obra maestra de la comedia negra, redonda e imperecedera.

Adaptación de la obra teatral homónima estrenada en Broadway y escrita por Joseph Kesserling, la película fue encargada a Frank Capra, el director que fue capaz de hacer más llevadera en el imaginario colectivo la Gran Depresión, con producciones entre el romance, la comedia y la crítica social; sirvan como ejemplo Sucedió una noche (It Happened One Night, 1934) o Caballero sin espada (Mr. Smith Goes to Washington, 1939). Aunque rodada en 1941, no fue estrenada hasta tres años más tarde, pues conforme a las leyes de la época, el estreno cinematográfico tenía que efectuarse después de terminar la temporada en el teatro, para evitar solapamientos y un mayor rendimiento en la obtención de beneficios, sin tener que competir en el tiempo con el arte vecino. El libreto fue adaptado al celuloide por los hermanos Epstein, los mismos que firmaron Casablanca (Michael Curtiz, 1942), y parte del reparto original de la pieza teatral fue “trasladado” desde Nueva York a Hollywood para filmar una de las comedias más hilarantemente inteligentes que se hayan podido ver.

arsenico-por-compasion-4Junto al magnífico reparto, encabezado por un memorable Cary Grant, el encanto de la película, su piedra angular, reside en su exquisito y original argumento. La base de la historia es simple, Mortimer Brewster, un reconocido crítico teatral de Nueva York, famoso por despreciar el matrimonio, termina por enamorarse y casarse de forma lo más discreta posible. Antes de irse de luna de miel a las cataratas del Niágara, decide pasar por la casa de sus dos tías solteras con las que se ha criado, Abby y Martha (Josephine Hull y Jean Adair), para darles la buena noticia. A partir de aquí comienza la enreversada pero minuciosamente elaborada trama real del filme. Mortimer descubre que sus angelicales e inocentes tías se dedican a terminar de forma compasiva con la vida de ancianos solitarios a los que acogen, vertiendo un poco de arsénico en el vino que les sirven, acabando, según ellas, con su sufrimiento.

En la misma casa vive otro sobrino de las ancianitas que cree ser el presidente Teddy Roosevelt, uno de los personajes más desternillantes, muy bien interpretado por John Alexander, y que ofrecerá momentos y diálogos tan divertidos como ingeniosos, de tal modo que seremos incapaces de distinguir la locura de la cordura, otro de los regalos de un buen guion. De hecho, Mortimer pronto se dará cuenta de que sus tías aprovecharán los desequilibrios inocentes de “Teddy”, encargándole excavar las “obras para la construcción del Canal de Panamá”, para crear realmente un cementerio particular en el sótano, en el que reposar los cuerpos de sus casuales víctimas y un lugar que cuidarán con sumo recelo y respeto.

arsenico-por-compasion-3A todo esto hay que sumar la llegada del hermano de Mortimer (Raymond Massey) a la casa, durante la noche, un asesino acompañado por el doctor (entrañable Peter Lorre) que le ha practicado múltiples operaciones de cirugía estética hasta hacerle parecer Boris Karloff. Su intención es la de ocultar un cadáver que llevan en el coche y, de paso, una vez lo ve, acabar con Mortimer y quedarse con la casa de sus tías. El parecido y las constantes referencias a Boris Karloff no son casuales, pues el actor que interpretó a Frankenstein fue el que hizo de hermano de Mortimer en la obra de Broadway, de modo que Raymond Massey fue caracterizado deliberadamente, y con gran acierto, para parecerse al actor británico.

arsenico-por-compasion-6Como vemos, la situación se va complicando a cada paso en un ritmo in crescendo que propicia las escenas descabelladas, las confusiones, los malentendidos y una tensión constante, expresada en la ansiedad que vive Cary Grant, intentando ocultar el secreto de sus tías a su reciente esposa, a su criminal hermano y, por si fuera poco, a los mismos policías que patrullan el barrio. Un torbellino aparentemente caótico, pero minuciosamente pensado y coherentemente articulado, que no da descanso al espectador desde el primer fotograma hasta el último, con un ritmo frenético y una serie de escenas, a cada cual más divertida y sorprendente.

Siguiendo la estructura propia del teatro, la mayor parte del metraje se desarrolla en el interior de un solo espacio, la casa de las ancianas tías en un lúgubre rincón de Brooklyn, que además está perfectamente tratado en su composición formal y enriquecido por la ubicación de los planos escogidos por el director.

arsenico-por-compasion-5El delicado límite entre la locura y la cordura, el sentido ético y bello de la muerte compasiva en contraposición con el de la muerte violenta, pasional y detestable, el encanto de la inocencia como cualidad de las buenas personas y como instrumento de doble filo, el amor repentino y apasionado o el amor a la familia como signo de identidad propio son algunos de los temas por los que se desliza de forma satírica, delirante, genial y ejemplar esta obra única, irrepetible, sensacional, mítica y toda una serie de adjetivos calificativos altamente positivos y elogios que puedan utilizarse para describir la que, como hemos puntualizado al inicio del artículo, fue la película con la que más disfrutó Cary Grant, del mismo modo que lo hicieron, lo han hecho y lo harán millones de personas, como yo mismo hice, la disfrutarán y se enamorarán del buen cine, ese que no muere nunca.

Enlace al tráiler:

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El póster de Asesinos natosRetomamos la idea que inicié con la crítica de Las diabólicas . Hablamos entonces de la naturaleza del crimen en el cine como expresión de un código moral muy determinado. En el cine clásico, el asesino es carcomido por la culpa, consciente de la transgresión imperdonable que supone arrebatar una vida humana. Además, es castigado por fuerzas terrenales o por los inevitables designios de la justicia poética (que alguno llamará divina, otros kármica, pero el concepto de poesía me hace sentir mucho más cómodo en mi teoría).

En algún momento a mediados de siglo, hay un cambio en la concepción del mal, incluso en la génesis de la mente del asesino. Aparecen películas que tratan ese mal como un término más allá de la moral, algo recóndito y escondido en psiques trastornadas que están lejos del horizonte de normalidad en el que nos movemos la mayoría de los mortales, con nuestras taras y neurosis en un nivel aceptable. Aparece el asesino en serie, que no cabe dentro de los márgenes del comportamiento humano dentro del canon de bien y mal. Un monstruo escondido entre el rebaño, incapaz de frenar sus obsesiones.
Películas como Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) o Peeping Tom (Michael Powell, 1960) cambian la idea de asesino consciente, de la culpa y de la justicia. El blanco y negro moral se desvanece, y, de repente, el asesino serial se transforma en parte de la cultura popular, entre el asco y la fascinación que supone un viaje a los rincones más perversos de nuestro inconsciente.<

En los 90, esta tendencia llegaba al paroxismo, alimentada por el eterno debate sobre el origen de la violencia, que tanta hipocresía y demagogia ha generado. Grupos como Nine Inch Nails construían universos pervertidos de sexualidad enfermiza, agarrados a un juego de espejos donde la figura del asesino en serie era transformado en una pieza más de la sintomatología propia de una época desquiciada. Entonces, aparece Oliver Stone, el eterno niño malo del cine estadounidense, con unas ideas inamovibles respecto a como funciona una película. Rueda Asesinos natos (Oliver Stone, 1994), y escupe sobre el mundo. Además, se divierte.

Los protagonistas de Asesinos natos

La culpa, la moral reinante en un mundo blanco y sin tacha, es vapuleada desde el minuto uno. Los asesinos de Stone no tienen ni la más mínima empatía con el resto de la humanidad. Es algo más que odio, más que un ego desmedido. Es la idea de que nadie es puro, nadie es inocente, nadie puede ser salvado. El director nos somete a una alucinación entre la psicodelia y el insulto, armado de tantos recursos que la película es un disparo al hipotálamo. De la parodia surrealista, pasando por el documental y la animación, al realismo crudo y enfermo,

Stone no se esconde ninguna carta. Castiga nuestros cerebros empeñado en un montaje digno de infarto, un viaje visual que es reflejo del camino elegido de los dos asesinos por excelencia. Son guapos, “cool”, excitantes, rompen las reglas, se convierten en ídolos de masas, la generación MTV vomitaba sus monstruos. Son el siguiente paso, lo que nadie se atreve a ser. Son los relucientes despojos del sueño americano. Las adolescentes llevan camisetas con la cara de dos psicópatas, y piden que las vuelen la cabeza. Como dice un psiquiatra en un momento dado de la película, los asesinos conocen la diferencia entre el bien y el mal, y les importa un carajo.

Stone nos regala entradas para el circo, para decirnos que el payaso siniestro vive al lado.

Los secundarios son una pandilla de tarados tan importantes como los dos protagonistas, camuflados en figuras de autoridad donde dar rienda suelta a sus instintos más salvajes, revestidos de la superioridad moral que da la brutalidad policial.

Oliver Stone desatado

La liberación a través del derramamiento de sangre, evadirse de la realidad a base de provocar un incendio de proporciones bíblicas, es la fuerza que mueve a los dos protagonistas, tan carismáticos como terribles.

Es curioso en qué ha quedado el debate que generó esta película. Era rupturista en la forma y en el fondo. Era un ejercicio visual delicioso y enervante a partes iguales, era el reflejo de la esquizofrenia tras el neón y las bambalinas de perfección. Ahora, ha quedado como curiosidad y divertimento, y más si tenemos en cuenta a donde nos ha llevado el debate sobre la violencia. Asesinos Natos era una sátira incisiva y excesiva. Ahora, el mismo concepto de asesino amoral se ha trivializado y prostituido, como casi cualquier propuesta, para espectadores más interesados en la enésima vuelta de tuerca argumental (mema o estúpida, en lo general).

A mí me impactó en su momento. Lo sigue haciendo. Hay momentos realmente brillantes, icónicos e irreverentes. No hay respiro. Además, produce esa incómoda sensación, en la que todo tu sistema de valores se tambalea, en el momento en el que algo muy sórdido en tu interior se alegra porque no hay sanción. Los Asesinos Natos salen de rositas. Como espectador, eso de que las sensaciones aparezcan en crudo, sin edulcorar, se agradece.

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Cartel de la películaAttack of the Puppet PeopleCrear vida, con el solo objetivo de desafiar la  Creación, era el plan perfecto de muchos científicos locos de los años 50. Sin embargo, ese no es el cometido del señor Franz (John Hoyt), adorable anciano, a quien la soledad ha convertido en un monstruo. Obsesionado con los muñecos y con la pequeña utilería que los acompaña, cuya amplia colección guarda celosamente en su tienda, este mad doctor pretende fundar una pequeña compañía de títeres humanos para solventar la enormidad del sentimiento de abandono que lo mueve. Su desafío se encuentra en el terreno de las tribulaciones de la psique humana, así como la esencia argumental de este filme, Ataque diabólico, de Bret I. Gordon (1958), que explora desde el fértil panorama de la ciencia ficción, la dualidad del ser humano haciendo una relectura fílmica del extraño caso de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.

La película narra la historia de Sally (June Kenney), una joven sin familia que llega buscando trabajo a la oficina del Sr. Franz. El científico le ofrece condiciones inmejorables pues su circunstancia, también de solitaria, la convierte en la candidata perfecta para un puesto donde las personas desaparecen inexplicablemente cada cierto tiempo. Bob Westley (John Agar) un comerciante de San Luis aparece en escena, mientras Sally comienza a sospechar que no todo en su jefe es candidez y bondad. Sally y Bob se enamoran, pero su amor tendrá proporciones diminutas. Inspirado en el efecto que produce en la imagen de su retroproyector el juego con las distancias de proyección, el científico intuye que un aparato similar, que funcionara con vibraciones de alta frecuencia, podría romper la estructura molecular de los seres vivos para proyectarlas luego en el tamaño deseado. Un simple y obtuso paralelismo que queda para la historia de la tecnología de la ciencia ficción.

Ataque Diabólico, fotograma

Realizada en el corazón dorado de la década más fantacientífica de la historia del cine norteamericano, el filme es una pieza de entretenimiento bastante llamativa. Aunque presenta un acabado mejorable, sobre todo en el acápite actuaciones, su mayor atractivo radica en las múltiples lecturas que propone este sombrío anciano, arquetipo de abuelo afectuoso, personaje inquietante y con algo de subterráneo en esa relación cuasi infantil con los monigotes. Un hombre visiblemente trastornado como el Dr. Jeckyll que esconde a un misántropo Mr. Hyde, cuya relación con el mundo se reduce a su tienda de muñecos, donde ejerce una violencia psicológica de una sádica ternura con su pequeña troupe.

Pater amadísimo, a la vez sobreprotector y autoritario, hay una cualidad alegórica en este personaje que lo coloca en una segunda lectura como un signo de la sociedad en sus funciones castrantes de la individualidad y el libre albedrío. Él considera que está haciendo un enorme bien a sus pequeños seres, liberándolos de la carga que constituye la propia vida. Les ofrece todo lo que se supone deben desear:  unos cuantos momentos de esparcimiento, alimento, abrigo y una especie de hibernación que ocupa el lugar de las responsabilidad y los deberes del hombre para con su sociedad. Es en parte este autoritarismo paternalista, esta distorsión mental en el funcionamiento cotidiano de un individuo que se considera apto para manejar las vidas de otro, su frustración ante el rechazo de sus marionetas humanas, el mejor perfil de un filme que, por otro lado, hace un modesto despliegue de las claves temáticas visuales de la ficción de miniaturas como: la enorme utilería, los animales feroces o el peligro que tienen los objetos y situaciones más cotidianos cuando presentan proporciones enormes.

Mr. Franz y Sally en Ataque diabólico

Bret I. Gordon, prolífico director de ciencia ficción, tenía un gusto especial por las criaturas sobredimensionadas, como atestiguan en su filmografía piezas como El principio del fin (1957), La guerra de la bestia gigante (1958), La tierra contra la araña (1958), El pueblo de los gigantes (1965) o El asombroso hombre creciente (1957), al que le rinde homenaje con un fragmento proyectado en un cine a cielo abierto.  Aprovechando el éxito que constituyó  El increíble hombre menguante de Jack Arnold (1957) se aventura con el que constituye el primer filme de la productora Alta Vista. Artesanal, sencilla, Ataque diabólico es un pieza de culto en esencia por la riqueza del personaje del Sr. Franz, no obstante haber quedado su proyección trunca en un guion que no explota todas las posibilidades truculentas que ofrece la misantropía de este mad doctor.

Trailer:

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Es difícil encontrar buen cine de terror. Es más difícil aun encontrar películas latinoamericanas de este género que realmente produzcan algo que no sea risa o lástima. Por eso es que Aterrados (Demián Rugna, 2018) se ha convertido rápidamente en una de las favoritas de los amantes del terror, tanto en la Argentina, su país de origen, como en toda Latinoamérica y el mundo. Está considerada como una de las mejores cintas del género y ha sido elogiada por el uso adecuado del gore, tiene una función dramática clara y evita caer en los lugares comunes, proponiendo una narrativa que mantiene al espectador al borde de la expectativa. Su éxito ha llegado a los oídos del ganador del Oscar Guillermo del Toro, quien ha asegurado que se quiere encargar de su remake para Estados Unidos.

Este universo ubicado en un barrio de Buenos Aires tiene un excelente comienzo, una escena memorable que presenta el terror omnipresente que nos va a acompañar siempre: algo sucede en la casa de Juan (Agustín Rittano) y Clara (Natalia Señoriales), parece un ruido que va en las tuberías, son voces… ¿Es el vecino, Walter (Demián Salomón)? ¿Qué pasa en realidad? No es claro, lo único que vemos es la muerte de uno de los personajes de una forma violenta, sangrienta y sorprendente, pero más por lo grotesco. Y en el universo que nos plantean, es verosímil y funciona.

Walter también lo vive a su manera, está aterrado de las cosas extrañas que pasan en su casa, los objetos se mueven, él no puede dormir y ya no sabe qué hacer. Compra una cámara para grabarse durmiendo y lo ve. ¿Qué es? ¿De dónde viene? ¿Por qué a él? Y para rematar, el hijo de una vecina del lugar (Julieta Vallina) es atropellado por un bus, pero parece regresar a casa unos días después del entierro y se sienta a la mesa, aunque no es el mismo niño que ella crió…

Todos los eventos extraños son investigados por el Comisario Funes (Maxi Ghione), Mario Jano (Norberto Gonzalo), la doctora Albreck (Elvira Onetto) y el estadounidense Rosentok (George L. Lewis), quienes forman un equipo de investigación paranormal dispuesto a llegar a las últimas consecuencias, sin tener idea de lo que les espera.

Las tres historias tardan un poco en armarse y coincidir. El suspenso está manejado de forma muy efectiva, mesurado y calculado, además se apoya constantemente con la música (hecha por el mismo director y libretista, Rugna) y los efectos de sonido. También hacen su aparición los fuera de foco y los diferentes ángulos de cámara casi obligatorios del género, que logran colocar el miedo y la tensión en el espectador. La fotografía enriquece este ambiente tenebroso que nos proponen y así podemos ver claramente el gran trabajo de maquillaje y efectos especiales que tiene cada escena, es evidente que todo está cuidado al detalle.

Pero nada de esto serviría sin actuaciones verosímiles, algo que sobra en Aterrados. El reparto tiene intérpretes más conocidos y otros que menos, pero cada uno logra destacarse en escena y hacer su rol creíble para el espectador, especialmente Rittano, Gonzalo y Ottano. Su miedo traspasa la pantalla y llega hasta los huesos. Es evidente que Rugna ha hecho su tarea y ha visto los clásicos de Hitchcock como Psicosis (Psycho, 1960) y hasta la más terrorífica de todas, El Exorcista (The Exorcist, William Friedkin, 1973), pues en su trabajo se ven los homenajes, la inspiración y el detalle con el que se construye cada escena, acá hay un trabajo profundo y muy bien logrado.

El monstruo, por su parte, logra ser aterrador, tanto en su aspecto físico como en sus movimientos. Sin embargo, nunca es claro el origen del mito, es decir, por qué pasa lo que pasa en este barrio, pero tampoco se siente necesaria una explicación al detalle. Solo se habla de dos realidades conviviendo en el mismo espacio, la luz y la oscuridad, una explicación que justifica todo el montaje y provee una herramienta increíble para provocar los saltos que produce esta cinta. El evitar explicar el mito no solo sirve para crear una secuela (que ya está en proceso), además siempre es bueno dejar al espectador queriendo un poco más. ¡Y claro que lo queremos!

Es muy satisfactorio ver este tipo de cine en nuestro idioma con tan buena calidad. Y hoy, gracias a las plataformas y a Internet, este tipo de contenidos se vuelve de más fácil acceso, pues la cinta no tuvo un estreno grandioso en salas ni recibió los reconocimientos que merecía. Es más, fue recibida con risas en el Festival de Sitges el año en que estuvo. Tal vez todo esto sucedió para convertirla en cinta de culto, como esas que antes se pasaban de mano a mano por recomendación de alguien que “sabía de cine”. Así como el mismísimo Steven Spielberg, quien le pidió al director mexicano Guillermo del Toro que le pasara una copia de esa cinta latina de la que tanto hablaba.

Según las noticias, Rugna ya se reunió con Del Toro, quien produciría la cinta, y se encuentran en Los Ángeles haciendo la adaptación de su película con ayuda de Sacha Gervasi, libretista que escribió La Terminal (The Terminal, Steven Spielberg, 2004). Mientras que llega el remake (si es que se llega a hacer) o la secuela, podemos disfrutar de una de las joyas del cine de terror latinoamericano en los últimos años, en su idioma original y como fue concebida.

Trailer:

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AtracoperfectoCartelEstamos ante el tercer largometraje de Stanley Kubrick, tras Fear an Desire (1953) y El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955). Además, fue el que precedió a Senderos de gloria (Paths of Glory, 1957), uno de los mejores legados cinematográficos antibelicista y antimilitarista. Atraco perfecto (Casta de malditos en Hispanoamérica), lleva a la pantalla los preparativos de un robo en un hipódromo, así como su perpetración y desenlace. Se trata de un asalto meticulosamente planeado por un grupo heterogéneo, formado por cinco hombres. De ellos, su cabecilla es Johnny Clay. Está interpretado por Sterling Hayden y se ha encargado de maquinar una cuidadosa e impecable estrategia, una suma de elementos dispares magistralmente combinados, que solo pueden conducir al éxito, a ese atraco perfecto que proclama el título. Cada ficha del ajedrez y cada uno de los movimientos sobre el tablero están calculados al detalle, al segundo, al milímetro. Una planificación que ha requerido de una mente “brillante”, la de Johnny; pero además, precisará de la exacta y coordenada cooperación de todo el grupo. Estamos ante un trabajo en equipo, precisamente ese tipo de tarea que en los últimos años se valora con apasionamiento, especialmente en círculos laborales o académicos. 

Son cinco hombres dispuestos a acometer su gran salto, aquel que les sacará las ilusiones de los cajones y hará que sus mediocres vidas cobren sentido. La obra se enmarca en el género de cine negro, en unas fechas en las que su ciclo vital estaba en decadencia. Pero paradójicamente, dicha situación consiguió que los largometrajes tardíos de la corriente se desembarazaran de complejos y tocaran de lleno la desesperación y el fatalismo del noir, sumiendo sin contemplaciones a sus  personajes en un destino que no son capaces de manejar. Nuestros cinco protagonistas masculinos, nuestros quizás futuros delincuentes (ya lo verán en el filme), curiosamente, no son malos, no son presentados como hombres especialmente depravados o perversos. Stanley Kubrick los trata con humanidad. A pesar de que el Código de Producción de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos vigente por aquellas fechas obligaba a que los delincuentes no fueran presentados con simpatía, Mike, George, Marvin, Randy y Johnny son personas educadas, amables, generosas y disciplinadas (más o menos). Entre ellos, hay quien pretende obtener un capital para atender a su mujer enferma; también encontramos al que arriesga el futuro, también por su mujer, aunque en este caso nos encontremos ante una fémina que encarna a la perfección a la “fatal” del género; o existe el caso del policía acostumbrado y empeñado en llevar su vida con el máximo lujo posible; e incluso hallamos a un homosexual tapado (recuerden el año del largometraje), entregado a su venerado y de paso, a la causa.  

AtracoperfectoFoto1

En el párrafo anterior hemos hecho un breve inciso sobre los motivos principales que van a  llevar a los integrantes del clan a intentar salir del vulgar hoyo en que consideran enterradas sus existencias. Pero nos falta el cerebro, Johnny. Acaba de salir de la prisión de Alcatraz, tras cinco años encerrado por un delito menor. Y qué mejor que lanzarse a por la mayor, teniendo en cuenta que la pena no cambia en demasía por el montante del botín. Johnny es un hombre que sobresale de la media, valora y distingue a sus amigos, respeta al prójimo y quiere a su novia. Es el autor intelectual de un brillante plan que, sin embargo, tendrá que depender de diletantes eslabones que pueden soltarse en cualquier momento. Johnny, como ya avisa el filósofo del filme, es la oveja negra del rebaño, el etiquetado socialmente como diferente, el genio que, en su versión de gánster, jamás será aceptado de buen grado entre la mediocridad. Como escuchamos literalmente en la película, “La individualidad es como un monstruo que debe ser estrangulado en la cuna, para que los que te rodean se sientan cómodos”.

Stanley Kubrick se basó, con Atraco perfecto, en una novela policiaca de Lionel White, titulada Clean Break. Y en la puesta en escena de la película, se apoya en dos elementos esenciales que le dan el carácter diferente y especial: la voz en off y la construcción del relato como un puzzle, como una especie de laberinto que lleva a la trama de atrás a adelante y de adelante a atrás. El reloj avanza y retrocede, mientras la cámara va siguiendo meticulosamente los movimientos de cada personaje, desde una semana anterior a la fecha elegida para el golpe. Una gozada de construcción que termina culminando en una astracanada imposible. Además, el autor se permite el lujo de iniciar el largometraje con unas imágenes, de evidente aire documental, sobre los preparativos de una carrera en un hipódromo. Unas escenas a las que recurrirá varias veces para insertarlas entre las idas y venidas de sus grises héroes, otorgando veracidad a los hechos. 

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Es imposible no dedicarle un apartado a la interpretación de Marie Windsor como Sherry Peatty, esa mujer fatal a la que ya hemos aludido y que se convierte en pieza clave en el desarrollo de los acontecimientos. Pocas veces nos hemos encontrado a arpías de semejante calado. Una fémina capaz de maltratar a su entregado marido, George, de forma vergonzosa y humillante; un ser vil y desaprensivo, ocupado en exclusiva a su propia causa e interés; una mente enferma y egoísta que pretende manejar a los hombres como auténticos mequetrefes a su servicio. Un mal bicho, en definitiva, que consigue levantar hacia su persona la máxima repugnancia. Entre las mejores escenas de la obra se encuentran las que protagoniza con su marido, haciendo gala de un duro desprecio y manejando con destreza la táctica de la manipulación. Un ejemplo magnífico de dos seres arrastrados por pasiones sombrías y destructivas, que no puede tener otro remate más certero que acompañados por un loro enjaulado y envueltos en un mísero final. 

En realidad, lo que acaba erigiéndose como resorte conductor de Atraco perfecto es el azar, esa causalidad o casualidad que hace a cualquier acontecimiento nimio productor de intensas consecuencias. Unos detalles irrisorios que pueden dar la vuelta a toda una existencia. Un gracioso perrito, una pérfida mujer (¿misoginia en Kubrick?)  o un tráfico excesivo, incluso una maleta demasiado grande, son capaces de  acarrear consecuencias insospechadas, patéticas y estrafalarias. El ser humano, sometido a fuerzas que nunca puede llegar a controlar en su integridad. Una falta de dominio sobre la naturaleza que únicamente es capaz de abordarse con evidente pesimismo. 

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Stanley Kubrick, con su Atraco Perfecto, ha sido comparado con la película de John Huston, La jungla del asfalto (The Asphalt Jungle, 1950), obra protagonizada también por Sterling Hayden. Efectivamente, ambos filmes poseen en común la meticulosa planificación de un robo por una banda de atracadores, una identificación ejemplar del carácter y motivación de personajes, además de la caracterización de los lugares comunes del género, con habitaciones, bares y granjas miserables y malolientes. Pero si a algún largometraje recuerda el final de esta obra de Kubrick, es a  El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, 1948), también del maestro Huston, con su polvo dorado al viento, perturbado por el aleteo de una mariposa.  Dos conclusiones delirantes que se encuentran entre las mejores de todos los tiempos.  

Tráiler:

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La presencia del ser femenino en el cine puede llevarnos a cuestiones ideológicas de diferentes tipos, desde la explotación de la mujer en tanto personaje (secundario) hasta la revancha de su protagonismo (como en las películas del alienígena de Scott y de Cameron, sin olvidar el protagonismo de Louise Brooks en los años de las figuras sin voz). La mujer, como cualquier otro ser, se transforma así en un punto temático, el foco de un discurso que intenta desvelarnos algo, a veces sobre el objeto del diálogo, a veces sobre quien acaba de armar este diálogo; puntos de vista diferentes, entonces, maneras diversas de acercarse a lo que, desde una posición objetiva, solo se reduce a ser una parte del conjunto humano, categoría que se entremezcla con otras (sub)categorías, como la juventud (la jovencita, con sus impulsos sexuales o con su virginidad inatacable), la belleza (la mujer en tanto objeto deseado por razones biológicas y estéticas) o la inteligencia (la que nos deja boquiabiertos por desvelarnos su secreta capacidad intelectiva, un conjunto de informaciones que se concretizan en la colección de certificados de grandes universidades, para así demostrar que ella no es solo una rubia estúpida, sino la encarnación moderna de la mujer detrás del mito de la Monroe).

Idea no desdeñable, la de Miike (director) y Tengan (guionista), de llevar a la pantalla la novela de Ryu Murakami, uno de los autores más importantes de la literatura japonesa contemporánea; idea no desdeñable, porque lo que se intenta hacer es unir dos géneros diferentes, el romántico y el de terror, pasando por las digresiones del splatter y del torture porn. La capacidad de crear un ritmo de este tipo, recurriendo a la deconstrucción de los clichés y a su reconstrucción a través de una mirada aséptica le permite al director desarrollar un análisis del acto de la mirada pornográfica, lo cual no significa una mercantilización del acto sexual, sino la necesidad de ir más allá de lo que la pantalla, con su código moral silencioso, permite ver. Destruir las fronteras sin dejarle al público que se dé cuenta de esta transgresión significa entonces traer a lo visible lo que, en su invisibilidad, se mueve por debajo de la representación cinematográfica, presencia subrepticia que define la representación de una historia a través de imágenes y su yuxtaposición como elemento narrativo, metáfora de nuestros deseos (de los cuales, dicho sea de paso, casi nunca hablamos).

Si la mirada es la de un hombre (más de uno, ya que estamos ante un protagonista y sus amigos masculinos), la presencia del mal es femenina. ¿Sería entonces correcto hablar de misoginia? Difícil dar una respuesta, y no tanto porque no queramos ofender a nadie (al director, al guionista, al novelista, al público, a la crítica feminista), sino porque la película no se presenta como elemento de fácil interpretación. Si hay un hombre buscando a una mujer con la que casarse otra vez (casamiento debido a una viudez dramática), esto no nos hace simple afirmar que el mecanismo de esta búsqueda (la audition del título) revela una visión de la mujer en tanto objeto, despersonificada en su esencia humana, lo cual se debe no a una sensación externa (la mirada masculina, por ejemplo, supuestamente encarnada en los ojos de quien está escribiendo estas palabras) sino a la inteligencia técnica de Miike y de sus colaboradores que han ido construyendo en los primeros minutos una sensación de cine innocuo, romántico (romántico para esta era moderna, por lo menos) y un poco torpe (aquella torpeza que suscita ternura).

El discurso se presenta así mucho más complejo de lo que podría parecer, y no solo por la estructura de mezcla rebuscada, no tan solo por la reconfiguración del patrón femenino que se encuentra en el borde entre la virginidad casta y la violencia sádica. El problema que nos plantea el filme remonta a la necesidad por parte del público de encontrar un significado claro, preciso, capaz de desvelarnos el cuento que acabamos de ver y darnos así una clave de lectura con la que poner fin a un proceso de exégesis; si pensamos poder terminar la visión de Audition sin que nos surjan preguntas estaremos equivocados. Pero, profundizando más, esta falta de una mirada clara, cristalina, en la que los blancos son blancos y los negros son negros, va más allá de la simple cuestión de la presencia de los grises: la película, de hecho, nos empuja a decidir si queremos darle una interpretación (negro) u otra (blanco), sin permitirnos bucear en las mares de lo borroso. Aquí es donde la película nos enseña una lección escandalosa. La decisión de optar por una interpretación o por la otra está en nuestras manos, o sea que la clave interpretativa no se encuentra en el filme, sino en la mirada de quien ve. Puesto que la acción de decantarnos es nuestra, lo que esto significa para el espectador es que, como en el caso de El Túnel, de Sábato, elegir una interpretación en vez de la otra pone de manifiesto aquellos mecanismos de análisis personales que parten de la visión de la pantalla para acabar con la visión del mundo. El mal y el bien no son elementos externos; película pornográfica, entonces, por el hecho de forzarnos a mirar dentro de nosotros, hurgando en lo prohibido, hasta reconocer la desnudez de nuestra mirada interpretativa.

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Las edades del ser humano se dividen normalmente en diferentes etapas, cada cual con sus precisas características: los mayores, por ejemplo, se supone que tenemos cierta madurez a la hora de cumplir con nuestros deberes, algo que, dicho de otra manera, nos separaría de los más jóvenes por nuestra supuesta capacidad de obedecer (a quién o qué no es importante, solo se subraya esta actitud de casi absoluta abnegación). Lo que nos separa de los menores de edad, además, sería aquella incapacidad nuestra de dejarnos llevar por los sentimientos más que por la lógica, pero, como siempre pasa con los clichés, no es raro tropezar con un adulto incapaz de controlar sus emociones, incapacidad, esta, que se define por una falta de madurez, como si aquella persona todavía siguiera siendo un niño (o un adolescente) en lo que se refiere a esta esfera entre lo personal (lo que siento) y lo social (mi comportamiento ante la comunidad). Se supone así que para juzgar a los jóvenes, en especial los de entre catorce y dieciocho años de vida, es necesario usar adjetivos como “inmaduros” o “irreflexivos”, lo cual separa a la especie humana entre los que sí saben actuar en tanto parte de una comunidad universal y los que actúan en tanto seres independientes o, lo cual es más probable, en tanto parte de grupos minúsculos. Todo esto, obviamente, subraya cierta falsedad, cierto vicio intelectual, ya que la situación se presenta más compleja.

De hecho, esta complejidad forma parte de la historia que nos presenta el escritor Koushun Takami en su novela Battle Royale de 1999, llevada el año después a las páginas de los mangas (serie escrita por el mismo Takami y dibujada por Masayuki Taguchi) y, sobre todo en lo que nos atañe, a la pantalla (aquella grande, aquella de los cines) por Kinji Fukasaku en la silla del director y Kenta Fukasaku (hijo del primero) sentado a la mesa del guionista. Un éxito rotundo, completo, a lo mejor inesperado, con una recaudación en el box office japonés de casi treinta millones de dólares (tres billones de yen), si bien en las naciones extranjeras el público no parece haber apreciado demasiado la obra (treinta millones de dólares, o sea que todos los billetes de Japón equivalen a todos los billetes del mundo). Quizás se deba a una cuestión cultural, como si aquella obra se dirigiera más a la mentalidad de la sociedad contemporánea de las islas asiáticas y menos a todo aquel cosmos que las rodea (los que estamos fuera de la tierra del hiragana).

Sin embargo, la distopía de Battle Royale funciona y en su mezcla de estética anime y de splatter les permite a los espectadores entrar en contacto con una pregunta que ha estado presente en casi la totalidad de la vida humana: ¿qué hacer de aquellos elementos de nuestra sociedad que no quieren obedecer las órdenes que amenazan con destruir nuestra armonía y que, si los dejáramos libres, nos podrían llevar a una destrucción de la sociedad? Más aún, ¿qué hacer con los hijos cuando su presencia es una concreta amenaza a la supervivencia de los padres y de su sistema cultural? Esta pérdida de una seguridad, en lo que se refiere al futuro, se rige, entonces, sobre una lectura de un pasado que se derrumba ante las personalidades (los yoes) de la nueva generación, incapaz de seguir un camino que se presente lo más posible igual al de la(s) generación(es) anterior(es). Lucha, así, pero no de clase, sino de edades diferentes. Los mayores (los padres) eligen a un grupo de estudiantes al azar y lo envían a una isla; solo uno de ellos puede sobrevivir, los otros tienen que morir, matándose entre ellos.

Se define así la cuestión en términos apocalípticos, lo cual denota la presencia de un discurso nihilista que, si bien el final parece negarlo, se mueve por toda la película y nos obliga a una introspección. Efectivamente, la decisión por parte del Estado (los adultos, los maduros) de hacer que los jóvenes (los inmaduros) se maten se debe a que estos últimos parecen haber perdido cualquier forma de respeto ante la autoridad (de los mayores, del Estado, de los profesores y maestros, de los padres). ¿De quién sería, entonces, la culpa? Si es obligatorio decir que mala tempora currunt, estos malos tiempos se resuelven en una división (maniquea) de responsabilidades, por una parte las de la estructura social (y entonces los mayores serían culpables, incapaces de ser padres y de enseñar “los buenos modales” a los hijos) y por otra, las del individuo (y el mal sería debido a la persona, lo cual daría más importancia a la acción individual, resultando en la condena de los jóvenes en tanto malhechores, en tanto ontológicamente malos, incapaces de vivir en una comunidad estructurada).

Se trata, por ende, de una cuestión compleja la que la película nos presenta subrepticiamente bajo la forma de una historia granguiñolesca, una cuestión que no puede de por sí llevar a encontrar una solución simple. Este choque generacional, de hecho, se debe al derrumbe de unos patrones sociales y culturales que no pueden funcionar en la época contemporánea, pero que, ante esta desaparición, no se han visto reemplazados por nuevas reglas, cuyo objetivo sería la felicidad de toda la población. Los jóvenes, con su falta de respeto por lo pasado (lo cual puede ser malo, sí, pero también bueno, según el contexto general) y su incapacidad de encontrar nuevas vías en el presente, se transforman así para los padres en un elemento externo, pero que, por una simple cuestión natural, va a reemplazarlos, quizás con violencia. Película de lo extremo, entonces, más inteligente de lo que podría parecer (una simple distopía con tonalidades splatter), Battle Royale merece formar parte de la historia del cine japonés, obligando al espectador a tomar puntos de vista diferentes en un mundo en el que todo parece estar al borde del aniquilamiento humano.

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Beautiful Girls_cartelCuando se estrenó Beautiful Girls en 1996 poco podíamos imaginar que la carrera de Ted Demme, sobrino de Jonathan Demme, iba a truncarse tan pronto, pues murió en 2002 con apenas 38 años. Beautiful Girls llegaba entonces a las pantallas con el aura de una comedia independiente cuyos méritos radicaban fundamentalmente en el guion de Scott Rosenberg (premiado en San Sebastián) y en un reparto excepcional repleto de estrellas jóvenes y emergentes. La película, que ha llegado a su mayoría de edad, ha resistido muy bien el paso del tiempo y, en cierto modo, se ha convertido en el legado cinematográfico de su director, por encima de Blow (2001), su último film, y de comedias intrascendentes como Who’s the Man? (1993), Esto (no) es un secuestro (The Ref, 1994) o Condenados a fugarse (Life, 1999).

beautiful_girls01En cierto modo, Beautiful Girls es una película generacional que sitúa al espectador frente a su propia vida, cuando los sueños de la adolescencia se han disipado y, ya adulto, ha de conformarse con una existencia más o menos rutinaria, más o menos fracasada. Aunque se trata de una película coral, el personaje que nos lleva de la mano a lo largo de todo el metraje es Willie Conway, interpretado por Timothy Hutton, en su mejor papel desde que ganara el Oscar al mejor actor secundario por Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980). Conway es pianista en un modesto local de Nueva York y regresa a su pueblo para una reunión del instituto en un momento clave de su vida, cuando está a punto de comprometerse con su novia (Annabeth Gish) y abandonar el sueño de convertirse en músico profesional para aceptar un “trabajo honrado”. Allí se reencuentra con su familia y con sus amigos, y conoce a una niña que es hija de unos vecinos, Marty, una jovencísima Natalie Portman, en su tercera aparición en la gran pantalla tras El profesional (León) (Léon, Luc Besson, 1994) y Heat (Michael Mann, 1995).

beautiful_girls02En realidad, la película se centra fundamentalmente en el reencuentro con los amigos diez años después, cerca de la treintena, pero, además, se ocupa de la relación que mantiene Willie con su padre y su hermano (Richard Bright y David Arquette), por un lado, y con Marty, por otro, si bien esta última siempre se mantiene dentro de los más estrictos parámetros del amor platónico; de hecho, hay un momento en que Marty le dice a Willie que espere “cinco años. Tendré dieciocho y podremos recorrer el mundo juntos”. En cuanto al grupo de amigos, el conflicto principal es que los hombres siguen siendo, por lo general, muy inmaduros, como lo demuestra el comportamiento de Tom (Matt Dillon) y Paul (Michael Rapaport), mientras que ellas buscan dar un paso adelante en sus relaciones, como es el caso de Sharon (Mira Sorvino) y Jan (Martha Plimpton).

beautiful_girls03En ese hortus conclusus o jardín cerrado que es Knight’s Ridge, una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, aparece un soplo de aire fresco con el personaje de Andera (Uma Thurman), una mujer sofisticada y urbanita, prima de Stinky (Pruitt Taylor Vince), que es quien regenta el bar que frecuentan los amigos. La banda sonora, que es casi la memoria de una generación, juega un papel clave en una película sin trampa ni cartón, honesta, sincera y, sobre todo, vital, porque es fácil identificarse con alguno de los personajes, incluso con los interpretados por Noah Emmerich y Anne Bobby, los amigos “formales” que ya se han convertido en un joven matrimonio con hijos.

beautiful_girls05Llega un día en que uno deja de ser el capitán del equipo y una deja de ser la reina del baile, y los juegos adolescentes ya no tienen ningún sentido en el mundo de los adultos. Cuando vi esta película por primera vez, me sentía mucho más cerca del personaje de Marty que del personaje de Willie. Ahora, en cambio, parece que incluso el personaje de Willie me queda muy lejos. Como se afirma en la película, llega un momento en que Winnie the Pooh debe dejar a Christopher Robin para que este pueda convertirse en adulto. Lo que nunca deberíamos hacer es renunciar a todos nuestros sueños. Es muy triste escuchar a un personaje decir que su vida no se parece en nada a lo que había esperado. He aquí el legado de Ted Demme, un director que no pudo llegar a la madurez pero que ha dejado en esta comedia romántica coral uno de los mejores repartos de la historia del cine reciente. No hace falta decir que yo, como Timothy Hutton, como tantos espectadores de entonces, también me enamoré aquel año de Natalie Portman. ¿Y quién no?

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El Gran Pez - CartelRecientemente terminé de leer Vivir Para Contarla, la novela autobiográfica de Gabriel García Márquez, uno de mis autores favoritos y mejores representantes del famoso realismo mágico. Allí encontré personajes fantásticos, casi inverosímiles, y reía mucho con las historias que Gabo tenía para contar. Inevitablemente, Big Fish (El gran pez, Tim Burton, 2003) vino a mi mente. Cuando estaba en salas fui a verla tres veces a cine, solo para arrastrar a personas que no tenían mucho interés pero yo quería que compartieran mi emoción y amor por esta cinta. Las reacciones fueron mixtas, así como las críticas que recibió la película el año que estuvo en las carteleras de cine del mundo. Sin embargo, mi amor profundo por la obra de Tim Burton y especialmente por este largometraje basado en la novela de Daniel Wallace supera el paso del tiempo. Llegó el momento de volverla a ver y reencontrarme con una historia hermosa, una carta de amor a un padre lleno de historias fantásticas que parece no dejarse conocer, pero que en realidad quiere evitarle a su hijo la dureza del mundo real.

El primer paso para este reencuentro anhelado fue empezar por la novela. En 1998 Wallace lanza Big Fish: A Novel of Mythic Proportions, su primer libro. Acá vemos la historia de William Bloom, un hombre que tiene que enfrentar la inminente muerte de padre, Edward, y empieza a narrar las historias que Edward le transmitió sobre su particular vida. A diferencia de la película, el Edward del libro es un hombre mucho más “agresivo” con la vida y las situaciones, no es el buen samaritano que pone la otra mejilla. Tiene inclusive historias un poco subidas de tono y hasta oscuras, jugando tímidamente con el suspenso. No hay un tiempo presente, todo es en pasado, recordando las anécdotas de Edward que no tienen nada que envidiarle a La Odisea de Homero o inclusive al Ulises de Joyce (guardando las proporciones, por supuesto).

El Gran Pez - Fotograma

John August, libretista que ha escrito éxitos de taquilla de Tim Burton como Charlie y la fábrica de chocolate (Charlie and the Chocolate Factory, 2005), La novia cadáver (Corpse Bride, 2005) y Frankenweenie (2017), trabajó por primera vez con este director en la adaptación de la novela de Wallace, porque se identificaba con el autor del libro, también quiso conocer más de su padre antes de su muerte, porque “no veía nada de su padre en él mismo”. Burton vivió algo similar con su propio padre, por lo que esta cinta se volvió una de sus más personales, una carta de amor a este ser ausente que sintió tan distante, a pesar de ser quien le dio la vida. Aunque aseguró que no resolvió el conflicto que tenía, en la cinta sí hay un final feliz y un mensaje que debe servirle a los espectadores: todos somos nuestras historias, la realidad que vivimos no es, necesariamente, lo que somos en el fondo. Y acá vuelve García Márquez al ruedo con la frase que abre el libro que me llevó a este reencuentro: “La vida no es la que vivimos, sino cómo la recordamos para contarla”.

Y así es que revivo la historia de Edward Bloom (Ewan McGregor), un príncipe de carne y hueso que lucha por el amor de su vida, Sandy (Alison Lohman), y trabaja en todo lo que se le cruza por el camino, viviendo aventuras en el circo, con un gigante y en la guerra de Corea, dejando de cada momento una cantidad de anécdotas fantásticas, divertidas y enternecedoras. Mientras tanto, su hijo William (Billy Crudup) trata de traspasar esa coraza que tiene su padre moribundo (Albert Finney) para conocerlo antes de que no tenga la posibilidad de hablar con él y saber su verdadera historia, pues él mismo pronto será padre junto con su esposa Joséphine (Marion Cotillard en su primera aparición en el cine de Hollywood).

El Gran Pez - Fotograma

El trabajo audiovisual de Burton y su equipo hace que este libro crezca y se convierta en “una historia de míticas proporciones”, como reza el eslogan de la cinta. Los efectos especiales, el maquillaje y el vestuario nos adentran a un mundo maravilloso, como pocos, donde soñar está permitido y todo es posible. Las actuaciones (e increíbles parecidos entre los actores jóvenes y adultos) llegan al corazón del espectador, con una narración increíble y unos diálogos hermosos, cargados de amor por el trabajo de contar historias. La música de Danny Elfman, el único nominado al Oscar por esta cinta, es el complemento perfecto para la emoción de cada escena, llegando a la raíz de los sentimientos de cualquiera que le dedique tiempo a este cuento de hadas para adultos en las manos de uno de los directores más exóticos, particulares y brillantes de Hollywood.

Aunque los premios BAFTA hicieron más justicia dándole 7 nominaciones a la cinta y los Globos de Oro la nominaron a 4 premios (sin llevarse ninguno), Big Fish es una cinta subvalorada que a duras penas recaudó en taquilla el costo de su inversión, que merece uno y muchos reencuentros, y que puede servir de ejemplo de cómo el realismo mágico se puede hacer en pantalla, no como los horrores de Mike Newell y otros por ahí que han destrozado a García Márquez en la pantalla grande. Se necesita el toque Burton para darle color a nuestras vidas.

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El concepto de parodia del héroe y de sus hazañas nos lleva normalmente al libro símbolo de la literatura española (o de toda literatura en castellano), el Don Quijote de Cervantes. No significa esto, obviamente, que no haya otros libros importantes, ni que un lector no pueda creer que, desde su punto de vista personal, haya otras obras quizás más interesantes (sobre la importancia no podemos discutir, mientras que sí sobre los gustos de cada uno). La parodia, entonces, sería una forma clave para asomarse a la realidad y producir una crítica, algo que se entiende aquí como la producción de un juicio negativo sobre algo que no funciona. El protagonista de las novelas de caballeros y sus hazañas se vuelve por esta razón el objeto gracias al cual se pone de manifiesto la absoluta falta de importancia del ser humano: Don Quijote (o cualquier otro tipo, desde el pícaro del Siglo de Oro hasta el Leopold Bloom de Joyce) es lo que es en tanto demostración de que la vida no es algo así importante como nos quieren que creamos. Irónicamente, se nos abre espacio una lectura un poco negativa, sí, pero divertida de las estructuras culturales (políticas e históricas) de nuestra especie.

