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Ciudad blanca, ciudad oscura

Fotograma de El Muelle

París, Ciudad de la Luz. Aquel lugar mágico que genera admiración mundial por su belleza radiante. La capital de la Iluminación, una antorcha de luz que hasta hoy genera fascinación con su resplandeciente aura que invita a uno a enamorarse. Quizás esta haya sido y será siempre la imagen que tenemos de la capital francesa; ya desde sus inicios, el cine se ha encargado de configurar este imaginario. Desde René Clair, pasando por Jean-Luc Godard a Woody Allen y Richard Linklater, París nos invita a enamorarnos, a descubrir tesoros y a aplanar a las corridas los pasillos del Louvre. Pero hasta las ciudades más modernas e influyentes pueden convertirse en pesadillas, ya sea en la vida real o en la pantalla grande, como así lo plantean El muelle (La Jetée, Chris Marker, 1962) y Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, Jean-Luc Godard, 1965).

Durante la Segunda Guerra Mundial, París sufrió las consecuencias de la contienda bélica; como capital de Francia, y ciudad estratégica, tomar París significaba –al menos en implicancia– ejercer dominio sobre el país. Cuando la Guerra llega a su fin, dos bombardeos aliados dejaron como saldo numerosos edificios y monumentos destruidos, a pesar de la exitosa neutralización de la Estación de la Chapelle, objetivo táctico en miras a la campaña de Normandía. Hitler nunca vio París en llamas, si bien había dado la orden expresa de destruir la ciudad y reducirla a ruinas. Es entonces ese pánico, a que la ciudad considerada la más bella del mundo se destruya, el que ofrece un escenario propicio para películas distópicas. Porque donde hay luz, donde siempre hubo luz, el miedo a la oscuridad es aún más intenso.

Fotograma de El Muelle

El mundo distópico retratado en ambas películas se corresponde a fobias que hoy aún persisten. En El muelle, los científicos temen la muerte, la extinción de la raza humana. En Alphaville, el agente secreto Lemmy Caution lucha por mantenerse con vida, pero escarbando en las pesadillas de los personajes, descubrimos más de lo que dicen sus acciones. La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956) es un claro ejemplo de un cine apocalíptico y catastrófico que encontró terreno fértil en la época de la Guerra Fría, como alegoría al pavor de la difusión del comunismo en los Estados Unidos, donde también el miedo a los experimentos atómicos y las consecuencias de la radioactividad se traducían en invencibles criaturas gigantes, como el lagarto mutante de Ishirô Honda en Godzilla, Japón bajo el terror del monstruo (Gojira, 1954) o las hormigas gigantes en La humanidad en peligro (Them!, Gordon Douglas, 1954). Pero aquí nos encontramos frente a un miedo distinto, no la ansiedad frente al desconocimiento que suscitaba el comunismo o las secuelas de las nuevas tecnologías: es el terror a un régimen totalitario que acarrea en los brazos otra posible Guerra Mundial, con reglas de juego muy distintas y armas de calibre inconcebibles. Marker y Godard toman como escenario a París para germinar la incomodidad de un supuesto futuro, porque las sociedades ficticias inducen espanto al echar raíces en lugares conocidos.

Con las limitaciones tecnológicas de la época, los recursos disponibles obligaron a ambos directores a incursionar en el género de ciencia ficción, valiéndose de su ingenio. Una París destruida por los bombardeos nucleares de la Tercera Guerra Mundial se vislumbra mediante una sucesión de imágenes de ciudades bombardeadas, tal vez la ciudad alemana Dresde o quizás Hiroshima o Nagasaki, las últimas arrasadas por los bombardeos atómicos. Los sobrevivientes en la película de Marker deben refugiarse bajo suelo, ya que tal fue la destrucción nuclear, que el aire resultaba fatal para los seres humanos. ¿Acaso no fue así para la población civil enclaustrada entre ambos bandos? Cuando la historia recuerda el Día D y la liberación de París el 25 de agosto de 1944, las víctimas civiles de los bombardeos aliados pasan al olvido, pero la imagen de las tropas marchando frente al monumentos emblemáticos de la capital francesa persiste, con la misma intensidad que la fotografía de Hitler frente a la Torre Eiffel.

