Napoleón

La reelaboración autoral consiste en tomar un elemento y darle una forma diferente, nueva, con la que poner en marcha la concreción del diálogo entre creador y tema. O, en otras palabras, la reelaboración implicaría un desfase entre lo original, lo real, y lo (re)producido, el resultado de una interpretación individual. Sea lo que fuere el elemento final, hay entonces que darse cuenta de que va a haber una serie de cuestiones de las que es imposible escapar y que se traducen, normalmente, en la decisión por parte del público de aceptar al menos los cambios o tan solo la lectura que el autor le ha querido conferir a aquel preciso conjunto de datos. Algo que, obviamente, conlleva una difícil tarea para quien tiene que analizar esta reelaboración y llegar a un juicio definitivo: la libertad que se tome en darle una forma nueva (y, repetimos, autoral) a un elemento, ¿quizás deba ser el elemento principal a la hora de analizar estética y narrativamente la obra final que se nos presente? Un problema, obviamente, que no puede ser resuelto fácilmente y que subraya las diferentes maneras de acercarse a un producto (un caso de este tipo puede ser el históricamente errado y, sin embargo, altamente artístico: Amadeus).

El caso de Napoleón de 2023 se inserta en la necesidad de reconocer la presencia de unos autores detrás de un producto que no intenta reproducir la historia, sino darle una tinta narrativa particular. Y, efectivamente, esta obra, tanto de Scott como de Scarpa, resulta ser un pastiche divertido, épico y espectacular que juega con el tiempo y con la psicología de los personajes, transformando la visión en lo que efectivamente es una gran farsa. El tono casi paródico, la voluntad de desmitificación y la descripción visual (y oral) del carácter de los personajes es así un punto de partida con el cual el director y el guionista logran atrapar el valor artístico de una reelaboración profunda que se aleja de lo que pudo realmente ser y que, gracias a una fotografía como siempre (en el caso de Scott) de primera calidad, captura a quienes sean capaces de dejar atrás cualquier exigencia de veracidad.

Se les pide entonces a los espectadores que estipulen un pacto con el director y el guionista para que la narración sea vista como una libre interpretación, un juego de carácter pseudo-histórico, y que las necesidades de fidelidad con lo real se apaguen mientras se nos va a presentar la relación del emperador francés de origen italiano con su primera (e infiel) esposa. Algo que, efectivamente, no puede sino ser así, ya que la completa fidelidad histórica normalmente solo se puede obtener en el campo del análisis académico. Y, en el juego del movimiento histórico, hay que adaptarse a un movimiento errático (sin embargo, nunca caótico) que transforma el tiempo en una serie de tableaux, en los cuales los actores logran divertirse, con unas actuaciones de gran nivel (sobre todo, obviamente, las de Phoenix y de Kirby).

Es una obra maestra, por supuesto, capaz de formar parte de los mejores productos de Scott. El error, al acercársele, no puede sino ser la de pensar estar ante un filme histórico, cuando, en realidad, es, hay que repetirlo, una excelente farsa que pone en el foco de su análisis la miseria y la nulidad del ser humano. Habrá solo que confrontarla, cuando sea posible, con su versión más larga, de cuatro o más horas, que más se ajusta a los deseos originales de su(s) autor(es). Sin embargo, si bien esta versión resulta manca, con una limitación debida a cuestiones prácticas (las grandes épicas en los cines ocupan demasiado tiempo y amedrentan a la mayoría de los espectadores), el resultado final es de primera calidad y no puede, una vez que se haya entendido su valor real, sino dejarse apreciar por la fuerza artística que brota en sus excelsas imágenes.