El personaje creado por Monicelli, Age y Scarpelli (el guión es de los tres, mientras que la dirección es del primero) responde así a la llamada de la parodia, construyendo una serie de aventuras que, efectivamente, no tienen ninguna importancia de por sí. Aquí, quizás, es donde se nota la genialidad de Brancaleone, en su falta de cierta profundidad: el hecho de no tener sentido hace que la película tenga un sentido superior. Proposición absurda, esta, que podría hacernos pensar en una consideración ilógica; sin embargo, el juego está en que hay dos niveles generales, el primero, o sea el nivel de los mecanismos internos, y el segundo, el de la relación con la realidad que vivimos. En el primer caso, el personaje de Vittorio Gassman vive en un mundo que tiene su necesidad en una serie de estructuras internas cuyo fin parece ser autodeterminado, pero cuya concreción se ve frustrada; dicho de otro modo, la película no tiene ninguna finalidad especial fuera de la idea de hacernos reír, y por esto se construye en episodios que tienen gracias en sí mismos, sin que la arquitectura global se vea afectada en sus fundamentas. Se ríe porque nos hace reír, y esta parece ser la única regla a la que se habrían sometido los tres guionistas.

Pero el juego de la película está en el hecho de saber salir de sus cuatro paredes (los lados de la pantalla). Lo caótica que puede resultar nos impone una reflexión inteligente en relación a lo que es efectivamente la vida humana. Nótese que esta acción mental no nace del divertimiento de la seriedad, sino de la seriedad del divertimiento: pensamos porque el riso es amargo, satírico. Brancaleone representaría así lo grotesca que es la vida, su falta de un sentido universal que le permite al hombre decir que es la criatura más importante de todo el cosmos. Si inútil es la película en sí, ya que parece ser puro divertimiento, inútil es también toda (o la mayor parte de) la historia de la literatura, sin embargo esta inutilidad nace de y revela la insignificancia del ser humano. Se ríe, entonces, inteligentemente, aprendiendo a no darle demasiada importancia ni a la vida ni a nosotros mismos, que de la vida hacemos parte (y que a la vida queremos dar un sentido). Todos vamos a morir, así que es inútil ir de prisa.

Los episodios que se desarrollan sobre la pantalla demuestran entonces la voluntad por parte de sus creadores de hacernos divertir, como si ante la falta de una finalidad completa (y compleja), solo nos quedara la verdad de una simple indiferencia del mundo en relación no solo a la bestia humana, sino a todo elemento que compone el universo mismo. El hombre, por esta razón, es un animal que piensa ser más grande de lo que es, proposición que, si unida a la fealdad de un contexto violento, nos lleva al engranaje conceptual de la obra: lo grotesco, lo horrible (en el sentido de contrario a la belleza y a lo virginal) que se presenta en tanto única forma de vida posible y, lo que es más, aceptable. Se vive grotescamente, en consecuencia, porque el mundo mismo no tiene sentido, porque nada somos y nada vamos a ser, y aquella importancia de la que nos vestimos solo es una falsedad, un espejismo que lleva a la locura. Aquella pandilla de perdedores que, caminando por Italia, espera llegar a su merecido premio (un castillo, una tierra, el poder), representa en su caótica fealdad la concreción de una vida real, inmutable en su frustración. Aquí se ríe, entonces, y se respira un aire real que revela la presencia de la muerte ante el mosaico de nuestras irrelevantes hazañas.

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Cartel de Buda explotó por vergüenzaHana Makhmalbaf, mujer e iraní. Si hace cine es porque quiere contar algo que de verdad le remueve por dentro. Hay que escucharla. Realizó Buda explotó por vergüenza con tan solo dieciocho años y ya tuvo que combatir contra la censura de su país: el Ministerio de Cultura iraní paralizó el guion durante meses para no otorgarle nunca la licencia. Decidió, entonces, filmar en Afganistán, montar en Tayikistán y mezclar en un laboratorio de Alemania.

Así pues, la historia se ambienta en el Afganistán de 2001. Concretamente, en la región de Bamiyán, justo donde los talibanes volaron dos gigantescas estatuas de Buda. La protagonista es Baktay, una niña afgana de seis años que lo único que quiere es un cuaderno y un lápiz para poder ir a la escuela y aprender historias. El problema es que no tiene dinero para conseguirlo. Abbas, su vecino de siete años, le regala huevos para que los intercambie por el material que tanto desea. Tras mucho esfuerzo y engaños por parte de los adultos, lo logra. Sin embargo, la situación no mejora de ahí en adelante: en la escuela donde estudia Abbas no la admiten porque es de chicos y de camino a la escuela de chicas, se tropieza con unos niños que juegan a ser talibanes y la raptan.

A través de una metáfora, Hana Makhmalbaf critica la realidad de Medio Oriente y la maldad de los adultos. Denuncia la guerra y la ausencia de libertad que supone convivir con los talibanes, mediante la representación de la violencia de los adultos en los niños. Se ve cómo los niños son violentísimos, las niñas están sometidas y los adultos son indiferentes. Además, critica la educación de las niñas en el Medio Oriente. Donde fuera que se lea este texto, la educación es un derecho humano fundamental. Es inconcebible que las niñas se tengan que quedar a cuidar de sus hermanos pequeños y de la casa, en vez de ir a la escuela. Incluso, esta falta de educación trae consigo consecuencias en los demás derechos. Y todos somos iguales. Es impactante cómo construye la sociedad afgana. No hay dudas de las influencias políticas, religiosas y sociales presentes a lo largo de todo el filme.

Buda explotó por vergüenza

La dulzura e inocencia de Baktay son el punto fuerte de la historia, pero la estética documental consigue que sigamos la vida de la afgana como si de la nuestra se tratara: cámara en mano, escasez de efectos especiales y de música -solamente optan por ella en los momentos dramáticos-, estructura lineal, imágenes llenas de colores vivos…

Buda explotó por vergüenza es pobreza, independencia, acoso escolar, talibanes, violencia, discriminación entre géneros. Pero a la vez es educación, supervivencia, fuerza de voluntad, inocencia. Es una historia muy dura, aunque sinceramente, recomendable al cien por ciento. Es un relato envuelto de un aura brutal. Es una trama simple, con personajes simples, pero que te atrapan desde del primer momento y por quienes traspasarías la pantalla para abrazarles y protegerles, aún sabiendo que te expondrías a peligros y vivirías en muy malas condiciones. No se merecen lo que les sucede. Buda explotó por vergüenza es un choque contra una pared que no esperabas, una ventana hacia la realidad que pasamos por alto.

Aparte de los hechos, Baktay pronuncia frases a lo largo del largometraje que resumen perfectamente el mensaje de la película: “no me han enseñado nada, he aprendido sola”, “no quiero jugar a apedrear” y “no me gusta jugar a la guerra”. Y si no nos han servido los acontecimientos humillantes durante la película, Abbas, en la escena final, le dice una frase que considero que no podrían haber encontrado mejores palabras ni para culminar el filme ni para transmitir el mensaje: “Baktay, muérete, si no te mueres, no serás libre”. Pelos de punta.

Buda az sharm foru rikht

Y he aquí el enlace poético con el título: Buda muere de la vergüenza, al igual que todos los espectadores, cuando Baktay tiene que hacerse la muerta delante de los talibanes. No puede ser que haya tenido que llegar hasta tal punto.

 

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Caché  (Escondido) es una película “iceberg”: masiva, secreta, opaca, helada. De un iceberg solo se ve la apariencia, pero lo que importa es lo que queda debajo del agua, precisamente, escondido. Es una película que irrita, cuestiona, aburre, pero nos obliga a mirar hasta el final, a ver “si pasa algo”, a ver si nos enteramos “quién es” el autor del acoso que sufren los protagonistas. Sin concesiones, exigente, uno puede sentirse perplejo, intrigado, impaciente, enojado, horrorizado, puede protestar por la duración habitual de los planos, esperar a que «suceda algo». O sucumbir a una suerte de fascinación.

A partir de una intriga simple, que se puede resumir en una frase: «Una pareja es acosada por medio de casetes y postales con dibujos infantiles», Haneke extrae un poderoso filme metafísico que explora al ser humano y destierra lo peor de él, una reflexión sobre nuestras sociedades y, especialmente, sobre nosotros mismos, y no da ninguna respuesta.

La pareja, aparentemente sin problemas, vive en una hermosa casa moderna de un elegante suburbio parisino. Con un hijo adolescente y con profesiones culturales -él anima un programa literario, donde presenta libros importantes, ella trabaja en una editorial- verán sus vidas subvertidas por este extraño acoso sin explicaciones. Es una película que vuelve obsoletas e inoperantes, las categorías del «Me gusta» o «No me gusta». Destila una inquietud constante, magníficamente inducida por los encuadres a menudo fijos y por la ausencia de música. Lo importante está fuera del encuadre: voces, pasos, el automóvil que sale por la mañana y regresa por la tarde. La casa en la calle desierta junto a otras casas donde nadie parece vivir resulta ya aterradora desde el primer encuadre al inicio de la película. Haneke utiliza los códigos de las películas de terror, pero no los resuelve de esa manera: se intuye una amenaza que nunca llega de manera explícita.

Al igual que en su película La cinta blanca con sus niños secretos y aterradores, Haneke parece decirnos que el ser humano es lo que es desde la infancia, la inocencia no existe ni siquiera en la niñez, y el protagonista puede decir que solo tenía seis años cuando hizo las “tonterías”, posibles fuentes del acoso actual, su creciente paranoia, hija de su sentimiento de culpabilidad nos hace dudar de la inocencia de sus seis años.

Al igual que ciertos escritores y dramaturgos austríacos: Thomas Bernhard, Elfride Jelinek (del que adaptó La pianista), obsesionados por la culpa, el secreto, la cobardía individual y colectiva que denuncian en un país que fue cómplice de los nazis y que hoy a veces tiene derivas fascistas, Haneke no parece tener muchas esperanzas sobre la naturaleza del ser humano.

La película utiliza la forma de un thriller psicológico, pero no hay una resolución de la «intriga» y el suspenso no lleva a ninguna conclusión. No es la anécdota lo que le interesa al cineasta, sino las interrogaciones que su visión de entomólogo de la sociedad suscita. No hay asesinos, ni violencia. Lo que hace que las dos únicas escenas «sangrientas» sean aún más aterradoras, ya que no están precedidas por ninguna de esas advertencias específicas de los thrillers o películas de terror: Ninguna música prepara el terreno , así que no tenemos tiempo para taparnos los ojos con las manos. La escena llega de repente, brutal, sin rodeos. El procedimiento dramatúrgico y cinematográfico nos obliga a mirar hasta el final: la escena se presenta bruscamente, la cámara la toma a distancia, volviéndonos de alguna forma cómplices.

Sin duda, Haneke puede ser calificado de “cineasta manipulador” (fue criticado así a veces), y pienso que lo es en mayor medida que otros cineastas, pero tal vez podamos decir que lo es «por una buena causa», la de hacernos pensar.

Los encuadres fijos, los tiempos largos, la cámara distante, todo denota una voluntad de mantener la emoción a distancia. A veces examina las caras lo más cerca posible, como en los primeros planos de cada personaje durante una cena con amigos. Casi no hay música y el silencio permite escuchar el canto de los pájaros, el ruido de la ciudad, los gritos de desesperación del niño que se ve obligado a abandonar su casa durante la escena del flashback en la granja. Lo que debería ser encantador (canto de los pájaros) da miedo; lo que no queremos escuchar, lo que queremos ignorar (la pérdida de una posible felicidad en la infancia que denuncian los gritos desesperados del niño) estamos obligados a escucharlo, a enterarnos: nada lo oculta, ningún sonido.

La vida continúa (la escuela, la ciudad, la multitud, en la larga y enigmática imagen final), indiferente, como si nada hubiera pasado. Podemos salir de esta película furiosos o emocionalmente perturbados, o perplejos, o helados, porque no es un entretenimiento lo que se nos propone, ya sea para reír, llorar o tener miedo, sino una experiencia que requiere el ejercicio del pensamiento. Podemos detestar el pesimismo del cineasta o admirar su lucidez. Para quienes vean la película quince años después de su realización, puede resultar impactante la visión -en la pantalla del televisor en un plano- de imágenes de la población china que lucha contra una epidemia viral.

En este momento de confinamiento planetario, tal vez cabe pensar que Haneke, visionario como tantos artistas importantes, propuso ya en esa época una reflexión sobre otro encierro: el nuestro dentro de una sociedad individualista que vive observada, donde cada uno puede ser, a la vez, amenaza y amenazado.

En resumen, una película perturbadora, de gran belleza formal, para aquellos que no busquen un cine que proponga respuestas, sino interrogaciones, con actores que, siendo estrellas internacionales (Daniel Auteuil, Juliette Binoche), son capaces de hacernos olvidar que lo son y hacernos creer en los aterrorizados y finalmente banales personajes.

Para mí, una película que me interesa y fascina, aunque reconozca que falta la empatía con lo humano y la necesaria esperanza en la vida.

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Cartel_cancion_de_cunaHay películas que resultan extraordinarias pero no sabemos exactamente por qué. Es lo que ocurre con Canción de cuna, acaso el más personal de todos los proyectos de José Luis Garci. Fue la primera película española en el festival de Sundance, elegida personalmente por Robert Redford, que vio en ella una forma de hacer cine ya extinta, la de los años cuarenta. Canción de cuna, trasposición fílmica de la obra de teatro homónima de Gregorio Martínez Sierra (pero en realidad escrita por su mujer, María de la O Lejárraga), es una historia sin acción y sin conflicto, pero con mucha emoción, que subraya el paso del tiempo y la vida en una pequeña comunidad de monjas de clausura. Canción de cuna se construye con silencios, con ambientes, con música y, sobre todo, con sentimientos permanentemente contenidos y administrados con suma maestría por Garci, que se supo rodear de un equipo técnico y artístico en permanente estado de gracia.

La obra de teatro en la que se basa el film de Garci se estrenó por primera vez en 1911 y, hasta la fecha, ha tenido hasta cinco trasposiciones distintas al séptimo arte: Mitchell Leisen la llevó al cine en 1933, con el título de Cradle Song, y el propio Martínez Sierra dirigió una adaptación en Argentina, ya después de la Guerra Civil, en 1941. Paulino Masip, en México, en 1953, y José María Elorrieta, en España, en 1961, regresaron a ella antes de que Garci lo hiciera en 1994.

Cancion_de_cuna_fotograma01Garci escuchó por primera vez Canción de cuna en la radio cuando era un joven adolescente, y enseguida se marchó a la Biblioteca Nacional a leer la obra. Desde entonces, siempre quiso llevarla al cine, pero se trataba de un proyecto tan ambicioso como arriesgado, ya que iba a contracorriente del cine que se estaba haciendo, no solo en España, sino en todo occidente. Afortunadamente, y a pesar de las advertencias de sus amigos, Garci logró poner en pie un proyecto delicioso, una auténtica joya del cine español, tanto desde el punto de vista de la puesta en escena como de la dirección de actrices. Canción de cuna se divide en dos partes bien diferenciadas, separadas entre sí por un lapso de unos dieciocho años, aproximadamente, que corresponden a los dos cuadros dramáticos de la obra original: en el primero, se presenta la llegada de una niña recién nacida al convento y la reacción que provoca en las monjas y en el médico rural que las atiende casi a diario; en el segundo, se plantea la marcha de esa niña, que ya es una mujer, que va a casarse con su novio y va a emigrar a Cuba.

Cancion_de_cuna_fotograma05Alfredo Landa, que interpreta magistralmente a don José, el médico rural –que apenas aparece en la obra de teatro pero que adquiere un peso fundamental en la versión de Garci–, pensaba que el director se estaba guardando un as en la manga, que debía haber ago en el guion que Garci les estaba ocultando deliberadamente a los actores. Pero no era así: Canción de cuna no es una película de acción, sino de emoción y sentimientos, de creación de atmósferas. Y es que, al fin y al cabo, lo que se presenta es una historia de mujeres que no pueden ser madres, pero a las que la vida les ofrece la posibilidad de serlo. La maternidad es, desde luego, uno de los temas centrales de Canción de cuna, y, de hecho, María Lejárraga y Martínez Sierra barajaron la posibilidad de titular la obra Maternidad.

Cancion_de_cuna_fotograma03La fotografía de Manuel Rojas, la música de Manuel Balboa, los decorados de Gil Parrondo y el vestuario de Yvonne Blake (resulta delicioso el color vainilla de los hábitos de las monjas) se combinan de una forma magistral para crear una atmósfera que oscila entre Dreyer y Zurbarán, algo subrayado por el hecho de que la película se rodara en el Monasterio de Silos y en el Convento de la Vid, en Burgos. Y luego están los actores, bueno, las actrices, ya que Canción de cuna, salvo por la presencia de Alfredo Landa y Carmelo Gómez, es una película de mujeres, de actrices: Fiorella Faltoyano, María Massip, Virginia Mataix, Amparo Larrañaga, Diana Peñalver, María Luisa Ponte y Maribel Verdú, que interpreta a la joven Teresa en la segunda parte.

Cancion_de_cuna_fotograma07Sin duda, uno de los grandes momentos de Canción de cuna es el final del primer cuadro, cuando las monjas han decidido quedarse con la niña y la Madre Teresa (Fiorella Faltoyano) le pregunta a don José si podrá verla corretear. Los dos personajes se dan la mano (es una despedida) a través de la cancela del convento. En ese mismo espacio creado por Gil Parrondo concluye la cinta, cuando Carmelo Gómez, prometido de la joven Teresa le pregunta a la Madre Superiora (que ahora es Amparo Larrañaga) si puede ver los rostros de las monjas. “Hoy es día de dar”, contesta ella Madre Marcela.

Premios:

Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Montreal. 5 Premios Goya: Mejor Actriz de Reparto (María Luisa Ponte), Mejor Fotografía, Mejor Dirección artística, Mejor Diseño de Vestuario, Mejor Maquillaje y Peluquería. 6 nominaciones a los Premios Goya: Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor (Alfredo Landa), Mejor Montaje, Mejor Música, Mejor Guion Adaptado.

Tráiler:

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Carga malditaNada puede resumir con mayor contundencia la fiereza del cine americano de los setenta como el primer cuarto de hora de esa obra maestra maldita de William Friedkin llamada Sorcerer. Cuatro secuencias iniciales desarrolladas en distintas ciudades del mundo, en las que vemos cómo sus personajes ejecutan las acciones por las cuales sus destinos quedarán marcados de manera irrevocable: un asesinato cometido por encargo en Veracruz, un atentado terrorista en Jerusalén, un banquero involucrado en algún entuerto financiero que huye de Paris, y finalmente un golpe efectuado contra una parroquia administrada por un influyente mafioso de New Jersey, que termina con un accidente automovilístico en el que mueren todos los asaltantes, con la única excepción del conductor, que consigue escapar antes de la llegada de la policía. Este último personaje es Jackie Scanlon (Roy Scheider) y es sobre quien el relato decide centrarse para enlazar el devenir de los otros involucrados. Todavía de pie, pero marcado en la lista de buscados por la mafia para cobrarse venganza por el asalto a las recaudaciones de la iglesia, Jackie consigue documentación falsa para escapar a algún país innominado de Latinoamérica gobernado por un dictador.

Un asesino a sueldo, un terrorista árabe, un banquero prófugo y un criminal de poca monta, sobreviviendo con identidades falsas y en condiciones precarias en un pueblo militarizado donde la principal actividad industrial pareciera recaer en torno a una compañía petrolera administrada por los Estados Unidos. Luego de una brutal explosión que acaba con la vida de todos los trabajadores locales del yacimiento, los administradores de la compañía se ven bajo la necesidad imperiosa de trasladar una carga de nitroglicerina en mal estado hacia la zona de la tragedia, a unas 200 millas de distancia. Imposible de trasladar por aire por las probables vibraciones a las que se pueda ver sometida, la carga necesita ser desplazada por tierra atravesando el peligroso entorno montañoso y selvático. Una misión suicida que solo puede ser ejecutada por hombres en estado de desesperación por conseguir el dinero suficiente para huir del país. Podrá el lector imaginar quiénes serán nuestros choferes designados.

SorcererToda la primera hora del film exhibe con claridad su pertenencia al cine americano de los setenta: relato seco, montaje ríspido, cortes abruptos de plano, uso desprejuciado del zoom, un tono decididamente fatalista que preanuncia la tragedia, personajes con los que no se puede entablar la más mínima conexión emocional… Podría tratarse tranquilamente de una película de John Boorman o Sam Peckinpah. Pero no sería una de los setenta si detrás de cámaras no hubiera un correlato acorde a la historia que su director trae entre manos. Sorcerer es la remake de un “thriller proletario” emblemático del cine francés: El salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1953), de Henri-Georges Clouzot, y contó con la aprobación del cineasta francés –solicitada en persona por el mismo Friedkin-, pero el director de El Exorcista (The Exorcist, 1973) y Contacto en Francia (The French Connection, 1971) se apropió con temple kamikaze del relato, convirtiéndolo no solo en otra de las grandes películas de la década, aunque no oficialmente reconocida como tal, sino inscribiéndola también dentro de su obra personal, una filmografía de personajes viriles, obsesivos, trágicos y corruptos. Como agregado final y signo inequívoco de aquella accidentada década, Carga maldita fue una catástrofe épica, tanto desde las condiciones de rodaje como desde su desastrosa recaudación en las salas de exhibición norteamericanas (debió competir nada menos que contra el estreno de La Guerra de las Galaxias), y jamás gozó de buena reputación ni fue objeto de rescates tardíos, aunque su director suele afirmar que es la película por la cual más aprecio conserva. Recién en 2013 se exhibió una copia restaurada en la edición 70 del Festival Internacional de Cine de Venecia, y la película fue lanzada en BluRay, en una edición que hace justicia con los espléndidos azules que impregnan la superficie del film en sus últimos tramos. La tensión latente en toda la segunda hora, cuando los cuatro conductores deben sortear todo tipo de obstáculos llevando a cuestas la carga explosiva amortiguada sobre arena en la parte trasera de sus camiones, puede ser un espejo del modo en que “Hurricane Billy” (como apodaron a Friedkin por su explosivo carácter mostrado en los sets de filmación) llevó a cabo este emprendimiento cinematográfico suicida.

Carga maldita, fotogramaEn la muy atractiva trivia de la película en IMDB se da cuenta de una filmación donde se dieron cita huracanes, sequías, levantamientos populares contra las autoridades militares, presupuestos duplicados, directores de fotografía y productores despedidos por el director en medio del rodaje, una docena de autos estrellados para lograr una escena de accidente convincente, galones de nafta empleados para lograr explosiones reales… pero más allá de todos estos detalles, lo irresistible es la película en sí, que luego de sus iniciales y efectivos retrasos de la acción, deja lugar a una hora de tensión continua que no se detiene prácticamente hasta el final. Friedkin logra que los recurrentes planos de las llantas de los camiones bordeando el límite de un precipicio o de las cajas con nitroglicerina sacudiéndose con las maniobras del volante no resulten extenuantes ni reiterativos, sino que operen como vértices de la curva ascendente del peligro que acecha sobre la vida de cada conductor. Y junto al del vehículo homicida que asediaba al protagonista de Duel (1971), de Steven Spielberg, quizás aquí tengamos el uso más expresivo que se haya dado de la trompa de un camión, que en esta película hay dos y tienen nombre, Lazaro y Sorcerer, como para acentuar la carga religiosa de toda esta cruzada por la supervivencia. Friedkin no se priva tampoco de autocitarse en cada plano que dedica a la extraña figura tallada en piedra que da nombre a la película y a uno de los camiones, figura pagana que remite en su siniestra forma a la del Pazuzu que aparecía en las escenas de excavación en Iraq, al comienzo de El Exorcista.

Wages of FearLos highlights de la película son, sin duda, la recordada secuencia donde el camión conducido por Jackie y su compañero Nilo (Francisco Rabal, en un rol que iba a cubrir Marcello Mastroianni) debe atravesar un frágil puente de troncos bajo una lluvia incesante, la cual fue rodada en dos países distintos debido a una inesperada sequía que afectó al río donde iba a filmarse la original. La otra es aquella donde los conductores se topan con un inmenso tronco derribado que obstaculiza el camino y que debe ser volado en pedazos por un ingenioso dispositivo elaborado por el terrorista árabe. En la mejor tradición del cine de Jean-Pierre Melville, Friedkin priva a la acción de cualquier diálogo y se centra únicamente en los detalles y en su ejecución. La película se va adentrando en los terrenos de la locura y la violencia termina dominando por completo la situación, en un crescendo de angustia y exasperación que se traducen con transparencia en el rostro angulado de Roy Scheider. La prolongada mirada final que Jackie dirige hacia la cámara, que prefigura a la de Al Pacino sobre el final de otra película del director, Cruising (1980), permite anticipar el aire tragicómico que, pocos segundos después y en un desenlace fatal, dejará una mueca amarga en el espectador, reafirmando que los destinos de cada uno estaban signados desde un comienzo y que acá no hay redención posible para nadie. La mueca de una década de cine irrepetible que combinó la desesperanza, la pasión cinematográfica y la pulsión suicida como ninguna otra.

Tráiler:

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Poster de la película CarruselEs muy interesante ver de vez en cuando películas que describen situaciones de una manera que probablemente ya no se hará más, como son aquellas que caracterizan de forma única, las distintas épocas del cine. Es el caso de los musicales de los años cuarenta y cincuenta en el cine norteamericano. En general, estos musicales son producciones basadas en éxitos de Broadway que cuentan historias de amor, ricas en bellas canciones llenas de romanticismo dulce e ilusionado, abundantes en danzas y en coreografías. No se trata de obras musicales de gran altura lírica y musical, al estilo de las óperas europeas de finales del siglo diecinueve, pero sí ofrecen momentos sublimes y ante todo, permiten mucho más el protagonismo de la actuación, el desarrollo de una historia que se va sazonando con esencias y aromas musicales. Cuando el espectador se deja llevar, cuando permite que su imaginación lo traslade a esos momentos y a esas historias, va a recibir un regalo inigualable, el del encantamiento musical. Y si es capaz de experimentar amor a primera vista, no quedará defraudado.

Acá hay que fluir, hay que sentir. El tema del amor a primera vista ha ido perdiendo protagonismo en estas épocas modernas, en las cuales hay pocas restricciones en las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes, en las cuales las parejas asumen con cierta calma las cosas, aplazando, ensayando y racionalizando sus relaciones, antes de llegar a comprometerse con una unión estable, si bien, y desde otro punto de vista, son estos también tiempos en los cuales abundan las madres solteras adolescentes, enamoradas perdidamente de ese hijo sin padre. El cine va describiendo todas estas cosas, va registrando las épocas y los cambios, y si nos ponemos a reflexionar, el cine es un agente de cambio, de tal manera que no solamente describe el presente, sino que se atreve a diseñar el futuro, catalizando en esta forma notables transformaciones sociales.

Carrusel, imagenCon estas consideraciones he tenido un reencuentro con los musicales hollywoodenses a través de la película Carrusel, protagonizada por dos excelentes actores y cantantes, Shirley Jones y Gordon MacRae. Jones, una preferida de los públicos durante una larga vida de actuaciones, siempre se consideró a sí misma como cantante y debió vivir, con cierta frustración, el declinar de los musicales, en los cuales tuvo grandes éxitos, asumiendo con categoría distintos papeles en los cuales no tenía que cantar; MacRae fue también un gran cantante y no solamente actor de musicales, sino de diversas películas y series de televisión. En Carrusel protagonizan una extraña historia de amor a primera vista, que se desarrolla en las costas de Maine, en la Nueva Inglaterra norteamericana, tierra de gentes sencillas y tradicionales, dedicadas a la pesca de la langosta, habitantes de pueblos pintorescos, en los cuales el mar y los barcos son los protagonistas fundamentales.

Crítica de CarruselTuve la ocasión de pasar algunos de mis años de estudiante en la cercanía de  esas costas de Maine y de acercarme a sus costumbres, a su rica historia y a su folclore, los cuales han sido magníficamente utilizadas por el famoso novelista Stephen King en sus brillantes novelas de terror, muchas de ellas llevadas al cine (It, Cadena perpetua, La niebla, El cazador de sueños, La tormenta del siglo, Los Tommyknockers). Sus gentes no son demasiado románticas, ni son  personas que se canten canciones de amor, ni se tiene entre ellos la costumbre de las danzas folclóricas de grupos de jóvenes enamorados, al estilo de los gitanos o de los habitantes de los pueblos de las costas griegas o italianas. A pesar de ello, Carrusel se ha construido maravillosamente a partir de la danza y de los cantos, pero de alguna manera ha logrado transmitir un trasfondo de personas que se sacrifican y que se entregan a su duro trabajo cotidiano, encontrando en el verano un motivo para celebrar, para danzar y para cantar. La celebración del verano se constituye en la película en un clímax de colores y de paisajes, armonioso, deliciosamente musical, a modo de ordenado aquelarre de enamorados, de noble carnaval, sin desenfrenos ni máscaras, como es de esperarse en esas tierras frías y agrestes, con estas gentes acostumbradas a inviernos fríos y largos.

Fotograma de la película CarouselLa historia que se cuenta es la de dos seres absolutamente distintos en todo, menos en su sentido de la música y del romance, que se enamoran a primera vista y se casan. El espectador se encanta y espera lo mejor para la bella pareja… pero en realidad debe enterarse de la  infelicidad y de  las inevitables frustraciones, ya que ella es trabajadora y hacendosa, mientras él carece de habilidades, es perezoso y le gusta la buena vida, sólo sabe de su oficio de pregonero y de conductor de carrusel de ferias de pueblos. Ahora, como él nunca deja de ser un enamorado y ella no pierde, resignada y amorosa, la confianza, todo se ha de resolver relativamente bien, aunque sea en la otra vida, en el cielo de los que no pierden la esperanza.

Y en todo ello el mar y la belleza natural son en verdad protagonistas. De ellos surgen los impulsos de amor; la danza no es más que una imitación del movimiento de las olas y el que se acerca a ellas con atención dispuesta, queda atrapado, tan irresistible son las combinaciones de sus movimientos, que golpean las rocas, que se deslizan por las estrechas playas, que reflejan las luces y que forman paisajes de ensueño. Y la preciosa fotografía así lo registra. Es amor a primera vista entre el espectador y el paisaje, la música y los cantos sellan las promesas de ese amor.

Trailer:

Canción If I love you

Canción Soliloquy

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El danés Thomas Vinterberg dirige en 1998 su mejor trabajo hasta la fecha, Celebración, película que inaugura el movimiento Dogma, que el propio Vinterberg había cofundado junto al polémico Lars Von Trier. Se trata de un funesto tratado sobre la distorsión y la hipocresía imperantes en las relaciones sociales en el entorno de la clase alta (sobre todo), drenadas en la concreción de un brutal mazazo que atenta contra la conciencia. Como su exquisita forma se ajusta milimétricamente a los preceptos de su corriente, será mucho más interesante dirigir el análisis hacia un punto de vista emocional, puesto que el atrevido juego psicológico que presenta la cinta es su única, pero eficaz, baza contra el apalancamiento en la butaca.

Y digo apalancamiento porque desde el primer plano se aprecia un ritmo exageradamente lento, cuyo propósito verdadero no es otro que el de ir desprendiendo al espectador de su inhibición especulativa. A través de la llegada de una numerosa familia, parientes lejanos incluidos, a un convite con motivo del sexagésimo aniversario del patriarca, el cineasta danés metaboliza un complicado compuesto de relajación e interés, dejando aflorar con naturalidad, como quien no quiere la cosa, las disfuncionalidades del clan (el comportamiento y la fama del conflictivo Michael o las intrigantes conexiones de los familiares con el personal del servicio). Lo que con un buen puñado de ejemplos se podría catalogar como un ingrediente indispensable para la comedia, aquí no puede sostenerse ni en su vertiente más negra: algo de lo que flota en el ambiente no huele bien.

Pese a que el público ya bajó la guardia, esa abstracción viciada le ha prevenido por inercia para encajar la escabrosa noticia que el primogénito reserva para todos los asistentes (arma poderosísima para las cintas con reuniones familiares). El desconcierto está servido tras la terrible acusación que Christian lanza contra su padre y que no es sino la primera sorpresa materializada, puesto que el primer indicio de latencia lo proporciona el thriller bajo el que se enmarca la gymkhana que preparó la hermana recientemente fallecida. Las razones de la confusión son el hecho de que, hacía un rato, ambos conversaban con confianza –mas, no sin cierta tensión palpable- y que, por las trazas de las que disponemos de sus dos hermanos, del confesor sería de quien menos pudiera imaginarse un enfrentamiento directo con el anfitrión. Lamentablemente, la génesis de la maldad se pasea por senderos arbitrarios.

Inmediatamente, tras el shock de la revelación, la cinta pone en marcha dos mecanismos de potenciación, tanto formal como de su mensaje: por un lado, la atmósfera se sume en la más absoluta violencia psicológica; por otro, el relato se entrega a lecturas trascendentes de inserción sociopolítica. El pillado actúa como si la cosa no fuera con él, y no solo se va de rositas, sino que sigue siendo aplaudido (¿mantenimiento de las apariencias, silenciado de la falta, o ambas?). El servicio toma cartas en el asunto haciendo las veces de pueblo indignado (muy a colación de lo que vivimos en nuestros días), apoyando una justa revolución. Pero, como ha terminado ocurriendo en nuestro entorno más cercano, parecía que su acción iba a tener una repercusión mucho mayor que la que finalmente tiene. Y es que, quien ostenta el poder, requiere de una reincidencia abusiva para ser abandonado por sus fieles.

Celebración configura con orgullo una estructura narrativa equilibrada y muy precisa, gracias a la disposición de esos interludios promulgados por el inexperto maestro de ceremonias entre capítulo y capítulo – es decir, entre descubrimiento y descubrimiento: pues sí, la cosa se alarga- y a la acogida de unos ecos palmarios de El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962) por el perpetuo retorno resignado de los invitados a sus asientos, en su acepción puramente física, y por el puñetazo al exclusivo estómago de la alta alcurnia, en su nivel conceptual. En este trasiego de exhibicionismos y cínico mutismo, Vinterberg se toma la licencia de atizar las brasas del escarnio con la vara del racismo que, aunque no termina de venir a cuento, funciona como oportuno colofón para completar el denostable retrato de un colectivo.

El estoicismo del que hacen gala, tanto víctima como verdugo, ha de actualizarse, forzosamente, por lo que respecta al sometimiento por convicción a los preceptos del Dogma, en un estadio meramente gestual, vehiculado por unas excepcionales interpretaciones (a las que la cámara en mano dota de una asombrosa solemnidad). No dudo del primordial valor de un casting acertado, mas si cabe, dispuesto al servicio de una crítica social; pero, precisamente esto último es lo que me empuja a reducir toda la aptitud de la película a cierta intención moralizante. Haciendo un esfuerzo, trataré de entender el desenlace como un espontáneo arrebato de justicia poética: el apestado es quien termina ajusticiando al poderoso anfitrión. Tras casi quince años, ¿deberíamos tomar esta metáfora como referente para superar esta maldita crisis?

Tráiler:

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cenizas-y-diamantes-posterEn esto del reparto de las excelencias cinematográficas, hay movimientos que permanecen en un discreto, e injusto, segundo plano. El caso del cine polaco, que vivió una auténtica edad de oro entre finales de los 50 y mediados de los 60, es de los especialmente sangrante. Contemporáneo de escuelas tan aplaudidas como la famosa Nueva Ola francesa, películas fabulosas como Cenizas y Diamantes están muy lejos del aplauso masivo como Jules et Jim (François Truffaut,1961), o tantos otros ejemplos.

Qué menos, entonces, que un recuerdo a uno de los grandes directores europeos, para que no caiga en el olvido esta magnífica película. Retrato de posguerra, espejo de la compleja época que vivía un país tan protagonista del conflicto como Polonia, es al mismo tiempo un canto al vivir el momento, a la locura de juventud. El drama se da la mano con la alocada vida nocturna, la tensión comparte escenario con la extravagante banda sonora, la sencillez casi inocente impacta contra las consecuencias terribles de la violencia, y la fuerza de las imágenes fortalece el destino de unos personajes esclavos de las circunstancias.

Andrzej Wajda dirige una película que es un drama de claro contexto histórico, pero trasciende los convencionalismos a base de mezcla, de ingenio, de libertad creativa, de experimentación visual. Y es que tras el conflicto y la violencia, construye una historia de amor, un clásico chico-conoce-a-chica, en medio de una época de cambios, de reconstrucción y de futuro incierto. Un país dividido, lleno de contrastes, donde la esperanza en el futuro ocupa el mismo espacio que las rencillas políticas.

Cenizas y Diamantes cuenta la peripecia de un joven entregado a la causa nacionalista, que ha recibido el encargo de asesinar a un líder comunista que hace poco ha regresado al país. Durante esta sangrienta misión, conoce por casualidad a una camarera. Este encuentro fortuito cambia la perspectiva del joven, confuso y atrapado entre los ideales y la posibilidad de una vida diferente, alejada de la violencia y cercana a algo parecido a la felicidad. Conoce el amor loco, apasionado, sin sentido pero lleno de significado, en las pocas horas que Wajda nos presenta como contexto temporal en su relato. Mientras este amor toma forma, el director se adentra en la vida de la ciudad, en una especie de relato coral donde se representa el teatro humano, lleno de alegrías, de mezquindad, de intereses, de cosas pequeñas y personajes dispares, extravagantes, donde queda claro que las bajas y altas pasiones no conocen de ideologías.

Imagen de Cenizas y DiamantesPor desgracia, el joven se ve obligado a una elección definitiva, entre las responsabilidades del peso de su pasado o esa nueva esperanza en una vida diferente que representa la hermosa desconocida. Wajda aparca las connotaciones históricas de la historia y se centra en las emociones, en el aspecto humano, en las reflexiones de sus personajes. Según pasan las horas, el joven se transforma en la imagen del antihéroe, enfrentado a su propio drama humano con el mayor estoicismo posible.

Para el fabuloso aspecto formal de la película, Wajda mezcla de manera brillante aspectos de las historias bélicas, pasadas por el tamiz del cine negro, llevado al paroxismo estilístico gracias al juego de luces y sombras, heredero del expresionismo. El simbolismo y sus arriesgados juegos con la profundidad, el contraste en esa cámara obsesiva de extravagante cercanía, el neblinoso aspecto onírico enfrentado al realismo que se respira en los primeros compases de película, dejan para el recuerdo una película libre, valiente, a la altura de cualquiera de las vanguardias de la época. Cenizas y Diamantes recuerda al neorrealismo italiano, a la audacia de la escuela francesa, a la tensión humeante del mejor cine de gangsters. Los diálogos se mueven entre el lirismo alucinado y la más cruda realidad de la época. Los personajes viven con un pie en el pasado y otro en la incertidumbre de una época nueva, de cambios constantes, incluso de violencia.

Wajda expresa este contraste terrible en la celebrada escena de los fuegos artificiales, cargada de simbolismo, donde un acto de muerte coincide con la celebración de la vida. El barroquismo de la película explota, como esos fuegos, para dar sentido a la transformación del protagonista, que realiza su último acto de violencia sin esperanza, atrapado por la lealtad a un ideal en el que ha dejado de creer.

La pareja protagonista de Cenizas y DiamantesIrónica, exultante y metamórfica, cada episodio de Cenizas y Diamantes resulta indispensable como pieza de un todo, pero usado con sensibilidad por un director magistral para el retrato humano complejo, alocado y muchas veces hasta ridículo o exagerado. Al final, Wajda, como sus personajes, se divide entre la esperanza y la pesadumbre de un país con muchas cicatrices.

Cenizas y Diamantes merece un puesto de honor entre lo más destacado del cine europeo. Sobre todo, no debe caer en el olvido, porque su belleza, su autenticidad y la personalidad que desprende de cada plano, es una lección de cine, en mayúsculas. Disfrutemos, entonces, de una época irrepetible, en el que el cine se reinventaba y Cenizas y Diamantes surgía como voz especial entre tanta leyenda.

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If you can’t be famous, be infamous.
(Chicago, 2002)

Chicago - Afiche

¡5, 6, 7, 8!

Entiendo por qué mucha gente odia los musicales. En muchos montajes de Broadway y sus adaptaciones al cine, los personajes empiezan a cantar de la nada, ante la mirada no atónita de los demás presentes en la escena, como si fuera muy normal. La queja más común es, “¡¿por qué no lo hablan, por qué lo tienen que cantar?!”. Pues Chicago (2002), de Rob Marshall, es una de las pocas excepciones de esta norma. Su versión cinematográfica rompe el molde tradicional y es el musical ideal para quienes los odian, porque se van a encontrar con varias sorpresas. Este film recuperó el interés del público por este género que parecía olvidado, avivó la llama que Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) encendió el año anterior y se coronó como la ganadora del Oscar a Mejor Película después de 35 años de Oliver (Carol Reed, 1968), el último musical que se había llevado ese mismo premio.

La película no empieza por los créditos, desde ahí rompe con las tradiciones. La pantalla empieza en negro y lentamente se empiezan a revelar los ojos de Roxie Hart (Renée Zellweger), la cámara entra en su ojo y se lee el nombre de la película. Estamos en su cabeza, en su propio Chicago. La música empieza y con ella la primera secuencia de la película: la fabulosa Velma Kelly (la ganadora del Oscar Catherine Zeta-Jones) llega a su camerino en un club nocturno con las manos manchadas de sangre y un arma. El público presente estaba esperando un show con su hermana Veronica, pero tendrán que conformarse con una sola de las hermanas Kelly. Lo que no saben es que Velma la acaba de matar, igual que a su marido. Sí, el de Velma, los encontró juntos haciendo “el águila extendida”. ¡Pero el show debe seguir! Y nada va a detener a Velma, que hace un fantástico primer número con la canción All that Jazz sola, sonriendo, con toda la energía que tiene en su interior.

Chicago - Fotograma

Roxie la observa a lo lejos, la admira y quiere ser como ella. Y para lograrlo hará lo que sea. Después de matar a su amante porque la engañó (le prometió que la pondría a cantar en el mismo club nocturno de Velma), Roxie se encuentra en la cárcel frente a frente con Velma, que no ha perdido su fama. Es más, la ha duplicado. Ahora es una famosa asesina que espera su condena y se ha vuelto la comidilla de los periodistas, ha salido en primera plana y el país entero está siguiéndole la pista, en la ciudad de Al Capone, la de los disturbios raciales del “verano rojo” de 1919 y de la ley seca, donde “el asesinato es una forma de entretenimiento”. Y ese es solo el comienzo de la película, que está inspirada en una historia real.

El clásico teatral de Fred Ebb y John Kander tiene una vida renovada en las manos de Bill Condon (ganador del Oscar por su película Dioses y Monstruos , 1998), haciendo que la historia brille con estrella propia. Convertir a dos mujeres asesinas en un espectáculo mediático y volverlas famosas por ello no es nada lejos de la realidad, desde O.J. Simpson y Tony Harding hasta las Kardashians y muchos “influenciadores”, los medios han idealizado a tantas personas que no lo merecen y han generado discusiones al respecto. Las historias se cuentan solas, es labor de los libretistas adaptarlas a una realidad audiovisual con la ironía, humor negro y cinismo necesario para que reflejen una sociedad que muchos se niegan a ver.

Chicago - Fotograma

Y por supuesto, un poco de música no puede faltar. Las secuencias de las canciones tienen unas coreografías brillantes (hechas por el propio director) y unos montajes impecables, finalmente estamos viendo todo desde los ojos de Roxie, una mujer soñadora que se casó por conveniencia y no sabe cómo defenderse en la vida por sí sola, en una época donde las mujeres aún estaban muy sometidas a lo que el hombre dijera.

El casting fue altamente criticado en su momento pues no eran cantantes profesionales, pero es totalmente justificado. Aunque todos los actores tienen experiencia en musicales, la elección fue basada en los personajes: Velma Kelly es la única realmente cantante, por eso Zeta-Jones, con una extensa trayectoria en teatro musical, se destaca sobre los demás; Roxie Hart es solo una aficionada, no es una cantante profesional pero no lo hace mal, así que Zellweger era la indicada para el papel; y el más criticado de todos fue el abogado Billy Flynn, interpretado por Richard Gere. ¿Quién dijo que un abogado sabe cantar y bailar? Y logra salirse con la suya, con su estilo propio. Los papeles secundarios lo completan cantantes profesionales como Queen Latifah y expertos en teatro musical como John C. Reilly y Christine Baranski, todos ganadores del gran premio SAG del Sindicato de Actores de Hollywood al mejor casting en una película.

Chicago - Fotograma

Nada fue una decisión aleatoria en la película. Desde que se comenzaron a hacer las adaptaciones en cine de los musicales de Broadway, Chicago fue uno de los más ambiciosos. Pero ningún productor se arriesgaba, asegurando que la inversión era muy alta y hasta se dijo que era imposible de adaptar. El montaje de Broadway de 1996 le dio un giro a la historia original y revivió el interés por convertirla en película, esta fue la base de la versión fílmica de Rob Marshall, un bailarín y coreógrafo de teatro que se convirtió en director de televisión. En su debut cinematográfico, Marshall logró hacer una gigantesca película musical con trece nominaciones a los premios Oscar y revivir así un género olvidado que vive entre odios y amores, que sigue creciendo y mejorando. Y esta película sigue siendo de lo mejor.

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Chinatown-cartelChinatown se ha convertido en uno de los títulos de referencia del género que se suele denominar neo noir. La película, además, supuso un gran éxito para Roman Polanski, que volvía a repetir en taquilla los magníficos resultados de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) tras la más que discreta recepción de Macbeth (The Tragedy of Macbeth, 1971) y ¿Qué? (Che?, 1972). A pesar de tratarse de la producción de un gran estudio, la Paramount (de hecho, Robert Evans se encargó personalmente de la producción), Chinatown es uno de los proyectos más personales de Polanski, que partió de un guion original de Robert Towne (galardonado con el Oscar en una ceremonia en la que arrasó El Padrino. Parte II). Polanski introdujo cambios considerables en el texto de Towne, sobre todo en lo que se refiere al desenlace, pero la verdad es que había un material muy interesante en el guion, si bien tratado de una manera muy prolija.

Chinatown-01La película, que está ambientada en Los Ángeles (California) en el año 1937, se centra en uno de los casos que lleva el detective privado (y antiguo policía) J. J. Gittes (Jack Nicholson). Siempre seguimos al detective, aunque nunca utiliza el recurso de la voz en off, como era habitual en los títulos del género. Al principio, el protagonista es contratado para investigar las infidelidades de un alto ejecutivo de la compañía de aguas de la ciudad, Hollis Mulwray (Darrell Zwerling), pero Gittes pronto descubre que ha sido víctima de un engaño al aparecer la verdadera esposa de Mulwray, Evelyn (Faye Dunaway). Todo se complica cuando Mulwray aparece muero y Gittes se empeña en demostrar que no ha sido un suicidio, sino un asesinato.