Fotograma de El Muelle

En El muelle, los humanos mutan a ratas que habitan los alcantarillados de la gran ciudad. El negro invade la fotografía y nubla el porvenir con sus sombras oscuras que caen sobre los rostros de los personajes. Los escombros de una catedral quemada y el Arco de Triunfo quebrado simboliza el inicio del periodo oscuro, ese mismo emblema de la Victoria que en diciembre del año pasado fue pintado por los chalecos amarillos con la frase “Los chalecos amarillos triunfarán”, pues marcar una huella en dicho emblema es un acto que se apodera de un lugar y una ciudad. Lo cierto es que con una imagen, o más bien con una sucesión de imágenes, en tan solo pocos segundos, uno es capaz de comprender lo poco que quedó de la París de Marker y la brutalidad de la guerra, mientras la banda sonora solemne acompaña el funeral de la ciudad que ya no existe.

Godard, por su parte, se aleja de las ruinas y se aprovecha del estilo arquitectónico de las construcciones de posguerra para ilustrar un futuro totalitario donde París es Alphaville, una sociedad bajo mando de una computadora ideada y controlada por el científico von Braun, figura que apela a los temibles científicos nazis. Las calles nocturnas de la ciudad por las que deambula Lemmy ofrecen cobijo aparente ante los espías que le acechan. Si en El muelle, el negro infundía pánico, en Alphaville el blanco y la neblina se extienden como un manto que borra el pasado de la ciudad.

Fotograma de Alphaville

La neblina remite también a la nostalgia del vacío. La emblemática Torre Eiffel es reemplazada por La Maison de la Radio, inaugurada en diciembre de 1963, un edificio en forma de anillo de 500 metros de diámetro diseñado por Henry Bernard, quien ya había participado en la reconstrucción de ciudades destruidas por la Segunda Guerra Mundial, como la ciudad de Caen en la provincia de Normandía. Este escenario, ambientado en distritos empresariales, se nutre de elementos que aluden a lo moderno: torres eléctricas, luces de neón, vidrios y muros de hormigón. Lo que en El muelle se veía destruido, aquí no existe, ha sido borrado por la máquina Alpha 60 con la facilidad con la que elimina palabras del léxico y reemplaza los diccionarios en las habitaciones de los hoteles.

Fotograma de Alphaville

La Segunda Guerra Mundial significó la reconfiguración de los espacios y de las sociedades. Pero el cine desentierra el recuerdo colectivo de aquel suceso vivido a través de la ciudad y a través de los lugares físicos como escenarios de sus historias. Maurice Halbwachs sostiene que la memoria es una interpretación y una selección de hechos transcurridos, donde el pasado mismo puede sufrir mutaciones a partir del presente. Aquí se desentierran imágenes familiares para construir un actual ficticio, irreal, pero no menos tétrico ni inquebrantable dentro del mundo narrativo. Como Lemmy, sentimos miedo, y como él, eso es también una constante del mundo moderno. Hemos estado “bebiendo” pánico desde hace ya bastante tiempo y solo basta con reafirmar nuestras pesadillas con una pasada del dedo o scroll en la pantalla sobre las noticias del día. Nuestro whisky de cada día.

De alguna manera, ambas películas son intentos de comprender lo que había sucedido en la Segunda Guerra Mundial, pero con interpretaciones y resultados que distan de un entendimiento contextual del pasado. En otras palabras, el cine distópico de El Muelle y Alphaville fue la lente con la cual los realizadores observaron el ayer. Con conceptos de su presente (la tecnología, la modernidad, la guerra), y sin apuntar al análisis de la coyuntura sociopolítica de los años 60, Marker y Godard plasmaron en fílmico una mirada anacrónica de lo acontecido. Las imágenes, según Didi-Huberman, no dejan de reconfigurar el pasado a través de la resonancia de la remembranza que ellas suscitan, por lo que ambas películas seguirán construyendo y deconstruyendo la memoria del espectador, invocando un sinfín de apreciaciones. Porque es verdad que las imágenes nos sobrevivirán, me atrevo a decir, más allá de las cenizas de las ciudades.