Chinatown-02La trama de Chinatown es muy moderna, ya que, tras el caso de asesinato, se esconde una red de corrupción, compra de terrenos y, sobre todo, uso ilegal del agua, uno de los bienes más escasos de Los Ángeles. A pesar de ciertos guiños al cine negro, Gittes no es un detective clásico, ni mucho menos. Ahí es donde radica una de las claves del film de Polanski, que no quiso hacer un homenaje a las películas de los años treinta o cuarenta, sino recrear su atmósfera y presentar una visión mucho más contemporánea. Ahora bien, la propia presencia de John Huston en el reparto, en el papel de Noah Cross, apunta directamente a El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941), así como los títulos de crédito, que remiten al cine de esos años.

Chinatown-03El rodaje de Chinatown estuvo jalonado de anécdotas, sobre todo por las peleas que tuvo el director con Nicholson y por el particular divismo de Faye Dunaway, que, no obstante, está magnífica en la película. El propio Polanski se reservó el papel de un matón sin nombre que protagoniza uno de los momentos más recordados, cuando le corta la nariz a Gittes con una navaja. La ciudad de Los Ángeles juega un papel fundamental, pero Chinatown no se recrea demasiado en ella, tan solo muestra lo imprescindible. Así, por ejemplo, el despacho de Gittes se encuentra en el edificio Bradbury, pero Polanski no se esfuerza demasiado en presentarlo, es simplemente uno de los escenarios del film. Ahora bien, toda la subtrama del agua sería inconcebible en otros muchos lugares, y esa fue una de las genialidades del guion de Towne.

Chinatown-05En realidad, lo que hizo Polanski, procedente de la Escuela de Lodz (Polonia), es convertir la historia de Towne, de final feliz, en una tragedia griega. El trasfondo edípico ya estaba en el guion original, pero Polanski optó por un final más propio de Sófocles que de película de Hollywood. Así, el barrio chino de Los Ángeles, Chinatown, que da título a la película, ha de ser entendido de forma metafórica, ya que alude al pasado del protagonista y del teniente Escobar (Perry López). Polanski, de todas maneras, consideró oportuno que la última escena de Chinatown estuviera ambientada allí, como si el escenario de la pérdida volviera a aparecer en la vida de Gittes.

Chinatown-06En 1990, el propio Jack Nicholson dirigió y protagonizó Los dos Jakes (The Two Jakes), película en la que participaron también Robert Towne y Robert Evans, pero el resultado quedó muy lejos del que habían conseguido bajo la dirección de Roman Polanski.

Premios: Oscar al Mejor Guion Original (Robert Towne) y nominada en otras diez categorías: Mejor Película, Mejor Director , Mejor Actor, Mejor Actriz, Mejor Montaje, Mejor Música, Mejor Sonido, Mejor Dirección Artística, Mejor Fotografía y Mejor Vestuario; ganadora de cuatro Globos de Oro, Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor y Mejor Guion, y candidata a Mejor Actriz, Mejor Música y Mejor Actor de Reparto (John Huston); ganadora de tres Premios BAFTA, Mejor Actor, Mejor Director y Mejor Guion, y nominada en otras ocho categorías, Mejor Película, Mejor Montaje, Mejor Actriz, Mejor Actor de Reparto, Mejor Música, Mejor Dirección de Arte, Mejor Fotografía y Mejor Vestuario.

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Cartel de la película Cita a ciegasUn triste adiós a los lujosos croissants, a las amargas copas de vino y rosas, a las panteras de pelaje rosa y a las fiestas de espuma efervescente. ¡Así es la vida! un sinfín de momentos pretéritos que han quedado suspendidos en el eterno limbo del pasado.

El éxito del ayer son aguaceros de lágrimas embarradas de rímel. La coyuntura del tiempo juega con los sentimientos y crea una impresión angustiosa, un reflejo triste del pasado, pues ha quedado constatada la repentina e irracional marcha de la inspiración. Es la gravitación de la realidad, es la muerte de una porción henchida de magia.

El contraluz del éxito de una formula cinematográfica. Un cóctel molotov, inestable, atrayente, pero fugaz. La unión utópica de la felicidad y la tristeza. Un solo ser, un desafío, un imposible que fraguó durante un exiguo aliento. Es la mezcolanza de los opuestos, un rugido sedoso capaz de crear un reto incitador carismático, extrovertido, único. La provocación a la vida, una carcajada que tristemente se desperdicia en el aire, un momento que se acaba.

Divertidas cortinas de humo que, sin complejos, descargan feroces críticas en cada escena. Sin límites ni ataduras, estas películas muestran la inmensidad de sus posibilidades en una atmósfera en clave de tragicomedia. El ritmo y el compás se convierten en elementos determinantes para que el efecto cómico se pierda frente a la magnitud de lo melodramático. La risa, los gags visuales y los diálogos imposibles forman una estructura convincente, que define con propiedad y precisión las expectativas creativas.

Bruce Willys y Kim BassingerLos largometrajes de Blake Edwards muestran una apariencia ingenua y simple, gracias a la explosión de locura, jaleo y escenas disparatadas. Un truco de magia, una distracción visual, para poder esconder las malas vibraciones que pueda producir el mensaje principal. Siempre en un ambiente atractivo y ocurrente, tácticas herederas del cine mudo, estas películas esconden su verdadera personalidad tras una potente estela cómica. Un plan cariñoso para sincerarse con el público, un camino fácil para poder desnudar, sin complejos, la auténtica e inimitable intención del director.

Es un estado gaseoso, cuyos movimientos hipnotizadores resultan altamente inestables, pero al mismo tiempo producen un shock cautivador. Esta vibración, de brochazos amargos y dulces, es perfecta para originar emociones antagónicas. Comedias peliagudas con un alma profunda y sentida, capaz de dotar a la trama de sensibilidad y conciencia. La suavidad y sencillez del continente beneficia la atención del contenido; la acidez, la demencia, el amor, el dolor… son elementos extremos, que consiguen una estructura singular, que va más allá de los géneros de la comedia o el drama.

Un sinfín de matices, la riqueza de influencias y una imaginación iluminada; las películas de Blake Edwards crecieron gracias a esa fórmula intuitiva, astuta. De este modo, pudo desahogar sus inquietudes y pensamientos, y al mismo tiempo cosechó un éxito vibrante y rotundo en el mundo del cine. Sigilosamente, este sistema se fue apagando, incapaz de evolucionar, y quedó caduco, algo aburrido, extenuado. La teatralidad de sus historias, la ambigüedad de su género y la uniformidad de sus composiciones no supieron crecer con las necesidades del nuevo público. Los triunfantes años sesenta se perdieron en la inmensidad de la vida, y la magia de Edwards se desfiguró en un despropósito avinagrado con texturas empalagosas.

Cita a ciegas, fotogramaDe la necesidad de “pre-existir” en el infinito compás de la diversión nació la película Cita a ciegas. La esperanza mutada en desesperación y necesidad trazó un plan de conservación, una especie de “esperpento” de Valle-Inclán adaptado a las exigencias de la Meca de cine. Una película socarrona, travestida con trapos de vodevil light, una agobiante exhumación de los fantasmas de pasado. Blake Edwards creó una comedia romántica, un tributo a aquellos años de plenitud, un calco gracioso pero vacuo de sus largometrajes aclamados.

El cine silencioso aprieta un grito encolerizado en el caos y tumulto de los diálogos de este largometraje. Cada palabra, cada sonido y cada tonalidad de esta película están arreglados para tratar de reinventar y modernizar la doctrina aprendida de Keaton o de Chaplin, pero la pobreza de esencia de la historia anula la finalidad de sus antecesores. Los estereotipos, aunque entretenidos, liberan una especie de simpática singularidad que reverbera experiencias terrenales y, por lo tanto, libera al largometraje de sus ataduras huecas. Gracias a las emociones cotidianas del amor, la estabilidad, la amistad, el miedo y el odio que aparecen en la historia, la trama se humaniza dentro de ese caos y se establece un nivel más hondo y familiar.

Escena de Blind DateEl encanto de este largometraje de Edwards no se ve a simple vista, pues está velado tras la ingesta de ironías y figuras retóricas. La pureza de esta comedia reside en el “in crescendo” gradual de las necesidades más íntimas de sus personajes dentro de una sociedad ciega e insensibilizada. Los protagonistas, a pesar de su ofuscamiento y sus disputas, consiguen entender el encanto de su situación. Es un “vivieron felices y comieron perdices” entre grandes y escandalosas carcajadas. Un cuento de hadas ácido, sincero, ameno y sincero, sin hechizos, ni brujas ni espadas, pero con un encanto diferente: tierno y punzante, pero siempre desde un prisma disparatado.

Una comedia sin más, sin pretensiones ni aspiraciones, que presenta un Blake Edwards sencillo y desenfadado, pero nostálgico de una época dorada. Pensamientos que vagan por derroteros imposibles de alcanzar, una personalidad enfrascada en un tiempo de bonanza, un género mutado pequeño e insuficiente en mundo exorbitante, universal.

Una parada, un suspiro y una sonrisa. Pretender capturar el tiempo es imposible, pero el segundero puede frenarse con la suntuosa carrera de Bo Derek por la playa, la musical androginia de Julie Andrews en los cabarets de medio mundo o los soberbios labios rojos de Kim Basinger borracha de amor. No, la vida no se puede detener, pero siempre hay algún ardid para evadirse de la impasible celeridad de los años.

 

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“Lavorare stanca” (trabajar cansa), decía el escritor suicida Cesare Pavese, quien tuvo una vida bastante difícil en la que el éxito no logró ayudarlo a que sintiera cierto amor por el hecho de seguir respirando. Sin embargo, este cansancio se debe a que, efectivamente, casi nadie quiere vivir sudando una y más veces simplemente por tener que comprar algo de comida con el sueldo que se nos concede cada fin de mes, un sueldo con el cual podemos también pagar las facturas, los vestidos (no podemos caminar desnudos por las calles, como hacían nuestros antepasados cuando las calles mismas no existían), la gasolina (o lo que sea), hasta darnos cuenta de que quizás nos serviría un poco más de este dinero si bien no tenemos ningunas ganas de hacer un esfuerzo mayor para que la cifra final suba de nivel. Es un cansancio humano, natural, debido a que a veces lo que sí nos gustaría hacer es pasar nuestro tiempo haciendo cosas placenteras, como jugar (con nuestros amigos, con nuestros hijos) o ver un filme; demostrar, en otras maneras, que el nihilismo de esta sociedad no es una visión así negativa, sino el darse cuenta de que, al fin y al cabo, nuestra condición de esclavos laborales es algo del que cada uno de nosotros querría deshacerse.

Esta singularidad humana, la pérdida de una voluntad de tener éxito y el querer vivir dejándose llevar por la corriente (de qué río o viento es otra cuestión) es lo que está en la base de la primera obra de Kevin Smith, en la cual la fuerza de atracción de una tienda americana en la que trabajan nuestros dos protagonistas hace que se amontonen una serie de eventos de carácter ánarquico y caótico. El resultado es una explosión de divertimiento que pone en marcha una sensación de inutilidad de la vida que, por supuesto, nos permite apreciarla mucho más, en este juego de relaciones interdependientes que se establecen entre los diferentes personajes. La absurdidad de nuestra existencia, de hecho, se relaciona con la falta de proyectos para un futuro que parece existir en tanto elemento neutro, cansado, él también, por una repetición de movimientos todos similares, parecidos, como las caras de los clientes que se apilan durante los días todos iguales, incapaces de cambiar. Nada metafísico, por supuesto, sino la revelación ordinaria de una situación de agotamiento de la que, quizás, todos nos hemos dado (o nos estamos dando) cuenta en nuestras mismas vidas.

Es así que Dante Hicks y Randal Graves se sitúan en el imaginario común gracias a unas caracterizaciones (y actuaciones, por supuesto) que subrayan por un lado su normalidad y por el otro sus particularidades. En estos elementos de anonimidad y de singularidad es entonces donde todo el filme confluye y se abre para que nos reconozcamos en cada detalle, demostración esta de la consistencia intelectual de Kevin Smith. Cada engranaje de esta película funciona en tanto evento de un guión con una narración perfecta, eventos de los cuales podríamos también deshacernos; es un desafío, entonces, el del director/guionista, quien esconde detrás de una estructura episódica superficial un sentimiento más profundo sobre la arquitectura de un arco narrativo y personal que se desmorona completamente hacia el final, demostrando la inutilidad de lo ocurrido y, por esta razón, su belleza en relación a lo liviana que es la existencia.

Descarada, majestuosamente llena de palabrotas, esta obra encarna la visión que tenemos de Smith y de todas sus siguientes películas, divididas entre la voluntad de dejarnos reír y la necesidad de abrirle paso a un diálogo sobre nuestras mismas existencias, descubriendo la simplicidad y la superficialidad de estas sin que, por esto, caigamos hacia las simas de un nihilismo universal. Comedia, entonces, o algo más sublime, que se encamina en dirección de querer dejarse el mundo atrás, con sus problemas, y desmitificar al ser humano gracias a la presencia de protagonistas minúsculos, casi sin importancia alguna. Exactamente como nosotros, con nuestras vidas, con nuestros trabajos que odiamos, y con aquel cansancio existencial que supone, a veces, la absurdidad de darle mayor peso a lo que, en definitiva, es algo totalmente superficial. Como con el número 37.

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El éxito forma parte de nuestra visión cultural y se basa en la idea según la cual los que no lo tienen son culpables: todos, de hecho, podemos lograr obtener y realizar nuestros sueños. Una idea, esta, que poco tiene en consideración los múltiples factores que se sitúan en la gran red interdimensional que compone los eventos de nuestras vidas; a veces la cuestión no es solo una de querer hacer algo, sino que, efectivamente, la casualidad supera los esfuerzos de la causalidad. Decepcionante, es obvio, para los que creen en la fuerza del destino y de la realidad de las estrellas (o lo que sea), el proceso que se lleva a cabo a través de los engranajes amorales del universo son los que deciden que a veces, no obstante nuestras decisiones, las cosas no podrán salir así como nos gustarían que hiciesen. No se entiende decir que todo está a cargo de lo caótico (que lo es solo aparentemente, ya que se basa en las reglas de la física), sino que, a veces, las cosas pasan sin tener una motivación analizable según los cánones antropocéntricos; los americanos dicen “shit happens” (alguien se acordará de este phrase en Forrest Gump), lo cual se traduce en una simple consideración que ya Séneca y otros pensadores de la antigüedad (no solo europeos, por supuesto) habían interiorizado y expresado en sus obras.

Secuela que llega después de cierto número de obras situadas en el universo ficticio llamado Viewaskew, Clerks II manifiesta la intención de querer seguir con la vida de sus dos protagonistas, Dante y Randal, jugando con dos factores principales: por un lado la cuestión de qué tipo de existencia pueden tener dos perdedores, y por el otro a qué tipo de cambio podrían enfrentarse debido a una tragedia como la pérdida de la tienda en la que trabajaban. Dos elementos, estos, que se relacionan según el concepto mismo de interdependencia y que, por supuesto, intentan darle un sentido a esta fase en la que nuestros dos pobres trabajadores se encuentran. Un cambio ficticio, obviamente, ya que lo que Smith nos muestra aquí es cómo, efectivamente, es difícil pensar que los dos hayan podido tener mucho éxito en sus vidas: si clerks eran en la película precedente, clerks siguen siendo aquí. Más aún, parece que han perdido parte de sus antiguas libertades y, por esto, el sentimiento de frustración y de rebeldía nihilista no puede sino aumentar.

Esta voluntad de no querer hacer nada especial con su propia vida se materializa en una serie de pequeños eventos que muestran, ahora, cómo el director/guionista ha sabido desarrollar más artísticamente sus conocimientos, lo cual se traduce en un uso de la cámara y de la estructura narrativa más adulto. Si en la entrega anterior el elemento episódico reinaba en una casi completa totalidad, aquí se puede apreciar una arquitectura más estable y clara; se pierde, así, parte de aquel carácter anárquico que nos había llevado a amar aquella slacker comedy, pero la presencia de un texto más concreto nos ayuda a seguir una lógica interna capaz de darnos un sentimiento de hilaridad y, al mismo tiempo, de profundidad discursiva. Y es verdad que, si de discurso hablamos, lo que aquí el director nos presenta es la respuesta a qué es que nos hace felices y qué es que tenemos que hacer para que logremos obtener y conservar este objeto tremendamente sublime.

Esta madurez nos permite acceder a un producto que, de forma bastante clara, nos pide que aceptemos el cambio de perspectiva que el pasar de los años (del tiempo humano) nos obliga a tomar. El juego no estaría, entonces, en lo radicales que pueden ser algunas elecciones nuestras, sino en aceptar el hecho de que, debido a un reconocimiento de lo que somos, a veces el éxito no se viste de dinero o lo que sea, sino que se presenta en la apreciación de lo poco pero maravilloso que tenemos. Y según este pensamiento, el perdedor no es quien no logra obtenerlo todo, sino quien, sin tener importancia sus posesiones (o lo que sea), se siente insatisfecho por una sequedad vital, por una vida que es, fundamentalmente, vacía. Es posible que para apreciar esta obra sea necesario tener los mismos años de nuestros protagonistas (o tan solo recordarlos), pero la unicidad del mensaje y su universalidad se reverberan en unas imágenes que nos acompañarán, quizás, en aquellos momentos en los que nos pongamos a preguntarnos “¿qué es el éxito?”.

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Confianza aficheFilme ambientado en la Hungría ocupada por los nazis, nos ofrece un retrato en tonos fríos que resaltan exteriores asociados a la desolación de un pueblo oprimido en sus más profundos sentimientos. Se nota la mano de Lajos Koltai, director de fotografía habitual en las películas  de István Szabó.

Estamos frente a la radiografía de un introspectivo drama sentimental, que en todo momento intenta desestabilizar a sus protagonistas.

Janos y Kata se conocen en una pensión para refugiados. Deben pasar desapercibidos frente al enemigo nazi. Pueden ser capturados debido a la participación e indirecta vinculación a movimientos de izquierda. La convivencia despertará sentimientos  que expondrán sus vidas a riesgos que deberán afrontar.

Una exploración psicológica que nos habla de un primer grado de vulnerabilidad humana bajo condiciones bélicas. Un atentado a las raíces, que hace necesario aferrarse a certezas afectivas;  más allá de intención alguna, las barreras morales se desploman sin previo aviso. El miedo es obstáculo que fluctúa entre los personajes.

La narración es gradual en la introducción de circunstancias, un guion y un montaje que llevan de la mano al espectador paso a paso a través de un encuentro afectivo que, a pesar del breve tiempo transcurrido, es depositado en la escena como algo delicado y natural.  La desconfianza se va degradando, aunque nunca termina de desaparecer: es extraída de actos explícitos, pero permanece en la conciencia del protagonista, funciona como ayuda memoria. Un par de breves flashbacks son responsables de darnos a entender, algo que nadie debe saber y que sobreviene como intento defensivo, para sucumbir ante la fuerza de emociones imprescindibles a la supervivencia psíquica.

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Szabó es inteligente en el planteamiento de un drama de ambivalencias morales, que solo son tales en apariencia, aunque persisten de manera insistente, lo cual no obsta a la distancia del espectador, que rápidamente logra comprender las posiciones en juego. Hay una repetida dinámica de acción-reacción. Nos sitúa frente a lo previsible como un juego y delata el mutuo interés por los sentimientos del otro. La variedad de primeros planos conjuntos, como apuesta a la intensidad de los afectos, nos permite captar la asociación física, que desmiente a la palabra, antes que ésta se desmienta a sí misma. La inseguridad campea, se necesitan permanentes muestras de cercanía, los abrazos en primer plano lo ratificarán. Las contradicciones  se resuelven desde gestos corporales, como aval de realidad para dos seres inseguros. La cámara registra los avatares de una pareja, que comprende la necesidad de calor humano en tiempos difíciles.

La experiencia es útil para el autodescubrimiento, sobre todo de la mujer, en una época  donde su rol se juega desde la subordinación. Kata se encuentra en medio de una situación que la desplaza hacia el lugar de alguien que no merece confianza, por a la “ineptitud” propia de su género: para su marido es como un “osito de peluche”. Es la escena que nos permite sondear la diferencia, así como tambié, lo hace un flashback  donde la esposa de Janos despliega un monólogo bajo un primer plano. Los protagonistas responden ante hechos, y se delatan más allá de sus palabras. Sabemos de su posición afectiva en los respectivos triángulos. Existe un orden de prioridades, que el guion establece para tratar ambas situaciones particulares, es lo que nos permite un camino organizado hacia la comprensión de lo que sucede en las mentes de los protagonistas.

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La incipiente crisis de Kata es amortiguada por el enamoramiento, como fenómeno defensivo ante el atentado contra la identidad y su valor personal. La circunstancia de Janos no es menos apremiante, pero en este camino, la iniciativa la lleva ella. En su caso, la inseguridad está instalada como fenómeno permanente; Szabó nos explica su origen desde un flashback que nos señala la mayor reserva en la expresión emocional. Mientras Kata es dada a conocer desde acciones, Janos lo es desde recuerdos; el mundo real versus un mundo mental, que, aunque tal, no carece de verosimilitud.

Szabó elige dos fórmulas diferentes para acercarse a la psicología de los personajes. A la realidad de Kata se accede desde el suceso porque ella es expresiva, y por tanto, muestra lo que siente mediante el contacto físico en primeros planos o planos medios; Janos es cuidadoso de su privacidad, le viene mejor el recurso del flashback o de la expresión de su voz interior, porque se siente más seguro ocultando información.  Más allá del disimulo, que la circunstancia propone, la cámara selecciona la mejor forma de acercarse a los personajes para plasmar su identidad.

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El guion acierta en la metáfora: dos seres insatisfechos, más allá de la imposición de la circunstancia actual. Sus relaciones se expresan por comparación a la vivencia; la presencia de los cónyuges se expone, en términos de una necesidad unilateral develada por la guerra. Cae la moral como manto encubridor, es sometida a la realidad de la carencia, en medio de hechos concretos que despiertan el deseo y la necesidad de ser amado. Las resistencias sucumben, y lo humano se transparenta hasta exhibir un grado de realidad que vuelve imposible la contención del impulso. ¿Qué podría suceder con ellos bajo otro marco? No lo sabemos, pero nos queda claro que manda el presente, es allí, donde el afecto se vuelve el bien más preciado.

La confianza se moviliza en dos planos. La cordura y el riesgo de vida son motivadores, aunque nada se asegure. Entre el deseo y los enojos, el tiempo va transcurriendo hacia un desenlace que paga el precio por los recaudos tomados. El relato se vuelve un desencuentro, entre reencuentros que pretenden devolver a los protagonistas su vida social.

Una historia narrada a ritmo pausado, en una batalla que primero es por la discreción y luego por la seguridad, de un amor femeninamente idealizado y masculinamente temido. Lo obsesivo de un pasado condicionante, al que accedemos en un interminable goteo, que jamás termina de completarse.

Trascendente retrato psicológico a cargo de un maestro del cine húngaro.

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Poster promocional de Crash25 años después, Crash (David Cronemberg, 1996 ) no ha perdido un ápice de fuerza. Es malsana, extraña, límite, capaz de provocar reacciones encontradas, entre la excitación y el asco, removiendo las adormecidas conciencias de espectadores aletargados, acostumbrados a las emociones prefabricadas y teledirigidas. David Cronenberg nunca se ha caracterizado por ser sutil. Implacable, cruel, investigador impenitente de rincones oscuros del alma humana, encuentra en Crash uno de los mejores ejemplos de su retorcida visión de la existencia. A través de la malformación, física y mental, el director canadiense disecciona los males, obsesiones y agujeros de una sociedad que, vista a través de sus ojos, es un estercolero moral abocado al abismo.

El retorno de Crash a los cines es silencioso, convertido en fenómeno de culto, como si la provocadora propuesta de Cronenberg estuviese superada, como si pudiésemos permanecer ajenos a esos rincones que pretendemos invisibles, como si nuestro presente fuese menos esquizofrénico que aquel pasado. Como si en nuestro interior no latiese la misma oscuridad, la misma pulsión destructiva, esa terrible sensación de tedio destructivo, agitada con el hastío vital que nos encamina a sendas que arden como incendios incontrolables.

Si de colisiones hablamos, era inevitable el encuentro entre Cronenberg y J.G Ballard, autor de la novela que inspira la película del director canadiense. Escritor del vacío, de páramos olvidados y silenciosos, de mundos deformados pero parecidos al nuestro, de elegancia siniestra y crudeza poética. Son muchos los puntos que comparten ambos. Y Crash, en concreto, es un feliz encuentro de obsesiones, de exploraciones viscerales sobre la vida y la muerte.

Pulsiones de amor y muerte

Cronenberg habla de la transformación, de la nueva carne, de los monstruos extirpados de la tecnología en constante conflicto con el ser humano creador. El coche como símbolo fálico, la adicción a la velocidad y el culto a la leyenda de muertes entre el acero y cristal a lo James Dean confluyen en esta subversión enfermiza sobre la sexualidad humana, a través de un grupo subterráneo de fanáticos que encuentran el goce en la frágil frontera con la muerte, la excitación en los cuerpos magullados y las cicatrices, el éxtasis físico en las consecuencias del desastre. El protagonista acepta estos nuevos mandamientos enarbolados por un magnífico Elias Koteas, sumo sacerdote del dolor cromado, del olor a gasolina derramada y los cuerpos rotos en comunión sexual.

Crash, a pesar de los años, sigue siendo una revolución. Lo es en el cine de Cronenberg, certificando que el director arriesgaba en nuevos territorios sin abandonar del todo sus primeros años. De los cuerpos monstruosos por situaciones de ciencia ficción pasa a las psiques destruidas los ambientes deprimidos que se manifiestan en fisionomías malformadas por razones muy físicas y palpables. Con El almuerzo desnudo (David Cronenberg, 1991) daba un paso de gigante, casi suicida, que se confirmaba con Crash.

Revolucionaria por la explicitud con la que trata el sexo, no ya como conjunto de emociones humanas, si no como vía de escape radical, más allá de lo físico, pero con lo físico, precisamente, mostrado de manera salvaje. Obscenamente elegante, pero sin ocultar la suciedad innata al acto sexual, lanzado al extremo de lo humano. Hombres y mujeres confundidos con sus posturas, aprisionados por carrocerías, que recuerdan inevitablemente al sexo. Atados a camas cromadas, atrapados en corsés y correas de cuero, sus huesos atravesados por clavos de metal, la fusión de la carne con el vehículo es la delirante elevación de lo físico, síntoma y consecuencia de un mundo tenebroso en el que máquina y carne aspiran a ser una sola.

Accidentes y sexo en Crash

Crash, en su momento, no pasó inadvertida. Dividió a la crítica y desconcertó al público, aunque, curiosamente, es de las cintas más galardonadas de Cronenberg. El tiempo ha otorgado, además, la etiqueta salvadora de «de culto». Crash, quizá, era una película destinada a eso, a lo subterráneo y oculto, como es la esencia misma de la obra. Esa clase de cine capaz de remover algo por dentro, pero también a nivel exterior, fascinante y repulsiva, confrontación entre pulsiones contrarias que encuentran un hilo conector en el sexo, tabú y obsesión, susurro y deseo, intimidad derribada traspasando límites, hasta el punto de que no fueron pocas las voces que calificaron la cinta de pornográfica.

Crash sigue resultando incómoda, neblinosa, obra de un autor consciente de la rareza, pero reivindicando esta como espacio de libertad. Cronenberg no hace cine para reconfortar al espectador. En Crash, lo convierte en voyeur, lo invita a la desinhibición, al mismo tiempo que le pone un espejo delante, le muestra su propia suciedad, sus propios impulsos, las taras que nos hacen lo que somos. nos grita sin compasión que somos monstruos, que vivimos rodeados de otros monstruos.

Pero no pasa nada. El cine de Cronenberg no viene a dar esperanza. Viene a constatar una realidad cenicienta, afilada como navajas.

Crash vuelve, en el año más inclasificable de nuestras vidas, retratando una sociedad al límite. Quizá, cuando todo esto acabe, todas nuestras pulsiones enclaustradas durante meses de tensión, aislamiento y desconcierto exploten de alguna manera. Quizá, de aquí a unos años, aparezca una película tan rompedora como Crash, consecuencia de todo ello.

Mientras tanto, disfrutemos de la rareza extrema de Cronenberg. No hay nadie como él para retratar nuestras miserias.

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Crash (Colisión) - CartelRecuerdo la entrega del premio de la Academia en que Crash (Colisión) (Paul Haggis, 2004) se llevó el premio a Mejor Película del Año. Era el «caballo negro», la menos esperada en la noche. Después de llevarse el SAG a Mejor Reparto y el premio Independent Spirit a Mejor Ópera Primera, perdió en los premios del sindicato de directores y productores, lo que hizo que cayera en las apuestas y Brokeback Mountain. En terreno vedado (Ang Lee, 2005) se mantuviera en la delantera. Y sin embargo, la cinta de Paul Haggis se llevó tres premios Oscar esa noche, incluyendo Mejor Guion Original. Recuerdo que la película me aburrió la primera vez que la vi, hace más de 17 años. Hoy, con mis treinta y tantos encima, me reencuentro con una cinta poderosa y dura que todavía refleja la profunda crisis de violencia, racismo, injusticia e indiferencia que aún hoy el mundo enfrenta. Por eso la cinta sigue vigente hoy en día, y es necesario volverla a ver con otros ojos.

Regresé a esta película porque estaba haciendo una investigación, son pocas las cintas en las que los personajes no comparten mucho en común, generalmente los guionistas recurren al mismo edificio, barrio, lugar de trabajo y muchas otras para relacionar a los personajes, que se conozcan e interactúen. Esta cinta rompe con esas tradiciones, Crash (Colisión) es un rompecabezas que va revelando sus piezas lentamente, un estratégico juego visual donde los personajes se cruzan sin conocerse y vamos siguiéndolos a todos en simultáneo. Suena complejo el seguimiento, pero es todo lo contrario, con golpes al hígado en cada escena se va aumentando el ambiente pesado y crudo que se revela ante el espectador, recordando claramente quién es y qué vive cada uno.

Crash (Colisión) - Fotograma

Lo único que tiene en común todos los hombres y mujeres de esta película es que viven en Los Ángeles. En diferentes barrios, por supuesto, para poder mostrar todos los extremos de una ciudad tan grande y habitada. Está la pareja de blancos con dinero representada en el fiscal de distrito y su esposa, explosivos y con poder para hacer lo que quieren (Brendan Fraser y Sandra Bullock), pero también vemos a los afroamericanos que comparten el estatus social con ellos, el director de televisión y su mujer (Terrence Howard y Thandiwe Newton), él budista y ella que no quiere callar las injusticias; y de ahí para abajo están todo tipo de personas: el latino cerrajero (Michael Peña), el persa con su tienda de barrio que es confundido con un árabe (Shaun Toub), el policía blanco racista (Matt Dillon), el rapero afroamericano inconforme con todo y que parece un experto en la historia de sus antecesores (Ludacris) y muchos otros.

Es una cinta coral con personajes que jamás están juntos en una sola locación, algunos se cruzan en la misma escena sin conocerse ni preocuparse por la existencia del otro, así como en la vida real, donde a veces ni siquiera sabemos cómo se llama nuestro vecino, ni nos importa. Cada personaje está retratado con fidelidad, todos los actores y actrices entienden lo que hacen y dan todo en sus escenas, se hacen amar y odiar fácilmente, transmiten el mensaje de su historia y una cantidad de sentimientos que se mezclan en la cabeza.

Crash (Colisión) - Fotograma

Aquí abunda la crudeza en las situaciones a las que se enfrentan, los personajes son dolorosos porque —en el fondo— todos los espectadores los conocemos, sea porque hemos sido ellos, hemos leído acerca de ellos o los hemos escuchado de alguien más. Y además todos viven asustados, prevenidos, con la rabia en la piel, parecen irredimibles e incorregibles. Sin embargo, hay esperanza. Gracias a pequeños detalles llegan la redención y el arrepentimiento, hay bondad en el fondo y no todo está perdido en la ciudad, quizás es solo cuestión de tener la oportunidad de hacer lo correcto. Es el valor de las pequeñas cosas, las buenas y las malas, que le pueden dar una vuelta completa a la vida en un solo segundo. Esas son las que transforman a todos los personajes hasta la raíz e invitan al espectador a reflexionar.

La debilidad más grande que tiene la cinta son los diálogos. Y una que otra cámara lenta innecesaria. Lo que dicen realmente no es malo, es que los textos son muy expositivos y explicativos, a veces repiten en palabras lo que ya estamos viendo en imágenes, haciendo que el mensaje pierda un poco de fuerza al hacerse reiterativo. Pero hoy en día, creo que ese tipo de diálogos son necesarios, porque solo por las imágenes la gente no aprende las lecciones… Aunque a veces ni las palabras sirven para abrir los ojos.

Crash (Colisión) - Fotograma

Tal vez lo que más me afectó de este reencuentro es que ahora entiendo todas las situaciones y los personajes, su impotencia ante las injusticias también ha sido la mía. Su rabia ante el mundo ha estado también en mis venas. Su dolor también ha sido el mío. ¿Qué tan lejos llega una bala? ¿Si una mujer blanca se cambia de acera al ver a dos hombres negros, es racista? ¿Puede un tatuaje marcar la primera impresión de una persona? Estas preguntas surgen durante la cinta y, tristemente, siguen estando presentes hoy en día. No hemos cambiado, no hemos aprendido nada. Aunque la labor del cine ha sido retratar la realidad dejando una lección, parece haber fallado en su intento. O quizás fueron los espectadores quienes no pudieron apreciar esta cinta en su momento y ahora la consideran como la peor ganadora del Oscar de los últimos años. O quizá es un fallo del ser humano, que aunque se vea en un reflejo se niega a aceptar la realidad.

Hoy entiendo por qué esta película se llevó el Oscar a la Mejor cinta del año. Siempre pensé que y Brokeback Mountain. En terreno vedado había perdido ese premio por la temática que manejaba y que era un rechazo a este tipo de cintas —puede ser cierto, era otra época—, pero ahora entiendo que Crash (Colisión) es realmente universal, tanto en su temática como en las situaciones. Lo mismo pasa en Buenos Aires, Bogotá, Francia, Madrid y cualquier otra ciudad. Todos compartimos un espacio pero estamos tan lejos del otro que, a veces, lo que más necesitamos en la vida para reaccionar es una colisión.

Trailer:

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Objeto mítico, casi inalcanzable, decididamente transcendental en su fuerza elemental de concepto inmortal, el amor de los padres por los hijos se nutre de las mismas componentes del amor de los hijos por los padres, creando una estructura de carácter psicológico y biológico que pone de manifiesto el significado de querer proteger así como de querer ser protegidos. Quizás todo esto se base en la voluntad de recibir y producir amor, aquel tipo de sentimiento que, en estos casos, demuestra la necesidad de tener un contacto real entre personas, produciendo una larga revolución temporal con el cambio que transcurre en las diferentes fases de nuestra vida, desde el elemento de inocente inocuidad de los niños hasta el cargo de ayuda a los ancianos cuando ya seamos adultos. Sin embargo, la presencia de elementos desestabilizadores en el crecimiento psíquico de una persona puede normalmente llevar a que se inserten en el subconsciente una serie de elementos negativos que ponen en peligro el bienestar de la persona. La familia, en otras palabras, logra ser el principio de buenos como de malos comportamientos adultos; nada nuevo, quizás, un truismo al que estamos bastante bien acostumbrados.

Esta necesidad de entablar un discurso sobre la conexión psicológica que se instaura en el camino que nos lleva de los primeros meses hasta los años más maduros es la que está en la base del discurso de body horror que establece Cronenberg con esta película. La definición de estabilidad psicológica, entonces, nos llevaría a analizar aquellos elementos de desfase y desequilibrio que, de por sí, causan los malestares típicos de una familia que está a punto de derrumbarse en su estructura nuclear. Esta estabilidad sería, en el conjunto estructural del filme, el punto de referencia con el cual logramos acercarnos a la falta de normalidad (cualquier cosa que esta palabra signifique), subrayando así el aspecto de irregularidad típico de los pacientes que tienen enfermedades psicológicas; el ojo que nos guía por los senderos oscuros de la psique, en otras palabras, es el de un protagonista que se encuentra en una situación de normalidad psicológica, lo cual implica que su acercamiento a los problemas de la mente y de las emociones parte de una consideración de estabilidad mental.

El intento de Cronenberg, entonces, no es el de simplemente mostrar el juego de horror biológico que se encuentra en la propuesta visual de los mecanismos típicos de las enfermedades mentales, propuesta que aquí lleva a cabo una función obviamente metafórica. Las sensaciones que se nos ocurren en la experiencia fílmica son las típicas del transfer que tiene lugar en la identificación entre nosotros y el protagonista principal : nuestro avatar, por su condición de normalidad psicológica (elemento este subrayado por el juego de horror corporal que se aleja de las experiencias reales de nuestro entorno), nos empuja hacia un análisis del mundo en el que se encuentra capaz de hacernos vivir aquellas imágenes no tanto en su función narrativa, sino en el conjunto de hipertextualidad metafórica. Nosotros somos, efectivamente, espectadores inocentes que comparten la locura en la que está sumergido un protagonista víctima de una situación en la que se sitúa como elemento exterior y, al mismo tiempo, ingrediente fundamental del bienestar/malestar psicológico del otro componente de la familia.

The Brood es, en definitiva, un análisis de los juegos que se mezclan en los diferentes roles que asumimos en el conjunto del concepto de familia. Padres, parejas, hijos, abuelos, todo esto se une en una definición de nosotros mismos que quiebra la unidad teórica que es posible alcanzar cuando nuestro estado mental es tal que nos ayuda a hacer frente a los diferentes aspectos del que nos disfrazamos. Es, la película, un estudio sobre el significado de ser padres y de hasta qué punto estamos dispuestos a llegar para defender y salvar a nuestros mismos hijos. Ejemplo perfecto de la metamorfosis psicológica típica de las enfermedades mentales, lo que se nos presenta, bajo el traje de un cuento de horror biológico, es así la representación del dilema de las relaciones tóxicas y de la necesidad de matar al malo, sea él (o ella) quien sea, para que la vida prosiga. Sin embargo, la propagación del mal, psicológicamente biológico, se transmuta fácilmente en elementos transmisibles; ¿es que es posible escapar a nuestro mismo legado natural?

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cuando harry encontro a sally - cartelNo recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que vi Cuando Harry encontró a Sally… (When Harry Met Sally…, Rob Reiner, 1989), solo sé que no me gustó mucho, inclusive me quedé dormido… Claro, las relaciones de pareja eran algo que no había experimentado en ese momento, pero sin duda me acordaba de esa fabulosa escena que termina con la frase “I’ll have what she’s having” (“Pediré lo mismo que ella”, más de eso adelante), que inmortalizó a Estelle Reiner, madre del director. Las cicatrices que el amor deja en el corazón de todos me dan hoy otra visión de esta genial comedia romántica que volví a ver, cuyo guion fue escrito por la sensacional Nora Ephron y nominado al Oscar.

La ironía y frescura para hablar de todos los temas caracterizaron a Ephron durante su carrera. Mucho antes de la serie de HBO Sexo en Nueva York, ella ya estaba hablando de eso en sus artículos, libros y películas. Y así es como empieza este largometraje, con un eterno dilema: ¿puede existir una amistad entre hombres y mujeres? Harry (un brillante Billy Crystal) asegura que es imposible, mientras Sally (Meg Ryan en el papel que comenzó su “reinado de la comedia romántica” en los años 90) cree todo lo contrario, y encerrados en un carro camino a Nueva York, la discusión se extiende. La idea surgió en una reunión del director con la libretista, cuando escuchaba las anécdotas de un Reiner recién divorciado. Ephron sabía que en eso había una historia, pero necesitaba estructura y la construcción de personajes que a ella se le daba tan bien.

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Tras encuentros y desencuentros entre Harry y Sally durante años, vamos conociendo perfectamente quiénes son estos dos seres tan particulares y tan extraños, pero tan parecidos que da rabia que no se den cuenta y tan adorables que es imposible no sufrir con ellos. Se vuelven amigos, se cuentas sus cosas, ríen, se entienden, hasta hablan de sexo con total tranquilidad. Como buen hombre, Harry asegura que ninguna mujer con las que ha estado se ha quejado y Sally no puede evitar explicarle que las mujeres son muy buenas fingiendo.

Para el ego de Harry eso es demasiado y se niega a aceptarlo, pero Sally le demuestra en la mitad de un Kat’z Delicatessen lleno de gente que las mujeres son expertas en fingir orgasmos. El lugar queda paralizado con una de las más divertidas y recordadas escenas de la película, donde Meg Ryan finge un orgasmo a todo pulmón y el restaurante entero se paraliza solo para verla. Fueron horas de ensayo para que la actriz se sintiera cómoda, pero aún no lo lograba, por eso el director se sentó frente a ella y demostró cómo quería la escena, golpeando la mesa y gritando enloquecido. La toma siguiente fue la que se aprecia en la película y la inmortal frase de Estelle Reiner fue una idea de Billy Crystal, quien al terminar la escena aseguró que hacía falta algo más. Cuando Estelle muere en 2008, el New York Times la recordó como la mujer “que dio a luz una de las líneas más graciosas y memorables del cine”, y el restaurante aún conserva la placa sobre la mesa que invita al comensal a ordenar lo mismo que Sally. Ese es el poder de una sola escena.

La amistad sigue y deciden hacer una cita doble con sus respectivos amigos, Harry lleva a Jess (Bruno Kirby) y Sally elige a Marie (la adorada princesa Leia, Carrie Fisher), pero la química no les fluye y la conversación se acaba en los primeros cinco minutos, ¿no les ha pasado? Espero que no. Jess y Marie empiezan a hablar y entre ellos sí hay chispas, es inmediato. Harry y Sally se quedan mirando como sus queridos amigos casi se lanzan a un taxi para huir de sus terribles citas, pero juntos.

La maestría de Reiner como director hace que esta secuencia tenga una coreografía perfecta, un manejo de los tiempos donde el chiste va aumentando y el sinsabor es para el espectador: el amor lo tienen al frente y no lo han visto… ¡Ni siquiera cuando terminan acostándose! Porque después del acto sexual solo les queda el silencio. Harry reflexiona sobre el asunto con Jess y afirma que después del sexo vienen todas las historias y confesiones, ¡pero él ya había hecho eso con Sally! Como no había más que hablar, Harry concluye que quizás llegaron a un punto donde ya es demasiado tarde para el sexo (!).

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¿Sí se han sentido identificados? ¿Se han dado cuenta de lo relevante que sigue siendo esta historia, treinta años después? El comportamiento de los seres humanos no ha cambiado mucho en ese tiempo, y menos cuando se trata del amor. Si no lo han sentido, de seguro ahora lo harán: después de su encuentro, Harry y Sally se distancian. Cuando se encuentran en la fiesta de compromiso de sus amigos vienen las recriminaciones y las discusiones como una pareja (¡pero no lo son!) y es Sally quien decide que no pueden ser amigos. Finalmente le ha dado la razón a Harry después de años de amistad, de conocerse, de compartir… ¿Y qué sigue? El gran final de comedia romántica.

En la versión original del guion, Harry y Sally no terminan juntos, años después se reencontraban, cada uno casado con otra persona y la amistad se retomaba. Afortunadamente, el director conoció a su actual esposa, la fotógrafa Michele Singer, durante el rodaje de esta cinta, lo que le devolvió la fe en el amor. Para 1989 Reiner se casa y recoge más de 92 millones de dólares en taquilla con esta comedia romántica que le da vida a esos amores platónicos, aquellos que parecen imposibles y solo con el tiempo maduran para revelar lo que realmente son. Igual que esta cinta, que con treinta años ha demostrado que muchas películas solo mejoran con el tiempo.

Trailer:

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El sexo siempre es un tema tabú para tocar entre padres e hijos. Ahora, ¿se imaginan cuando se trata de hijos con discapacidades, físicas o intelectuales? ¿Qué pasa ahí? Algo habrá que hacer, porque todos tenemos esas mismas necesidades fisiológicas, por supuesto. De eso se trata Cuando tú quieras (Come As You Are, Richard Wong, 2019), una divertida cinta adaptada de la película belga Hasta la vista (Geoffrey Enthoven, 2011) acerca de tres amigos con diferentes discapacidades que quieren perder su virginidad. Así de sencillo. Puede sonar a comedia sexual, como la franquicia de American Pie, o a cintas de amigos en locas aventuras, como Resacón en Las Vegas (The Hangover, Todd Phillips, 2009), y tiene razón, en parte. Sí hay un poco de todas esas historias, pero sus personajes son el factor diferenciador y más divertido que ofrece esta cinta de Richard Wong. La discapacidad no se ve desde la lástima o la desesperante condescendencia que a Hollywood le encanta, acá hay un humor negro sin pena y con mucha honestidad que provoca las mejores risas de la cinta y le da el toque ganador.

Scotty (Grant Rosenmeyer) ama el rap y tiene una personalidad difícil, es muy irónico y su sentido del humor es ácido, lo que hace que su círculo de amistades sea bastante reducido. Además, es cuadripléjico y depende de su mamá, Liz (Janeane Garofalo), para que le haga todo, básicamente. A pesar de que no se puede mover por su cuenta, sigue teniendo erecciones matutinas que le recuerdan permanentemente su mayor deseo: perder la virginidad. Cuando encuentra que hay un lugar especializado en personas discapacitadas en Canadá, decide emprender el viaje.

Pero claro, él no puede ir solo, ni siquiera puede bañarse sin ayuda. Por eso convoca a su gran amigo Mo (Ravi Patel), que ha perdido la visión hasta ser ya prácticamente ciego, y recluta a Matt (Hayden Szeto), un hombre musculoso en silla de ruedas que acude al mismo centro de rehabilitación. Pero necesitan que alguien los lleve, por eso alquilan una furgoneta con conductor que les haga el favor. Solo cuando llega el vehículo descubren que Sam es realmente una mujer (Gabourey Sidibe), lo que suma otro punto a la incomodidad del viaje. Pero las maletas están empacadas y ya se escaparon de sus casas sin avisarle a sus padres, ¡esta historia ya no tiene marcha atrás!

Además de los temas evidentes de la discapacidad y su acercamiento en tono de comedia, lo que nos cuenta esta historia es que todos los seres humanos tenemos necesidades de todo tipo, incluyendo las sexuales. A través de sus singulares personajes, nos invita a dejar ser a los demás como quieran, que por si no queda claro se resume en el rap final de Scotty, una divertidísima, incómoda e inapropiada canción en el lugar más equivocado de todo, algo así como el final de Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, Jonathan Dayton & Valeria Faris, 2006), con ese mismo humor negro que tanto me gusta. También hay un claro mensaje sobre el sexo casual y que los sueños no siempre resultan lo que esperamos, porque al final lo importante no es el destino, sino el recorrido, como en la vida misma: todos sabemos el final de nuestra historia, lo que realmente vale la pena es lo que hacemos en el camino.

Sin embargo, a pesar de lo genial que logra ser, la historia es un poco acelerada. Todo sucede muy rápido, ellos se acaban de conocer y su conexión no es tan orgánica como debería. Crear una amistad toma tiempo, pero la magia del cine, los costos y el tiempo limitado en pantalla hace que todo se acelere. Se siente un poco atropellado el comienzo, para llegar pronto a ese road trip donde está el peso de la cinta, cumplir su deseo mientras huyen de sus padres, teniendo en cuenta que son ya adultos, pero actúan como niños, porque así los ven sus progenitores: indefensos, delicados, siempre hay que cuidarlos.

Es también un curioso coming-of-age donde asumen su madurez al alejarse de su casa y valerse “por sí mismos” (en teoría, porque siempre los ayuda Sam). Cuando empieza el viaje, donde la cinta crece y los diálogos también, llegamos al corazón de los personajes, sus motivaciones y las reflexiones acerca de la discapacidad, siempre alejándose de la lástima y entregando personajes que se pueden odiar y cuestionar, sin importar sus capacidades diferentes.

La historia podría haber sido ordinaria y chabacana por su temática, pero al final eso se vuelve lo menos importante. Sus alocadas aventuras en un bar o dejando que Mo maneje (y recordemos que es ciego) hace que la cinta tenga escenas memorables y divertidísimas, aligerando siempre la marca de “discapacidad” que todos cargan como un tatuaje. Evita caer en la caricatura y tiene el tono indicado para disfrutar junto a ellos el recorrido, nos invita a reírnos de esas cosas de las que no siempre podemos hacerlo en la vida real, para eso es el humor negro bien hecho.

Las interpretaciones de todos son muy adecuadas y empáticas, es muy fácil llegar a quererlos y entenderlos. ¿Quién no ha tenido un sueño que se muere de ganas de cumplir? Por eso es imposible no querer a Scotty en su inocencia y estupidez, mientras Matt se roba el corazón de todos a pesar de ser prepotente y Mo es el miedoso que despierta ternura y complementa a este trío, que son sus propios enemigos y héroes en simultáneo. Sam parece su ángel guardián, es la única adulta del grupo, la más responsable de todos, es la mujer cuidadora, pero con mano dura, también cómplice y amorosa, a su manera.

Hacen falta más comedias así. No solo que representen a todo tipo de personas discapacitadas, también que celebren la hermandad entre amigos, la complicidad y el apoyo entre extraños que se vuelven como hermanos. Incluso con sus fallas y problemas, Cuando tú quieras es una cinta que funciona muy bien y provee, como el buen cine, un rato de diversión.

Tráiler:

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Póster de Dark CityHoy toca peli de culto. Una de esas que ya en su momento pasó relativamente desapercibida, y que el paso del tiempo ha colgado la medallita de filme especial, diferente, digna de ocupar un pedacito de vuestro corazón cinéfilo. En la época de su estreno, recuerdo que me encantó, pero podemos decir que esta película fue el último ejemplo de cierto modo de ver el cine, más artesanal, menos efectista que lo que vino después, gracias a la aparición de la obra que lo cambió todo: Matrix. Y es que son tantas las cosas que comparte nuestro momento retro de hoy con la película de las Wachowsky, que su nombre aparecerá varias veces a lo largo de la reseña, aunque las comparaciones sean odiosas.

Incluso en el argumento, las similitudes son más que evidentes. La historia comienza cuando nuestro protagonista se despierta en la bañera de una sórdida habitación de hotel. No recuerda nada, excepto fragmentos de su propio nombre. Su falta de recuerdos no es la única sorpresa. Descubrirá que es perseguido por la policía, identificado como un asesino en serie de prostitutas. En la búsqueda de su inocencia, pronto dará con la existencia de un misterioso grupo de seres extraterrestres, los ocultos, que no dudan en manipular los recuerdos de los seres humanos, enfrascados en la búsqueda de la esencia de la humanidad para combatir su propia mortalidad. Gracias a sus poderes y su mente común, estos seres son capaces de cambiar la realidad a su antojo. Nuestro héroe, en su lucha por conservar su identidad y recuperar sus recuerdos, descubre que también posee habilidades superiores que le hacen un igual, y por lo tanto un peligro para estos seres.

Como veis, las similitudes argumentales con Matrix son evidentes. La humanidad manipulada con una existencia que es un espejismo, un héroe que se enfrenta a su destino cuando acepta su propia naturaleza, un grupo de seres/máquinas que pretende la dominación mediante el engaño y los subterfugios mentales, en un juego desarrollado sobre un tablero lleno de diseño y delirio visual.

Pero las similitudes no se quedan ahí; la película fue rodada en los estudios Fox de Australia; efectivamente, los mismos donde se rodó gran parte del metraje de Matrix, por lo que además comparten más de un escenario. También se nutren ambas de esa idea de ciencia ficción elevada, impresas de una base filosófica un poco más trabajada que la generalidad de filmes del género, gracias a una historia que se basa en las percepciones de los personajes por encima de la acción sin límites.

Fotograma de Dark City

Ahora hablamos de Alex Proyas, un tipo que estaba en mi top ten de directores con futuro hace ya unos cuantos años. Derrochaba talento visual, impresionaba con un estilo propio, fruto de la conjugación de elementos extraídos de todos los géneros imaginables, sobre todo del cine negro. Sus ambientaciones urbanas eran terroríficas y amenazantes. Nunca sacrificaba la historia que estaba contando, evitaba el exceso de pirotecnia, lo que pasaba en sus películas tenía sentido, había emoción, derroche visual, implicación. Sus dos primeras películas siempre serán una referencia para mí, a pesar de sus irregularidades. Quizá las miro con cierto aire de nostalgia, pero son dos obras que me abrieron los ojos a un mundo de posibilidades, antes de la revolución digital que vendría tan sólo un par de años después. Su primera incursión en el cine aún es hoy recordada y reverenciada, hablo de la mítica El Cuervo ,protagonizada por el enésimo mártir del cine, Brandon Lee. La segunda, esta película de la que hablo. Como digo, Proyas era el último artesano.

Dark City fue una gran incomprendida en su momento. Quizá debido a lo inclasificable de su propuesta, quizá a que era demasiado reflexiva, introspectiva, con varias lecturas y propuestas filosóficas. Quizá era su estilo, deudor del cine negro más clásico, de habitaciones oscuras, humo de tabaco y olor a café. En una época en la que el cine fantástico era una colección de explosiones y testosterona, la apuesta de Dark City era arriesgada, un órdago que el gran público no supo recoger. Su éxito vendría después, en el boca a boca, cuando la crítica comenzó a notar las pequeñas y sutiles piezas que conformaban el puzle. Ya era tarde para su carrera comercial, pero gracias a este posicionamiento casi clandestino a favor de la película, no tardaría en llegar la medallita de “de culto”.

Detrás de ese argumento en apariencia sencillo, se encuentra todo un tratado acerca de la identidad, acerca de la pregunta básica de toda búsqueda filosófica: ¿Cuál es ese ingrediente secreto que nos hace humanos? Los ocultos, las criaturas que buscan la esencia humana, lo hacen a través de los recuerdos. Nuestro héroe tiene recuerdos de un asesino. La cuestión es si esos recuerdos conforman la persona, o se rebelará ante la difusa verdad que su mente le proporciona.

También nos habla de algo importantísimo: la naturaleza de la manipulación, la capacidad que tenemos todos de aceptar las cosas como son, por comodidad, por estabilidad mental. La mayoría del ideario que mueve la película viene de una propuesta argumental ideada por Bertrand Russel. El pensador británico postulaba que no es imposible pensar que la realidad ha sido conformada como tal hace cinco minutos, todo un mundo construido de la nada, tal y como los percibimos nosotros, y que tiene como único pasado posible el que es recordado por el corpus de habitantes de ese mundo en el que el ayer no existe como tal.

Ese mundo que los Ocultos construyen para los habitantes de su noche eterna, se desmorona en cuanto alguien antepone la duda a la rutina. La reacción de los habitantes de esa realidad artificial reaccionan con violencia cuando sus presupuestos mentales son quebrados por la duda. La lógica queda en segundo plano cuando se aferran a sus vivencias, a la comodidad de sus percepciones, aunque estas sean producto de una manipulación. Nos recuerda Alex Proyas que las revoluciones comienzan en el momento en el que alguien hace las preguntas adecuadas .

Dark City, imagen

El aspecto visual es sublime. La construcción del entorno urbano es excelente, con reminiscencias a Metrópolis, a la pesadilla gótica que Tim Burton ideó para su Batman, a las películas Noir del cine en blanco y negro, con el aspecto decadente de los años 20, a la ciudad de los niños perdidos de  Jeunet y Carot . Incluso podemos intuir alguna reminiscencia del caos urbano de Blade Runner si quitamos las capas tecnificadas de la cinta de Scott. Los personajes no pueden ser ajenos a ese ambiente de serie detectivesca, disfrazados de arquetipos propios del género. Héroe en gabardina, un tanto melancólico y víctima de su aciago destino; un detective de libro, metódico y obsesivo, solitario, adicto al trabajo. Jennifer Connelly enamora en su papel de Fenme Fatale, carcomida por la culpa, mezcla de inocencia y deseo, con una de esas miradas que derriten hasta las nieves del Kilimanjaro. Personajes que en un principio parecen forzados, demasiado evidentes. Da la sensación de que los hemos visto mil y una veces en esos clásicos de los años 40. Pero todo cambia cuando se dan cuenta de la verdad detrás de cada uno de sus actos: actúan porque su papel viene impuesto por las necesidades de los Ocultos. En la búsqueda de la individualidad, esta raza escribe el guión de una nueva película cada noche.

Estos Ocultos son, precisamente, otro de los aciertos visuales de la película. De aspecto vampírico, recuerdan al conde Orlot de Nosferatu. Inquietantes, terribles y trágicos.

El ritmo de la película es frenético, pero es que no queda más remedio que pisar el acelerador cuando has mostrado tus cartas desde el minuto uno. La película renuncia al efecto sorpresa, así que imprime a la acción un estilo trepidante deudor del Hitchcock más dinámico, pero con elementos sobrenaturales que le separan diametralmente del cine del director de Vértigo. Ese, quizá, es uno de los problemas de la película. Una voz en off explica en menos de 40 segundos todo lo que se oculta tras Dark City. Te queda el poderío visual y algún que otro giro efectista para sostener tu película, y sacrificas quizá un ritmo más pausado. No puedes dormirte, porque todo el mundo sabe lo que pasa, el espectador parte con ventaja respecto a los personajes protagonistas. Quizá la película pide en algunos momentos un desarrollo más pausado, pero no da a lugar en cuanto a que no tienes excusa para desviar la atención cuando ya has mostrado tu jugada.

De hecho, existe una versión del director, en el que se extienden algunas escenas y se elimina la voz en Off. Proyas pasó por el aro en un principio, ya que los productores consideraban la trama un tanto confusa, y pidieron al director que nos aclarase demasiadas cosas demasiado pronto. Aun así, la película se sostiene gracias a la tensión heredera del Thriller más atosigante.

Proyas se comió sin guarnición su propuesta. La taquilla no funcionó. La película era diferente, pero tampoco saciaba al artista, cuando la productora mutiló su idea original en más de un aspecto. Quedar como cineasta de culto es muy bonito desde cierto punto de vista romántico, pero hay que pagar las facturas. En entonces cuando Proyas aceptó proyectos mucho más lucrativos, pero bastante más decepcionantes: entre otras, la muy fallida Yo robot, o ese espanto con tufillo cienciológico llamado Señales del futuro. Remata la jugada con su insufrible ultima película, todo un insulto a la inteligencia con aires míticos llamado Dioses de Egipto

Dark City

Para más inri, un año después, se estrenaba Matrix. La hermana cara y de diseño de esta película. Con tantas similitudes como puntos diferentes. Comparten esa idea de ciencia ficción al servicio de la historia, aunque los fuegos artificiales de Matrix, con sus abrigos de diseño y su Kung fu de circo, eran mucho más poderosos que la modesta recreación neo noir de Proyas.

El mesa pasado, en esta misma revista, dimos un paseo por las prisiones virtuales y los engaños tecnológicos de la ciencia ficción. Muchos echarían de menos en el recorrido a esta pequeña gran película, y, por supuesto, la omisión fue intencionada. Creo que se merecía algo más que un comentario breve en un artículo tan extenso.

Es un buen momento para recuperar esta película. Llueve. La ciudad parece mecida por la melancolía absurda del otoño. La realidad que nos rodea es poco menos que nefasta, todo parece un plan urdido por oscuras manos que mueven las marionetas en la sombra. Quizá, queridos lectores, ha llegado el momento de que hagamos las preguntas adecuadas. Quizá, es hora de que pensemos en quienes somos, que escondemos, que queremos. Quizá, tengamos miedo de las respuestas.

Nos vemos en el mañana, si es que podemos recordar el ayer.

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Si no puedes volar alto, no hay que sentirse mal. El mundo es un tiovivo, solo mira al cielo y ahí te encontrarás, flotando tranquilamente…
Don Patridge, Breakfast on Pluto

desayuno_en_pluton_cartelEsta es la historia de un pez grande en un estanque pequeño. O mejor, de un gran y extravagante pez transgénero que lleva una fabulosa vida, como en la película de Tim Burton. Solo que acá se desarrolla en 36 capítulos y se recorre una Irlanda de los años 70 que se ve afectada por la violencia del Ejército Republicano Irlandés, o IRA.

Esta es Desayuno en Plutón (Breakfast on Pluto, Neil Jordan, 2005), una fabulosa película dirigida por el ganador del Oscar que escribió y dirigió Juego de Lágrimas (The Crying Game, 1992), y basada en el libro del mismo nombre del irlandés Patrick McCabe. La historia original está narrada en forma de anécdotas de un diario que van saltando en el tiempo y que escribe Patrick Braden a su psiquiatra, cuando es encerrado en un manicomio.

Pero nada de esto sucede en la película. El director y el autor del libro, quienes adaptaron la historia juntos para la gran pantalla, decidieron organizar cronológicamente los hechos y omitir ciertos detalles de la historia original para hacerla más amigable al espectador y a la censura, haciendo de Patrick una «gatita» («Kitten» en lugar de «Pussy«, como estaba originalmente en el libro) menos obsesiva con el sexo, un poco más inocente, pero con la misma personalidad alegre y decidida a la vez, porque no está dispuesta a dejar que nada ni nadie la cambie y hace de cualquier circunstancia lo mejor que puede.

Esta es la primera nominación de Cillian Murphy a los Globos de Oro por esta fabulosa interpretación de Braden, un joven irlandés único en su pequeño y desconocido pueblo de Tyrellin, un lugar muy hostil para su forma de ser. Muy pronto se hace  conocer como Patricia y descubrimos su historia a través de flashbacks y dos mirlos muy habladores: es el hijo del sacerdote del lugar, el padre Liam (Liam Neeson) y una joven que fue a hacer el aseo en la casa cural por unos días, la hermosa y misteriosa Eileen Bergin (Eva Birthistle), «la mujer fantasma», quien deja a su hijo recién nacido y se va a buscar un futuro mejor en Londres, una ciudad que «se le ha tragado» y nadie ha vuelto a saber de ella.

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Esta es la obsesión de Kitten, conocer a su mamá y alejarse de una familia adoptiva que no la entiende y un pueblo que la rechaza. Su aventura comienza cuando se une a una banda de «glam rock» que va de gira de conciertos en su incómoda camioneta, coquetea con el cantante Billy Hatchett (el cantante irlandés Gavin Friday) y él le da posada permanente en un tráiler destartalado y alejado de la sociedad donde cree que podrá vivir feliz, solo para descubrir que es un depósito de armas de IRA.

Esta es la primera aventura de muchas que se desarrollan a los largo del recorrido de Kitten hasta llegar a Londres, donde se ve forzada a ejercer la prostitución, se salva de ser asesinada y conoce a Bertie Vaughan (Stephen Rea), un mago mediocre que la tiene de asistente. Mientras tanto, la búsqueda de «la mujer fantasma» continúa, y el IRA ha hecho ataques que sacuden de miedo a Inglaterra e Irlanda, culminando con una bomba en una discoteca, con tan mala suerte para Kitten que es señalada de terrorista por ser irlandesa y acusada de disfrazarse de mujer para plantar la bomba. Después de una fantástica ensoñación, donde Kitten es una superespía que vence a todos con su perfume, es liberada y vuelve a la calle, pero la vida le consigue un trabajo en un «peep show», al que llega el padre Liam arrepentido a darle información de su madre.

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Esta parecería ser la escena del clímax de la película, la que el espectador y el personaje principal están esperando, pero no es así. Kitten vuelve a Irlanda a cuidar de su mejor amiga Charlie (Ruth Negga), que va a tener un bebé y fue acogida por el padre Liam. Sin quererlo, Kitten encuentra la familia que salió a buscar justo donde comenzó, hecha de los «rechazados» del pueblo (Charlie es una madre soltera y el padre Liam le da refugio a los más raros, incluyendo su hijo). La película termina donde empieza, Kitten paseando al hijo de Charlie y encontrándose con su Eileen y sus hijos, sin que eso le afecte. Kitten ya no tiene miedo, ha aprendido a vivir su vida y es feliz en ella.

Esta película hace parte, sin duda, del “New queer cinema”, alejándose del estereotipo del transexual que vive mantenido por otros y mostrando la resiliencia de un ser humano que lucha contra las adversidades, pues después de ser abandonado por su madre y ser negado por su padre, termina en una casa con una madre sustituta maltratadora y recibe el rechazo de todos, ¿qué más queda? Así como ahora, que vivimos en pandemia, encerrados y con el miedo eterno de estar contaminados de ese condenado virus: la única solución es aprender a vivir con lo que hay.

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Esta es una “permanente locura” en la que vive Kitten, asegura el director, pues siempre quiere ver el lado positivo de todo y se burla de la seriedad. Eso le funciona, porque incluso cuando ha perdido todo, no se ha perdido a ella misma y la vida le sigue sonriendo. La pegajosa banda sonora, que también está presente en el libro y en la filmografía de Jordan, se queda en la cabeza días después de haber terminado la película, y la canción de Don Patridge, que le da el título, es la que nos deja una lección para pensar: “En la luna estaremos todos, viendo la tierra desde allá, viajaremos a Marte y visitaremos las estrellas, y encontraremos nuestro desayuno en Plutón”.

Trailer:

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Deseando amar aficheExtraña puesta en escena que por momentos comprime al espectador al interior de una atmósfera, tanto promiscua como furtiva. Son los interiores de las habitaciones de alquiler, y los pasillos de algo que semeja una especie de “pensión”, donde se estrechan lazos sociales y predomina la camaradería;  lo no dicho es precondición de aceptación que se filtra desde pequeños comentarios, tanto presupuestos como experimentados. El autocontrol irrumpe, los escenarios cambian, la puesta en escena se vuelve más cómoda, holgada, con planos más generales, sobre todo en exteriores. El espacio crece ante la latente censura social.

Un drama de indecisiones disimuladas y tanteos delicadamente respetuosos, que deja al espectador pendiente de una resolución tan esperada como esquiva. El desenlace será con sabor a vida real, la cotidianeidad de personas comunes, nada de espectacularidad, corazones rotos que sufren en silencio  la continuación de una vida sin riesgos que deja en claro los límites del deseo.

Es la historia de dos vecinos, la Sra. Chan y el Sr. Chow, se conocen, padecen la soledad, el engaño y culminan compartiendo momentos íntimos.

Una obra que dice por los detalles, desde la puesta en escena, pasando por la música –boleros románticos alusivos– y el predominio de primeros planos y planos detalle. Los planos generales son más bien introducidos hacia el final, cuando la situación reúne todas las condiciones como para ser descomprimida. La función de la palabra es disímil; el colectivo requiere de sociabilidad, la intimidad reúne lo estrictamente necesario, lo demás es expresado en imagen y melodía de boleros.

Deseando amar fotograma

Won Kar-wai, como gran intimista, explora el sufrimiento humano desde el silencio que se opone a lo “no debido”. Destaca lo trascendente de lo irrelevante, sabe imponer límites frente al deseo del espectador; los  personajes quedan reducidos a circunstancias que podrían formar parte de la vida de cualquier persona, no interesa saber más. Incluso, no tenemos prácticamente referencias sobre los causantes del padecimiento. Del Sr. Chan conocemos su voz, y de la Sra. Chow,  también, solo que en el marco de una esporádica presencia que nos permite apreciar su peculiar corte de pelo, exhibido en planos que capturan su espalda mientras se desplaza o sentada.

Un filme situacional que no indaga historias ni psicologías, solo una circunstancia puntual mediada por imágenes mínimamente necesarias. Una obra de precisión que escatima grandes desarrollos en aras de justos detalles para denotar una economía exquisita en variedad de recursos.

El ritmo es lento, pausado, nos introduce en rutinas de soledad que buscan ser compartidas sin atreverse al riesgo de la transformación. La música se desplaza por amplios segmentos de la historia, es un mazazo que golpea el alma humana desde la inercia de un vínculo congelado en el tiempo, pero a su vez, necesario. La vida está paralizada, mientras se entretiene en intimismos limitados que anestesian el deseo. El motivo central – ‘Yumeji’s Theme’, de Shigeru Umebayashi– es la desolación de lo inerte, que luego dará paso a boleros alusivos a lo que se está viviendo.

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La lluvia en exteriores adquiere el sentido de un permiso purificador que no alcanza para liberar, oportunidad desaprovechada, la rutina protege, evita el riesgo; el cambio de locación es movimiento aparente que no cumple con su cometido; la inercia es más fuerte.

Una experiencia estética que, por momentos, semeja un videoclip,  marca desplazamientos comunes y repetidos bajo la cadencia de un tema central, que nuestra mente continúa tarareando luego de que la película ha finalizado. Y es que Won Kar-wai cumple su cometido: nos impregna de una tristeza irresoluta que nos alerta acerca del sentir de los personajes. Un filme decepcionante, no por su calidad, sino desde la empatía. Como humanos necesitamos un resultado diferente, la película no golpea en vano, toda su cotidianeidad queda resonando por asociación con el motivo musical. Definitivamente, un cine no apto para impacientes.

Los exteriores coinciden con una cámara fija posicionada tras un enrejado que, por momentos, se decide a seguir a los personajes, respetando el clima. Con suaves paneos o travellings logra exhibirlos detrás de barrotes, aun fuera del riesgo son prisioneros. El chisme fue sorteado, pero solo en apariencia: los prejuicios eligen tener vida propia. Un combo de circunstancias que condenan sin escapatoria. La razón no tiene cabida cuando los sentimientos se ven entrampados bajo reglas morales grabadas a fuego.

In the mood for love fotograma

Todo es funcional a los protagonistas, tanto la puesta en escena y su escenografía, como el resto de los personajes. Ping está diseñado para demarcar los rasgos sustanciales de la personalidad del Sr. Chow. El despilfarro y la irresponsable bohemia, que nada comprende de sentimientos, frente a la solidaridad y sensibilidad moral del Sr. Chow. De nuevo estamos ante lo más básico, en términos de definición, nunca logramos obtener detalles de la personalidad, siempre se nos permite captar lo necesario para comprender la específica situación por la que atraviesan los involucrados. El filme nos impregna de un derrotismo melancólico, donde  el pragmatismo de Ping está ausente, aunque no sea modelo ideal de comportamiento, nos señala que una pizca de espontaneidad no vendría mal ante ciertas circunstancias. Si bien Chow se define, adolece de la fuerza y persistencia necesarias para el éxito, ha sido captado por la moral de la cultura y su intención se diluye al primer revés que, aunque solo sea aparente, es suficiente motivo como para desistir de la intención e incluir al asunto el sesgo derrotista de manera inmediata. Por otra parte, la Sra. Suen oficia de alter ego moral en potencia, que se actualiza en forma de advertencia. Lo que sospechábamos se confirma, el ambiente no es propicio a la espontaneidad y comprensión. La aceptación social se decanta en términos de “buenas costumbres” condicionantes de aceptación social.

Un filme que preparará una segunda parte –2046 , Won Kar-wai, 2004– donde el Sr. Chow invertirá el enfoque, se dirigirá hacia el estilo de vida opuesto, para operar como represalia ante el fracaso pasado.

Tráiler:

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DeseosHumanosCartelFritz Lang dirigió Deseos humanos tras Los sobornados (The Big Heat). Volvió a introducirse en el universo del cine negro, con los mismos protagonistas que en el filme anterior y con la esperanza de que el éxito que obtuvo con  dicha película volviera a repetirse. Pero el público es caprichoso y no le otorgó la misma acogida. Este nuevo largometraje está basado en una novela de Émile Zola, concretamente La bestia humana. Y no fue la primera vez que se pretendió llevar al cine. Jean Renoir hizo una magnífica adaptación en 1938 (La bestia humana, La bête humaine). El título que terminaron imponiendo a Lang en su adaptación nunca fue de su agrado al considerarlo redundante (¿es que todos los deseos no son humanos?). Pero además de la denominación, el realizador austriaco y su guionista, Alfred Hayes, aparte de otras facetas de indudable importancia, se apartaron de sus precedentes literarios y cinematográficos en un hecho fundamental: en el determinismo. Si las obras anteriores consideran que el destino ya está escrito y resulta infructuoso batallar contra nuestros instintos, Deseos humanos deja la posibilidad de elegir a sus protagonistas. 

Jeff Warren (Glen Ford) acaba de regresar de la Guerra de Corea tras tres largos años. Es maquinista de ferrocarril y se reincorpora a su antiguo empleo. Está soltero y va a alojarse en el hogar de Alec Simmons, un compañero de trabajo. Allí viven, además de Alec, su mujer y su hija Ellen, una joven agraciada que se ha convertido en adulta mientras Jeff estaba ocupado disparando a asiáticos. Jeff es un hombre amable, amigo de sus amigos, de buen humor y con muchas ganas de reintegrarse a su antigua existencia, olvidando padecimientos bélicos. En cualquier caso, no parece que la guerra le haya dejado huellas indelebles. Pretende trabajar, pescar, ir al cine… En definitiva, llevar una existencia tranquila sin preocupaciones adicionales. Pero sus deseos van a chocar con un grave inconveniente con nombre de mujer. En su camino se va a interponer Vicki Buckley (Gloria Grahame), una fémina casada con Carl, un empleado ferroviario bastante mayor que ella. Asemeja que mantienen un matrimonio bien avenido. Pero un día, Carl es despedido del trabajo y esa supuesta placidez hogareña se va a derrumbar cual castillo de naipes. 

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Las películas alrededor de los ferrocarriles se han convertido en un clásico de la historia cinematográfica. No en vano, la aventura comenzó con la llegada de un tren a una estación con los hermanos Lumière (La llegada de un tren a la estación de la Ciotat, L’Arrivée d’un train en gare de La Ciotat, 1896). Y siguió con muchos otros como El maquinista de la General (The General, 1926) de Buster Keaton y Clyde Bruckman, El expreso de Shanghai (Shanghai Express, 1932) de Josef von Sternberg, Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938) de Alfred Hitchcock, Breve encuentro (Brief Encounter, 1945) de David Lean o Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 1974) de Sidney Lumet. En este largometraje que analizamos de Fritz Lang el mundo ferroviario se convierte en un personaje más. La obra se inicia con imágenes cuasidocumentales relativas al mismo: tren en marcha, llegada a la estación, movimiento frenético de máquinas,  con aceros, hierros, personas que van y vienen, ajetreos diversos, entrada de la locomotora en los depósitos, registro de llegada por los empleados…

La secuencia inicial sirve únicamente de introducción para mostrar de manera rápida y en conjunto el universo en el que se desenvuelven los ferrocarriles. En el resto de la película ese universo, exhibido en un ambiente claustrofóbico, de noche y entre sombras, se convertirá en depositario y transmisor de todos los deseos, pasiones, celos y crímenes de nuestros personajes. El trávelin de una locomotora a gran velocidad sobre los raíles y otra repitiendo escena abren y cierran el filme. Una vía con destino marcado que parece desdecir la libertad que Lang ha resuelto otorgar a sus criaturas para que decidan sobre su futuro. Pero las vías del ferrocarril no son solamente rectas y directas. Además de ser cubiertas en ocasiones por túneles que engullen o tragan como los deseos sexuales más irrefrenables, en otras se entrecruzan en redes desasosegantes que pueden conducir a cualquier parte. 

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Deseos humanos es un melodrama de cine negro en el que la oscuridad lo domina todo. Además del carácter nocturno en el que se rueda cualquier escena desarrollada dentro de los ferrocarriles o en estaciones, el resto de la película transcurre en interiores. Y también se pueblan de negrura inmensa si el momento lo protagoniza cualquiera de los tres personajes que a la postre terminarán formando el típico triángulo trágico. El trío conformado por Jeff, Vicki y Carl. Los únicos instantes en los que parece que el sol ilumina corresponden a las escenas rodadas en el hogar de los Simmons. Porque aún no lo hemos dicho, pero en esta obra los buenos son muy buenos y los malos, malísimos. Ni siquiera la humana, valiente y noble decisión final tomada por uno de estos últimos le redime de todas las faltas cometidas con anterioridad. Error tras error para terminar casi cegado en el pozo de las inmundicias. 

Nos gustaría destacar el retrato que se conforma de la mujer en la década de los cincuenta en Estados Unidos. Parece que su único objetivo, o por lo menos la mejor opción para las féminas de aquellos años, era la de casarse, preferentemente con un hombre de solvencia económica, y dedicarse a las labores del hogar. Así se les educaba y así les incitaba con la propaganda y fuerzas mediáticas de la época. Y cambiando de género, en consecuencia, ningún hombre de valía, ningún macho con orgullo estaba dispuesto a que su mujer le mantuviera o necesitara trabajar fuera del domicilio familiar. ¿Verdad que sí, Carl? Y aparece el silencio, ante tantas mujeres frustradas y deprimidas encerradas en sus casas, o lo que es peor, dominadas, violentadas y machacadas por sus maridos. Vicki lo tiene muy claro: “Las esposas no son felices, aunque finjan lo contrario”. Fritz Lang se ríe de toda este montaje institucional acerca de las alegrías matrimoniales y hunde su cámara en las podredumbres que ocultan las paredes de esos supuestos hogares modélicos. 

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El director nos introduce en un triángulo de falsedades relleno de mentiras, pasiones egoísmo, violencia y testarudez. El ser humano se presenta muchas veces como parece que es: obstinado y absurdo. Y este filme nos ofrece grandes ejemplos. Si pueden elegir, no se asombren que sus criaturas escogerán aquello que menos les conviene, aquello que más daño les produce, aquello que les enredará en una telaraña de difícil salida. Muchos o la mayoría de los encuentros entre los tres protagonistas se producen en sombras, con la provisionalidad que otorgan pasillos o rincones oscuros, de pie, sin tomar un asiento que no se merecen. Todo envuelto en un ambiente opresivo que intensifica la calidad del lugar en el que se desarrolla: una pequeña población en la que todos se conocen y todos controlan los movimientos de sus vecinos. 

Las sombras acompañan a seres atrapados por sus propias debilidades y comportamientos bestiales. Y la puesta en escena se pone al servicio de esas existencias trágicas dominadas por la posesión, la atracción sexual o los celos. Lang se sirve, por ejemplo, del ruido de las locomotoras para subrayar los instantes en los que ciertos instintos se dirigen en la dirección equivocada. Y también los trenes se manejan para conformar magníficas elipsis en ciertos momentos culminantes del filme. Y ya hemos dicho, precisamente será uno de aquellos ferrocarriles el que cierre la obra dirigiéndose en un único sentido, pero albergando en su interior el destino individual de cada cual. Ese futuro que se quiere o se ha querido buscar o del que no se ha podido o no se ha tenido intención de escapar. 

Tráiler:

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Criatura que vive en la oscuridad, elemento típico de una lectura amoral del mundo, el asesino es, de por sí, un personaje negativo que se inserta en nuestra sociedad no en su función complementaria, sino en tanto disturbio de una estructura humana que pone de relieve la necesidad de seguir las reglas para que todos podamos vivir en paz. El asesino, además, juega con el valor de la vida ya que, si para nosotros es algo imprescindible (su defensa, por supuesto, como también su santidad secular), para él solo es un factor secundario, algo del que deshacerse en el caso de que le impida seguir con su proyecto; si “il fine giustifica i mezzi”, como afirmaba Machiavelli, esparcir muerte se convertiría entonces en algo necesario, casi natural, lo cual, efectivamente, nos llevaría a una consideración más bien psicológica (psicología de los individuos y, obviamente, de toda una cultura o subcultura): ¿por qué nos gustan a veces los personajes que no tienen ningún tipo de moral, elementos estos que se sitúan más allá de nuestra misma sociedad?

El filme de Bava, basado en el personaje de las hermanas Giussani, toma como punto de partida la apreciación de Diabolik, de Eva Kant y del inspector Ginko en tanto elementos típicos de una producción artística de fuerte carácter comercial, la producción serial de unos tebeos en los cuales el canovaccio sigue siendo casi siempre el mismo; un punto de partida, repetimos, que sirve para añadir un carácter fuertemente artístico. Es la explosión de una conciencia pop, el acto de aceptar no solo el valor absolutamente pulp que envuelve el producto original, sino de aumentar el juego que se instaura en la transposición de una obra concebida para funcionar en un medio definido (las páginas de los cómics) a otro (la gran pantalla que se expande ante las butacas de los espectadores). Se invita así al público a que se deje llevar por lo que, efectivamente, solo puede ser un momento de distensión, de divertimiento que nace y termina en sí mismo, dejando abierto el final sin que por esto surja la impresión de que el producto está inacabado.

El amor por la imagen, entonces, se mezcla con un uso inteligente del guión, responsable en este caso de una serie de eventos que no crean ningún tipo de espectacularidad profunda sino un reconocimiento del valor escapista de la obra original. Si de historia hay que hablar, obviamente, será necesario afirmar que esta no se sustrae de su carácter secundario de por sí, lo cual lleva a que se acepte su función ancilar. No hay mucho que decir sobre Diabolik, efectivamente, ya que todo se reduce, en los tebeos, a la repetición de una serie de características: la frialdad, el amor por Eva, la capacidad de escaparle a la muerte. Bava se pone así en una situación de juego con el público, ya que ambos saben que el producto resulta bastante pobre si de valor intelectual hablamos. ¿Debilidad de la obra? Todo lo contrario, si el filme reconoce su constitución efímera y el público se deja conducir, como es justo que sea, por la gana de entrar en un mundo diferente pero parecido al nuestro, en el cual la moralidad poco tiene que hacer con un personaje principal más bien icónico que profundo.

Obsequiosa transposición de un personaje culturalmente inaguantable, el Diabolik de Bava revela así su amor por la forma, por la imagen, como su respeto más bien por la esencia que por la repetición de una estructura narrativa específica. Es por esta razón, por su haber entendido la arquitectura profunda, simple y superficial (una absurdidad solo aparente), que el filme logra ser un momento de alegría estética en el contexto de una voluntad recreativa completa. Demostración de que a veces el espectáculo visual puede de por sí solo funcionar, a condición de reconocer el valor primitivo de la estructura narrativa (repetición de un canovaccio que se basa sobre la dinámica de unos personajes fijos), el Diabolik de 1968 no puede sino formar parte, entonces, del conjunto de cine-cómic, llegando quizás a tener un lugar que lo sitúa más arriba de otras producciones hoy más taquilleras.

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El amor por alguien de tu mismo sexo no es menos puro que el amor por el sexo opuesto. Esta orientación se puede encontrar en todas las capas de la sociedad y entre personas respetables. Aquellos que dicen lo contrario provienen de la ignorancia y los prejuicios.
Magnus Hirschfeld

cartel diferente a los demásPrimer film abiertamente homosexual que, tras su estreno el 30 de junio de 1919, causó un gran escándalo en la sociedad alemana, provocando la reinstauración de la censura cinematográfica en Alemania. La película, a sus noventa y tres años de existencia, sigue vigente, y resulta educativa y testimonial; el tiempo se ha encargado de revalorizarla por sus aspectos sociales e informativos. La trama muestra el modus vivendi de los homosexuales y sus consecuencias, a partir de la vigencia del párrafo 175 de las leyes alemanas, que hizo de la homosexualidad un delito, propiciando la extorsión y el chantaje, orillando a los homosexuales a la clandestinidad, el anonimato, la soledad y, finalmente, el suicidio antes que verse envueltos en los tribunales y ser condenados por su naturaleza.

Película silente, con intertítulos, cuyo protagonista, Conrad Veidt, a partir de este film, se convirtió en una star, reafirmando su talento actoral con El gabinete del doctor Caligari (Das kabinett des Dr Caligari, Robert Wienne, 1920), película que oficialmente inaugura el expresionismo alemán.  La fotografía estuvo a cargo de Max Fassbender, quien participó en El retrato de Dorian Gray (Das Bildnis des Dorian Gray, Richard Oswald, 1917). Todas estas referencias dan una idea de que se trataba de un equipo actoral y de producción con cierto renombre.Conrad Veidt

A través de técnicas propias de la época para  hacer cine (fundidos en iris, en negro, utilización de cámara fija),  el film nos permite  en sus planos generales atisbar el interior de la casa, con imágenes que  contextualizan  la clase social a la que pertenecen los protagonistas, los planos medios y de conjunto interaccionan perfectamente con el espectador, entretejiendo los hilos que preconizan una inevitable tragedia, tal parece que quien vive y se permite ser gay está condenado a pagar un elevado costo social (la cárcel, el rechazo y el suicidio). Los planos detalle captan muy bien los rostros y  las gestualidades exageradas propias del cine silente, que transmiten emociones y  sentimientos, cuyo dramatismo e inquietud son acentuados con la casi apenas inclinación de la cámara.

La propuesta cinematográfica muestra por primera vez la homosexualidad como inherente a la naturaleza humana, frase aparentemente simple de decir hoy; sin embargo, no fue hasta 1973 que la homosexualidad dejó de considerarse como una patología; a pesar de eso, el tema sigue siendo espinoso e incómodo para muchos, desde la estructura familiar hasta para gobiernos de países radicales que no sólo la consideran delito, sino merecedora de la pena de muerte.

el modus vivendi de los homosexualesDualidad arcaica (eromenos y erastes) que aún prevalece,  común y natural en las culturas antiguas; condena y segregación en las culturas occidentales desde la aparición del judaísmo, Diferente a los demás muestra, entre luces y sombras, la dramática historia de Paul Körner (Conrad Veidt), quien se enamora de uno de sus alumnos, Kurt Sivers (Fritz Schulz), ambos comparten el gusto por la música. Esta felicidad se ve ofuscada por un la presencia de un extorsionador llamado Franz Bollek (Reinhold Schünzel) quien aprovecha la ocasión para chantajear a Körner por su condición homosexual; este cede por temor a ser denunciado y al mismo tiempo para proteger a su amado Kurt; pero las exigencias de dinero por su silencio son cada vez más frecuentes, por lo que finalmente Körner decide oponerse a su hostigador llevándolo a los tribunales y, aunque legalmente se ve favorecido y le es inculpada la pena mínima de una semana, a su salida del reclusorio es rechazado por sus familiares,  cancelados sus conciertos y excluido de sus círculos amistosos, incluido Kurt, condiciones sociales que lo llevan a una depresión abismal. El acertado uso de los flashback, permite al espectador identificar el significado del rechazo y de lo tormentosa que puede llegar a ser la vida de un homosexual como Körner, a quien desde muy joven, cuando fue sorprendido en la cama relacionándose afectivamente con un compañero del internado donde estudiaba música,  le fue negado continuar sus estudios, empujándolo a una vida aislada y solitaria, que el sólo hecho de pensar que tenía que volver a vivir, lo inquietaba, alterándolo emocionalmente y viéndose obligado a tomar como único camino el suicidio.escándalo en la sociedad alemana

La dualidad homosexualidad-chantaje es retomada en Inglaterra con el film Victim (1961), de Basil Dearden, protagonizada por Dirk Bogarde, un verdadero parteaguas en el tratamiento del tema, cuya exhibición en Estados Unidos provocó  la relajación de la censura, el famoso Código Hays. A pesar del tiempo transcurrido, la situación en muchos países no ha cambiado, el chantaje y la extorsión se siguen dando, de una u otra manera, para aquellos hombres que se relacionan afectiva y eróticamente con otros hombres.

En la representación de Diferente a los demás, la homosexualidad está caracterizada por  personajes afeminados, estereotipos recurrentes que el cine continuó utilizando durante más de setenta años, con escasas excepciones como Fireworks (Kenneth Anger, 1947), Chant d’amour (Jean Genet, 1950) o bien  Sunday Bloody Sunday (John Schlesinger, 1971), por mencionar algunas. Situación que se ha modificado gracias al New Queer Cinema, que ha buscado eliminar los estereotipos, dando lugar a una universalidad de personajes para representar lo que hoy se denominan las homosexualidades. El discurso de la película está muy adelantado para su época y toma sentido con las nuevas teorías sociales que postulan las homosexualidades como parte inherente del ser humano.

la extorsión y el chantajeLa revisión actual de este tipo de materiales fílmicos permite dar cuenta de que, a pesar de las promesas de un mundo mejor para todos y de los derechos y garantías individuales para los que son diferentes a los demás, sigue habiendo casos de homicidios por homofobia que las instituciones niegan, mientras las organizaciones civiles siguen discutiendo su protagonismo. El cine está haciendo lo suyo y con recientes  movimientos cinematográficos, como el mencionado New Queer Cinema o la Vanguardia Asiática, presentan las homosexualidades como condiciones propias del  ser humano que pueden ser cambiantes dentro de un  gran abanico de posibilidades y manifestaciones sexuales, que ya no son una condicionante para desarrollar una trama fílmica, sino todo lo contrario, estas características están siendo naturalizadas y solamente representan una de las tantas variables del existir.

Tráiler:

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Cartel de Dirty DancingEnmarcada en el verano del 63, Mountain Lake (Virginia) se convierte en escenario de una, no tan bucólica, historia que nos transporta directo a las vacaciones. Unos días de asueto, lejos del aburrimiento, se trasforman en una experiencia vital.

Esta revolución, amplificándose a todos los niveles, posibilita la expansión de unos personajes que, desplegando todos sus matices y peculiaridades, conforman una romántica historia.

Su director Emile Ardolino (1943-1993) muestra en este trabajo, al igual que hará con Sister Act (1992) unos años después, sus dotes como coreógrafo, consiguiendo veracidad y realismo a partes iguales. Emulando a Alfred Hitchcock, efectúa un cameo en una escena de la película, aparición que le vincula a ella más allá de los créditos.

En los años 60 se estila el baile formal. Esta película, transgresora de espacios, presenta nuevas formas de moverse, sensualidad mostrada abiertamente. Los números de baile, de merengue o cha cha chá, se combinan con momentos rítmicos e intensos de blues y soul.

Otra época, otras formas, pero los mismos problemas. Un argumento, aparentemente sencillo, esconde temas importantes como la educación, el respeto o la honestidad. Un mensaje para adolescentes, en el que la nobleza se oculta en apariencias insospechadas. Bajo la pátina de comedia romántica, se intuye un argumento más complejo, diferencias sociales o mundanas relaciones de pareja, conjugadas con secretos e incógnitas, brindan este planteamiento.

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Eleanor Bergstein (Brooklyn, 1938) escribe el guion que será el taquillazo del momento y se convertirá con el tiempo en una de las películas emblemáticas de toda una generación. Construye los grandes temas del metraje con experiencias vividas. Se trata de una declaración de intenciones, sexualidad femenina que, de forma acuciante, enhebra con hilo invisible todo el relato.

Mención aparte merece la banda sonora, a cargo de John Morris. Un nutrido grupo de artistas colaboran en esta gesta, nombres como Bill Medley (1940) o Zappacosta componen tal mosaico. Las canciones sirven de puente y, enlazando secuencias, introducen las escenas, sincronizándose con ellas en intensidad y volumen. Son, en conjunto, auténtica fantasía.

Espacios y silencios crean el clima propicio para llenar los huecos con la música que, colándose por los resquicios, inunda lentamente las escenas. Numerosas piezas musicales y de baile conforman una banda sonora que acompaña y potencia las intervenciones de un elenco que ha quedado adherido a este título fílmico para siempre.

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El Kellerman´s Resort y sus alrededores son testigo de la química entre Baby Houseman y Johnny Castle. Un idílico paisaje enmarca una relación de amor que lucha por sobrevivir. La pareja protagónica, formada por Jennifer Grey (1960) y Patrick Swayze (1952-2009), nos brinda momentos inolvidables. La primera no tuvo mucha repercusión en el mundo del cine, pero Patrick consolidó su estrellato en películas como Ghost (Jerry Zuker, 1990) o Le llaman Bodhi (Kathryn Bigelow, 1991).

Hacer el tonto a ras de suelo combina con los elegantes movimientos de pies que, marcando el paso del aprendizaje, transmiten en pocos planos esta idea. Afianzando la relación que pasa el límite de lo cordial a lo personal, un cuidado montaje al ritmo de la música ofrece una película que, lejos de quedar en la cantera del olvido, compone el catálogo de muchas plataformas, programación recurrente en canales públicos y privados desde su estreno. Numerosos planos detalle muestran específicamente gestos y miradas que cuentan más de lo que dicen, una imagen o la sucesión de ellas valen más que mil palabras. El espectador, trascendiendo los diálogos, empatiza con la historia a ritmo de corchea.

Un cambio de vida que se desarrolla minuto a minuto. Los cambios de vestuario, peluquería y maquillaje van modificando secuencialmente a la protagonista. Las escaleras que suben hacia las dependencias de empleados o los ensayos con los profesores en su estudio son testigo de esta meteórica progresión.

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Una iluminación muy cuidada permite que las localizaciones adquieran la ambientación adecuada para crear la cálida atmósfera que envuelve todo el metraje. Algunos apoyos exteriores, a modo de guirnaldas, adornan escenas y momentos.

Escenarios naturales se combinan con interiores. Las escenas del salto en el agua o de equilibrio sobre el árbol contrastan con espacios cerrados, como la habitación de Swayze o el salón de baile del Sheldrick.

El ensayo del salto icónico se convierte en un referente y, trascendiendo a la historia y el tiempo, es emulado por actores y espontáneos que, confiando en su receptor, se atreven con el peculiar reto aéreo.

Los recuerdos vividos describen nuestra historia. Una generación adolescente, que vivió y creció con las melodías y enseñanzas de este largometraje, no puede dejar de esbozar una sonrisa y trasladarse a otro tiempo al repetir su visionado. Solapada en las vivencias de muchos, representa una mirada nostálgica hacia el pasado. Esta pertenece al mío.

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django_cartelEn el western europeo –subgénero mundialmente conocido como spaghetti‑western, si bien esa denominación nació con un propósito despectivo–, hay tres grandes Sergios: Leone, Sollima y Corbucci. Leone ha dirigido films clásicos como Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari, 1964), La muerte tenía un precio (Per qualche dollaro in più, 1965), El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, 1968) y la crepuscular Érase una vez en América (Once Upon a Time in America, 1984), mientras que Sollima ha estado detrás de títulos tan solventes como El halcón y la presa (La resa dei conti, 1966) o Cara a cara (Faccia a faccia, 1967).

Fotograma_Django02El tercero en discordia es Sergio Corbucci, director prolífico y multigenérico que llegó al western con dos títulos que remedaban la más modesta serie B americana, Massacro al Grande Canyon (1964) y Minnesota Clay (1964), pero que condujo el género hasta el paroxismo, explorando sus límites más insospechados y atávicos, a partir precisamente de Django, título al que siguieron propuestas como Los despiadados (I crudeli, 1967), Salario para matar (Il Mercenario, 1968), El gran silencio (Il grande silenzio, 1968) o El especialista (Gli specialisti, 1969), antes de llegar a las comedias del oeste Vamos a matar, compañeros (1970) o la insólita El blanco, el amarillo y el negro (Il bianco il giallo il nero, 1975). Al final de su carrera, llegó a dirigir algunas cintas protagonizadas por la inefable pareja formada por Bud Spencer y Terence Hill.

Fotograma_Django03El propio Quentin Tarantino, que es admirador confeso de Sergio Corbucci, ha reconocido que su Django desencadenado (Django Unchained, 2012) no tiene mucho que ver con el largometraje de Corbucci, pero sí con la manera salvaje de rodar que tenía el director romano, que filmó una tragedia salvaje en pleno oeste fronterizo, repleta de zooms, reencuadres y alguna toma subjetiva. Al contrario de lo que cabría esperar de un territorio de frontera, el polvo ha sido sustituido por un lodo permanente, que se convierte en uno de los elementos distintivos de la película. Los personajes no muerden el polvo, sino que acaban enfangados permanentemente (sin duda, una de las mejores escenas es la lucha de las prostitutas en el barro). Ya en la primera imagen, con los acordes del tema principal de fondo, compuesto por Luis Enríquez Bacalov y recuperado por Tarantino en el arranque de Django desencadenado, vemos cómo un misterioso hombre arrastra por el suelo un mugriento ataúd.

Fotograma_Django04En cierto modo, en ese ataúd viaja el pasado de Django (Franco Nero, un habitual del eurowestern, visto también en otras películas de Corbucci y en una de las obras maestras del género: Keoma, de Enzo G. Castellari), pero también su futuro. Django es, por una parte, una historia de venganza (la de aquel que regresa a su pueblo tras la guerra para vengar la muerte de su mujer), pero, por otra, también es una historia de redención (el encuentro con una segunda mujer le da una nueva oportunidad al personaje). Ahora bien, lo único que hay en el ataúd es una ametralladora Gatling, que va a usar para aniquilar a las dos bandas que controlan la zona y enfrentarlas entre sí.

Y es que, no en vano, el argumento de Django guarda bastantes similitudes con el de Por un puñado de dólares, tomado este, a su vez, del de Yojimbo (Akira Kurosawa, 1961): dos bandas enfrentadas y un hombre que regresa para acabar con todos. Por un lado, ha de enfrentarse a los sudistas xenófobos comandados por el Mayor Jackson (Eduardo Fajardo), que se pueden distinguir claramente por sus capuchas y bufandas rojas, que destacan entre los colores pardos predominantes; por otro, se encuentran los revolucionarios guerrilleros del General Hugo Rodríguez (un magnífico José Bódalo), que quieren regresar a México e iniciar una revolución.

Fotograma_Django05El nombre del protagonista es, en realidad, un homenaje al célebre músico de jazz Jean‑Baptiste “Django” Reinhardt, pero se ha hecho muy famoso gracias a la treintena de secuelas apócrifas que se hicieron de la película. El propio Franco Nero protagonizó una de ellas, Django 2. Il grande ritorno (Nello Rossati, 1987). Ahora bien, si hay algo que distingue este eurowestern de Corbucci de otras propuestas coetáneas es la importancia que adquiere el personaje femenino, María (Loredana Nusciak); eso y cierto regusto sádico, salvaje y muy primitivo. En los primeros minutos del metraje se suceden varias matanzas, y al personaje del Mayor Jackson lo presentan cazando mexicanos como si estuviera tirando al plato. Efectivamente, nunca el Oeste fue más salvaje que en Django, ni más sucio. Y, gracias a Tarantino, el spaghetti‑western vuelve a estar de moda. Gracias, Quentin.

Tráiler:

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Cartel de la película Dog Star ManDog Star Man es una película que abre los ojos. El filme experimental que Stan Brakhage realizó entre 1961 y 1964 con la ayuda de su esposa, Jane, es a primera vista un poema sobre el lugar del hombre en el mundo, sobre la carne y las células, y una lucha por abrirse paso cuesta arriba en la nieve, con un hacha, bajo el sol y las estrellas. No se trata sólo del artista, que en ese momento no tenía trabajo pero sí mujer, e hijos y un perro, y que decidió que su vida podía ser cortar leña para sobrevivir, y hacer cine. El montaje y las sobreimposiciones lo ubican en un contexto cósmico.

Es también un filme sobre el acto de ver, expresión que Brakhage utilizó para titular otra película, The Act of Seeing With One’s Own Eyes (1971). Se inscribe en una búsqueda de desarrollar la “mente óptica, […] basada en la percepción en el original y más profundo sentido de la palabra”, como escribió en Metáforas sobre la visión (Metaphors on Vision, 1963).

Fotograma de Dog Star ManDog Star Man es una metáfora de la capacidad que el ser humano pierde cuando piensa con palabras, y que el arte cinematográfico deja de perseguir cuando adopta convenciones. Así comienza el manifiesto Metáforas sobre la visión: “Imaginen un ojo no gobernado por leyes hechas por el hombre, un ojo no prejuiciado por la lógica de la composición, un ojo que no responde al nombre de nada sino que debe conocer cada objeto que encuentra en la vida a través de una aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en un campo cubierto de césped para el bebé que gatea sin saber qué es ‘verde’? ¿Cuántos arco iris puede crear la luz para el ojo no educado? Imaginen un mundo vivo, de objetos incomprensibles y trémulo de una variedad sin fin de movimientos e innumerables gradaciones del color. Imaginen un mundo antes de ‘al principio era el verbo’”.

Dog Star ManPara lograr eso el cineasta hacía un uso intenso de las posibilidades de manipulación que ofrece el medio fílmico, desde el empleo de los lentes y filtros hasta el trabajo en el laboratorio y el montaje, así como la intervención sobre la cinta para rayarla o pintar sobre ella. Y también usaba imágenes que conmueven por su cruda belleza. Es lo que ocurre con el material sobre el sol, el funcionamiento de los órganos y las células utilizado en Dog Star Man, y especialmente con los planos de genitales y de pezones de los que brota leche.

El recurso más significativo que utiliza en esa película son las sobreimposiciones. Son dos capas en el prólogo, y las partes dos, tres y cuatro tienen ese mismo número de capas de imágenes sobreimpuestas. El filme dura en total 75 minutos, y no tiene sonido, puesto que el realizador lo consideraba una distracción para la vista. También realizó una versión de cuatro horas de duración, The Art of Vision (1965), con las cinco partes y todas las combinaciones posibles de las sobreimposiciones.

Imagen de Dog Star ManParte de lo que era sorprendente en esta película de comienzos de los años sesenta ha llegado a convertirse en lugar común hoy. Pero aún conserva su capacidad de deslumbrar con la magia que sólo parcialmente se ha degradado para convertirse en trucos o efectos visuales, y posee una intensidad que no he logrado encontrar en otro filme. Es por eso que, aunque sea difícil de ver íntegramente sin interrupciones, y uno sepa que la experiencia del video no es la misma que la del 16 mm original, Dog Star Man es la película de mi vida.

Jonas Mekas escribió lo siguiente, en un artículo titulado “Sobre el ‘cine para la gente’, o la diferencia entre el melodrama y el arte”, en el Village Voice: “Y es en ese momento cuando nos dimos cuenta de la diferencia entre Marnie la ladrona y Dog Star Man; la diferencia entre unos colores pastel y una sinfonía visual que nos invade, nos eleva, nos ilumina, nos abre y nos hace más receptivos a otros sutiles movimientos, experiencias y colores. Y es entonces cuando la situación se invierte. Marnie la ladrona se convierte en un juego de niños, en alimento para dientes de leche; Dog Star Man se convierte en la verdadera película para todos, para aquellos que han crecido y pueden morder carne”.

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El acto de escribir, de transformar el pensamiento abstracto en una forma concreta de carácter visual a través de la unión de tinta negra y papel, es, en definitiva, una serie de movimientos en los que las dos realidades, la mental y la de nuestro mundo físico (en el sentido newtoniano), se encuentran para abrir paso a una conexión entre ellas. Se supone que quien escribe toma como punto de partida la voluntad de expresar algo, una expresión que se dirige hacia un público con el cual, efectivamente, se quiere crear un diálogo que traspasa los bordes de la temporalidad y de la geografía; no se trata, en el primer caso, solo de la distancia que se crea entre los siglos, sino también aquel microcosmo que separa el acto mismo de la creación con el de la lectura pública, acto que puede abarcar tan solo unos minutos como, más comúnmente, unos meses o pocos años. Escribir es entonces el producto de una voluntad de narrar unos hechos, reales o ficticios, con los cuales proponer al público una clave de interpretación del mundo real o tan solo permitirle gozar del simple objetivo estético. Afirmamos, obviamente, que escribir puede ser también una necesidad no narrativa, como pueden ser los ensayos, sin embargo, en su vertiente más literaria, todas estas producciones forman parte de una red interpersonal que fluye entre el receptor y el creador, lo cual manifiesta, como siempre, un carácter comunicativo.

En el caso de The Naked Lunch, el rol del escritor, rol social, representa la necesidad por parte del autor original de querer profundizar el valor artístico y psicológico del acto mismo de escribir. Basada en el libro del autor estadounidense William Burroughs, la película nos lleva a aquel mundo desconocido y extradimensional (se entiende aquí fuera de nuestra dimensión cultural y social) que representa la necesidad de escapar de un contexto en el que no logramos encajar directamente. Metáfora también de la bisexualidad del autor así como de sus aventuras homosexuales, actos estos de un descubrimiento del yo que pone en marcha una serie de análisis sobre el significado de las relaciones físicas y mentales (dentro y fuera de la pareja, por supuesto). El concepto biológico de sexualidad, entonces, se inyecta en el acto mismo de la escritura y lleva a una corporeidad de los engranajes de esta profesión hasta el punto de manifestar una sensación visual de náusea absoluta.

Escribir es también dejarse llevar por una serie de voluntades que se esconden en la psique misma, una necesidad genética que se compara a la explosión sexual y erótica del juego que precede al orgasmo. Sin embargo, si de necesidad hablamos, quizás esta pueda verse conectada al problema de la adicción a las drogas y a la esclavitud que brota de esta relación entre el reconocimiento del daño físico y mental, y la (loca) búsqueda de placer que estos productos nos proponen con sus paraísos artificiales. El juego que se desarrolla con la presencia de un área geográfica irreal, metáfora de un África del Norte plagada por la facilidad de encontrar substancias alucinógenas, nos lleva así a que se nos facilite la entrada a un mundo cuya estructura social y cultural interna crea una diálogo superficialmente indescifrable con nuestra misma realidad. No es tanto una cuestión de qué es verdad y de qué es falsedad, sino de cómo poder interpretar las imágenes y los diálogos para que, con la clave correcta, se nos abra antes nuestros ojos el acceso a los significados profundos.

Novela imposible de llevar a la gran pantalla, The Naked Lunch representa un juego entre Cronenberg y Burroughs, un juego en el cual lo indescifrable se transforma en la materia fundamental con la que entablar un discurso narrativo de carácter, sobre todo, visual. Esta imposibilidad de traducir de las páginas a la pantalla no supone la realidad inapelable del fracaso, sino la posibilidad de cruzar las fronteras para crear una obra capaz de llevar a cabo lo que, efectivamente, sería imposible de producir. El resultado de este diálogo entre lo escrito y lo rodado es una obra que expande el hipertexto original (hipertexto por el hecho de funcionar en diferentes niveles, capaz también y sobre todo de cruzar los bordes de nuestra misma realidad en cuanto elemento de carácter sociocultural), y la experiencia del público sentado en unas butacas enciende en los ojos de quien mira aquella sensación profundamente biológica de que la náusea intelectual a la que estamos sujetados esconde detrás de sí una serie de enunciados que no pueden sino estar hablándonos de nuestra psique.

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Quien diga que el amor no tiene edad está muy equivocado. No se ama igual a los veinte años, con la locura y pasión desenfrenada de la edad, que a los sesenta, con la cabeza fría y las prioridades un poco más claras. El amor es paciente, bondadoso y todo eso que dice la famosa cita de Corintios tan repetida en los votos matrimoniales, pero se les olvida decir que también envejece, de la misma forma como aquellos que lo viven. De eso habla El amor es extraño (Love Is Strange, Ira Sachs, 2014), una historia sencilla y preciosa donde se retrata la edad adulta en una sociedad a veces despiadada y desconsiderada, que se enfrenta a las costumbres, a la hipocresía… Pero que sobrevive gracias a lo más básico y difícil de todos los sentimientos: el amor. Desde la ternura y la honestidad, sin géneros ni límites, solo dos personas que se aman y que deben separarse por cuestiones ajenas a su relación. ¿Cómo hacer que el amor sobreviva a tantas inclemencias de la vida?

Después de casi cuatro décadas de estar juntos, Ben (John Lithgow) y George (Alfred Molina) deciden casarse legalmente. La alegría dura poco, pues esto hace que George pierda su trabajo como profesor de música en un colegio católico. Si bien ellos sabían que era gay, ahora es que tienen un «problema» con el tema. La hipocresía católica al máximo. La pareja debe vender su apartamento y, en el proceso, separarse para seguir subsistiendo, pues la otra opción es un hogar para adultos mayores, una dolorosa y hasta atrevida sugerencia. Ben se va a vivir con su sobrino, Elliot (Darren Burrows), y comparte habitación con el hijo de este, Joey (Charlie Tahan, que por alguna razón siempre confundo con Lucas Hedges), mientras continúa pintando; George se va a vivir al piso de abajo de su apartamento con dos policías amigos, Ted y Roberto (Cheyenne Jackson y Manny Perez), tratando de acostumbrarse a dormir en un sofá, mientras sigue dando sus clases de música.

Ira Sachs, el director y libretista, toma partes de su propia vida y de sus conocidos para crear esta historia. Seguramente por eso logra exponer fielmente los detalles de la relación, las diferencias generacionales, la incomodidad de los adultos mayores viviendo fuera de su hogar, pero principalmente, una pareja que se ama y que tiene el corazón dividido por tener que separarse, unos seres humanos incompletos que, simplemente, sobreviven porque toca. Ellos se deben resignar a lo que la vida les presenta, mientras el mundo sigue a toda velocidad.

Molina y Lithgow son absolutamente perfectos en sus roles. No queda duda de que son una pareja que se conoce hace casi cuarenta años, su experiencia como actores está clarísima en cada escena, tan sobrias y delicadas, pero cargadas de emociones y dolores escondidos en los ojos y expresiones de cada uno. Son sutiles y devastadores, a la vez, dos personajes entregados a su triste suerte, con el peso de una vida de luchas y amores, pero sin muchas ganas de seguir sin el otro a su lado. Como lo dice uno de ellos, «después de 39 años es difícil dormir sin ti.» Tahan y Marisa Tomei, quien interpreta a la esposa de Elliot, también se destacan. Cada personaje tiene un universo interno claramente construido que brilla por pequeños momentos, dejándonos ver que hay una profundidad detrás de sus pocos minutos en pantalla y haciéndonos creer que son tan reales como el espectador.

Además del amor, que todo lo rodea, predomina en la cinta el tema de la incomodidad del adulto mayor en casa, cuando no se trata ni del padre ni de la madre. Muchas veces sin palabras, tan solo con gestos y acciones, vemos como se convierten en una carga para los otros, como el amor por ellos cambia cuando están como muebles viejos, arrimados en el rincón en el que les toque. El amor de familia tambalea en estos casos, ese que decía ser incondicional, así como el amor que los amigos profesan muchas veces, que en momentos de necesidad tiende a desaparecer. No es simplemente una cinta con temática predominantemente LGBTI, es un retrato de una realidad que rara vez da el salto a la pantalla grande con tanta honestidad.

Y el final es horrible. Y no porque sea malo, sino porque es devastador. La historia da un salto en el tiempo y nos muestra una nueva realidad para los personajes, algo inevitable en nuestras vidas y a lo que cuesta acostumbrarse, pero a todos nos toca. Pero el amor perdura y la vida sigue, nos guste o no. El tiempo nos enseña a acostumbrarnos a una nueva vida, a los cambios que vienen con la realidad que nos toca. La sutileza de la historia es su mayor fortaleza, se evita el melodrama cliché sin perder lo importante del drama, gracias a interpretaciones tremendas de un reparto experimentado y un guion preciso, lleno de sentimiento y dolor. Si uno tiene suerte en la vida, ojalá pueda llegar a tener una relación así, porque aunque el amor sea extraño, le da vida a la propia vida.

Tráiler:

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Cartel de El Angel AzulFue, la década del 30, una etapa decisiva en la historia del cine por la consolidación del sonido. La ruptura con el establecido lenguaje del cine mudo, que había aprovechado sus posibilidades al máximo, constituye una revolución artística y económica. Varios son los factores que propician la aparición del sonido en el cine, cosa que no era tan novedosa, si pensamos que Edison y Pathé habían hecho numerosas pruebas de sincronización de sonidos, a través de rodillos gramofónicos, quedando en simple experimentación. Para 1907, el problema de la amplificación para grandes salas lo había resuelto el ingeniero americano Lee de Forest con la invención de la válvula amplificadora tríodo y los inventores Jo Engel, Hans Vogt y Joseph Massole ya habían patentado en 1918 el sistema TriErgon que grababa el sonido directo en el celuloide. No era un problema técnico lo que detenía el avance del sonido, era un tema acomodaticio y de infraestructura. Es por ello que se necesita el impulso desesperado de una gran compañía como la Warner Bros, casi en quiebra, para desarrollar algo que fuera novedoso. El primer filme part talkie de la Warner Bros. fue Don Juan (Don Juan, 1926) de Alan Crosland, luego Orgullo de raza (Old San Francisco, 1927) también de Crosland y finalmente el que ha quedado registrado en la historia del cine como el primer filme del cine sonoro El cantante de jazz (The Jazz Singer, 1927) del mismo director.

El cantante de jazz fue un éxito rotundo y llamó la atención de los hombres de negocio que vieron un destacable filón económico. El cine sonoro nace entonces atado de pies y manos en Estados Unidos por la Banca Morgan que ejercía dominio absoluto en el terreno de la fabricación de aparatos de la patente Vitaphone y del Chase National Bank que a través de un estrenado trust cinematográfico denominado Radio Keith Orfeum Corporation o RKO detentaba los derechos de la patente de Photophone. En Alemania el monopolio del sistema TriErgon lo acaparó la Tonbild Syndicat A.G. «Tobis» y de los aparatos de reproducción de sonido la Klangfilm Gmbh. Es debido a esta nueva guerra de patentes y al control por parte de agentes ajenos al medio creativo que el nuevo cine sonoro americano cae en un retroceso hacia el protohistórico teatro filmado, ignorando los grandes descubrimientos del lenguaje fílmico hecho por el cine mudo. Se vuelve al estatismo de la cámara que ahora se debía a los interminables números musicales y diálogos teatralizantes que se dejaban escuchar. Por esta razón, es que creadores como Charles Chaplin renegaban del sonido que había acabado con el arte de la pantomima y afirmaba solemnemente que nunca haría un filme sonoro, y si lo hacía interpretaría el papel de un sordomudo. Alemania por su parte, también sufrió los embates de la esclavitud de las canciones y los diálogos, sin embargo, escuela europea al fin, estaba un poco más abierta a las posibilidades creativas e innovaciones que daba el sonido.

Fotograma El Angel AzulEs el deseo de rodar una gran producción sonora –su segunda, ya que la primera fue el cortometraje El mundo contra ella (The Case of Lena Smith, 1929)- lo que lleva a Josef von Sternberg a buscar apoyo de la UFA para el rodaje de El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930). Habiendo tenido grandes contratiempos por el control creativo de su obra en Estados Unidos, este director de origen austríaco, criado entre Viena y Nueva York, busca en Alemania nuevas posibilidades de producción y creación. Tiene como ventaja esta especie de renacimiento del cine alemán que significa el control de unas de las patentes del cine sonoro y que representó el regreso de muchos artistas exiliados durante la Primera Guerra Mundial, en busca de nuevas oportunidades. Es bajo estas nuevas condicionantes que Sternberg, comienza esta nueva aventura.

El Ángel Azul es un filme excepcional por varias razones. Basado en una novela de Heinrich Mann -hermano de Thomas Mann- narra la historia del profesor Inmanuel Rath, interpretado por Emil Jannings -quien había comenzado una fructífera colaboración con el director en 1928 con el filme La última orden (The Last Command, 1928). Rath es un profesor metódico y rígido que trata a sus alumnos con una disciplina tiránica y acude a El Angel Azul a reprender a sus estudiantes que están alborotados con la actuaciones de Lola Lola (Marlene Dietrich). Atrapado por los encantos de Lola Lola, el profesor sucumbe en las redes de esta vamp destructiva, cayendo en una espiral de degradación. Heinrich Mann, conocido por su gusto en revelar la decadencia moral de las clases burguesas alemanas –las cuales proporcionaron al nazismo parte militante-, encuentra en Sternberg un adaptador excelente a su texto. Su gusto despiadado en mostrar los límites de la humillación humana y la espontánea indiferencia de Lola, son tratados con el acostumbrado refinamiento y barroquismo estético del director influenciado por el Kammerspielfielm. Sus interiores abigarrados e intimistas, que apelan a un drama humano de carácter realista, tienden a difuminar los lindes de la realidad por lo claustrofóbico y aberrado del sistema de relaciones que se establece en ellos. Esto, y el recurrir a la mitología clásica de lo que posteriormente derivaría en la femme fatale hacen del filme, como dijera Roman Gubern, una obra maestra del realismo fantástico de Josef von Sternberg.

El angel azul imagenEl profesor Inmanuel Rath es un despliegue magistral del grandísimo Emil Jannings. Rígido en una disciplina que permea cada espacio de su vida, Rath –llamado por sus alumnos Unrath (basura)- es un ser profundamente perdido. Sus morisquetas e inexperiencia ante los eróticos gorgojeos de Lola, lo delatan como un enorme y patético niño. Por otro lado, María Magdalena Dietrich, no imaginaba que esta colaboración inicial con el director austríaco la convertiría en un mito del cine universal y la llevaría automáticamente contratada por la Paramount, a tierras americanas con la misión de filmar Marruecos (Morocco, 1930), acompañada de Gary Cooper. Dietrich ya era un personaje conocido en el mundo del teatro y el cine alemán, sin embargo, no se le confiaban grandes proyectos. Su voz ronca y su presencia ajena y desenfada no le daban cabida en una gran producción alemana, sin embargo era justo lo que Sternberg necesitaba para su Lola Lola. Una seductora innata, un vamp sin elucubraciones, que como dice en su canción cuando mira a los ojos a un hombre, ya se enamora, nunca quiso –quiere- pero ¿qué puede hacer una chica? No puede evitarlo. Y definitivamente no puede evitarlo, es su naturaleza salvaje que choca en un tono darwiniano, estableciéndose la supervivencia del más apto en el plano emocional.

El Angel AzulEl Ángel Azul, fue la primera película importante del cine sonoro alemán. Constituyó un éxito de taquilla y fue una aportación excepcional al naciente lenguaje del cine sonoro que comenzaba a perfilar sus fundamentos gramaticales. Hay uso expresivo del sonido con la voz áspera de Marlene, el turbador y premonitorio quiquiriquí que entona Rath en su noche de bodas, perfilando la tragedia que se avecina, y los cambios de volumen al cerrar y abrir puertas, elemento notorio en este filme, que luego se echará de menos en producciones americanas como Shanghai Express (1932) de la Paramount donde gran parte de la acción pasa en un tren entre puertas y compartimentos y, sin embargo, el sonido permanece plano. Aunque el filme no presenta una gran novedad temática, pues ya para esas fechas el tema de la vamp devoradora de hombres se había explotado generosamente, la novedoso fue el tratamiento que Sternberg le dio al filme. Gustoso de profundizar en la llaga de la humillación física y moral mientras observa -con una lujuriosa cámara baja situada en el nivel moral y social de la protagonista- como las sensuales medias de seda de Lola Lola destruyen la rígida moral prusiana, aunque siempre guardando un tono moralizante que impondrá el castigo final para aquellos pecadores carnales.

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Angel-de-la-calle-posterConsidero que es una excelente costumbre para alguien que ame el cine, ver regularmente películas de reencuentro, aquellas que nos sintonicen con la extensa y emocionante historia del séptimo arte. Cada pequeña joya tiene brillos únicos que reflejan el trabajo de excelente directores y de artistas excepcionales, que dieron lo mejor de sí con los medios a su alcance. Uno de estos finos diamantes es El ángel de la calle. Nos narra una historia que transcurre en Nápoles, Italia, ciudad porteña, famosamente habitada por personajes variopintos, que se ha prestado para grandes clásicos del cine y de la literatura (como la última obra de Pérez Reverté, El tango de la Guardia Vieja). Esta ciudad y su ambiente son importantes protagonistas de esta película, un clásico de los tiempos finales del cine mudo, como se advierte en el intertítulo que aparece muy al comienzo, donde nos describen las brumas que se asientan entre el Vesubio y el mar y su misterioso impacto sobre sus habitantes y sus vidas.

Angel-de-la-calle-2Se trata de la historia de Ángela, una bella y joven mujer, ignorante y pobre, que experimenta una serie de episodios absolutamente increíbles y melodramáticos, descritos por medio de poderosas imágenes por Borzage, en los cuales utiliza todos los recursos a su alcance para atraer al espectador. Quizás el melodrama no sea en la actualidad el tipo de obra que llame la atención, pero el poder de las imágenes y de la poesía de Borzage es inmenso, capaz de atrapar hasta el más insensible y frío de los espectadores. Ángela está protagonizada por Janet Gaynor, una actriz diminuta, de cara y mirada expresiva, soñadora y preciosa, quien en la época ganó el Oscar por tres de sus actuaciones, incluyendo la de El ángel de la calle. En el filme experimenta sufrimientos y transformaciones personales, con los cuales se identifica fácilmente el público, sin importar que parezcan imposibles o absurdos, por su carácter decididamente emocional y empático.

Angel-de-la-calle-4En el cine sonoro, el espectador recibe las impresiones que quieren transmitir el director y los artistas a base de imágenes y de sonidos. El diálogo es algo fundamental, apoyado en distintos ambientes sonoros y musicales, matizado por entonaciones y tonalidades. Pero en el cine mudo el principal recurso del director y de los artistas es el aspecto visual. Si bien se pueden utilizar intertítulos para comunicar ciertas cosas y para unas mínimas orientaciones, un buen director del cine silencioso va a utilizar todo lo que pueda para causar impactos visuales a base de imágenes.

Para causar estos impactos, Borzage juega con varios motivos que vale la pena describir. Uno de ellos es el manejo de la niebla, como elemento protagonista. No se trata de la clásica niebla de los filmes de ambiente londinense, terrorífica y misteriosa. Es una niebla difuminada, entre triste y romántica, que deja ver a los personajes y a las escenas, rodeándolos, a modo de aura pálida, con tintes luminosos, que crea en el espectador una sensación de ensoñación y expectativa, de ansias de descubrimiento.

Angel-de-la-calle-5Otro importante motivo es el de las ventanas y las puertas. Borzage las utiliza como símbolos y como medios para contar la historia de forma empática. Ello lo logra trabajando con las cámaras para que el espectador vea y sienta lo que ven y sienten los personajes, de forma lenta y deliberada. En una escena fundamental, Ángela, que desesperadamente contempla a su madre que se va muriendo en la humilde habitación que comparten ambas, sin contar con el dinero para medicinas o tratamiento, de pronto se acerca a la ventana y ve en las calles a una prostituta negociando con su cliente…y todos sabemos lo que pasa por su mente. En otra escena, Ángela está en la cárcel y todo lo que esto significa lo advertimos por una imagen de una puerta enrejada. Naturalmente que todo trabajo con puertas y ventanas exige un manejo exquisito de las luces y de las sombras, poderosas claves para transmitir ideas y emociones y en ello es excelso Borzage.

En sus devenires por los ambientes bohemios de Nápoles, Ángela conoce a Gino, protagonizado por Charles Farrell, un joven romántico y soñador, de talla imponente al lado de la muchacha, de quien se enamora de inmediato, a pesar de sus rechazos iniciales. Gino es pintor callejero, Ángela se convierte en su modelo, y pintarla en su pretexto para tenerla cerca y ensoñarla. Angel-de-la-calle-6Estas pinturas son otro de los motivos esenciales que utiliza Borzege para crear emociones. Nos identificamos con el romance que va naciendo con cada pintura, con la cara dulce e inmaculada de Ángela, que Gino idealiza, haciendo de ella una Madona, imagen tan afín al gusto y al ambiente italianos y nos identificamos también con el desenlace de la historia,  magistralmente pintado por el director, quien juega con dos imágenes, la de un cuadro de Ángela, pintado por Gino, que adorna el altar de una iglesia y la de misma muchacha, que ante los ojos de Gino y los de los espectadores, se convierte, ella misma, en Madona, acrisolada en el sufrimiento.

No se ha preocupado Borzege por contar una historia profunda, llena de complicaciones y astutas definiciones o de inteligentes e inesperados desenlaces. Se trata de un melodrama, cuya esencia es la comunicación a base de imágenes que sean fácilmente recibidas por el espectador, capturando sus miradas emocionales, su pasión por la belleza, por la justicia y por situaciones humanas emocionales, como aquellas caracterizadas por la pobreza, el sufrimiento, la soledad, el amor, el abandono, la injusticia y el dolor. Lo interesante es que en esta película, el director nunca renunció al empleo de la belleza en los encuadres, empleando siempre un diseño y un montaje exquisitos. Es por ello que se trata de una obra maestra, que trasciendo lo emocional, para penetrar en los espacios del arte y de la belleza visual.

 

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portada ángel exterminador El titular de la crítica alude al primer título que barajó Luis Buñuel para su alegoría más salvaje al origen primitivo del ser humano. También evidencia la obstinada, aunque difícilmente evitable, huida de simbolismos conscientes que se cuelan por las rendijas de la improvisación surrealista, movimiento artístico al que perteneció el director. Porque la idea racional ya estaba en ese título. Si la película terminó bautizándose como El ángel exterminador no fue por representar el contenido, sino por encontrar un grupo inesperado de palabras (costumbre surrealista) que den una visión absolutamente nueva de lo que ya existe. Eso es precisamente lo que buscaba la vanguardia: sistematizar automatismos del subconsciente. Pero el surrealismo, no fue ni mucho menos, una corriente estética monolítica.

Una de las características de aquella vanguardia, surgida en los años 20 del siglo pasado, fue la multidireccional emancipación artística de casi todos sus miembros frente a los postulados iniciales de su precursor (con permiso del movimiento dadaísta) y padre de la criatura: André Breton. Su empeño por ejercer de Pope del surrealismo más puro, generó conflicto entre los miembros que no tenían miedo a experimentar nuevas vertientes por su cuenta. Es exactamente lo que ocurrió con Salvador Dalí y su amigo Luis Buñuel.

buñuelA trazo grueso, me atrevería a poner el acento en que el realizador, aun con todas sus inquietudes surrealistas, al fin y al cabo, sigue la línea de un programa iconográfico, y por tanto simbólico. Eso sí, muy personal y depurado con su propio diccionario de obsesiones, filias y manías. Su lenguaje no se construye desde el imaginario colectivo, sino que emerge del microcosmos de sus constantes biográficas. El surrealismo de Buñuel trabaja la introspección sobre un collage de imágenes desordenadas sacadas de ensoñaciones, además de una profunda fijación por el costumbrismo rural vivido en su niñez, de la práctica religiosa en su etapa educativa y de “ese discreto encanto” que encontró en la burguesía acomodada que tanto juego le dio.

Gradualmente, y aunque nunca perdió su mirada vanguardista, el estilo de Buñuel derivó a un cine plagado de crítica social, eso sí, de una crítica exenta de un depurado análisis prefabricado. El ángel exterminador es un ejemplo de esta etapa, lejana ya en esencia a las célebres Un perro andaluz (Un Chien andalou, 1929) o La edad de oro (L’âge d’or, 1930).

En una cena, en la mansión de los Nóbile, un grupo de invitados, sin ninguna razón aparente, son incapaces de salir del lugar. La extrañeza de ver cómo la racionalidad del engranaje burgués se rompe en pedazos, al ver cómo las esferas de su individualidad se agrietan, es la base isotópica de la película. Las juntas del lujo se ensucian, al igual que todos sus valores, de modo que todo se posiciona en un mismo peldaño.

Pero Buñuel no se conforma únicamente en deshilachar clases sociales en pos de la reflexión. Para eso está la mayoría. El director español esboza una mueca juguetona en cada plano. Buñuel es un director distinto y de instinto, él plasma recuerdos que le obsesionan o que simplemente se le ocurren, sin más, en una de esas tormentas de ideas que le surgían en forma de lúcidas ensoñaciones que siempre resuelve longitudinalmente en el eje de las dos dimensiones freudianas: El Eros y el Thanatos.

objejas escaleras buñuelDesligado de las metonimias alegóricas de Dalí y de los automatismos inconexos de André Breton, el director español es mucho más ecléctico. Su decálogo es otro, pero sus obsesiones, al igual que ocurre con el pintor de Figueres, se dan la mano con extraña nitidez con el psicoanálisis freudiano. El Eros, atribuido al instinto de vida y conservación. El sexo como placer generador de vida. Concepto al que acompaña el Thanatos o pulsión de muerte que tiende a la autodestrucción en bucle con el estado inanimado previo al nacimiento. Ambos generan la tensión y el desequilibrio emocional de los seres humanos y definen sus impulsos más arraigados por medio de sus deseos.

Ese deseo simple de salir de una habitación en El ángel exterminador (no hay ni puerta) es un obstáculo anti-darwiniano que alimenta el conflicto. Como vemos, la cómica puesta de largo de la opulencia burguesa, en realidad sólo es el decorado del gran leitmotive buñueliano: la frustración.

En varias de sus obras, la incapacidad de no culminar el deseo sexual, como ocurría en La edad de oro o más adelante en Ese oscuro objeto de deseo (Cet obscur objet du désir, 1977), donde una pareja quiere unirse sin conseguirlo, es un tema omnipresente. Pero la frustración tiene otras formas, ya sea por no conseguir una acción tan básica como sentarse a cenar (Ese discreto encanto de la burguesía, 1972) o, como es el caso que nos ocupa: no poder salir de la mansión.

Otra marca de la casa es el gusto por los sucesos que se repiten. La búsqueda de la recursividad llega hasta límites estáticos cuando Buñuel decide replicar una misma escena en el montaje. Como es el caso de la llegada de los invitados antes de subir las escaleras.

El ángel exterminador también está provista de escenas que aluden a recuerdos de la residencia de estudiantes en Madrid, donde Buñuel se obsesionó con un amigo suyo que sólo se peinaba la parte delantera, patrón que llegó a odiar, al igual que uno de los personajes de la película.

invitados ángel exterminadorEn general, el elenco de actores no acabó de convencer del todo al director, aquejado también de no haber podido plasmar mejor una historia que, según él, hubiera encajado mejor en París o Londres. Tampoco quedó conforme con el atrezzo del mobiliario. Sin embargo, se trata de una de las pocas películas que ha vuelto a ver y que mejor impresión le ha dejado. El tiempo ha puesto en evidencia que se trata de una de las películas, dentro de su enorme colección de obras maestras, que han dejado huella e inspiración a las nuevas generaciones.

Si volvemos al título original: “Los náufragos de la calle Providenza” veremos cómo el fantasma de la bestialidad humana que Théodore Géricault inmortalizó en 1819 en su famosa pintura: La Balsa de la Medusa, sobrevolaba la mente, siempre efervescente, de Buñuel en este peculiar “día de la marmota” que viven los invitados a la fiesta. El juego de espejos del clasismo, recuerda al Dorian Grey, que despojado del lustre de su juventud, no puede evitar ver que debajo de todo envoltorio emerge la vanitas de la muerte. Tal instinto es el que erosiona con los deseos y frustraciones de los protagonistas, puestos en ridículo, en una de las mejores situaciones cómicas vistas en el cine, por el que seguramente sea el mejor director español de todos los tiempos.

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Cartel de la película El artista y la modeloEsta es una película plena de belleza en la cual recorremos unos meses del año de 1943, en un pueblo francés cercano a la frontera de España, en íntima compañía con un prestigioso escultor, lleno de experiencia y de cierta sabiduría cansada y resignada. Rompe su monotonía y su sensación de frustrante sequedad artística, la llegada de una hermosa y misteriosa joven española, refugiada en épocas de guerra en Europa y en épocas de posguerra y resistencia en su país. Ella aparece en el pueblo y es invitada a la vida del escultor por su esposa, mujer sensible y amorosa, quien advierte que su presencia puede constituir una novedad y un despertar en la vida del artista, que la puede utilizar como modelo, y eventualmente como musa e inspiración.

Esos lo adivinamos desde el momento mismo en que advertimos la presencia de la joven en el pueblo y advertimos la clara intención de la esposa, que sin sentir celos ni miedos facilita las cosas para que los dos se dediquen a trabajar y a lograr la deseada inspiración y ejecución de una obra cumbre. Entonces disfrutamos todos de preciosos momentos, de las bien trabajadas escenas, en las cuales los dos dialogan, se conocen, se aproximan al significado de la vida y del arte. En los diálogos se combinan la sabiduría, la experiencia, el sentido estético, las creencias ya maduras del escultor, con la inocencia, el desparpajo, la naturalidad, la tímida curiosidad y la frescura de la joven.

La fotografía es en verdad todo un diálogo entre el cuerpo de la mujer y todo lo que la rodea: el paisaje, el río, los árboles, los muebles, las esculturas, la obra que se va desarrollando y puliendo. Acá el protagonismo se lo lleva la belleza, tanto en las palabras como en las escenas y las acciones. Se trata de una belleza que se expresa en una delicada desnudez que en ningún momento incita a la lascivia, más bien inspira ideas de naturalidad y de pureza; de perfección y de armonía; como cuando contemplamos desnudos clásicos. Para que se den estos efectos, es fundamental que la actriz esté inmersa en su papel de modelo, absolutamente consagrada a que el artista en verdad encuentre la perfección en su obra, resultado directo de la perfección misma de su modelo, pero al mismo tiempo, distinta y creativa. Para ello se van dando las tres etapas de la observación y la ejecución maestra: Aprecio silencioso, lento, detallado; búsqueda experimental de la pose y de la actitud escondida y subyacente en la modelo, que ella misma va encontrando con aceptación y con ayuda del artista y que sale a flote en un momento mágico de descubrimiento, de modo que todo empieza a fluir; trabajo creativo y ejecución maestra que se basa en la disciplina, en la habilidad, en la búsqueda, en el pulimiento, en el acabado.

El artista y la modelo, fotograma

Todo este trabajo de los dos, poco a poco, a medida que pasan el tiempo y las horas de modelaje, va dando lugar a interesantes diálogos e intercambios, naturalmente protagonizados por el viejo escultor, que se convierte en modelo para la joven, a base de conversaciones, de expresiones de sabia experiencia y de definiciones de vida. Surge, naturalmente, un amor dulce y respetuoso entre los dos, que se manifiesta, tímidamente, en cercanías, en gestos y ligeros roces físicos.

Eventualmente se producen las partidas de los tres protagonistas mayores, cuando culminan las obras que se están desarrollando: se redondea la obra del escultor y el sentido de su vida y de la misión y propósito; su mujer viaja a otros ambientes y aires, ya lograda su tarea conyugal de dedicado acompañamiento, que se inició cuando ella misma era la modelo y la musa del esposo y que ahora florece en la joven modelo; y la modelo, aclarada su mente y su propósito de vida, siente las energías suficientes para dejar de ser una refugiada y una víctima, para convertirse en protagonista creadora e inspirada. Las tres partidas reservan sorpresas inesperadas para el espectador.

Jean Rochefort

Este es un filme que se refiere a las búsquedas de la belleza y del propósito en tiempos de crisis, y de alguna manera proclama que la estética del arte y de las relaciones son bienes y valores superiores que transforman y permiten el humanismo y la evolución de las personas. Se trata de una película premiada y reconocida, que vale la pena ver y repetir. En su momento recibió reconocimientos y nominaciones en diversos festivales y quizás la podemos reconocer y premiar en nuestros propios festivales personales de obras que vale la pena apreciar y destacar.

 

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ElautoestopistaCartelEstamos ante la primera película de cine negro dirigida por una mujer; concretamente, por Ida Lupino, una fémina nacida en Londres (1918). Tras intervenir como actriz en algunas producciones británicas, aterriza en Hollywood, allá por 1934, contratada por la Paramount. Actúa para ellos y para la Warner a lo largo de más de una década. En 1948, tras casarse con el productor y guionista Collier Young, crean la productora The Filmakers. Comienza así la carrera como directora de Lupino, una rareza para la época por el género de la autora. Si bien en sus inicios puede encontrarse alguna película como directora y/o guionista sobre determinadas preocupaciones sociales, no nos parece el caso de El autoestopista. Así, podríamos citar  No deseado (Not Wanted, 1949), una realización que consiguió gracias al ataque al corazón de su primigenio director, Elmer Clifton, tres días antes del inicio del rodaje. En ella se acerca a asuntos como la fragilidad emocional o la soledad de las mujeres, dibujando el drama de una madre soltera. Abordaría otro melodrama social en La tragedia del temor (Never Fear, 1950), la historia de una bailarina enferma de poliomielitis. En líneas similares se encuentran Ultraje (Outrage, 1950), alrededor del sufrimiento de una mujer violada, o Madre contra hija (Hard, Fast and Beautiful, 1951), sobre una jugadora de tenis explotada por su progenitora.

No obstante, Lupino, en El autoestopista, se embarca en una aventura por el cine negro. Desde su inicio, el largometraje no oculta que dos hombres, Roy Collins y Gilbert Bowen, que van conduciendo un vehículo para ir a pescar, permiten subir al coche a un autoestopista denominado Emmett Myers y que es caracterizado como un psicópata, un sádico asesino que va matando sucesivamente a cualquier ingenuo o ingenua que se atreve a ofrecerle un transporte. Y quizás no sea un punto de vista desacertado de partida, pues permite ofrecer la angustia que va apoderándose de las dos víctimas cuando empiezan a tomar conciencia de que se encuentran en manos de un maníaco que no dudará en eliminarlos en cuanto no los necesite. Pero encontramos dos problemas fundamentales en este filme. El primero consiste en la circunstancia de que en la obra no vemos ningún rasgo que nos haga sospechar que está dirigida por una mujer. ¿Es eso bueno o malo? Pues no lo sabemos, pero creemos que se trata de una faceta muy destacable de la película y que vale la pena reseñar.

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Hablábamos en el párrafo anterior de dos problemas que nos han surgido en la visión del filme. El segundo concierne a la sensación que nos asalta de que esta película ya la hemos visto. Y pensamos en obras como Detour de Edgar G. Ulmer (1945), Al rojo vivo de Raoul Walsh (White Heat, 1949), Solo se vive una vez de Fritz Lang (You Only Live Once, 1937), o la posterior Fugitivos de Stanley Kramer (The Defiant Ones, 1958). El conjunto de las citadas nos recuerdan a este largometraje de Lupino. Ninguna, podríamos decir, que sea idéntica o al menos similar, pero todas las nombradas conforman obras de muchísima mejor calidad que El autoestopista. Como ejemplos del cine negro, nos muestran una sociedad violenta dentro de un pesimismo fatalista, unas localizaciones en claroscuro que imprimen un sello expresionista, un universo temeroso y brutal en el que muchas veces las salidas son imposibles. Y también, curiosamente, toma protagonismo el estereotipo de una mujer fatal o enredada en amores con destino a la muerte. Este papel no existe en el largometraje que analizamos de la directora de origen británico. Podríamos elucubrar sobre si Lupino veía en el arquetipo de la femme fatale una mirada caricaturesca o reduccionista del género femenino. 

Sorprende, por otro lado, que la inquietudes de la autora se centren en un demente muy bien interpretado por William Talman y en dos seres mojigatos e indecisos, víctimas en cualquier caso y que son perfilados por unas actuaciones que resultan un tanto endebles, flojas, carentes de personalidad e incluso intercambiables. Concretamente, nos referimos a los actores Edmond O’Brien como Roy y Frank Lovejoy como Gilbert. Unos tipos de clase media que parecen perder sus equilibrios con el solo intercambio de ropaje con el psicópata. En cualquier caso, deberíamos destacar el clima de incertidumbre en que se sumergió Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial.

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Además de cine negro, un género que se erige como contrato con el espectador al prometerle ciertas expectativas muy concretas, nos situamos en una película de carretera que transita entre fronteras. Además del thriller, largometraje de acción o película policiaca, nos encontramos narrativamente en un viaje de huida, con abandono del lugar de origen por hechos oscuros y en búsqueda de otras zonas más o menos utópicas. Transitamos entre la frontera de México y de Estados Unidos, por carreteras más o menos rectilíneas, entre paisajes desérticos; un intento de marcar una ruptura por parte de tipos marginales con su pasado; un viaje que asemeja destinado al infierno tanto desde el punto de vista de las víctimas como de los verdugos. En realidad, podríamos hablar de un escenario característico del wéstern. Estamos ante una obra que muchos han visto como antecesora de El tiroteo de Monte Hellman (The Shotting, 1966). Película de culto en la que dos hombres se ofrecen a guiar por el desierto a una desconocida y misteriosa mujer. Además, con Lupino nos movemos en un universo helado, a pesar del asfixiante calor que impregna las escenas, un territorio en el que alguno se ha despojado de todo valor humano y en el que el olor a muerte crece cada vez más intensamente. 

No es la primera vez que hacemos alusión a ello, pero como acertadamente señaló Rick Altman, una vez más, los géneros cinematográfico nos conducen a la búsqueda de la cualidad esencial de cada obra. Un propósito que parte de Aristóteles para localizar la verdadera entidad de cada tipo poético. Una posibilidad de aprehender mitos y arquetipos para convertirlos en expresión de las mayores y más perdurables preocupaciones humanas. 

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Todos somos arroyo en una misma agua
Raúl Zurita

Cartel de la película El botón de NácarLa primera imagen nos invita a contemplar un cuarzo que alberga una gota de agua de 3000 años de antigüedad. El agua proviene del cosmos y baña la costa chilena que se erige frente al mar. El agua es vida y en ella conviven la memoria y las voces de quienes la habitaron: los pueblos originarios y los desaparecidos. Ambos fueron víctimas del exterminio y la impunidad.

Luego de Nostalgia de Luz (2010), el gran cineasta chileno Patricio Guzmán (La batalla de Chile, 1975) continúa indagando sobre la historia de su país con El Botón de Nácar (2015), un bellísimo y poético documental que, junto con La cordillera de los sueños (2019), formará una trilogía sobre la importancia de la memoria.

Su voz en off, como suele utilizar en su filmografía, guía el relato y acompaña al espectador ena un viaje donde hilvana con nostalgia el pasado y el presente de Chile, al que trata de entender desde que partió al exilio. A través de una estilizada composición visual, el film parte de la cosmología para hacer referencia al agua y a los hielos del Sur donde vivieron las primeras civilizaciones nómades que crecieron allí, como la etnia selknam y kawésqar. Las fotos nos acercan a sus rostros y costumbres, apreciaremos sus creencias y escucharemos el testimonio de los pocos descendientes que quedan, tras ser exterminados por la llegada de los colonos. Guzmán les pide hablar en su lengua original, y mientras oímos ese canto, su idioma se combina con el sonido del agua por donde navegaron en canoas. La fusión sonora que se produce permite enfatizar la voz propia que les fue arrebatada, y que nadie escuchó.Fotograma de El botón de nácar

Guzmán es un gran observador que necesita mirar más de cerca y en profundidad el extenso territorio chileno. Para hacerlo, envió a hacer una gigantografía de su país que van desenrollando a medida que la narración avanza y se descubren los secretos que alberga la Tierra, como los huesos hallados en el desierto de Atacama, y también el océano, donde se arrojaron cuerpos, voces y esperanza.

El movimiento del agua nos salpica nuevamente con otra historia tan dolorosa como la anterior: la del golpe de Estado al presidente Salvador Allende en manos del general Pinochet, quien durante 16 años sumió al pueblo bajo una cruel dictadura. Una parte de la sociedad fue silenciada e invisibilizada por la intolerancia, las prácticas genocidas y la impunidad. Los desaparecidos “fueron víctimas de una violencia que ya conocían los indígenas”, dice uno de los entrevistados.

Llegada la democracia, Guzmán agrupó a algunos detenidas y detenidos políticos que sobrevivieron apresados en la misma isla donde se confinó a las comunidades indígenas. Cuarenta años después, la justicia impulsó la investigación de los restos humanos sumergidos. En el fondo del mar, el hallazgo de un botón de nácar une las historias, y todo se carga de sentido.

Junto a diversos testimonios y la reconstrucción de hechos altamente sensibles e inexplicables por su crueldad, la película invita a reflexionar sobre las verdades que expone un cineasta con voz propia y comprometido con su pasado. En una suerte de ensayo etnográfico, El botón de nácar es un merecido homenaje a las almas que habitan en la inmensidad del océano.

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ElcaballodeTurínCartelUn cochero y su caballo se desplazan por el camino. El equino arrastra un carruaje que conduce el hombre. En un plano ligeramente contrapicado y en secuencia, atraviesan duros paisajes envueltos en un vendaval frío y árido. El extenuado animal resiste penosamente entre la niebla y la maleza seca. ¿Quiénes son? Una voz en off nos anuncia que el 3 de enero de 1889 Friedrich Nietzsche salió de su casa en Turín y observó a un cochero fustigando a su caballo. Abrazó a este último, le pidió perdón en nombre de toda la humanidad y, una vez en su domicilio, pronunció sus últimas palabras: “Madre, soy tonto”.  El filósofo murió diez años después bajo los cuidados de su progenitora y sus hermanas. Del caballo, nada sabemos. 

Los realizadores se preguntan qué fue de aquel equino. Es justamente lo que vamos a averiguar en este filme único, de la mano de Béla Tarr y de Ágnes Hranitzky, también codirectora con el primero de obras tan trascendentales como Armonías de Werckmeister (Werckmeister harmóniák, 2000) o El hombre de Londres (A Londoni férfiThe Man from London-, 2007). Tarr ha reiterado que El caballo de Turín es su testamento fílmico. La razón aludida es que ya ha dicho, con su cine, todo lo que quería decir. Afirma que cada historia es la misma, pero lo que realmente le importa son las imágenes, el sonido y las emociones. Cabría preguntarse, como lo hace Mariano Cruz García, el siguiente interrogante: si la repetición no se refiere a lo narrado (que considera siempre lo mismo) sino a la técnica elegida para hacer sensible lo que se desea exhibir, podríamos enfrentarnos ante la sensación del colapso de su técnica, apoyado en gran parte en el plano secuencia. Una manera de mostrar la existencia sin corte, sin montaje, únicamente canalizando imágenes con la elección del encuadre y del movimiento de cámara. El síncope lleva a los autores en este filme a la detención del tiempo y también del movimiento. Un tiempo recogido en seis días y un movimiento que se detiene cual “naturaleza muerta”.

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Deleuze nos recuerda que otros artistas, como Nijinsky o Dostoyevski en Crimen y castigo, igualmente vieron a un equino en situación parecida. Así mismo, que en esta película, aunque tengamos a un caballo plenamente singularizado (el mismo título nos introduce en ello), entramos en lo que denomina “el poder de lo indefinido”; esto es, podría extenderse a cualquier equino, a uno de los miles que han sido azotados. Precisamente, dicha especie animal ha encontrado una buena cosecha de retratos en obras realizadas el pasado año. Al respecto, podemos citar Eo, del polaco  Jerzy Skolimowski, en la que vemos el mundo a través de los ojos de un burro, o Almas en pena de Inisherin(The Banshees of Inisherin), del angloirlandés Martin McDonagh, en la que una burra en miniatura se convierte en diana de las inquinas humanas. Y cómo no, debemos recordar al también burro del francés Robert Bresson en Al azar, Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966), ese animal que viaja desde la felicidad al desconcierto, atravesando sufrimiento, hasta el ocaso.

Con El caballo de Turín, como en otros filmes de los autores, quedamos embelesados  con su fotografía en blanco y negro y con planos de todo tipo, ya sean detenidos o en secuencia; es la cámara la que se erige en protagonista, entrando y saliendo de espacios, moviéndose con sigilo para que quedemos suspendidos en la cotidianidad, que se refleja desde varios prismas. Vemos lo que dicha cámara nos quiere enseñar. Como ejemplo, tenemos las comidas de los humanos protagonistas, del cochero y su hija: misma estancia e iguales alimentos que son acogidos cada vez con menos energía…; pero se nos muestra primero al padre engullendo con furia la patata caliente usando su único brazo hábil; luego, en la siguiente escena con esa temática, es ella la que obtiene el protagonismo masticando sin apetencia; y como remate, aquella en que se nos exhibe a ambos seres intentando realizar igual tarea pero ya sin fuerzas, con el tubérculo sin hervir. El universo se viene abajo, se agota lentamente mientras las resistencias van cediendo hasta extinguirse.

 

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Tampoco faltan las deslumbrantes ventanas o puertas de Tarr y Hranitzky. Unos encuadres que son utilizados tanto para mirar al exterior como para enmarcar la escena con potentes imágenes de enorme dramatismo. La cámara se mueve desde el fondo de una cabaña, inhóspita pero convertida en único refugio, hasta unas fronteras exteriores marcadas por el establo, el pozo y ese árbol seco y solitario que delimita el horizonte. Conforme avanza el apocalipsis, la cámara se va retrayendo hasta circunscribirse al interior de la casa e incluso cerrando el foco alrededor de la mesa en la que se deposita el alimento diario. Una quietud que llega a su máxima expresión al final del largometraje, aunque el recurso se utilice a lo largo del mismo. Una quietud que es mal recibida en este mundo acelerado en el que la velocidad del consumo se transforma en estrella.

A las termitas ya no se las oye, el caballo no quiere comer, el pozo se seca, una tempestad no cesa en cubrir la atmósfera de polvo desolador mientras las hojas sobrevuelan sin rumbo… ¿Qué está sucediendo? El Génesis nos ilumina al respecto: Dios creó al universo y al hombre en seis días. Al séptimo descansó. Tampoco necesita más tiempo para destruir su obra. Pero Dios ha muerto. Y Zaratustra no se refería tan solo a aquel del que discuten filósofos y rezan piadosos. Se trata, en definitiva, del derrumbe de los valores superiores que mantenemos y/o hemos heredado. Como nos anuncia el vecino, todo se ha venido abajo y todo se ha envilecido. El hombre, con la implicación de Dios, ha asolado cuanto ha tocado y no ha dejado nada sin tocar; “Ha arruinado la tierra”.

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Por otra parte, nos gustaría destacar la importancia que alcanza el sonido en esta película: el del incesante viento enfurecido, solapado en ocasiones con una melodía, no menos tétrica, con aires de acordeón. Una composición que se repite y repite sin presagiar nada bueno. Además, estamos en una obra de silencios. Hasta el minuto 20 no se pronuncia la primera palabra (dejando aparte la voz del narrador): “Preparadas”. Las patatas ya se encuentran encima de la mesa humeando en espera del ataque. La incomunicación entre padre e hija se extiende a gestos y palabras. No se miran y prácticamente solo utilizan el lenguaje verbal para avisar u ordenar que algo está hecho o debe realizarse. Nos vestimos o lo hacen por nosotros, limpiamos la cuadra, cocinamos, cogemos agua del pozo, comemos, dormimos, sacamos al caballo, lo guardamos, hacemos el equipaje, lo deshacemos… Un mundo hostil que día a día hay que enfrentar con la dosis justa de Palinka. Resulta obligado reunir fuerzas para acometer esa existencia estéril convertida en tensa espera hasta la muerte.

El caballo de Turín está repleto de metáforas o símbolos, bíblicos o no. Así, el viento como aullido de una tierra maltratada, un caballo que mantiene su dignidad hasta resultar totalmente exprimido, unos gitanos profetizando desgracias, el espeluznante encuadre de la muchacha, inmóvil tras la ventana con barrotes,  el traqueteo del carro como reflejo de la monotonía existencial, el reposo del hombre en posición cadavérica, el inminente apocalipsis que anuncia el libro regalado… Y la sombra de El ángel exterminador de Buñuel (1962) sobrevuela en esa imposibilidad de huir sin necesidad de abordar la existencia de causas concretas (detalle que los realizadores eluden con lucidez). Pero sí que reflejan ácidamente la pobreza y miseria que rodea la existencia de nuestros tres protagonistas (hombre, mujer y caballo): ropas raídas, alimento repetitivo, lucha contra los elementos, el estado de abandono, el terreno yermo… En definitiva, un callejón sin salida en el que todavía es posible recordar la pérdida con el retrato de la madre y esposa ausente. 

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En el universo de Tarr y Hranitzky el tiempo no solo se detiene sino que también se ajusta a su esencia. Un tiempo en constante recorrido por aquellas rutinas que de forma machacona van llenando nuestra existencia, jornada a jornada. Hasta su paralización. Y a poco que se reflexione ya detectamos que esas rutinas, además de reiterativas e insulsas, son universales. Tarr es uno de los cineastas más especiales que hasta el momento nos ha obsequiado este arte. Sea o no su última película, en cualquier caso, no nos cansamos en seguir disfrutando con magnetismo y sugestión de toda su filmografía. Un ejercicio contemplativo que arrastra entre la belleza de sus imágenes y el ambiente  pesimista que se respira, mientras se espera con estoicismo en las cárceles en las que habitamos. 

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ElcazadorCartelEl realizador estadounidense Michael Cimino (1939-2016) fue conocido fundamentalmente por dos obras: la primera,  El  cazador (The Deer Hunter, 1978), fue la que le llevó a la fama y directamente a los Oscar (cinco premios, concretamente, entre ellos el de Mejor Película); la segunda, La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980), resultó un rotundo fracaso y un estrepitoso agujero financiero para su productora, United Artists.

Michael Cimino se atrevió a abordar el conflicto bélico de su país contra Vietnam apenas tres años después de que la contienda terminara en 1975, con la caída de Saigón, y los comunistas se apoderaran del estado. Y este asunto no debía resultar precisamente baladí para los ciudadanos estadounidenses. No nos referimos al hecho de la participación en una guerra como contendiente, que de ello saben ya demasiado, y más si se desarrolla en terreno ajeno. En realidad, estamos apuntando a la circunstancia de que la de Vietnam había sido la única en la que habían sido derrotados. Cabizbajos, los que quedaron, tuvieron que recoger sus bártulos, sus armas de destrucción mínima o masiva, y regresar al hogar con sentimientos encontrados. Y dichos sentimientos deben extenderse tanto para los que se fueron como para los que se quedaron.

El largometraje de Cimino, probablemente, se encuentre cronológicamente demasiado cercano a la finalización de la confrontación y, quizá por ello, deje de explorar las voces discordantes frente a la guerra que existían en la propia sociedad norteamericana ante las sinrazones del conflicto, voces que llegaron a convertirse en verdaderas presiones populares y públicas. Y también hubiera resultado muy interesante abordar el trato no siempre amable y agradecido que recibieron los que consiguieron salir de aquel infierno y regresar a casa. Probablemente, lo que más le interesaba al realizador era otro tipo de relaciones de las que luego hablaremos. En cualquier caso, el filme de Michael Cimino se convirtió en punto de partida para que empezaran a estrenarse un conjunto de películas sobre el conflicto, de calidades ciertamente diversas. Así, podríamos citar del mismo año 1978 Nieve que quema (Who’ll Stop the Rain), de Karel Reisz; El regreso (Coming Home), de Hal Ashby; La patrulla (Go Tell The Spartans), de Ted Post; o Los chicos de la compañía C (The Boys in Company C), del director Sidney J. Furie. Y si saltamos un año, nos encontramos, por ejemplo, con la espectacular obra de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now.

El guion de El cazador arrancó en 1975 y contó con la colaboración de tantos profesionales, que tuvo que ser el arbitraje del Sindicato de Guionistas el que decidiese que la historia original la compartiesen Quinn Redeker, Louis Garfinkle y Michael Cimino, y el guion se adjudicara al mismo Cimino y a Deric Washburn. 

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El cazador arranca en un pueblo de Pennsylvania, un imaginario Clairton, y durante prácticamente toda la primera hora de metraje (la obra dura 184 minutos),  retrata a un grupo de amigos, aprovechando el momento de la boda de uno de ellos, así como una posterior salida para cazar animales no humanos. El realizador se centra, básicamente, en los miembros masculinos. Las féminas son tratadas como meros apéndices o “caramelos” de guion para intentar atraer a más espectadores. Y dentro del microcosmos masculino, los tres que se acaban de alistar para intervenir en el conflicto bélico se erigen en los principales protagonistas de la obra. Son Robert De Niro (Michael, en la ficción), Christopher Walken (Nick) y John Savage (Steve).

Durante la primera hora, decimos, el director refleja a un grupo humano protagonista compuesto de obreros de una fábrica de fundición que viven en un entorno rural, y cuyo único aliciente vital parece ser el puro entretenimiento, la diversión a través del alcohol, la juerga, las bromas burdas, el “ligoteo”, la caza, y por supuesto, el amor a su patria. En realidad, aunque los prototipos elegidos son de raza blanca, su origen, por costumbres, apellidos o religión parecen proceder de Rusia o alrededores. En cualquier caso, ¿quién puede encontrar sus ancestros en Estados Unidos, excepto aquellos indios aborígenes que apenas ya existen, tras el persistente empeño en  proceder a su extinción? En realidad, nos enfrentamos ante una película absolutamente circular, que empieza y termina en el sentimiento de orgullo que poseen los ciudadanos estadounidenses por servir a su nación y a dios, que está con ellos, no lo dudamos. Y si esta circunstancia ya nos pone los pelos de punta al comienzo, después de visionado del metraje, de las experiencias vitales de aquellos que vivieron directa o indirectamente aquellos años, al término de la obra el ideario ya nos resulta más que repulsivo.

El cazador, en lo que respecta a sus elementos cinematográficos, al conjunto de su puesta en escena, resulta una excelente película. Contiene demasiados elementos a destacar, como la fotografía, el ritmo, la escenificación sin respiro, ya sea de una boda o de un bombardeo; un montaje inmenso que comprime hechos sucedidos a lo largo de una década. Y sobre todo, destaca por sus excelentes interpretaciones, particularmente la de los tres  protagonistas y en especial, un Robert de Niro en su momento de gracia. También se cuenta con John Cazale, ya enfermo al inicio del filme y a cuyo término no logró sobrevivir. Y aunque ya hemos dicho que el papel de las mujeres es anecdótico y de puro florero, podemos deleitarnos viendo interpretar a la reina de América, a una joven  Meryl Streep, entonces novia de Cazale en la realidad, que prácticamente debutaba en la profesión, pero ya destacó en naturalidad y capacidad de atracción ante la cámara.

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En realidad, lo que más ha centrado nuestra atención en la obra ha sido el cambio que se produce en la relación de los personajes tras la vuelta de la guerra. Especialmente, la normalidad con que la población en general sigue con su vida: mismos hábitos, trabajos, costumbres, diversiones…; y ello en contraposición con el cambio que experimentan aquellos a los que el destino les ha reservado la vuelta. El filme, en apenas cuarenta y cinco minutos, se ocupa en mostrarnos con sus imágenes el horror, la barbarie, el sinsentido de la violencia, la paralización ante la propia muerte inminente o la impasibilidad frente al dolor ajeno. Muertes de varones, mujeres, niños, blancos o rojos, es lo mismo. Tampoco importaba lo más mínimo la matanza ociosa de ciervos. Por cierto, sobre esta última observación, la caza gratuita de animales no humanos, es cuando el filme vuelve a su carácter circular y, recurriendo a una evidente metáfora, congela en un segundo las sensaciones que cualquier ser que respira puede sentir ante el peligro o inminencia del dolor y la propia extinción.

Y volviendo a Vietnam, a donde llegamos desde un corte que enlaza las hélices de un ventilador con las de un helicóptero,  justo allí, en el meollo del filme, en el momento en el que se incluye la famosa temática sobre el juego de la ruleta rusa, es donde todo se desbarata. Las cortinas y los velos se desploman y, no solo nosotros, sino también la crítica independiente de la época, es cuando se toma conciencia ante el evidente racismo, subjetivismo, nacionalismo y falsedades varias que contiene y explota el largometraje. Sí, porque aunque estemos en la carretera de la ficción, resulta cuanto menos inmoral y tramposo achacar los actos más indignos al enemigo, a pesar de que sepamos con certeza que ello no es cierto. Dicha demonización del contrario y heroísmo propio hasta consiguió que cuando fue presentada la película en el Festival de Berlín, la delegación rusa y adyacentes abandonaran el certamen. 

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Olvidándonos por un momento de este último detalle, no precisamente nimio o inocente, nos gustaría centrarnos ahora en las reacciones y desniveles de comportamiento de aquel microcosmos humano que poblaba las calles de Clairton. Y aquí distinguimos a los que se implican directamente en la guerra (o familiares muy directos), y a aquellos otros que simplemente la viven desde la distancia que puede aportar la amistad o la misma nacionalidad. Estos últimos pasan rápido página y absolutamente nada cambia en sus predecibles e insulsas vidas futuras. En cuanto a los primeros, los que se han implicado hasta la médula por convencimiento, engaño, desconocimiento o ignorancia, jamás serán los mismos, no podrán serlo, aunque intenten aparentar seguir estando dentro de la manada. Las experiencias traumáticas han llegado para quedarse.

No comprendemos ese aparente consenso de la mayoría de los seres humanos frente a lo que se supone que debe, sí o sí, sentirse, seguirse y apoyarse. Aquello que una minoría poderosa decide y es seguida sin rechistar por la mayoría, con voz y voto, claro, pero con poco seso y nula capacidad de reflexión. Y aunque los cadáveres o los miembros mutilados sean los nuestros. Al parecer, nadie desea verse fuera del círculo social por pensar o actuar diferente; y si lo hace, ya se ocupará de que la decisión quede camuflada o al menos lo parezca (“amigo, ya sabes, si no tuviera mal las rodillas, por supuesto que iría contigo a entretenerme con “jueguecitos” bélicos…). 

Han transcurrido cuarenta años desde el estreno del filme, y las identificaciones grupales actuales parece que no se han modificado ni un ápice. Si acaso, se han fortalecido a consecuencia del mayor peso de las fuerzas de poder mediáticas y de la publicidad. Los valores homófilos siguen proporcionando la cohesión social que las masas y los individuos necesitan para no sentirse excluidos de la comunidad. Estamos hablando de una red de cohesiones que confortan y proporcionan seguridad a sus miembros, además de, si viene al caso, crear líderes o héroes que se arriesgan por el bienestar de sus cercanos. Tristemente, cuarenta años después, preferimos seguir eligiendo, mediante una exposición selectiva, los mensajes que más nos interesan y sirvan a los valores y preferencias que tenemos inculcados desde la infancia. ¿Y si la mayor gratificación nos la produce seguir sirviendo a dios y a nuestra patria con orgullo? Pues a por el objetivo, que para eso hemos sido adoctrinados. Y si además de buscar la gratificación la obtenemos, que más se puede pedir… Olvidémonos de juegos macabros, que no hacen más que recordarnos lo aleatorio e imprevisible de nuestra existencia, y dirijámonos sin remilgos hacia paraísos de entretenimiento y evasiones lúdicas.

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el-cebo-cartelEl cebo es una auténtica rareza dentro del cine español, pero no por su adscripción genérica, ya que, aunque en España el cine negro no había menudeado, sí había arrancado con títulos como Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950) o Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950), sino por el hecho de tratarse de una coproducción entre España, Alemania y Suiza, dirigida por un húngaro nacionalizado español, rodada con actores de diversas nacionalidades en Suiza y en lengua alemana. En la elaboración del guion participó el escritor Friedrich Dürrenmatt, quien, con posterioridad al estreno la película de Vajda, pero también en 1958, publicó en Suiza una novela titulada La promesa: Réquiem por la novela policial,en la que regresaba a la misma historia.

el-cebo-01Ladislao Vajda, que comenzó su carrera como guionista en el cine austriaco y alemán y trabajó como montador para Billy Wilder y Henry Koster, estrenó El ceboen un momento muy dulce de su carrera, justo después de las tres películas que había hecho con Pablito Calvo: Marcelino pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957). El cebo es una suerte de cuento macabro que recuerda en ciertos aspectos a M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931) y a La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), con algunas reminiscencias de El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), si bien su hilo argumental parece estar trazado sobre un cuento clásico, “Caperucita Roja”.

El título en alemán, Es geschah am hellichten Tag, que podría traducirse como “Sucedió a plena luz del día”, es más sugerente y menos explícito que en castellano, y, además, pone de relieve uno de los grandes méritos de la película, que es hacer cine negro a pleno sol. De hecho, El cebo abandona el espacio urbano típico de las películas de este género y sitúa la acción en un bosque junto a la carretera, donde un buhonero, Jacquier (Michel Simon), descubre el cuerpo sin vida de una niña. Aunque todo apunta a la autoría del propio buhonero, el comisario Matthäi (Heinz Rühmann) no está convencido. Desgraciadamente, Matthäi ha dejado su puesto y debe partir hacia un nuevo trabajo en Jordania, pero, en el último momento, abandona ese nuevo puesto y se pone a investigar el caso, que ha quedado cerrado tras el suicidio del buhonero.

el-cebo-02A partir de ese instante, Matthäi se obsesiona por encontrar al auténtico asesino y no duda en tenderle una trampa, aunque para ello tenga que emplear un cebo humano. El cebo cuenta la historia de la obsesión de Matthäi, quien, poco a poco, va estrechando el cerco en torno a ese mago o gigante que viaja en un gran coche negro y les regala a las niñas erizos (trufas). Uno de los grandes aciertos de Vajda es presentar al asesino, si bien de forma demorada, en mitad del metraje. Se trata de Schrott (un inmenso Gert Fröbe), un pobre infeliz subyugado y ridiculizado continuamente por su esposa, de la que había sido anteriormente chófer.

el-cebo-03Recuerdo haber visto esta película en la televisión cuando era niño y no me pareció en absoluto una película policiaca, sino más bien un cuento de terror, en el que un gigante asesinaba a las niñas que se adentraban en el bosque. Lo terrible es que el comisario Matthäi convierte la caza del asesino en un asunto personal y prosigue su investigación al margen de la ley, desde una gasolinera que compra para poder vigilar la carretera que comunica Zurich con el cantón de los Grisones.

el-cebo-04Aunque El cebo pueda recordar por su argumento a Plenilunio (Imanol Uribe, 1999), la verdad es que tiene poco que ver con la película de Uribe, basada en una novela de Antonio Muñoz Molina. Sean Penn dirigió una trasposición de la novela de Dürrenmatt, El juramento (The Pledge, Sean Penn, 2001), protagonizada por Jack Nicholson, en la que su personaje se parece más al protagonista de Zodiac (David Fincher, 2007) que al de El cebo. Y es que, no en vano, la novela de Dürrenmatt, escrita a posteriori, no acaba igual que la película de Vajda.

el-cebo-05Nada sobra en El cebo; se muestra muy poco, apenas lo imprescindible para poner en escena una historia dura que no se regodea en el dolor ni en el sentimentalismo. Es muy interesante ese montaje paralelo en el que, por un lado, vemos al comisario tratando de encontrar al asesino, y, por otro, al asesino maltratado psicológicamente por su esposa. Conocemos al asesino antes que Matthäi, y eso resulta muy atractivo, porque vamos descubriendo cómo se va estrechando el cerco y cómo, incluso, el cazador y la presa coinciden en un momento sin reconocerse.

De lo que habla El cebo es de un mundo que ha perdido la inocencia, un mundo en el que los magos que ofrecen chocolates a las niñas pueden transformarse en asesinos en serie. Y lo más inquietante es que Schrott no es el único monstruo de la película, ya que Matthäi se deja llevar también por los más bajos instintos con tal de atrapar al asesino.

Premios: Nominada al Oso de Oro en el Festival de Berlín; Premio Sant Jordi a la Mejor Película Española, Mejor Director, Mejor Guion y Mejor Fotografía.

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Cartel de la película El chicoResulta un lugar común decir que Charles Chaplin fue un genio del cine. No obstante, vale la pena recordar que se están cumpliendo cien años desde su primera aparición en el personaje de Charlot en Kid Auto Races at Venice1 (1914). Allí debutó ese vagabundo, de caminar y gestos inconfundibles, vestido desde siempre con pantalones grandes, zapatos largos de payaso, saco, sombrero de bombín e inseparable bastón, que llevaba con dignidad y elegancia, totalmente contrastante con la dura vida de su personajes, pobres y tramposos, pero siempre extremadamente divertidos y finalmente sabios. Como iba a suceder en muchas de sus películas, en Kid Auto Races at Venice, Chaplin asume el protagonismo simplemente por su presencia que se atraviesa en el funcionamiento del mundo, perturbando acá y allá, pero él mismo, imperturbable.

Fotograma de The KidEn El chico, Chaplin se atrevió con una película de larga duración, en la cual pudo combinar la comedia con toques de tragedia, recordando su propia vida, iniciada artísticamente en salones musicales de su nativa Inglaterra, oficios mal pagados que luego de su viaje a Estados Unidos se convertirán en actuaciones de una estrella famosa, la mejor pagada del cine. Chaplin, que tuvo una infancia de abandono, diría después que cuando estaba en los orfanatos o vagaba por las calles en busca de comida, ya creía que iba a ser el mejor actor del mundo.

Charles Chaplin en El chicoEl chico es una película sobre la vida en los callejones y en los inquilinatos de las grandes ciudades. Allá va quedar tirado en cualquier basurero de barrio, a merced de los azares del destino, un niño abandonado por su madre en un arrebato de desesperación. Ella se arrepiente, pero ya es tarde para detener la cadena de eventos imposibles que llevan a que el niño caiga en manos de Charlot, el vagabundo, quien se resiste a recibirlo, en una secuencia de escenas y de pases clásicos que culminan en una en que el niño, vivaracho y despierto, ya instalado en casa del vagabundo, mama con voraz ternura desde una chocolatera su primer biberón. Acomodos imposibles que nos hacen pensar en los malabarismos que deben hacer las criaturas pobres y abandonadas para sobrevivir y nos hacen caer en la cuenta, aunque sea en un ambiente de situaciones humorísticas, que la vida es más fuerte y más persistente que la muerte.

Pasan entonces cinco años, que no narrados en la cinta, nos ahorran otras elucubraciones y consideraciones sobre la tragicomedia de lo imposible. Pasamos más bien a disfrutar de una de las parejas más divertidas de niño-hombre vividores y vagabundos que ha ofrecido el cine. Son el uno para el otro, Chaplin y Jackie Coogan. A Coogan lo había conocido Chaplin como pequeño actor y bailarín de vaudeville, quedando asombrado con sus mímicas, movimientos y capacidades histriónicas. Además de su actuación clásica como el niño de El chico, Coogan actuó como Oliver Twist en la cinta de Frank Lloyd de 1922, personajes ambos que guardan muchas cosas en común. En El chico luce como un hombre-niño desarrollado a la fuerza, pero encantado con su vida de aprendiz de vagabundo, haciéndole el cuarto, literalmente, a Charlot en todos los aspectos de la curiosa existencia de tramposos inocentes en que viven estos dos.

The KidChaplin desempeña en esta cinta todas las funciones, desde guionista hasta director y productor, pasando por la de co-protagonista. Pero habiendo encontrado en Coogan a un niño actor verdaderamente chaplinesco, le cede actuación y permite así que, en esta cinta, el chico sea en verdad un protagonista de alto nivel, como sucede en aquellas imágenes inolvidables: las escenas en las cuales el niño es arrebatado de la casucha de su padre adoptivo vagabundo y aquella en la que llora suplicante, en la parte trasera del camión del servicio social que lo lleva al orfanato público.

En El Chico hay unas secuencias que nos hacen recordar al pionero francés George Méliès cuando usaba toda su creatividad y sus recursos técnicos para hacer que experimentáramos la magia del cine, a través de sus increíbles efectos especiales. Charlot tiene un sueño. Cae dormido y triste en la puerta de su casa de callejón y por su mente desfilan todos los vecinos de su barrio convertidos en seres angelicales, vestidos de blanco y dotados de alas de plumas abundantes. Él mismo es un ángel volador que desafía con sus vuelos todas las inclemencias, mientras hace y recibe guiños de una angelita maliciosa. Como en las películas de Méliès, entre los ángeles rondan divertidos demonios vestidos de negro, que susurran a los oídos de los seres angelicales en modo tentador.

El chico, imagenHacia el final, se van deshaciendo los pasos de la historia y aparece la mujer que abandonó a la criatura, personificada por la pareja clásica del cine de Chaplin, Edna Purviance. La mujer es ahora rica, sensible y poderosa, y  habiendo triunfado como actriz, hace obras de caridad con la infancia, en los callejones, que la llevan a toparse con el chico y a reescribir el pasado. Pocos chicos modernos de la calle pueden contar estas historias, muchos caerán en la drogadicción en estos tiempos.

Vale la pena visualizar este clásico del cine, aprovechando que lo tenemos a la mano con entera facilidad en muchas versiones de la virtualidad. Como bien lo dice en sus cartelones iniciales, es una cinta para sonreír y quizás, para llorar, cargada de mensajes y de significados, pero también de vida y de entretenimiento.

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La presencia del ser humano en la pantalla se debe a la necesidad de transformarnos en los protagonistas de una historia que “vale la pena contar”. Epifanía bastante rara, esta, una consideración de la que, a lo mejor, no nos hemos dado cuenta: las películas se hacen por los seres humanos para otros seres humanos. Resulta así necesario un análisis que tenga como punto de vista el humano, como si nos fuera imposible salir de nuestra condición existencial y, por esta razón, nos saliera más simple (¿natural?) casar nuestra mirada con nuestra producción. Verdad es que raro sería si alguien decidiera crear una obra solo para un público no humano, como puede ser el público animal (pero, ¿no es el hombre un animal entre tantos?). ¿Qué tipo de obra saldría entonces? Su interpretación, para nosotros, se situaría fuera de nuestro control y, por esta razón, a lo mejor surgiría un rechazo completo, global, casi universal. Se define así una obra de arte, como son algunas de los productos que pertenecen al cine, según su público ideal teórico, más allá de la simple pertenencia a la especie humana sino, más bien, a aquellos rasgos que diferencian los respectivos grupos (sociales y/o culturales) de nuestra raza.

Se debe a este pensamiento el problema al que tuvo que enfrentarse Fight Club durante su estreno. La crítica, no tanto desde un punto de vista técnico sino ideológico, prefirió en su mayoría regalarle un rechazo casi completo, la demostración de que no, de que si bien los artistas pueden producir obras, no por esta razón serán obras de arte, productos que al fin y al cabo permiten cierta cantidad de divertimiento. Pero la obra de Fincher, basada en la novela de Palahniuk, se ha convertido en mucho más que una obra sui generis, única de su especie, sino que ha logrado (justamente) llegar hasta la cima del Olimpo de lo cult, lo extraordinario, lo que hay que ver por lo menos dos veces en una vida (una no sería bastante, ya que hay que saborear una segunda venida). Fight Club encarna así un evangelio laico, una ventana que conduce nuestra mirada hacia una dimensión de nuestra sociedad y psique de la que no queremos hablar.

Efectivamente, la película analiza la situación del hombre moderno, producto de una sociedad y de una cultura que ya no permiten la realización de nuestros sueños (sueños que la sociedad misma nos impone desde que nacemos). Este afán por la felicidad, la libertad, la riqueza, solo se traduce en una serie de quimeras que nos engolfan hasta cierta adicción morbosa. Le toca entonces al co-protagonista (¿antagonista?) Tyler Durden (Brad Pitt) decirle al protagonista sin nombre (Edward Norton) que el mundo no es como la televisión y como nuestros padres nos lo habían pintado. Devastación de una generación a la que le han hecho creer que todo iría bien, que cada uno sería una estrella del cine o de la música, y que el dinero y la felicidad se pueden alcanzar con un poco de esfuerzo, trabajando cinco días cada siete en una empresa de la que no sabemos decir que nos explota porque ellos son malos o porque nosotros somos bobos.

Pero Fight Club es también una historia de amor y de cómo la presencia del ser femenino nos empuja a elegir entre una vida sin responsabilidades, como si fuera un juego eterno, y una vida en la que somos padres, despojándonos así de nuestros trajes infantiles para acceder conscientemente a otra fase más madura de nuestro camino hacia la muerte. Marla (Elena Bonham Carter) representaría por esta razón aquella necesaria distinción entre nuestro deseo de inmortalidad y de eterna juventud, y la capacidad de superar nuestros miedos y aceptar nuestra caducidad. El femenino revela así su carácter fértil, mientras que el masculino de Tyler Durden acaba en una aridez global, aridez que el personaje intenta destruir con la creación de una nueva humanidad, como si el complejo de Dios y el complejo de la fertilidad (la imposibilidad de crear la vida a solas, o lo limitado que es el rol del macho en la procreación) hubieran encontrado su resolución (in)natural.

¿A quién se dirige, entonces, esta película? Si de seres humanos hemos estado hablando al comienzo de este texto, es ahora necesario delimitar aquí el número de seres al que nos referimos cuando hablamos de la importancia no solo técnica, sino ideológica y social de Fight Club. Si una primera afirmación podría ser que se trata de algo que solo un hombre podría entender perfectamente (pero, ¿qué tipo de hombre?), nada impide que el público femenino pueda acercarse y enamorarse de este cuento (¿de amor?) moderno, con su violencia casi vulgar y su necesidad de nihilismo. Bildungsroman contemporáneo, con un protagonista de treinta y más años, la película se revela así el cuento de un crecimiento moral, ético, personal, al cual todos podemos referirnos. Nadie, entonces, es ni será Tyler Durden, ya que todos somos el protagonista sin nombre de nuestra misma historia.

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El crackAun hoy, cuando han pasado más de treinta años desde su estreno, El crack se percibe como una auténtica rareza dentro de la cinematografía española. Y, sin embargo, cuando la dirigió, Garci se sentía inmerso dentro de una tradición de cine negro hispánico, con títulos tan memorables como Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952) o Apartado de correos 1001 (Julio salvador, 1950). Además, no sería posible entender los personajes de Enrique Urbizu sin tener en cuenta la gran creación del detective Germán Areta, a quien Alfredo Landa encarnó de una forma atípica pero muy convincente. Areta es un ex policía, apodado “el piojo”, que trata de ganarse la vida como investigador privado. Como él mismo dice, se trata de “un tipo duro y solitario que trata de sobrevivir en una sociedad podrida gracias a un trabajo sucio”. No en vano, la película está dedicada a Dashiell Hammett, creador de Sam Spade, protagonista de El halcón maltés.

Alfredo Landa y José Bódalo en El crackLa propia presentación del personaje, cuando evita un robo en un bar de carretera, no puede ser más contundente y desmitificadora. Como tantos otros detectives, Areta habla poco pero actúa rápido. El crack es el cuarto largometraje de Garci, que ya había estrenado Asignatura pendiente (1977), Solos en la madrugada (1978) y Las verdes praderas (1979), si bien tenía ya sobre sus espaldas una larga trayectoria como guionista de cine y televisión. El crack suponía, sin duda, un giro inesperado en la filmografía de un director que se iba a mover como nadie en el melodrama. De hecho, un año después estrenó Volver a empezar (1982), la primera película española que consiguió el Oscar de Hollywood.

Areta InvestigaciónMuchas veces se ha afirmado que Garci es un director que se caracteriza por el aire nostálgico de sus producciones, y, aunque en el momento de su estreno esto no resultara evidente con El crack, ahora no hay ninguna duda al respecto. Garci estaba cantando a un Madrid que iba desapareciendo poco a poco, el Madrid de la Transición, y también a una raza de hombres que, como Germán Areta, ya no tenían lugar en un mundo gobernado por la avaricia, los intereses económicos y el poder. Rocky, el barbero del Frontón Madrid, evoca con nostalgia los años en que vivía en Nueva York y asistía con frecuencia a los combates de boxeo en el Madison Square Garden –nunca sabremos si esos recuerdos eran reales o los tomaba prestados de periódicos y clientes–.

Maite (Mónica Emilió)A lo largo de todo el metraje, asistimos a la vida de Areta entre dos mundos: el profesional, en el que demuestra que es un sabueso implacable a la hora de buscar a una joven desaparecida a petición de su padre –cherchez la femme–; y el personal, pues ha logrado recuperar su vida tras salir de la policía y emprender una relación con Carmen (María Casanova), la enfermera que lo cuidó cuando estaba convaleciente (¿quizás de un atentado?) y que tiene una hija, Maite (Mónica Emilió), a la que Germán trata como si fuera suya. El conflicto estalla cuando esos dos mundos se cruzan y la investigación inicial se convierte en un asunto personal.

La Gran Vía madrileña en El crackGarci no solo ha logrado crear un personaje memorable, sino que lo ha rodeado de una galería de secundarios de lujo (Manuel Tejada, José Bódalo, Miguel Rellán…) y ha configurado una atmósfera propia del cine negro clásico, si bien ha sustituido la ciudad de Los Ángeles de los años cuarenta por el Madrid de 1980, con especial atención a la Gran Vía, escenario privilegiado de toda la película. La música de Gluck y la fotografía de Manuel Rojas subrayan esa atmósfera policiaca, que encuentra su punto culminante en la ciudad de Nueva York, lugar al que se desplaza Areta para resolver el conflicto que se le ha planteado. Areta no va en busca de redención, sino de venganza.

María Casanova es Carmen en El crackA pesar de que se trata de un film noir casi prototípico, no faltan en El crack alusiones típicamente castizas, desde los cines de Callao hasta los bocatas de calamares, pasando por las copas de coñac, las partidas de mus y los bares repletos de servilletas arrugadas y huesos de aceituna. En 1983 se estrenó la segunda parte, El crack dos, una película que no solo estaba a la altura de la original, sino que, en algunos aspectos, incluso la superaba. Lo más triste, sin embargo, es que apenas queda nada de aquel Madrid por el que circulaba Germán Areta en su Simca 1000 Barreiros. Pero el cine también es eso, un canto a lo que se ha perdido.

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Sunset Blvd.Una historia de horror, un relato de cine negro para hablar del cine. Un atrevimiento singular que en su momento causó malestar y controversia: hablar del cine en sentido crítico, desde el cine mismo. Además, hacerlo con recursos de flashback, con la voz en off de un personaje que ya está muerto, y bien muerto, como consecuencia inesperada del lado oscuro del cine.

Empieza la narración como una historia detectivesca: Han encontrado a un hombre muerto, elegantemente vestido, flotando en la piscina de una lujosa mansión de Sunset Boulevard, la Avenida del Crepúsculo, la avenida de las estrellas del cine de Hollywood. ¿Qué ha pasado? Una voz en off nos lo va a narrar utilizando los recursos del guion, con estilo decididamente narrativo, como el de uno de esos antiguos contadores de historias. Y va a matizar el relato con sentencias y juicios morales, convirtiéndolo todo en una crítica certera del ambiente que se ha creado con el sistema de estrellas de Hollywood, con el sistema con el cual se hacen películas y se arman guiones, sistema que genera una lujosa avenida de éxitos humanos, pero que a la vez, arrastra consigo otra legión de fracasos y de frustraciones. Un Sunset Boulevard en todo el amplio sentido de las palabras.

Hay tres puntos de vista que quiero explorar. Uno de ellos tiene que ver con esa magia que tiene el cine, esa narrativa que nos permite ver una película de más de cincuenta años en todo su esplendor, como si se tratara de un estreno. Nunca va a dejar de sorprendernos este aspecto del cine, que se experimenta una y otra vez, cuando nos acercamos a un reencuentro. Es posible que sepamos que Sunset Boulevard es un clásico, una de las películas norteamericanas que un aficionado al cine debería ver. Pero saber estas cosas, meramente aspectos anecdóticos, no va a reemplazar la vivencia de verla y degustarla, sabiendo que vivimos en una época distinta, conscientes de que han pasados muchas cosas en todos estos años y que, a pesar de todo, un clásico no pierde sentido para el espectador, probablemente porque toca fibras fundamentales.

Sunset Blvd.Otro aspecto es el de la innovación que se va dando en el pasado y cómo la observamos hoy, con la perspectiva que nos da el paso del tiempo. Esta película aplicó conceptos innovadores, como el empleo de la voz en off de alguien que ya está muerto, y lo hace de una forma absolutamente coherente y natural, sin atrevimientos fantasmagóricos. Esto fue el resultado de algunos ensayos, ya que en un principio, los autores de la película quisieron hacer que, al comienzo del filme, el muerto hablara en el anfiteatro y lo hiciera en diálogo con los cadáveres que lo rodeaban. Sin embargo, no se logró el efecto esperado y se decidieron por la voz en off que no habla con fantasmas, sino con los espectadores. Esta película se atrevió a tratar temas complejos, como el de la decadencia de los artistas que le apuestan todo a la fama y a la belleza. Pienso que se hizo un gran servicio a los actores y actrices, para que se centraran más en lo esencial de la representación, que en lo superficial del atractivo físico y de la adulación. Muchos han aprendido esta lección y eso  ha permitido a los espectadores disfrutar, con mucha frecuencia, de la madurez de los artistas y no solamente del pasajero brillo de la fama y de la belleza. Pienso, también, que se hizo un gran servicio al cine mismo, dando las bases para lo que podemos llamar la introspección cinematográfica, una forma profunda de mirar y de caer en cuenta de posibilidades y de oportunidades, a través de cine mismo.

Sunset Blvd.Naturalmente que hay que referirse al asunto de la decadencia, de la caída, del crepúsculo de los dioses, de esos seres idolatrados por el público, por los directores, por la industria y que, de pronto, sin que se sepa exactamente por qué, se convierten en seres solitarios, enrarecidos, infelices y tristes, añorando y soñando con la imposible recuperación de una fama perdida. Sunset Boulevard nos acerca a la vida de Norma Desmond, una mujer ya madura, todavía bella, que vive como una especie de Charles Foster Kane (de Ciudadano Kane) femenino, encerrada en su mansión, dedicada a añorar sus glorias pasadas, centrada en sí misma, disfrutando de una fortuna que le permite contar con un fiel mayordomo, que la cuida y que interpreta al órgano obras de Bach. Centenares de fotos adornan su estancia, todas de sí misma, en las cuales aparece en todo su esplendor como artista famosa y adorada. Cuenta con un teatro en casa que le permite ver a su antojo sus gloriosas películas (algo que no parece extraño hoy para nosotros, que tenemos a nuestro alcance sonidos, cintas y escenas, como si fuéramos potentes Cecil B. DeMilles contemplando sus obras antes de aprobarlas). Para sus ocasionales salidas al mundo exterior, Norma cuenta con un magnífico coche Isotta Fraschini Tipo 8A Landaulet, modelo 1929, el cual ha sido considerado como el “más triste de los carros del cine”, dado que cuando la artista de ficción creyó que la iban a contactar de nuevo desde la Paramount para ofrecerle un papel y un reconocimiento por un guion que había propuesto, resulta que lo que querían era alquilarle su auto para usarlo en una película.

En realidad no hay salida para Norma, que intenta desesperadamente aferrarse a un hombre más joven y talentoso, para que sea su compañero y su asesor en la escritura de un guion que la va a lanzar de nuevo al estrellato. De ella se ha apoderado el lado oscuro y por los senderos de los celos, de la vanidad y del egoísmo, lo que escribe y escenifica es su obra final, que es negra y trágica.

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El destierro aficheEl destierro de la propia vida, fórmula de resistencia pasiva sin retroceso, nos ofrece una lenta travesía por los caminos de lo agreste, paisajes que no solo son naturaleza, sino también habituación a lo inmutable, a lo en esencia irreconocible. Zvyagintsev sostiene un ritmo dotado de persistencia en la fijación de imágenes, lentos travellings intensifican la presencia de trayectos y habitaciones que trasmiten una monotonía cargada de expectativa por lo cotidiano, no tanto en acción diaria, como en cuestión mundana de aparente irrelevancia. Lugares y espacios, marcados por el silencio, describen pasivos momentos que albergan problemáticas distribuidas en diálogos parcos. La información circula en pequeñas dosis; la expectativa, entremezclada en conversaciones familiares, es consecuencia de tensiones expresadas en ocultamientos que fomentan falsas obviedades. El interés sustituye a la tensión, los climas sostienen una expectativa que lucha contra el tedio de la vida rutinaria esparcida en únicos momentos de aparente irrelevancia. Son los restos que soportan la presión de lo no dicho, lo tan solo a medias comunicado. La naturaleza de lo derruido superpone la lluvia a un austero y precario desenlace arropado en un persistente motivo musical de sobria expectativa.

Alex y Vera conforman un matrimonio con dos hijos que va a vivir transitoriamente al campo. Ella confiesa estar embarazada de otro hombre. El marido comenzará a dudar sobre cuál es la mejor solución: el aborto o el asesinato.

El destierro fotograma

La pesadilla transita en silencio sobre las conciencias, refuerza la capacidad imaginativa del espectador en medio de lo mundano. Llamadas telefónicas interrumpidas, hermanos aludidos en presencia transitoria, discursos que, en medio de la embriaguez, sugieren lo secreto; desatan todo tipo de hipótesis alternativas. Es el fomento permanente de anticipaciones desde comentarios y alternativas cotidianas. Lo grave se articula con lo simple en un estilo que, a cierta distancia,  parece seguir los pasos de Tarkovsky. Un cine semejante al del maestro, aunque menos rico en simbolismo, conserva la lentitud de desplazamientos, cámara sin cortes abruptos y ritmo cansino, solo tolerable en aras del peso de una temática que ejerce presión por dirimirse. Un filme plagado de insinuaciones y alusiones, el parentesco reúne a los “culpables”.

Konstantin Lavronenko, idóneo jefe de familia, inexpresivo y distante, nos recuerda al Otets de la magnífica El regreso (Andrey Zvyagintsev, 2003). María Bonnevie es la esposa sufriente, punzante en la vengativa demanda de amor que, por inacción, se deshace de culpas innecesarias. Su sonrisa es el fugaz esbozo del componente sádico que victimiza al victimario. La idea pasa de contrabando en medio de un, por demás explícito, machismo teñido de presumibles componentes delictivos en la figura de Mark (Aleksandr Baluev).

Drama transitado con pasmosa lentitud, en apariencia y realidad fiel reflejo del contexto. Todo lo que pasa se verbaliza en pocas palabras de efecto contundente, movimientos depresivos más resolutivos que comunicativos; Alex expresará la solución en dos alternativas.

El destierro plano

Planos fijos extendidos en el tiempo, los movimientos de cámara, extremadamente lentos, toman espacios vacíos, paisajes o coches a la distancia. Efecto letal, expresa la realidad de una pareja que sufre la incomunicación. La vacuidad invade los interiores reflejados en las piezas de una vivienda amplia, pero precaria, es el deterioro en soledad de dos almas desterradas, agonizantes en el desamparo que corroe los vínculos y aproxima las tragedias. La extensión y simpleza del paisaje amplifica el abandono inconsciente expresado en el vínculo consigo mismo y el otro. Todo esto agrega ingredientes que desembocan en un clima depresivo por demás.

Lo oculto está presente en el vacío, el silencio y la expansión; se dice sin decir, se expresa sin nombrar; paradoja envuelta en metáfora viviente, personas y paisajes rinden culto al concepto de destierro de uno mismo y los demás; es lo escondido detrás de la apariencia del día a día silencioso.

Zvyagintsev elige un drama sin tensión, el clima depresivo y agobiante clausura cualquier atisbo de presión y rigidez; al decir de Mark: “Está pasando lo que está pasando. Apuesta. Como en un juego de cartas. Juegas con las cartas que te tocan”. Es la simplificación de las pasiones. La lógica del “da lo mismo” se aviene a cualquier tipo de solución, introduce la tradición del macho resolutivo que intenta lavar su afrenta a cualquier precio.

El papel del remordimiento se reduce al acto post solución y no al reclamo personal. Vera demanda un cambio, abre la puerta a la duda, pero siempre ante la exigencia de una puesta a prueba que exige demasiado: no es admisible convivir cuando el “hijo es de otro”. Es la apuesta que resguarda la decisión auténtica, la expresión de amor nunca llegará; fiel demostración de lo imperativo de salvaguardar un honor cimentado en la egolatría. Tradición que antepone el orgullo a los sentimientos, la rabia a la compasión.

El destierro escena

Zvyagintsev esquiva las aperturas, conquista las complacencias, estimula, a regañadientes, la vida que, por partida doble, pretende esfumarse. Lo voluntario se traduce en oculta transgresión allanada por la culpa, Alex se desvirtúa acongojado en lo esquivo de los sucesos, fracasó lo previsto.

De belleza estética indiscutida, El destierro compagina la naturaleza de lo agreste con la inoperancia de un matrimonio fracasado. Relato espacioso, sobrante, carente de acotaciones innecesarias más allá de lo no tan obvio.

La película también es un destierro situacional que amalgama lo particular en extensión a un drama humano general. Con locaciones que evaden la precisa identificación de un espacio reconocible, la filmación incluye diferentes países, no distinguimos con exactitud un espacio físico determinado como perteneciente a una campiña o ciudad específicas.

Zvyagintsev nos traslada a una experiencia donde la soledad interior se propaga en el disimulo de lo cotidiano. El destierro no será su mejor trabajo, pero mantiene el grado de calidad a que nos tiene acostumbrados.

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El_dia_mas_largocartelEl día más largo es una de las grandes superproducciones bélicas de la historia del cine, el proyecto más personal de uno de los últimos grandes productores del séptimo arte, Darrryl F. Zanuck. Pocas películas pertenecen tanto a su productor como esta, ya que Zanuck contrató a varios directores internacionales para rodar las distintas partes del film y contó con un reparto de casi cincuenta estrellas internacionales. La gran novedad que aporta El día más largo es que trata de abordar el desembarco de Normandía con total fidelidad a lo que ocurrió el día 6 de junio de 1944; y lo hace, al menos, desde tres perspectivas distintas: la de los alemanes, la de los ingleses y la de los americanos (también aparece la resistencia, por supuesto, pero de manera casi anecdótica).

El_dia_mas_largo01Si hay algo que llama mucho la atención hoy en día es que la película, que dura tres horas, se pasa en un suspiro y tiene un ritmo trepidante, lo que no debió ser fácil, ya que había que ensamblar convenientemente las diferentes partes, que corrieron a cargo de directores distintos: así, Ken Annakin se encargó de los episodios británicos, mientras que Andrew Marton hizo lo propio con los americanos y Bernhard Wicki dio buena cuenta de los episodios alemanes. Y eso sin contar con que Gerd Oswall dirigió la secuencia de los paracaidistas en Saint-Mère-Église y el propio Zanuck asumió, por su parte, algunas escenas sueltas. Hay algunas secuencias que todavía hoy sorprenden por su impecable factura, como la ya mencionada de los paracaidistas, pero también la de los soldados americanos atrapados en la playa de Omaha o, sobre todo, la toma del Casino por parte de los ingleses, rodada en un increíble plano‑secuencia aéreo de varios minutos de duración.

El_dia_mas_largo02Zanuck, que estuvo al frente de la 20th Century Fox entre 1935 y 1956, tuvo que regresar al estudio para poder acabar un proyecto que casi lleva a la compañía a la quiebra, Cleopatra (Joseph L Mankiewicz, 1963). Lo hizo única y exclusivamente para no quedarse sin distribución para El día más largo, que reúne uno de los repartos más espectaculares de la historia del cine y sabe dosificar a la perfección ciertas dosis de humor, así como utilizar imágenes de archivo y mostrar detalles dignos de un maestro de la dirección, como el guiño de las botas que el oficial alemán se ha calzado al revés al levantarse rápidamente de la cama, que aparece al principio del film y se recupera al final.

El_dia_mas_largo05Toda la película es, en realidad, un empeño personal de Zanuck. Se basa en un libro de Cornelius Ryan, que firma también el guion, para el que escribieron algunos episodios adicionales Romain Gary, James Jones, David Pursall y Jack Seddon. La producción contó con numerosos asesores militares que trataron de dotar de mayor verismo a lo narrado en el film, en el que participaron como actores algunos militares auténticos. El día más largo se rodó, además, en tres lenguas: inglés, francés y alemán.

El_dia_mas_largo03Zanuck jugó bien sus cartas con El día más largo y consiguió una película en la que, a pesar de que el público conoce el final, se crea tensión, porque el éxito de la Operación Overlord dependió de factores que difícilmente podían controlar los aliados: el mal tiempo, la ausencia de Rommel, la interminable cadena de mando de los alemanes… La fotografía de Jean Bourgoin y Walter Wottitz, ganadora del Oscar, resulta espectacular, y la partitura original de Maurice Jarre encaja a la perfección con la pieza que sirve como leitmotiv musical, la Quinta sinfonía de Beethoven.

El_dia_mas_largo04Es, también, una película muy de su época, ya que trata de ofrecer un fresco histórico del día 6 de junio, en el que los personajes anónimos aparecen al mismo nivel que los grandes generales. En eso, por ejemplo, es muy distinta de otra película clásica sobre el desembarco de Normandía, Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), en la que Steven Spielberg es mucho más explícito en la representación de la barbarie, pero se centra en un episodio concreto, pequeño, irrelevante… Zanuck, en cambio, quiso orquestar el día 6 de junio de 1944 con un tono más épico, y, sin duda, lo consiguió, ya que, aunque ha pasado medio siglo, El día más largo sigue siendo una de las grandes películas bélicas de la historia del cine.

Premios: Oscar a la Mejor Fotografía y a los Mejores Efectos Especiales, y nominada a Mejor Película, Mejor Dirección Artística en blanco y negro y Mejor Montaje; Globo de Oro a la Mejor Fotografía y nominada a Mejor Película.

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El mal, elemento particular al que la cultura humana está acostumbrada, se basaría en la falta de lo que definimos bien o, más correctamente, en la voluntad de hacer daño en vez de ayudar para que la vida sea más placentera. Su existencia se basaría, si tomamos el punto de vista de la antropología y de la historia, en el hecho de existir en el universo una serie de reglas que nada tienen que ver con lo moral, lo cual llevaría al ser humano, en su afán por descifrar su contexto, a darle unos matices de bondad o de maldad a los eventos que se desarrollan sin la presencia directa de una mente detrás de ellos. Sin embargo, que nos pongamos desde un punto de vista religioso o menos, siempre quedarán las preguntas de por qué el mal existe y qué objetivo tiene en el acto mismo de crear daño; debido a que darle una respuesta lógica de carácter antropocéntrico sería imposible, el mal se manifiesta entonces en su forma más pura como acto de destrucción total, producido no por un fin específico, sino por un simple hecho que traspasa el concepto de metafísica y entra en el de la(s) (leyes) física(s). El tumor que mata a nuestros amados, el huracán que nos arrebata a nuestros hijos o las inundaciones que ahogan a nuestros padres son, en definitiva, demostraciones de un mal cósmico que se sitúa más allá del simple “querer hacer daño”: no hay ninguna voluntad, ningún querer, solo simple y llanamente un instinto de actuar de cierta manera. Genético, biológico, universal.

El juego que se crea en el desarrollo del arco narrativo de Duel nos muestra, entonces, el valor mismo del mal en su vertiente más clara y definida. La contraposición entre el protagonista, del cual logramos captar los pensamientos mismos, y el antagonista, un hombre de quien solo conoceremos el brazo y las botas de cuero, funciona como metáfora de la incapacidad de poder controlar todos los elementos que la vida nos va presentando; no hay, efectivamente, ninguna razón, ninguna estructura racional, que nos ayude a entender la motivación en la base de la decisión por parte del antagonista de querer matar. La falta de una clave interpretativa clara no es, obviamente, un problema, ya que Spielberg y Matheson logran dejarse llevar completa y perfectamente por los mecanismos de lo que es, en definitiva, una lucha por la supervivencia, lucha en la que, quizás, nos podemos reconocer. Despojando la narración de cualquier necesidad de explicación, el resultado final es una estructura más sólida que no deja paso a la entrada de detalles que podrían arrebatar fuerza a la sensación general de absurdidad.

Sin embargo, si de absurdidad tenemos que hablar, esta se sitúa en la pérdida de aquellas reglas que rigen nuestra sociedad. El hecho de que un camión intente matar a una persona cualquiera, persiguiendo a nuestro protagonista durante su viaje por el desierto americano, subraya el carácter típicamente amoral que encontramos cuando nos alejamos de nuestra cultura, cerrada en sí misma y plasmada por una serie de lecturas y análisis del mundo que nos hacen creer que todo está basado en leyes claras y justas. El concepto mismo de justicia, de hecho, desparece en lo que es un juego mortal, y por esta razón, en el acto de ir más allá de lo lícito, aumenta la sensación de malestar psicológico no solo del protagonista, sino también de nosotros, los espectadores. La voluntad de querer saber cómo todo acabará se mezcla, así, con aquella acción de no querer ver, de no querer saber. Si el ojo es el medio a través del cual logramos acceder a la película, este intenta cerrarse no por unas imágenes de violencia (efectivamente, no las hay), sino porque sentimos en nuestras entrañas que hemos salido de la interpretación del cosmos según claves humanas, entrando así en el área de lo que está fuera del control de cualquier intento nuestro de análisis. El mal está allí, y no se deja describir.

Si el mal existe, y la película nos lo presenta en su forma más pura, es verdad también que aquí no se pone en una situación de carácter apocalíptico, en el cual el destino del universo dependería de la victoria de un héroe. Tenemos, efectivamente, a un protagonista, sin embargo, su valor se inserta en el hecho de ser un personaje menor, un hombre sin mucha importancia ni calidades. Volvemos así a la visión que nos presenta el everyman de los cuentos y de las representaciones medievales, y este juego se multiplica en la película en sus pequeños detalles que coinciden en darnos una imagen universal de lo que está pasando. El cuento visual, entonces, se carga de un componente simbólico en el que el director y el guionista nos están diciendo que lo que allí pasa podría pasarle a cualquiera de nosotros. La pérdida de unas coordenadas sociales y culturales, la desaparición de las reglas que rigen nuestras relaciones interpersonales en las micro y macroestructuras en las que vivimos (la familia, el trabajo, la política), todo esto aumenta aquella sensación de malestar que, por absurdo, implica también un aumento de nuestra adrenalina, el mismo aumento que sentimos cuando nos encontramos en situaciones en las que estamos en peligro de vida. Exactamente como nuestro protagonista, representación perfecta de la anonimidad de cada uno de nosotros y, por esta razón, implicación de como el mal, absoluto y amoral, puede intentar tragarnos en cualquier momento.

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«It’s only a diary. Everyone knows diaries are full of crap

El diario de Bridget Jones - CartelPara 1996, la escritora Helen Fielding estaba escribiendo su segunda novela. Decidió reinventar el clásico de Jane Austen, Orgullo y Prejuicio, usando una ruta similar para su historia, pero como protagonista tenía al personaje que creó para las columnas que escribía en el diario The Independent de Inglaterra. Sus escritos semanales eran un éxito porque era una mujer que habla abiertamente de su sobrepeso, sus vicios, sus obsesiones y hasta su sexualidad con total tranquilidad. Recordemos que esto fue antes de Sexo en la Ciudad de HBO y todo lo de demás. Este personaje era Bridget Jones y se dirigía al público con gran honestidad pues se estaba desahogando en su diario íntimo, que nadie iba a leer, por supuesto. Después del éxito rotundo en ventas del libro, era de esperarse la adaptación a la gran pantalla así nace El Diario de Bridget Jones (Bridget Jones’s Diary, Sharon Maguire, 2001), una comedia británica que barrió con la taquilla internacional y se ubicó muy cómodamente en los corazones de los amantes de la comedia romántica. Una nueva reina del género había llegado en los zapatos de Renée Zellweger.

Bridget es, simplemente, un desastre. Desde la primera escena queda claro el personaje: su comportamiento es errático, sus adicciones a la comida y al drama son absolutas, además de su preocupación por la soledad que enfrenta al comenzar su tercera década de vida. Totalmente identificable para cualquiera, aunque a veces raye con lo patético, pero no podemos dejar de adorarla. En toda su torpeza y tremendas equivocaciones, Bridget Jones es parte de nosotros, aunque no todos estén dispuestos a aceptarlo. Ella es nuestra parte romántica, socialmente incorrecta, llena de equivocaciones, torpezas y vulnerabilidades que la hacen única.

El diario de Bridget Jones - Fotograma

En una fiesta de fin de año conoce a Mark Darcy (Colin Firth), el hijo de una amiga de su madre que se acaba de divorciar, todo es como una cita a ciegas forzada que nunca empieza siquiera, desde el comienzo Mark la rechaza y Bridget lo escucha. Pero eso no importa, ella está perdidamente enamorada de su jefe, el hombre por el que ella juró que no caería según su propio diario: machista, vividor, mujeriego. Ese es Daniel Cleaver (Hugh Grant). Creo que para estas alturas ya es clara la ruta que va a tomar la historia y la comedia que involucra un triángulo amoroso con estos tres intérpretes y las situaciones tan extrañas en las que termina involucrada Bridget.

No es una historia que quiere reinventar el género, simplemente divertir al espectador con un personaje desastrosamente adorable que enamora durante la escena de los créditos de apertura, por ella es que la historia se desenvuelve de maravilla. Es evidente la mano de Richard Curtis en el guion, pues evoca a éxitos anteriores de su propia creación como Notting Hill (Roger Michell, 1998) y Love Actually (Richard Curtis, 2003) y no es solo porque todas tienen en común a los dos hombres protagonistas, el ritmo de la historia es muy similar y el estilo de comedia es el mismo: un poco de ironía por acá, una pizca de humor negro por allá, diálogos inteligentes y el encanto que lo caracteriza para las situaciones románticas.

El diario de Bridget Jones - Fotograma

Y volviendo a los “galanes” de la historia, acá le apuestan a los extremos masculinos en tono de comedia: mientras Daniel es un egoísta, un depredador y un acosador (Por más encantador que sea Hugh Grant), Mark es toda la nobleza personalizada en un hombre y el espejo de la protagonista, con la misma verborrea y timidez. Este exceso de testosterona se libera en la fabulosa pelea a ritmo de «It’s Raining Men«, que lejos de ser una lucha entre caballeros por el honor de una dama, está llena de torpezas, caídas y comedia física que retuerce de la risa a los espectadores en la sala de cine.

Para hacerla apta para todo público (O casi), la cinta está llena de subtextos sexual en todos los personajes, en unos más sutil que en otros, pero especialmente en los padres de Bridget, a cargo de Gemma Jones y Jim Broadbent, dos intérpretes británicos muy talentosos y de gran trayectoria que logran cortas pero memorables apariciones. El grupo de amigos de la protagonista, que no tienen ningún filtro ni vergüenza para hablar, funcionan como ese coro griego que grita las verdades al oído de la protagonista y, en este caso, conspira a su favor. Una herramienta claramente reciclada de Cuatro Bodas y Un Funeral (Four Weddings and a Funeral, Mike Newell, 1994), otro éxito de Curtis con el que debutó en la pantalla grande como guionista y le dio su primera (y única hasta ahora) nominación al Oscar a Mejor Guion Original.

El diario de Bridget Jones - Fotograma

Y hablando de los premios de la Academia, esta cinta le dio la primera nominación de Renée Zellweger a Mejor Actriz, un fenómeno raro porque la comedia no es muy reconocida en esta prestigiosa entrega de premios, pero fue más que merecida: ella no solo dominó el acento británico como si hubiera nacido allá, el aumento de peso que vivió para su interpretación completa marcó un determinante en las actuaciones que se tenían en cuenta para nominar y eventualmente ganar, esa tendencia que se vio mucho durante la primera década del siglo XXI a hacer transformaciones profundas para entrar en el personaje completamente, algo que inició Hilary Swank el año anterior con su primer Oscar por Boys Don’t Cry (Kimberly Peirce, 1999).

Yo soy un gran defensor de la comedia, pero esa que está hecha, como esta cinta. La propia Bridget dice que “todo el mundo sabe que los diarios están llenos de basura”, pero en este caso debo contradecirla. El Diario de Bridget Jones es una comedia deliciosa, de esa que se pueden clasificar como “clásicas”, con la que vale la pena reencontrarse una y otra vez para reírse de la vida, incluso reflexionar un poco. Y por qué no, seguirle la pista al personaje en los libros de Fielding o en las secuelas cinematográficas, Bridget Jones: Sobreviviré (Bridget Jones: The Edge of Reason, Beeban Kidron, 2004), que no es tan buena como la primera, y Bridget Jones’s Baby (Sharon Maguire, 2016), donde vuelve la directora original y Emma Thompson entra al ruedo. Perfectas para una tarde de domingo para reír.

Trailer:

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Botellita de jerez
todo lo que me digas
será al revés.
Rogelio A. González (México, 1959)

Cartel de la película El esqueleto de la señora MoralesLa industria cinematográfica de México gozó de su mejor momento en el periodo conocido como la Época de Oro, entre los años 1936 y 1959. Las devastadoras consecuencias de la Segunda Guerra Mundial habían paralizado las producciones fílmicas de Europa y Estados Unidos, permitiendo a México consolidarse como el productor más grande de América Latina con una fuerte influencia cultural en toda la región.

El esqueleto de la señora Morales (1959), dirigida por Rogelio A. González y escrita por Luis Alcoriza, es una joya del cine mexicano. Considerada una de las mejores cintas mexicanas de comedia negra con toques de noir film y, quizá, la mejor en su género en aquella época. Inspirado en el cuento de terror El misterio de Islington, del escritor gales Arthur Machen, Alcoriza hace la adaptación, ajustándola magistralmente al contexto idiosincrático mexicano del momento. Tiene un tono surrealista, evidencia de los tantos años de trabajo con Luis Buñuel, de tal suerte que Alcoriza le imprime a este filme elementos ricos en estilo e ingeniosas puestas en escena. La película atrapa desde el primer momento, se mueve entre el terror, el thriller, el humor, el suspenso y hace una fuerte sátira a los cánones sociales. Es una sinfonía perfectamente equilibrada en sus “movimientos”, cada elemento tiene su tiempo y su peso justo para disfrutar cada detalle y el sarcasmo de sus líneas.

El esqueleto de la señora Morales, fotograma

El director nos introduce en la intimidad de un matrimonio de más de quince años, con una convivencia que, día tras día, se hace más y más insoportable; son una pareja disfuncional, que poco o nada tienen en común. Pablo Morales (Arturo de Córdoba), hombre amable y de carácter tranquilo, es taxidermista de profesión, trabajo que su esposa Gloria (Amparo Rivelles) repudia, al punto de rechazar el mínimo acercamiento de él. Ella padece una malformación en una de sus piernas, discapacidad que usa para manipular a amigos y familiares, y particularmente, para fastidiar a Pablo hasta el cansancio. Es una mujer “chapada a la antigua”, puritana y devota, que se muestra como la víctima y lo acusa constantemente de maltrato físico, psicológico y moral. En esta historia, las puertas del infierno se abren de par en par tras una fuerte discusión entre Gloria y Pablo, la destrucción en mil pedazos de un preciado objeto de valor será la gota que rebozará la paciencia del señor Morales.

¿Existe el crimen perfecto? González sabe llevar al espectador en el juego de la intriga y el humor, mantiene a sus lobos elegantemente vestidos de oveja. ¿Tendría usted… empatía con el diablo?, ¿es preferible el encierro en la cárcel que el agobio de una infernal vida en pareja?… La sátira en este filme es cruda, una crítica directa a la doble moral, a la hipócrita mojigatería y a la corrupción de las instituciones. En la misma vía, la construcción de los personajes es una apuesta surrealista, González y Alcoriza insisten en el fetiche de las piernas y los pies de las mujeres. Aunque este aspecto se narra en el cuento de Machen, en el filme lo resaltan con intensidad desde la estética heredada de Buñuel, como también en el estilo del Star System que se gestó en México. Los Morales, sus familiares y amigos son una sorna a los arquetipos cargados de vicios sociales.

El esqueleto de la Sra. Morales

El trabajo de producción de este filme es de alta calidad, el cuidado en cada detalle hace de esta película una obra maestra. La fotografía de Víctor Herrera es impecable, el uso del claroscuro expresionista exalta la psicología de los personajes. Escenas con luz nadir crean los ambientes tenebrosos que llevan a cuesta los Morales. Los encuadres tienen buena profundidad de campo y son logrados por angulaciones inusuales que amplían los espacios. Igualmente, el manejo de cámara con picados y contrapicados, desplazamientos ingeniosos y primerísimos primeros planos dramatizan aún más las oscuras intenciones de la infeliz pareja.

La dirección de arte, para entonces, escenografía, a cargo de Eduardo Fitzgerald, le da a la película el carácter de film noir. Con toques macabros, los personajes principales están reflejados en cada rincón de la casa, mobiliarios clásicos, espacios atiborrados de imágenes religiosas y altares, un ambiente lúgubre y denso. Así también, la decoración del laboratorio de taxidermia es espeluznante, de piso a techo, cada pared y cada recoveco están repletos de esqueletos, animales disecados, escalpelos, sierras, pinzas, cuchillos, estanterías llenas químicos inocuos y otros mortales. En la simbología de este espacio, se destaca la disposición de animales salvajes y, sobre todo, de grandes cornamentas que, de cuando en cuando dejan entrever el alma de los poseídos.

Dicen que el crimen perfecto no existe, y si existiese… La edad de oro del cine mexicano se caracterizó por incentivar valores, por formar una identidad y unos rasgos sociales, culturales y religiosos muy definidos y aprehensibles para el público. De alguna manera, fue también un cine de propaganda en este sentido. La historia del matrimonio Morales, para bien o para mal, al contrario de esquivar los filtros de la censura, apostó por un final en la perfección divina de la ironía.

 

Tráiler:

Película completa remasterizada:

https://ok.ru/video/2108566407819

Película completa original:

https://zoowoman.website/wp/movies/el-esqueleto-de-la-senora-morales/

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Póster promocional de El extraño color de las lágrimas de tu cuerpoPor lo general, estamos acostumbrados a que nos cuenten las cosas de una determinada manera. Las historias que nos llegan lo hacen a través de un orden lógico, que clarifica la recepción de mensajes e intenciones de los creativos detrás de las películas. Entendemos la sucesión de acontecimientos, el papel de cada personaje, y nos emocionamos y sorprendemos con los giros argumentales que dan vida a una proyección. Sin embargo, hay ocasiones es las que un director elige la ruptura con lo establecido, el planteamiento de reglas propias fuera de esa lógica narrativa a la que tan bien se acomoda nuestro cerebro. El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo es de esa clase de películas, alucinógenas e incluso, molestas a ciertos niveles psicológicos, pero necesarias para darse cuenta de los límites a sobrepasar en el arte cinematográfico.

La propuesta de Hélène Cattet y Bruno Forzani, la pareja de directores tras esta alucinación fílmica, abraza con naturalidad los clichés de género y los retuerce hasta convertirlos en la viva imagen de una pesadilla caleidoscópica y agobiante. Ya nos habían enseñado su arsenal en la no menos peculiar Amer (2009), película sin diálogos, auténtica demostración de fuerza visual, que visita lugares comunes del cine de horror y ofrece algo tan distinto como surrealista en el resultado de este homenaje/deconstrucción del género. En El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo repiten el juego a todos los niveles, a la búsqueda de la estética de la pesadilla, elegante y opresiva a partes iguales.

En cuanto a la trama, cuenta la desaparición de una mujer y la posterior búsqueda desesperada de su confundido marido. Cuanto más se adentra en su investigación, duda con fuerza entre dos ideas: O su mujer ha muerto o, quizá algo peor, le ha abandonado. Sin salir del edificio donde ambos vivían, el protagonista se sumerge en un auténtico laberinto, tanto físico como mental, tras esquivas respuestas y perseguido por la sombra de un peculiar asesino. En apariencia simple, el caótico deambular por los pasillos del absorbente edificio nos transporta a un mundo de reglas propias, donde las respuestas no son nunca las que desearíamos, ni las soluciones dadas responden a la lógica cómoda del relato policíaco al uso.
Imagen de El extraño color de las lágrimas de tu cuerpoHélène Cattet y Bruno Forzani son esclavos de la estética, para lo bueno y para lo malo. Pretenden con cada plano el planteamiento de una imagen del horror, a base de juegos mentales en el plano psicológico, pero que no tendrían ningún sentido fuera del potente mundo visual manejado por esta pareja propietaria de un mundo tan rico. Esta apuesta por la imagen, a veces, da sensación de frialdad, de abandono de la historia por parte de unos directores aferrados con pasión a una forma tan determinada de entender el cine. Pero hay mimo en cada plano, precisión milimétrica en cada decisión. Su apuesta bebe de lo onírico, del subconsciente, del lado oscuro del alma humana. Sin respiro, sin concesiones, el cine de Cattet y Forzani es experiencia y experimentación.

El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo es, además, una delicia cinematográfica, exposición sin complejos de influencias e intereses. A pesar de la personalidad de las películas de estos directores, bien es cierto que la originalidad es producto de una exquisita selección de referentes, que, pasado por la particular percepción de Hélène Cattet y Bruno Forzani, se transforma en algo único. Apuestan por un cine en desuso, que tiene su principio y fin en la propia investigación del cine como arte, como lenguaje propio, más allá de sus posibilidades narrativas. En El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo hay una historia, pero no es el interés principal de sus creadores contarnos algo. No es el fondo, es la forma la auténtica protagonista de una película, cuyas virtudes son las mismas que sus maldiciones.

fotograma de El extraño color de las lágrimas de tu cuerpoHélène Cattet y Bruno Forzani, al igual que en Amer, utilizan el giallo como base espiritual de la película. La estética de la violencia exagerada y colorista de este género llega al virtuosismo, gracias a la fantasmal recreación del asesino, una estilización de un género ya de por sí irreal y morboso. La influencia estética del Dario Argento más esteta, como en Suspiria (1977), donde la ambientación barroca alimentaba o, incluso, servía de contraste al violento espectáculo. Todos los elementos reconocibles del giallo se convierten en parte de la identidad de El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo, pero, claro está, cada paso de los directores en el desarrollo de su película nos lleva a un perverso espejo distorsionado, en el que la realidad se desmenuza y se transforma en un lenguaje propio. El cine se convierte en excusa, y entonces empiezan los problemas de la película.

Si la primera parte nos sumergía sin paliativos en un extraño mundo, enseguida esa sensación de irrealidad se transforma en algo mórbido y distorsionado, ofrecido sin ningún tipo de filtro, que obliga al espectador a jugar con las reglas de sus creativos. Sin ese intercambio, sin esa rendición por parte del público, esta película es imposible. Como mucho, queda como incómoda experiencia visual, pero sin más vida que el poder de sus imágenes, por otra parte bastante sugerentes. Si hay complicidad, El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo es emocionante, perturbadora, premeditadamente confusa y diferente de manera brutal e inteligente. Ofrece un cine que pide mucho al espectador, pero a cambio, si aceptamos las reglas (o la falta absoluta de ellas), viviremos el placer de un paseo guiado por una pesadilla.

El extraño color de las lágrimas de tu cuerpoHélène Cattet y Bruno Forzani fabrican un giallo con mucho de Argento, sí, pero en su pócima hay muchos ingredientes. Se abraza con placer el surrealismo de Luis Buñuel, la experimentación narrativa de David Lynch, la estética de la psicología destructiva de Brian De Palma e, incluso, la perversa diversión con el espacio del Polanski travieso de El quimérico inquilino (Roman Polanski, 1976) o la extravagancia de un clásico de culto como  Amenaza en la sombra / Venecia rojo shocking (Don´t Look Now, Nicholas Roeg, 1973). Hay un relato descompuesto e irreal, que recuerda las intenciones de Resnais en El año pasado en Marienbad (1961), aunque con la mirada puesta en el cine de horror. El resultado es trágico, imprevisible, alejado de la total normalidad, de la zona de confort.

No es una película para todo el mundo. Pero puede que sea tu clase de película. Por eso, por puro descubrimiento, debes dar una oportunidad a El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo.

Tráiler

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El extraño viaje - cartelFernando Fernán Gómez alcanzó con esta obra uno de sus mejores trabajos, y el mérito estriba en la descripción fiel y exacta de la España rural, analfabeta, rancia y mojigata de los años sesenta, mediante la vía de la exageración, de la astracanada y del sainete costumbrista. Este particular y singular artista, díscolo e inconformista, consiguió combinar con habilidad varios géneros cinematográficos, desde el drama a la comedia, pasando por lo terrorífico, el suspense y lo policiaco, y a través de ello, rascar hasta alcanzar y describir la hipocresía, opresión, envidias y doble moral que campaban por aquellas décadas.

La propuesta juega a combinar dualidades, a retratar la vida cotidiana de un pequeño pueblo repleto de prejuicios y deseos reprimidos, frente al misterio que encierra la casona de los más acomodados del lugar, los hermanos Vidal, en donde convive el tremendismo, la infantilidad de los dos hermanos pequeños, el despotismo de la hermana mayor y la sordidez en decorados y objetos; la dualidad en el mismo pueblo, a través de los dos coros que, a modo de tragedia griega, se reúnen en su plaza para contrastar masculinidad y feminidad (las reuniones de la mercera y sus amigas frente a las del boticario y sus compinches); la dualidad entre la imagen aperturista y moderna que pretendía dar el régimen en los años sesenta frente a la lamentable realidad de un país en sombras, atrasado e infecto de complejos y opresiones.

fotograma-el-extrano-viaje-1La idea del relato surge precisamente a partir de una inspiración de Luis García Berlanga sobre un enigmático y sonado crimen sucedido en Mazarrón. La idea original era denominar a la película como “El crimen de Mazarrón”, pero su alcalde consiguió que las autoridades prohibieran dicho título, con el pretexto de que perjudicaría al turismo de la zona. Otra anécdota o desgracia que rodeó al film fue la circunstancia de que, a causa tanto de la censura como de la distribuidora, únicamente pudo estrenarse a los cinco años desde su realización, casi a hurtadillas en una sesión doble de un cine de barrio, convirtiéndose en un fracaso de público y crítica.

En la actualidad, es considerada por muchos como una de las mejores obras del cine español, y es alabada tanto por lo retratado como por la forma de retratarlo, tanto por hacer un análisis certero, ácido y pesimista de la sociedad del momento, como por realizarlo con una maestría técnica, con puesta en escena y movimientos de cámara muy elaborados.

Este “extraño viaje” arranca recreándose en las portadas de prensa expuestas en un quiosco, lo que le sirve a Fernán Gómez para tres cosas: para contrastar la dualidad entre la miseria de la España profunda y la elegancia y modernidad del “extranjero”, representado por revistas de moda; para recordar el momento político en el que se vivía, con una dictadura que ya duraba demasiados años, pero todavía plena de restricciones, a pesar de la propaganda desarrollista que se vendía; y para situar la acción en un momento temporal concreto mediante el enlace borbónico principesco, además de contrarrestar nuevamente la opulencia y felicidad del “noble” matrimonio con el destino agrio y solitario de Beatriz, una de nuestras protagonistas (si bien es cierto que habría mucho que decir sobre la supuesta felicidad marital de la primera pareja).

La casona, su moradores, ambiente y decorado merece capítulo destacado. Bebiendo de claras fuentes hitchcocknianas, principalmente de Psicosis (1960) y Rebeca (1940), entramos en una cámara de horrores en que se suceden los sobresaltos, las puertas que chirrían, lámparas, cuadros, velas, cachivaches, juguetes y muebles diversos de formas enrevesadas, anticuadas y cutres. Monstruosidad en el entorno y también en sus habitantes, en los tres inolvidables hermanos Vidal: la mayor, Ignacia. (Tota Alba), que recuerda al ama de llaves de Rebeca, destaca por su crueldad, por su carácter dominador y portador de una doble vida envuelta en erotismo reprimido, personalidad enfatizada a través de contrapicados que la muestran, más si cabe, como un personaje odioso. Los pequeños, Venancio y Paquita (Jesús Franco y Rafaela Aparicio), totalmente aterrorizados por su hermana, idiotizados en su ingenuidad e inocencia, aislados del mundo exterior y rodeados de sus fantasmas. Son personajes que a pesar de sus carencias y limitaciones mentales se hacen querer por irradiar bondad y desamparo. La cámara se recrea en mostrarlos en claros picados que termina convirtiéndolos en minúsculos gusanos a punto de ser devorados por las circunstancias. Vertical y rígida Ignacia, frente a los desvalidos Venancio y Paquita, obesos, histéricos y atontados.

foto-el-extrano-viaje-2Mientras en esa casona, en donde tampoco faltan pájaros disecados, cual fiel homenaje al maestro Hitchcock, se desarrolla el misterio, terror y fantasía sexual, en el exterior transcurre la historia de amor de Fernando (Carlos Larrañaga) y de Beatriz (Lina Canalejas), rodeado de casi todos los tópicos de la época que aportaba la religión católica, referentes a la castidad y virginidad, y los que también aportaba el machismo imperante acerca del destino de la mujer, cuya felicidad sólo podía encontrarse en el matrimonio, con la asociación evidente de la soltería femenina al desprecio, al fracaso y a la soledad.

Y mientras asistimos a la vida y miserias de estos personajes, Fernán Gómez no pierde la ocasión para retratar mediante largos travellings la vida cotidiana de los lugareños, representados por ellos mismos, mujeres censoras, hombres con sexualidades reprimidas, el alcalde autoritario, todos pendientes de la vida de los demás y de la crítica al menor movimiento de modernidad. Esa modernidad está encarnada por la joven y atractiva Angelines (Sara Lezana), que provoca iras y envidias con sus “descarados” bailes, movimientos y vestuario.

Cristóbal Halffter construye una banda sonora acorde con la dualidad del film. Los movimientos de Ignacia y el devenir negro de la historia se acompañan por ritmos disonantes y atonalidades que intensifican la tensión, y la historia de Beatriz y Fernando, y del conjunto del pueblo, por canciones exitosas de entonces, populares pasodobles y algunas melodías de zarzuelas.

El destino de toda esta fauna ibérica no parece estar abocada a grandes alegrías y la tragedia se posa desconsoladamente sobre los protagonistas, como fiel reflejo de todo un fracaso colectivo.

Tráiler:

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El fantasma de la Ópera, cartelBajo el Palais Garnier, suena una melodía. La Octava Sinfonía de Franz Schubert (1797-1943) guía nuestros pasos en la semioscuridad. Galerías subterráneas nos muestran un París húmedo y desconocido.

La alta burguesía, ataviada con sus mejores galas, acude con avidez al espectáculo; las escaleras del edificio parisino se llenan de bullicio y algarabía. La ópera siempre fue un acto social.

Unos pocos segundos marcan el ritmo de esta historia. Los créditos se sienten como la bruma y, cual fantasma, se intuyen primero y se manifiestan después.

Lentamente una tenue luz va ganando en intensidad, revelando entornos y espacios. Pasadizos secretos nos desvelan, durante unos momentos, miedos e inseguridades.

Luces que van y vienen, sombras que se desvanecen y ese misterioso palco número cinco componen toda la trama misteriosa que nos mantiene en vilo. Tres historias imbricadas confluyen en un argumento común. La que acontece en el escenario, los momentos compartidos por la sociedad de la época y la solitaria vida del fantasma.

Fielmente, el director Rupert Julian (1879-1943) adapta la novela homónima de Gaston Louis Alfred Leroux (1868-1927). Los aspectos fantasmagóricos del protagonista y sus misterios en las profundidades del teatro son quienes crean el clima, las mazmorras ocultas bajo el teatro, presagian muerte y tragedia.

Joya del cine mudo, blanco y negro que cobra todo su sentido supera, con nota, el desafío. Adaptar un guion de tales características, consiguiendo mantener en vilo al espectador, no es tarea fácil. Los personajes, sus gestos y actuaciones, junto con la música y los movimientos de cámara hacen el resto.

Lloyd Webber también nos presentó, hace unos años, un fastuoso fantasma (Joel Schumacher, 2004) en el que la música, el canto, los trajes y la ambientación dejaban atónitos al espectador por su elegante y majestuosa puesta en escena. En el caso que nos ocupa, este fantasma es de otra época. Los escasos recursos y materiales no desmerecen en absoluto a ninguna de sus múltiples adaptaciones; esta rara avis es una pieza única.

El maquillaje toma protagonismo absoluto en esta película. La máscara cubre perfectamente la tez del personaje más misterioso del metraje, cambiándolo totalmente. Un rostro completamente desfigurado se esconde tras ella. Gran y meticulosa labor de cenizas y carbones logran un pavoroso efecto.

El escenario también juega un papel importante. La espectacular caída de la lámpara de araña del techo presagia desgracias. El patio de butacas se queda perplejo; los movimientos de los personajes buscan explicaciones. La tranquilidad se torna en desasosiego. El caos reina en la estancia.

En las mazmorras, habita Erik, músico atormentado. Tras disfrutar del espectáculo, marcha en una especie de góndola a su recóndito y apartado refugio lleno de trampas y trampillas que persuaden a los intrusos. Escondido en su guarida, compone su melancólica música.

Una pequeña Venecia en París muestra las travesías por canales subterráneos; de nuevo, otro Caronte, como en Muerte en Venecia (Luchino Visconti, 1971), acude a nuestros pensamientos. Sintiendo el frío húmedo y el hedor particular, transitamos junto a él los insondables caminos del subsuelo.

A veinte metros bajo tierra se esconde del mundo un compositor atormentado que prefiere estar muerto en vida que vivir una vida vacía sin amor ni esperanza alguna. Este lugar, sumergido por agua, es el escondite perfecto para aquel que vive de espaldas al mundo.

Luz y oscuridad, dos caras de una misma moneda, conviven siempre unidas pero eternamente separadas, y algunas veces, como en Lady Halcón (Richard Donner, 1985) confluyen momentáneamente. El eclipse puede romper el hechizo.

The Phantom of the Opera

En el escenario se interpreta Fausto (Charles Gounod), en ella aparecen los enamorados de esta historia. Argumento teatral que puede confundirse con la realidad vivida por los personajes. Margueritte (Christine) es apartada de Fausto (Raoul) y salvada por Mephistophenes (Erik) todo un intercambio de papeles que, en términos absolutos, bien pudiera parecer el argumento del metraje.

Una de las escenas estéticamente más bellas y elegantes es la protagonizada por las bailarinas. El tul blanco del tutú flota entre bastidores y, saliendo de su zona de confort, se dirigen con miedo hacia las entrañas del teatro, donde, en la infructuosa búsqueda del fantasma, viven, entre poleas y bastidores, momentos de verdadero pánico. La cámara los acompaña, creando instantes llenos de magia y estupor. En un momento y sin poder evitarlo, ejecutan una improvisada coreografía, sus sombras suben las escaleras y sus faldas ondean con sutiles y gráciles movimientos de ballet. Bailarinas por siempre, muestran un control del miedo escénico poco común en entornos no convencionales. Una iluminación tenue y titilante evoca sutilmente situaciones de terror.

El momento en que la protagonista desenmascara al fantasma es el punto álgido del metraje. Todos esperamos ver la cara oculta del misterioso ser. Por fin, se muestra al hombre desfigurado. El horror más profundo, al ver el rostro deforme, da paso a una leve curiosidad y quizá a una liviana, pero no suficiente, compasión. Christine contempla la abominable visión de esta alma errante que vaga por el submundo en busca de una razón de ser.

Y de nuevo, otra sorpresa nos aguarda, un curioso technicolor aparece de repente. El momento del baile de máscaras tiñe de tonalidades y enfatiza, junto con la puesta en escena, los movimientos de cámara que muestran la primera reunión de los personajes al completo. Aparece el fantasma perfectamente ataviado como en La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe (1809-1849).

Más momentos nos esperan en la terraza del teatro. La tranquilidad de la noche les arropa y los amantes se sienten, entre esculturas, libres al fin de las fauces del fantasma.

Este, escondido entre las magníficas estatuas, oye sus cábalas y traza, sin mucha capacidad de reacción, un rápido e infructuoso plan de huida. Despojado de todo, su amor por Christine es lo único que le queda. Primeros planos y distintas posiciones de cámara brindan al espectador momentos de duda, curiosidad e intriga. Atemorizado por vez primera, lo notamos dudar. Conservar su amor a toda costa o intentar salvarse él. Cualquiera de las dos opciones se antoja complicada.

La persecución final es otro ejercicio más de técnica y pulcritud. El público masculino, enarbolando antorchas, se dispone a recorrer las lúgubres galerías, siguiendo las huellas de la prima donna. Como en la búsqueda de El origen perdido, de Matilde Asensi (Alicante, 1962), los personajes se adentran en estos espacios subterráneos, recorriendo criptas, sorteando espacios y subiendo o bajando ensortijadas escaleras. Afuera, en las calles, siguen los caóticos pasos del atormentado ser y, dándole caza, se lanzan en tropel sobre su alma torturada.

Sin apresurarse, pero con paso firme, avanza esta historia. Juegos de luces revelan fantasmagóricos secretos de demonios y mazmorras, transformando, sin demasiados artificios, la desesperanza inicial en una triste melodía de salvación.

 

El fantasma de la Ópera (completa):

https://youtu.be/tbBHZVjq_O0

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ElgrancarnavalCartelExpectantes ante ciertas noticias de los medios de comunicación que nos mantienen en vilo durante los últimos días, nos ha entrado la inquietud de revisar la película que Billy Wilder dirigió en 1951, El gran carnaval (Ace in the Hole). Protagonizada por Kirk Douglas, destripa la historia de un periodista sin ningún escrúpulo, a la búsqueda de la noticia que inevitablemente deberá llevarle a la fama y al éxito profesional.

Kirk Douglas es Charles Tatum, conocido por “Chuck”. El filme se inicia cuando llega a una población de Nuevo México, concretamente a la redacción de un pequeño diario en busca de trabajo. No se preocupa en ocultar ante el director y demás miembros del periódico sus lamentables antecedentes laborales. Chuck ya ha colaborado con otras publicaciones del país, incluso algunas de ellas muy prestigiosas de Nueva York o Chicago. Pero fue despedido de todas por diversos motivos, entre los que se encontraban jugar con el alcohol o con asuntos de faldas cuando no tocaba. No parece precisamente que el seguimiento de los principios deontológicos de su profesión de comunicador vayan con su personalidad y, casualmente, aterriza en un diario, en el que la búsqueda de la verdad es perseguida, honrada y exhibida con bordados de lujo.

A pesar de todo, Chuck es contratado por el director, un personaje que desde el primer instante destila honestidad. De tal forma comienza nuestro protagonista su aventura en el rotativo, con la esperanza de que aquella noticia que anhela como “agua de mayo” para acceder a la gloria se produzca en cualquier instante. Tampoco nuestro redactor tiene demasiado problema en que si la misma no surge, deba intervenir en su creación o manipulación. Pero los meses van transcurriendo y la oportunidad parece que se hace demasiado de rogar.  En dicha tesitura se encuentra al año de trabajar para la gaceta, hastiado ya de los sucesos  que debe dar a conocer a los lectores de la publicación, acontecimientos que considera totalmente vulgares. En una de estas se le encarga, junto con un joven fotógrafo de la plantilla, cubrir una cacería y exhibición de serpientes. De camino a tan magno acontecimiento, en el que incluso van a intervenir los cargos más insignes del lugar, tropieza con una especie de gasolinera que, además, funciona como bar y motel de carretera. En el momento y en el sitio más inesperado surge lo soñado con avaricia. Y ese lugar en la nada se denomina Escudero y pertenece al condado de Los Barrios. Allí encontrará nuestro reportero su éxtasis particular.

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Poco se podría decir de Escudero, más que se trata de una zona desértica y rodeada de montañas, en la que vivieron, fallecieron y fueron enterrados muchos seres humanos de raza india que habitaron esas tierras durante siglos. No se nombra en el filme el abrupto final de la ocupación, pero nos lo podemos imaginar. Pues bien, qué casualidad, justo cuando llega Chuck a ese apartado lugar, un hombre blanco aficionado a la búsqueda de reliquias indias, acaba de quedar atrapado en una de las cuevas. Y como comprenderán, vistos los antecedentes, nuestro entrañable reportero no puede dejar pasar la ocasión que quizás pueda convertirse o convertirla, es lo mismo, en la bomba que le lleve directo al infinito, a la gloria periodística; como mínimo, al Premio Pulitzer.

Billy Wilder acierta plenamente con una historia que remueve conciencias y economías. Como en determinado momento manifiesta el protagonista, a la gente no le interesan las noticias en sí, sino solo las malas. Y además, deben de ser humanas. No es importante que ochenta niños se ahoguen atravesando el Mediterráneo porque huyen de la guerra, del horror de una masacre bélica. Da igual, eso no interesa, no impacta. Esos seres no tienen nombre, ni siquiera la misma nacionalidad y si nos apuran, tampoco la misma religión que los lectores de las noticias. A nadie interesa si viven o mueren, padecen hambre o contraen enfermedades. En cualquier caso, tampoco vamos a mover un dedo para auxiliarles de algún modo. No, eso no, aunque existan leyes internacionales muy claras al respecto. Pero si un hombre, que además vive en tu región y encima es de igual raza y ora al mismo dios, tiene nombre y apellidos que se conocen, un pasado por averiguar y una familia a la que se puede entrevistar, y ese hombre se queda atrapado entre rocas…. Claro, una pera es una pera y una manzana es una manzana. Y la diferencia entre los dos supuestos resulta diáfana. ¿O no? Con nuestro hombre blanco, que tiene nombre (Leo Miñosa), mujer, familia y además fue “héroe” de guerra, la expectación máxima está servida. Sensacionalismo puro y duro, morbo generalizado del que ya estamos demasiado acostumbrados más de medio siglo después de que el gran Billy Wilder lo llevara al cine. 

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El largometraje no ahorra en miserias ni se olvida de obviedades. Dolor y negocio quedan retratados sin piedad alguna. En cuanto a lo primero, al dolor, lo dejaremos para la familia más cercana. Sobre lo segundo, el negocio, deben repartírselo el resto de participantes. Y hablamos no solamente de periodistas sin escrúpulos, sino también de sus directores, de mujeres desengañadas, de contratistas que prefieren seguir la corriente del poder, de comisarios del condado corruptos o gobernadores atentos a la próxima reelección. Una delicia de especímenes humanos repugnantes. 

Billy Wilder, con El gran carnaval, comienza la producción en solitario de sus películas. Y con ella, recurre en su puesta en escena a un realismo que se acentúa con el expresionismo conseguido en la actuación de Kirk Douglas como Charles Tatum, periodista tramposo, agresivo y arribista. El mismo Wilder empezó a trabajar en dicha profesión en 1924, en Viena, hasta que en 1934 dirigió en París, junto con Alexander Esway, Curvas peligrosas (Mauvaise graine). Precisamente, esa experiencia como periodista le ayudó enormemente para dibujar, tanto en esta obra como en Primera plana (The Front Page, 1974), esa imagen de redactores sin escrúpulos e indiferentes con el sufrimiento de otros. Pero además de apuntar contra dichos profesionales, Wilder también disparó en El gran carnaval contra el público, que no recibió con entusiasmo la patética imagen que de ellos mismos se ofrece en el filme. Una multitud de seres al acecho de desgracias ajenas. Un inteligente reflejo que convirtió al largometraje en un fracaso en taquilla. 

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Con un ritmo trepidante, se reflexiona sobre el egoísmo y el espíritu cautivo de los humanos, en búsqueda de la gloria o, al menos, con la esperanza de que no les roben las migas. Y si hay que mentir, se hace, y si hay que delinquir, pues también. A quién le importa si lo que está en juego es la supervivencia de un hombre. A muy pocos. Y en este punto, resulta imposible olvidar ese plano general del padre de Leo en la lejanía, de espaldas y destilando una tristeza profunda, mientras es observado en silencio por Chuck y su ayudante.

Estamos ante un excelente filme, que debería ser recordado con frecuencia en las facultades de comunicación, además de ser exhibida con regularidad en las televisiones de mayor audiencia. Qué mejor comienzo que ser conscientes de nuestras propias miserias.

  

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Cartel de la película El hombre que mató a Liberty ValenceEstamos ante un clásico del género de películas del Oeste. Cuando apareció, en 1962, no generó grandes reconocimientos, pero con el tiempo se ha ido apreciando que John Ford filmó una película que trasciende las épocas. Lo hizo en blanco y negro, por decisión propia y obstinada, quizás como seña de que el blanco y negro son eternos. O quizás como símbolo del mensaje ying yang que subyace en la historia que se nos cuenta, donde el bien y el mal se interconectan de forma misteriosa para definir el destino de las personas.

Cuatro extraordinarios artistas: James Stewart, John Wayne, Lee Marvin y Vera Miles se dejan llevar de la severa mano de Ford, para que el eterno melodrama de la vida sea desplegado ante nosotros, en forma de flashback, a manera de crónica de una muerte famosa que anuncia el fin del salvaje Oeste y el nacimiento de la política, de la fama y la publicidad, como formas dominantes en la vida de un país.

El-Hombre-que-mato-a-Liberty-Valance-1Es evidente el cuidado que exige Ford en la actuación y el diseño que impone. Y los artistas responden. James Stewart es, en verdad, impecable, como lo fue siempre trabajando en todos los géneros, bajo numerosos y prestigiosos directores. Cuando pienso en una película de Alfred Hitchcock, de inmediato viene a mi mente Stewart, que personificaba a hombres inocentes y maliciosos a la vez, que siempre se llevan, inesperadamente, la mejor parte. Como ocurre con el abogado Ramsom Stoddard, en El hombre que mató a Liberty Valance. John Wayne es, sin duda, un maestro de la actuación, con un total de 153 películas, y 142 roles estelares, algo inédito. Durante 35 años, actuó en 20 películas dirigidas por John Ford, generando esta relación un beneficio mutuo, que se puede apreciar en la última de ellas, The Man Who Shot Liberty Valance (1962). No es el más protagónico de sus roles, pero deja apreciar el cómo una presencia poderosa genera impactos, detrás de bastidores, igual como se sienten los alcances de un buen director, se aprecian los alcances de un gran actor. Wayne es Tom Doniphon, quien literalmente, detrás de bastidores es el hombre que hizo el disparo fatal que acabó con Liberty Balance, protagonizado por Lee Marvin. Marvin es otro experto actor, no siempre de roles protagónicos, con muchas apariciones en películas de acción, como la que le valió un inesperado Oscar, en 1965 como mejor actor principal por La ingenua explosiva, una comedia musical del Oeste, en la que encarna a la vez a dos curiosos personajes, un pistolero borrachín y su hermano malhechor. Valance, curiosamente, es también acá una simbiosis de esos dos personajes: malhechor y borrachín.

El-Hombre-que-mato-a-Liberty-Valance-5Quiero dar mención aparte a Vera Miles. La hermosa actriz, que fue en su juventud reina de belleza y, en su momento, una de las actrices preferidas de Hitchcock, con actuaciones en Falso culpable (1957) y en Psicosis (1960), esta última en un papel secundario, pero aclamado. Con John Ford ya había hecho Centauros del desierto (1956). En la película, Vera Miles es Hallie, la esposa del abogado Stoddard, una hija de inmigrantes suecos que hacen sus vidas en un pueblo perdido del desértico Oeste, sirviendo comidas a desordenados comensales. Hallie mantiene una digna compostura en medio de la insoportable ignorancia y la violencia prevalente, torturada entre dos amores: uno idealizado por Stoddard, un abogado que llega al pueblo, herido y derrotado, después de ser atacado por los bandidos del grupo de Balance; otro realista, pero rutinario, por Doniphon, un hombre fuerte e invencible, pero de palabras y gestos algo torpes para el amor.

El-Hombre-que-mato-a-Liberty-Valance-4En este ambiente de grandes actores se va contando la historia. Ella transcurre en un momento de transición. El ferrocarril ha llegado al Oeste y con él, la transformación y la influencia moderna de las ciudades de la costa oriental de un país dispuesto a extender sus territorios por las nuevas fronteras, de la mano de los libros y las leyes, de la agricultura y los sistemas de riego. Los inmigrantes europeos juegan un papel fundamental en esos movimientos, atemperando con su presencia y con su trabajo honesto las influencias de la violencia y del poder. Hallie simboliza esa nueva sangre que trajo equilibrio, la misma que al final va a vencer y que hoy se ve desplazada por las nuevas olas de inmigrantes latinos, asiáticos y árabes.

El-Hombre-que-mato-a-Liberty-Valance-portadaComo trasfondo a El hombre que mató a Liberty Valance, se nos describen escenas de un naciente sistema democrático, a base de representaciones que se forjan con palabras demagógicas o con expectativas no muy claras, pero que, misteriosamente, cristalizan en hechos de progreso real. Al mítico “Town Hall Meeting”, una especie de asamblea ateniense a la western, se le dedican momentos memorables del filme. Ello es importante, dado que esta es la nueva génesis del poder, en la cual se ofrecen alternativas a las formas violentas, algo que no pareciera ser posible, pero que eventualmente se logra. En este sentido, el filme es optimista, pero deja entrever que se va a requerir que exista alguien capaz de acabar con ciertos personajes que nunca van a cambiar, como Liberty Valence, siendo necesario que alguien haga el trabajo sucio. Lo interesante acá es que Doniphon, el que le pone el cascabel al gato, lo hace con nobleza, renunciando al protagonismo, dejando que la leyenda se convierta en la génesis de la realidad, en nombre de un bien superior.

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Cartel de la película El hombre tranquiloEs una necesidad imperiosa, que nace en lo más profundo del alma y que explosiona contra las paredes del cuerpo. Ojos cerrados. Párpados exprimidos. Pestañas contra pestañas. Es un sueño que zapatea y atornilla la voluntad hacia una búsqueda incansable, prácticamente utópica. La felicidad, un deseo febril, que se amotina en el subconsciente y lo oprime hasta el final de los días.

Un fragmento cincelado en el ADN del ser humano. Un átomo primitivo, que crece con insistencia y se agarra con nervio a cualquier idea que conciba la imaginación. La bonanza son pequeñas alegorías que desean convertirse en tangibles o terrenales; una encarnación material, para sentir sosiego y plenitud. Un empeño caprichoso que en determinadas ocasiones se posa en un lugar establecido, un emplazamiento mágico y especial con nombre propio. Simplemente Innisfree.

El paraíso inolvidable de John Ford. La historia de una redención. El esperado regreso de un hijo pródigo. La luz perdida de Rafael Alberti. Una historia sencilla, perfecta, sobre el amor, la amistad, la tradición y las normas sociales; una narración que se expande con astucia en cada una de sus escenas. Un relato insuperable sobre un personaje sereno y pacífico, que llega desde tierras lejanas, buscando su ansiada paz interior y su consecuente felicidad. Es una comedia maravillosa que, tras horizontes bucólicos, esconde las más increíbles de las riquezas cinematográficas.

The Quiet ManEl hombre tranquilo es un cuadro costumbrista de pinceladas suaves, íntimas y luminosas. Es un movimiento artístico, que mezcla, con perfecta simetría, el folklore impertérrito de Irlanda con los sentimientos más profundos del ser humano. Es la delicadeza “hollywoodiense”, la Magna sencillez de Ford, que evangeliza lo sobrio y lo transforma en un elemento ebrio y henchido de clarividencia. Una fantástica aventura de hadas, musas y duendes, cuyo poder audiovisual se fundamenta en la sencillez de su forma y en la potencia de su mensaje.

Una mirada diáfana, universal, sobre las personas, sus emociones y sus miedos. Experiencias reales, vividas, que son expuestas en un emplazamiento casi quimérico gracias a la fuerza del color. El juego de luces y sombras y la energía de los pigmentos del silencio, que se exponen en cada escena, son componentes intrínsecos para el alma de esta cinta. Un compendio perfectamente diseñado para potenciar el encanto y la empatía con el espectador; una relación íntima y singular, que los convierte en testigos presenciales de esta narración. Una saturación diligente, un protagonista más de la acción, que entremezcla lo simbólico y lo pictórico con la realidad y eleva los sentidos a un edén de tonalidades poéticas, para acercar la temática de este film a un atmósfera bucólica sin excentricidades.

Aires renovados para la novela pastoril. Una narración amorosa renacentista, cuyo ritmo va en aumento gracias a las interrupciones de las divertidas subtramas adyacentes; pequeños aderezos, diseñados para regalar golpes de efectos capaces de cambiar las pautas de comportamiento de los personajes principales de la historia. La música es la molécula indispensable que acompaña a este asombroso acontecimiento, ya que su ritmo destaca esos terremotos sustanciales de la acción. Es la perfecta armonía entre la historia y la partitura, pues de esta manera, el personaje principal es capaz de sincerarse y encontrar su ansiado bienestar emocional tras las crisis vividas y su transición interior.

Fotograma de El hombre tranquiloSimplicidad encarnada en ímpetu y vitalidad. Una película lineal y continuada, donde el pasado determina las acciones del presente. Una especie de flashback omnipresente que fuerza la voluntad del lenguaje cinematográfico hacia derroteros metafóricos; un pulso constante, una lucha en el interior del personaje interpretado por John Wayne que, a pesar de su estado de agitación, no dificulta la comprensión del visionado de la película. El duelo de cada personaje es determinante para el desarrollo de la cinta, pues este funciona como una especie de guía por la que la acción debe discurrir; un deseo inconsciente y cadencioso que resuelve los problemas para llegar a la resolución final. Los sentimientos que los protagonistas van experimentando a lo largo de la historia fluyen en cada escena como una fuerza dominante que, de forma subconsciente, incita el deseo de llegar al final de sus consecuencias.

The Quiet Man, escenaLa naturaleza que envuelve el contenido de esta película es un refuerzo poderoso. Sus componentes fortalecen el atractivo que irradia la cinta, gracias a su valor figurado. Cada escena está estudiada al detalle para envolver a los personajes en un mundo alegórico, donde sus apetitos más íntimos quedan evidenciados, siempre entre líneas. Una especie de epicureísmo velado, para crear íntimos nexos de unión con el público. Instintivamente, esos lugares rústicos y frondosos (montañas, bosques y prados) y el peso persistente del agua (tormentas, ríos, mar) son niveles de expresión estudiados, camuflados, tras un manto de tradición, bondad, recato y respeto. De esta forma, se rompe cualquier barrera inquisidora existente y se transporta, se sumerge, al espectador en esa realidad, para que pueda compartir abiertamente los sentimientos de los habitantes de ese pueblo irlandés.

Sólo un lugar como Innisfree, un paraíso en la tierra creado por John Ford, puede albergar tan extraña colección de palpitaciones contenidas. Un suspense manso arremonilado, una emoción silenciosa dosificada, una Blanca Mañana eterna, expectante, que no teme la titánica sombra de Xanadú. Momentos decisivos, apasionados, que luchan con calma contra el peso de lo ocurrido y el mecanismo del tiempo. Una justa recompensa que concede el perdón y abraza la anhelada claridad de la resolución final.

Una luz al final del camino que vocifera cantos de cuna. Un regalo cinematográfico que susurra secretos ancestrales. La felicidad mecida por la dulce voz en off de una madre. A lo lejos, tras tupidas brumas y escandalosas borrascas, resplandecen, en la cumbre, esperanzas asequibles: “la mirada de una mujer atravesando los campos, con el sol en su pelo”.

El hombre tranquilo, la críticaUna comedia única y especial. Sofisticada. Auténtica, gracias a la diversidad y madurez de su temperamento. Una especie en vías de extinción. Sin descendientes legítimos, nada es comprable al esplendor de su humildad y a la frescura de su oxímoron audiovisual.

 

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ElinfiernodelodioCartelAkira Kurosawa realizó su cuarta incursión en el filme noir con El infierno del odio, tras El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948), El perro rabioso (Nora inu, 1949) y Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, 1960). Es la adaptación de King’s Ransom, una novela negra de Ed McBain. Se traslada la acción a la época del desarrollo económico de Japón tras la Segunda Guerra Mundial. Kurosawa tenía la convicción de que con un guion malo ningún gran director puede hacer una película atractiva; no obstante, si es bueno, puede llegar a la obra maestra. Es justo lo que sucede en este largometraje, basado en un guion excelente, sin fisuras y repleto de contrastes. Un guion dividido en movimientos y tiempos como una sinfonía. Pero además, la maestría del realizador debe extenderse a “la preparación de actores, los cámaras, la grabación de sonido, la dirección artística, la música, el montaje, el doblaje y la mezcla de sonido”. Ningún aspecto que no dominara el autor. 

Kingo Gondo (Toshirô Mifune) es un empresario acaudalado. Vive con su mujer y su hijo de alrededor de nueve años en una mansión, situada en lo alto de una colina. Desde arriba, puede observar los suburbios, zonas de la ciudad mugrientas y deprimidas. Pero lo que se puede ver desde la opulencia de arriba, también puede ser registrado desde abajo, desde la perspectiva de quienes residen en las casas más humildes. Un cielo y un infierno que se hacen patentes tanto en el título original en japonés, Cielo y tierra, como en su traducción al inglés, Arriba y abajo. Diferencias sociales que se detectan día a día, mes a mes, año a año. Gondo es un hombre hecho a sí mismo, que surgió desde la nada. Y le gusta observar con deleite y satisfacción el increíble salto al que le ha llevado su tenacidad y esfuerzo. Cabe decir que también ayudó la dote de su mujer, de procedencia acaudalada. La trama se centra en la equivocación que se produce al secuestrar al hijo de su chófer en lugar de al propio. 

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La película se compone de dos partes bien diferenciadas, divididas por la trepidante escena de intento de entrega del rescate. Y se remata con un final digno de engrandecer cualquier obra, abierto a demasiadas interpretaciones. En la primera, predomina la puesta en escena teatral, con una cámara muy estática y que se mueve, sin prisas, para seguir a los personajes. Unos trávelin que huyen de los zooms que tanto abominaba el director, al considerar que hacen patente la presencia de la cámara. Se desarrolla prácticamente en una sola habitación. En el rescate nos montamos en un tren, claro homenaje a la película que más impresionó a Kurosawa, La rueda, de Abel Gance (La roue, 1923). Una rueda del destino simbolizada en la de las locomotoras, llevadas a pantalla con cortes muy rápidos y vertiginosos. Con la segunda parte, se adopta un tono semidocumental que sigue con rigor la investigación policial. Con radicales cambios de ritmo aborda dinámicamente las pesquisas, dejando de lado el punto de vista de Gondo. En cuanto al final, merece comentario aparte.

Como subraya Jean Mitry, si deseamos obtener una captación total de las cosas, resulta imprescindible, además de experimentarlas desde la fijeza del montaje y la movilidad del trávelin, considerarlas desde muchos ángulos. Y el maestro japonés lo hacía mediante la colocación de diversas cámaras en una misma escena. Para el director, “la peor cosa que puede hacer un actor es mostrar que sabe dónde está la cámara”. Con el uso de varias, se evita la tentación de que el intérprete deduzca cuál es la que está rodando. Por otra parte, las películas surgen para Kurosawa en su deseo de “decir algo determinado en un momento determinado”. Y en esta ocasión, lo que pretendía era denunciar la baja pena que podía alcanzarse por secuestro en su país, en el que los secuestradores tenían el límite de tres años de cárcel si la víctima no muere. Justamente, lo que se consiguió con ella fue el aumento de secuestros en Japón. Lo que lleva a la necesaria reflexión sobre la oportunidad de alcanzar ciertas sonoridades en asuntos muy delicados. 

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Los temas que aborda El infierno del odio se despliegan como una verdadera cartografía de la naturaleza humana. Desde arriba culpabilidad, admiración, responsabilidad, gratitud, egoísmo, generosidad, codicia…; desde abajo, el rencor, la venganza, la envidia, la impotencia, el odio… Sí, ante todo el odio del título, una aversión hacia el otro, que en este caso es genérica, además de incontrolable. Y nos metemos, cómo no, en territorios del azar. ¿Por qué yo? ¿Por qué en mí lo absurdo? ¿Por qué soportar lo arbitrario desde la propia inocencia? ¿Por qué ceder a lo disparatado? Desatinos que deben enfrentarse desde el egoísmo a la generosidad, desde la mezquindad al humanismo, en una fina cuerda que puede romperse en cualquiera de los extremos. Y no se olvida, con respecto al capitalismo, el asunto de la codicia. Ya sabemos que las empresas no son instituciones benéficas; pero, ¿dónde se encuentran las barreras entre voracidad y beneficios? Además, quizás debería darse una vuelta sobre la necesidad de repartir la riqueza o, por el contrario, la de expandir la pobreza. Algunos políticos deberían meditar sobre ello. 

En el filme se encuentran escenas de excelente calidad escénica y profundos contenidos. Recodamos aquí aquella entre brumas, en la opacidad y neblina de un “callejón del drogadicto”. Un momento que nos lleva al mundo de las pesadillas desde una penosa realidad; hombres y mujeres que se mueven como zombis con la desesperación de su abstinencia. También nos acordamos de aquel bar o club de alterne en el que cuerpos se van amontonando y movimientos acelerando, mientras tomamos conciencia de la época histórica en la que nos situamos. Justo aquella, tras la contienda bélica, en la que la presencia de los ganadores en territorio de los perdedores todavía era demasiado nutrida (no deben pasar por alto la vestimenta de las camareras).

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Los abismos entre las clases sociales han tenido una presencia constante en la filmografía de Kurosawa. En Un domingo maravilloso (Subarashiki nichiyôbi, 1947) ricos y pobres comparten pantalla como espejo cinematográfico en el que se refleja el desprecio de unos hacia los otros; en Duelo silencioso (Shizukanaru Kettô, 1949), los desgraciados enfermos ya empiezan a hacerse patentes desde la comprensión subjetiva del médico; en El ángel ebrio (citado con anterioridad), la miseria se simboliza, al igual que en El infierno del odio, con un charco inmundo. Distancias inevitables, dualidades que marcan la estructura narrativa. Claustrofobia y confusiones que se expanden más allá del error en el secuestro. El intercambio de ropas también puede hacerse con la moralidad o la riqueza. Voluntariamente o no. Las cortinas de la mansión son incapaces de actuar como telón ante un mal que funciona como Gran Hermano, como una exposición buscada que no se puede clausurar según voluntad propia. Thriller  y psicología se dan la mano en esta exploración de los más oscuros e íntimos recovecos del alma humana. 

Estamos ante un filme que dialoga entre el bien y el mal, que exprime los límites entre ambos extremos. Y creemos que no nos encontramos únicamente ante una película policíaca excelente en la que la intriga no disminuye, como sostuvieron algunos críticos en su estreno. Al suspense, hay que unir el drama psicológico. Y toca centrarse aquí en esa soberbia y enigmática escena final. Víctima y secuestrador separados por un cristal en el que las caras de ambos se funden. ¿Son puestos intercambiables? ¿Cualquiera podría estar en el lugar del otro? ¿La suerte debe unirse a otros factores como la constancia y el esfuerzo? Planos y contraplanos se van alternando, hasta desembocar en una súbita separación entre ambos mediante la bajada cortante e inalterable de la persiana que los separa. Los dados ya están echados. Y el destino no es lo que podría haber sido, sino lo que ha resultado. El repliegue de una/as vida/s desde fuera de nosotros hasta nuestro interior. En un mundo caótico, el hombre se mide según las decisiones que toma. También, una conciencia de la propia insignificancia tan característica del budismo zen.

Tráiler:

 

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¿Quieres saber de dónde viene mi comicidad? Viene de no haber sido besado por una chica hasta después de los dieciséis. Viene de la sensación de no encajar en la sociedad norteamericana y de la certeza de que, aunque seas mejor y más inteligente, nunca encajarás.
Mel Brooks

Cartel de El jovencito FrankensteinUno de los film cómicos más exitosos y recordados en la carrera de Mel Brooks fue El joven Frankenstein, una película que nos permite hablar sobre la relación entre el género y la parodia.

El surgimiento de los géneros. El Terror

La consolidación de la industria cinematográfica norteamericana se fue desarrollando a partir de la implementación organizativa del género como condición necesaria para producir películas. Los grandes estudios de Hollywood se especializaron en distintos géneros para poder competir libremente y, al mismo tiempo, ejercer un monopolio acorde a su especialización. Desde la década del treinta, los Estudios Universal se encargaron de realizar y perfeccionar el cine de terror. Por entonces, la reciente incorporación del sonido, la superación de la crisis financiera, sumado a la inmigración de actores, técnicos y directores provenientes de Europa, incorporados al sistema de estrellas y de producción de Hollywood, sentaron las bases del cine clásico e hicieron posible el desarrollo del género.

Entre los directores extranjeros asimilados al sistema de producción, el inglés James Whale (1889-1957) llevó a la gran pantalla su versión cinematográfica de Frankenstein (1931), basada en la novela de la escritora Mary Shelley (1797-1851) e interpretada por quien se transformó en un ícono del género, el británico Boris Karloff. El éxito del film, lo llevó a continuar con la misma temática cuatro años más tarde con La Novia de Frankenstein (1935). Ese inicio exitoso dio lugar a la realización de múltiples y diversas versiones, buenas y malas,  sobre la historia de Frankenstein.  

El término género, como concepto, comprende el sentido de categoría, agrupamiento. En filosofía designa la idea general de un grupo de seres u objetos con caracteres comunes. En este caso, los horror films, denominación anglosajona de los films de terror, fueron estableciendo sus códigos propios, a través de los cuales, una película determinada puede reconocerse incluida dentro de un determinado «corpus» al que pertenece. El tipo de discurso narrativo y la estética que utilice serán también reconocibles por el espectador. Hay características compartidas que se reiteran de un film a otro con fórmulas probadas y aprobadas que garantizan su efectividad (claro que no siempre, eso depende de muchos  factores). La clasificación por géneros de parte de la industria, no sólo aplicó un sistema organizativo de producción sino también una orientación ideológica. Sobre esto último vale agregar la función social que muchos autores, como Andrew Tudor, le asignan al género: “los géneros cinematográficos son modelos culturales relativamente fijos que actúan sobre la sociedad, y ésta actúa sobre ellos…”.

Finalmente, la declinación, el desgaste o las modificaciones que fueron sufriendo los géneros como consecuencia de cambios sociales y culturales en el seno de la industria, coincidieron con la etapa final del cine clásico a mediados de los cincuenta. La etapa siguiente fue una reformulación de lo hecho, dando lugar, a fines de los sesenta y principios de los setenta, entre otras cosas, a la utilización de la parodia como una mirada retrospectiva y crítica sobre el género. Por ende,  quién mejor que Mel Brooks (1927) como referente de las spoof movie o película de parodia.

Descontracturando al género. La parodia

Fotograma de El joven FrankensteinEn relación al comienzo del enunciado, la parodia “existe” y se crea a partir del género, o sea que “es”, porque hay algo anterior para parodiar. Su objetivo es transgredir lo establecido, en este caso, al mismo género, para revertirlo, invertirlo, desdoblarlo o reformularlo desde el humor y el absurdo. La parodia no existe per se, tiene una relación de dependencia con aquello que parodia, por eso no puede dejar de citarlo. El texto/discurso anterior está siempre presente en el nuevo, por eso se lo debe conocer muy bien para lograr un acertado e ingenioso desdoblamiento. El mérito del humor resulta a partir de ese proceso de conocimiento previo.

Esta relación entre textos nos lleva a un exponente de la teoría literaria del siglo veinte: el filósofo y crítico literario ruso Mijail Bajtín (1895-1975) y su noción del dialogismo (pluralidad de voces narrativas en una misma obra). El autor considera que un texto nuevo se refiere a obras anteriores, en modos variables que incluyen la cita, el plagio, la parodia, el remedo. Otro referente de la narratología es el teórico francés Gerard Genette (1981), quien se refiere al conjunto de todas las categorías de textos y sus distintas relaciones, las cuales, se podrían definir como transtextualidad, es decir, “todo lo que pone al texto en relación, manifiesta o secreta, con otros textos”. Dentro de la transtextualidad, Genette define cinco tipos de relaciones transtextuales, y una de ellas es la intertextualidad, que es la relación que los textos tienen entre sí. (Léase “texto” como sinónimo de “discurso cinematográfico”). La parodia es un caso de intertextualidad.

El film como resultado

Una vez analizada la relación entre género y parodia, es tiempo de centrarnos en la película que nos ocupa.

Marty Feldman en El jovencito FrankensteinEl joven Frankenstein  fue co-escrita por Mel Brooks junto a su amigo, actor y protagonista, Gene Wilder (1933). El film es una parodia no sólo sobre la primera versión de Frankenstein, de James Whale, basado en la famosa novela, sino también sobre el periodo clásico del cine de terror que brilló en Hollywood durante los años treinta y cuarenta, como hice mención al inicio.

A diferencia del film de Whale, la película toma como punto de partida al excéntrico e histriónico doctor Frederick Frankenstein, nieto del famoso científico que dio vida al monstruo, y del cual reniega su parentesco al cambiar la pronunciación del apellido por “Fronkonsteen”. Cierto día, se entera que ha recibido la herencia de su abuelo, tras lo cual deberá viajar hasta su castillo en Transilvania. No me equivoqué. Dije Transilvania, bien sabemos que allí queda el castillo de su congénere Drácula, pero Mel Brooks, casi un adalid de la parodia, hace estas cosas de mezclar y homenajear a otro film de la época como fue Drácula (1931), de Tod Browing, que resultó igual de exitoso para la Universal.

Sigo…

El doctor Frankenstein se despide de su fóbica novia Elizabeth (Madeline Kahan) y llega a destino. Allí lo espera su ayudante, el jorobado Igor o Aigor, interpretado por un grande de la comedia inglesa, Martyn Feldman, aquel inolvidable humorista de ojos claros y saltones, con una voz también particular y reconocible. Ni bien se encuentran, el doctor Frederick Frankenstein, le dice: “¿Sabe? No quisiera ser impertinente, pero soy bastante buen cirujano. Quizá podría ayudarle con esa joroba”. A lo que Igor responde: “¿Qué joroba?”.

El doctor Frankenstein luego conocerá a su asistente de laboratorio, la bella Inga (Teri Garr), y al llegar al castillo lo recibirá la enigmática ama de llaves, Frau Blücher (Cloris Leachman), que ante el solo hecho de pronunciar su nombre, los caballos enloquecen.

Una vez allí, la historia de su abuelo vuelve a producirse como la recordamos, en las siguientes secuencias: el robo de un cadáver, la búsqueda del cerebro que resulta equivocado, la noche de tormenta en el laboratorio, la operación y el grito que todos conocemos: “It´s alive! ¡It´s alive!”. La criatura vive y el pueblo se horroriza del monstruo interpretado por Peter Boyle.

Los temas de la novela vuelven a surgir superficialmente: el hombre que desafia a Dios; la ciencia versus la naturaleza; la  moral puesta en juego ante la racionalidad; las consecuencias del avance tecnológico, etcétera.

Young FrankensteinBrooks, junto a esta suma de personajes bien delineados, recrea con acierto la estética de la época en relación al film original y también a las formas de hacer cine en los treinta. Para lograrlo opta por la película en blanco y negro, a fin de generar una atmósfera lúgubre de grandes contrastes entre luces y sombras, a partir de una estilizada fotografía de Gerald Hirschfeld. Si bien se emulan momentos de suspenso del film original, nunca se pierde de lado la comicidad, el absurdo, el doble sentido, la ocurrencia en los diálogos y los guiños autorreferenciales a cámara, que rompen con la transparencia del cine clásico. La banda sonora, a cargo del músico John Morris, fue escrita para el film, lográndose esa inconfundible melodía del violín que tranquiliza al monstruo. A la reconstrucción de época en el decorado general y el vestuario, se sumó el uso de gran parte de la utilería del laboratorio de la versión de Whale, donde se realizó una de las escenas más importantes y trascendentes del film. La puesta en escena, con sus delicados movimientos de cámara, el cierre del iris y el plano secuencia del comienzo, por nombrar sólo algunos ejemplos, funcionan como citas al estilo de realización de aquellos films del período clásico.

El joven Frankenstein no sólo está considerada dentro de las cien mejores películas cómicas americanas seleccionadas por el American Films Institute, sino que también fue elegida para su conservación en el National Films Registry de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.

Brooks logra rememorar y homenajear con cariño y respeto una tradición de films de terror del periodo clásico hollywoodense. A través del humor hace una reflexión sobre el tema del género y lo descontractura, le quita ese rigor taxativo y clasificatorio que lo caracteriza.

Bienvenida entonces la parodia a lo Brooks, cuando ella demuestra que los géneros pueden dialogar, mezclarse, y sentirse más libres cuando nada encaja ni nada resulta tan predecible y esperable a la imaginación.

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ElmanantialCartelEl manantial se inicia con su protagonista, un arquitecto llamado Howard Roark, en el momento en el que es expulsado de la academia en donde completa su formación. ¿La razón? Sus ideas innovadoras, una concepción artística que no respeta a los grandes clásicos de la arquitectura, que es, precisamente,  justo lo contrario de lo que quiere  “la gente”. Una osadía que, en ningún caso, puede fomentarse. En la siguiente escena, vemos a Roark junto a un compañero, que alardea de los éxitos que ya está obteniendo. Le aconseja que debería someterse al academicismo imperante, si lo que pretende es sobrevivir de la profesión. En la tercera escena, Roark acude al estudio de un arquitecto ya maduro, destruido por los constantes fracasos que ha ido acumulando desde su juventud, en el intento por llevar a la práctica sus genialidades artísticas. Howard Roark le pide colaborar con él y, tras conseguir su aceptación para que comience inmediatamente, Roark se retira con delicadeza y al final de la estancia, se da la vuelta. Es la primera vez, en lo que llevamos de largometraje, en la que King Vidor nos permite ver su rostro, y también será la primera oportunidad en la que nuestro joven arquitecto podrá buscar su realización personal en el desarrollo de su profesión. 

El realizador King Vidor, como vemos, se preocupa de que en las tres escenas iniciales veamos al protagonista, ¿al héroe?, de espaldas, que observemos su cuerpo, pero no su rostro. Está interpretado por uno de los actores más queridos y reconocidos, por Gary Cooper. Encarna a un hombre incorruptible y sumido en la oscuridad, con las alas desgarradas, en su enésimo esfuerzo por emprender el vuelo. Por ello, el maestro Vidor pone las cosas en su sitio desde el primer fotograma y únicamente nos permite ver el cuerpo de Roark a contraluz. El objetivo solo se abrirá en el momento en el que se pueden vislumbrar ciertas condiciones necesarias para que tenga la oportunidad de desarrollar su razón, su intelecto, su alma, en definitiva. Se trata de uno de los muchos ejemplos de la excelente y profunda puesta en escena, llevada adelante por Vidor en El manantial.

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Estamos ante una obra maestra que brilla no solo por el lado técnico. Lo hace en todas sus facetas: por sus encuadres, sus luces y sombras, la cuidada selección de los cuadros, las inmensas interpretaciones, el ritmo y agilidad…Además, con la habilidad de hacer aparecer como fácil lo difícil y meditado, lo nunca dejado al azar. El espectador, sin darse cuenta, se enfrenta a complejas estructuras que fluyen con lógica, naturales, como la corriente que sugiere el título del filme. Un fotograma sigue a otro, una escena a la siguiente; y siempre es la mejor que podrías esperar, sin forzar pensamientos, sensaciones o situaciones. Con fluidez y sapiencia narrativa, la película se erige en un pedestal, tanto por su radical identidad cinematográfica como en su coherencia ideológica. 

La obra está basada en una novela de Ayn Rand, publicada en 1943. Fue la propia escritora la que se encargó de elaborar el guion del filme, en un trabajo magnífico que consiguió desprenderse de lo accesorio y hacer hincapié en lo esencial. Básicamente, la trama se centra en la trayectoria del arquitecto Howard Roark, un individuo con una personalidad radical, al que solo le interesa la creación, la satisfacción en la producción de su propio trabajo, de acuerdo con sus propios ideales y convicciones. Es Gary Cooper, ya lo hemos mencionado. Un actor que con una simple mueca nos traslada del limbo a la felicidad. A su alrededor, encontraremos dos personajes que sienten la belleza, pero su posición en sus escalas de valores difiere. El primero, Gail Wynand, un millonario que dirige el diario más influyente de la ciudad de Nueva York. Otra soberbia interpretación, en esta ocasión por Raymond Masey, un hombre hecho a sí mismo y que es consciente de que el poder, y con el poder el dinero, únicamente pueden conseguirse dando a la masa lo que quiere, aunque se haga recurriendo a las más burdas manipulaciones. Y el segundo, peón del engranaje principal, es una mujer, Dominique Francon, interpretada por Patricia Neal. Otro admirable retrato de una joven y rica mujer que trabaja, no con demasiada convicción, como crítica de arte en el periódico de Gail, en el Banner. Frustrada, insatisfecha y atormentada por no encontrar honestidad y belleza en este mundo.

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Entre las mejores bazas de la obra se encuentran las relaciones entre estos tres personajes. Unos contactos que se magnifican, tanto por los agudos y sinceros diálogos que mantienen como por los encuadres en los que se muestran. Y resulta imposible no sentir el magnetismo de las miradas, esas que se sostienen, en primer plano, un segundo, dos, tres…; y en contraplano otro instante, sostenido y sostenido. Sirva como muestra el encuentro en la cantera entre Roark y Dominique. Un choque visual que no necesita de palabras: atracción, curiosidad, sensualidad y sexualidad. Una colisión óptica que revuelve a sus protagonistas y también al espectador. 

Nos encontramos en una película de arquitectos y no se sentirán defraudados si lo que buscan es que quede constancia de ello. Cualquier ocasión es buena para exhibir proyectos de edificios o ya consolidados. Rascacielos, gasolineras, tiendas, hogares privados o fábricas irán componiendo cada una de las imágenes: como fondo, en fotograma, como cuadros, bocetos, realidades… Apoyándose en una fotografía excelente, se intenta otorgar sentido a los espacios con la iluminación, con las formas, con el atrezo, en las líneas rectas, también curvas, que separan zonas con juegos de luces. 

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Howard Roark se perfila como el hombre honesto e idealista por excelencia. Su creación artística, además de grandiosa, es diferente y él lo sabe. Va a lo suyo. No le interesa lo que piensen los otros, tampoco pierde el tiempo en ello. Lo únicamente importante para Roark es la magnitud de su obra, la satisfacción que ello le produce. Todo lo demás carece de valor. En su genialidad, es mostrado por Vidor casi siempre en plano contrapicado, en lo alto, inalcanzable frente a la mayoría de seres humanos, borregos, serviles, manejables y sin criterios propios. Con Howard Roark estamos, ni más ni menos, que frente al superhombre que anheló Friedrich Nietzsche. Ese ser idealista, de gran fuerza e independencia, superior al resto de humanos, dispuesto a “jugar” con su trabajo sin responsabilidades morales. Un ser heroico “que se sabe como destino”.

Dejamos para el último lugar la que consideraríamos principal cuestión filosófica y sociológica que aborda el filme: la confrontación entre individualidad y colectividad. ¿Tiene que estar el ser humano al servicio de la sociedad? ¿Su trabajo puede ser incautado en beneficio de todos? ¿Los individuos somos libres para decidir a quién, cómo y cuándo vendemos el producto de nuestro trabajo? Dejando de lado la confusión que se produce en el largometraje con el delito de daños y lo que ahora llamamos derechos de autor, ¿puede una persona vivir solo para sí misma, “con su integridad como única bandera”, con una honestidad que no incluye el “deseo de satisfacer a sus hermanos”? En definitiva, el individualismo como principio rector frente a la subordinación del ser humano al interés colectivo. Y sí, con la mediocridad y el miedo de las religiones a los avances científicos, la humanidad todavía estaría en el medievo, quemando en la hoguera a cualquier nuevo descubridor (ya lo subraya Roark en su discurso final); pero también somos conscientes de que estamos metidos en pleno siglo XXI, en un periodo en el que el capitalismo liberal más obsceno, apoyado en su principio de individualidad, ha ido obteniendo, sin apenas cortapisa alguna, todo lo que desea. Y casualmente, nunca encuentra su límite. Atrás quedaron utopías sobre solidaridad, dignidad humana, intimidad o libertad. Pero  a pesar de todo, el filme de King Vidor se sostiene plenamente el 2020. Prueba evidente de su inmensidad.

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El_maquinista_de_La_General-cartelProduce cierto vértigo escribir sobre una película como El maquinista de la General, ya que estamos, sin duda, ante una de las obras maestras del séptimo arte, no solo de la comedia o del cine silente, sino del cine en general. En el momento de su estreno, la película recibió una fría acogida tanto por parte de la crítica como del público, acaso porque narraba en clave de comedia un episodio de la Guerra de Secesión, pero lo cierto es que, desde ese momento, no ha hecho más que crecer, y su factura sorprende casi noventa años después de su estreno.

El_maquinista_de_La_General-01El maquinista de la General, dirigida por Buster Keaton y Clyde Bruckman, guionista de muchas de sus películas, es, sin duda, la obra maestra de su filmografía, en la que destacan también otros títulos como La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, 1923), que es una suerte de Romeo y Julieta con las costumbres de hospitalidad sureñas, El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924), El navegante (The Navigator, 1924), Siete ocasiones (Seven Chances, 1925), El héroe del río (Steamboat Bill, Jr., 1928) o El Cameraman (The Cameraman, 1928).

El_maquinista_de_La_General-02Durante mucho tiempo, el cine de Keaton se opuso al de Charles Chaplin, y salió perdiendo el de Keaton, que era un personaje de tipo estoico, frente al patetismo chaplinesco. Charlot era un inmigrante; Keaton era un pionero. Hoy en día, afortunadamente, se ha superado esa dicotomía y, aunque la obra de Keaton cayó en el olvido a partir de los años treinta, se ha recuperado con toda justicia desde mediados de la década del sesenta.

El_maquinista_de_La_General-03Keaton fue considerado, durante muchos años, como un actor cómico más de la cuadra de Mack Sennett. Se crió en el vodevil, con sus padres, pero empezó a trabajar en el cine con Roscoe Fatty Arbuckle, con el que formó pareja cómica. Entre 1920 y 1923, Keaton rodó un largometraje y 19 cortos, seguidos de 10 largometrajes más entre 1923 y 1928. El apodo Buster, que significa algo así como “temerario”, se lo puso Harry Houdini al caer el bebé Joseph Keaton por una escalera a la edad de seis meses.

El_maquinista_de_La_General-04El maquinista de la General, aunque está concebida en clave de comedia, es una de las grandes películas sobre la Guerra de Secesión, basada en el libro The Great Locomotive Chase, y en las memorias de William Pittenger (Daring and Suffering: A History of the Great Railway Adventure), un soldado de la Unión que vivió en primera persona el secuestro de la locomotora. Acrobacias, acción y cara de palo son los ingredientes fundamentales de las mejores películas de Buster Keaton, un auténtico especialista que interpretaba siempre sus escenas de acción. Los tres elementos, y en generosas dosis, podemos encontrarlos en esta película, en la que Keaton encarna a Johnnie Gray, el ingeniero de The General, una locomotora de los confederados que es secuestrada por los unionistas, en la que viaja, sin que él lo sepa, Annabelle Lee (Marion Mack), la amada del protagonista, que lo rechazó al principio de la guerra porque no había sido aceptado entre las filas de la Confederación.

El_maquinista_de_La_General-05En ese momento, Gray se lanza a la persecución del tren, que se adentra ya en territorio enemigo. Johnnie no duda en rescatar la locomotora, que emprende un doble camino, primero hacia al norte, y luego ese mismo camino hacia el sur, perseguido por otra locomotora, The Texas, que acaba en el fondo de un río, una de las escenas más caras jamás rodadas. El personaje que crea Keaton es, desde luego, uno de los grandes méritos de la película. Gray nunca ríe, pero provoca en nosotros innumerables carcajadas por su forma de ver la vida y afrontar los peligros y situaciones que se le presentan. Se trata de una historia simétrica, un viaje de ida y vuelta, que comienza con el rechazo y acaba con la aceptación por parte de ella.

El_maquinista_de_La_General-06En El maquinista de la General, los exteriores cobran una gran importancia, así como la recreación de detalles históricos. Keaton realizó él mismo todas las escenas, algunas de ellas bastante arriesgadas. A Keaton le hubiera gustado rodar la película en los escenarios reales, Alabama y Tennessee, pero en aquellos estados ya no quedaban raíles de vía estrecha, así que tuvo que conformarse con filmar en Oregón. A lo que no se resistió es a hundir la locomotora enemiga en un río de Oregón, donde permaneció durante más de veinte años hasta que alguien se decidió a rescatarla para emplearla como chatarra durante la Segunda Guerra Mundial.

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Cartel de la película El mundo de BimalaA pesar de la enorme importancia del cine de la India, el mayor productor de películas del mundo, no es muy frecuente que tengamos críticas del cine de este país en EL ESPECTADOR IMAGINARIO. En mi caso particular, no tengo mucho conocimiento del cine indio, algo que pienso mejorar después de haber visionado la excelente producción de El mundo de Bimala con la intención de escribir esta crítica.

Me voy a permitir extenderme un poco sobre los autores fundamentales de esta película, que son dos personajes excepcionales en el cine y en la literatura mundial. Naturalmente me causó curiosidad conocer algo más de su director, Satyajit Ray, un cineasta de fama universal. De origen bengalí, nació en la populosa Calcuta, en 1921. Inició su carrera en las artes visuales como ilustrador y debutó en 1955 como director con la famosa cinta Pather Panchali (Canción de la carretera), película en la cual intervinieron actores no profesionales y que ganó premios en festivales internacionales. Con Aparajito (1956) y El mundo de Apu (1959), completó la conocida trilogía de Apu. Comentó en su momento Ray, el estar bastante influenciado por el neorrealismo italiano y por películas como El ladrón de bicicletas (De Sica, 1948). En su extensa carrera dirigió numerosas películas, muy premiadas y aclamadas, como El salón de música (1957), Teen Kanya (1961), Charulata (1964), Días y noches en el bosque (1969), Jugadores de ajedrez (1977), Pikoo (1981), El mundo de Bimala (1985) y El extranjero (1991), entre otras, antes de morir en su tierra natal, en 1992.

Ray estudió en la Visva-Bharati University. Allí comenzó a sentir profundamente las influencias del gran escritor bengalí Rabindranath Tagore, el fundador de dicha universidad. Ambos personajes tuvieron gran sensibilidad por la cultura y la vida de Bengala, región que estuvo sujeta a intensos conflictos religiosos, culturales, económicos y sociales durante las vidas de ambos, en épocas de grandes cambios políticos y agitaciones populares.

Ray vivió el cine con increíble energía e intensidad. Dirigió treinta y siete películas y se involucró con frecuencia, como se puede apreciar en los créditos de esta misma crítica, en casi todos los aspectos del cine: guiones, dirección, música, fotografía, dirección artística, montaje, diseño de títulos y material publicitario. Además, se destacó como escritor, editor, ilustrador, diseñador gráfico y crítico de cine. Todo un personaje.

El mundo de Bimala, fotograma

Igualmente sucedió con Rabindranath Tagore, el autor de la novela en la cual se basa El mundo de Bimala. Nació y murió también en Calcuta (1861-1941). Poeta, filósofo, artista, dramaturgo, músico, novelista. Dos de sus canciones se convirtieron en los himnos nacionales de Bangladés y la India. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1913, el primer escritor no europeo en obtenerlo. Tagore tuvo amplia participación en el cine de la India, ya que al menos cincuenta producciones se basan en sus obras, muchas de las cuales, novelas, cuentos y obras de teatro, han sido adaptadas al cine. Estas películas se han convertido en parte de la memoria colectiva, no solo en India sino en todo el mundo. Sus canciones están presentes en las películas de muchos de los grandes cineastas de la India por su poder para expresar la angustia, la soledad, la alegría y las encrucijadas morales de sus personajes. Esto era de esperar ya que Rabindranath Tagore fue contador mágico de historias, de gran genialidad, versatilidad y empatía con la gente y sus vidas, capaz de sintonizar profundamente con las emociones humanas. Fue maestro en las sutilezas del amor y de las relaciones entre