Y qué manera de condenar a la raza humana, porque Marker fataliza el destino de la humanidad y no intenta enmascararlo con un final feliz alegórico al espíritu de supervivencia. El Muelle es la vida de un hombre condicionado por una imagen de su infancia, donde el tiempo se desfigura, persiguiendo imágenes, como un círculo vicioso incapaz de romperse. La pregnancia del rostro de una mujer queda grabada en él con la misma efectividad que París arrasada impregna en nosotros, así como en la memoria colectiva de la humanidad, que el siglo de las Guerras sigue repercutiendo.

Alphaville se vale de un recurso distinto, pero no menos efectivo, porque París tal como la conocemos no se visualiza, y en su ausencia, se refuerza su presencia. La ciudad ha borrado su historia y cualquier rastro de ella, del mismo modo en que Jacques Tati dilata al extremo esta idea con Playtime (Playtime, 1967), plagando la ciudad con edificios modernos que podrían pertenecer a cualquier metrópoli del mundo, a tal punto que la identidad se borra y da lo mismo estar en Nueva York o en Roma, porque los escenarios son los mismos, y la alienación posmoderna, también.

Fotograma de Alphaville

Ambas historias permiten múltiples interpretaciones, que van desde la fotografía al diálogo. Pero cada interpretación, cada mirada, a su vez, depende de la memoria del espectador, que, como hemos afirmado, ya tiene instalada una imagen de la ciudad francesa. Marker la hace añicos con bombas que nunca vimos; Godard la borra con destellos de luces que ciegan los ojos. ¿Por qué el agente Caution tomaba fotografías de todo lo que observaba y cómo es que los ciudadanos de Alphaville ignoraban tal acto? Aquel gesto casi ridiculizado nos remite a la desesperación y el frenesí contemporáneo de querer registrarlo todo, porque si no fue plasmado en una imagen, no existe. Las imágenes de la catedral de Notre Dame destruida suscitó la necesidad de compartir en el mundo virtual las fotografías de cada uno frente al monumento. De pronto, la ausencia se hizo tangible, y eso irrecuperable fue consumido por el fuego.

Sin efectos especiales, y con elementos que la propia ciudad podía ofrecer, se configuran las reglas de juego de las realidades alternativas planteadas, pero con una idea de trasfondo que sugiere en el acto algo más de lo que la historia podría contar, como una advertencia a un posible porvenir: esconderse bajo las ruinas o edificar nuevos escenarios para tapar los huecos vacíos son meros intentos de querer cerrar los ojos al pasado y olvidar la historia. Intentos que al final desembocan en cometer los mismos errores. Porque la historia parece repetirse cada tanto, solo es una cuestión de tiempo.

Ver una película es viajar, y en este caso, es un viaje en el tiempo. Mientras la ciudad se sostiene con escenarios reales del presente o del pasado, la tecnología del futuro se construye con máscaras de espuma y cable o con un ventilador a contraluz que se transfiguran como elementos que pertenecen a otra época. Pero este viaje, en su horror, ofrece disfrute, porque hoy sabemos que aquello que vemos es una mera ficción. ¿Qué sucedería entonces si las imágenes de El muelle o Alphaville se vuelven premoniciones? Conjeturas imposibles, porque, tal como Natacha Von Braun lo dice, “en la vida, uno solo puede conocer el presente. Nadie nunca ha vivido en el pasado, no vivirá en el futuro”. Pero quizás el cine nos permita hacerlo.

FILMOGRAFÍA

La humanidad en peligro (Them!), Gordon Douglas, 1954.

La invasión de los ladrones de cuerpo (Invasion of the Body Snatchers), Don Siegel, 1956.

El muelle (La Jetée), Chris Marker, 1962.

Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution), Jean-Luc Godard, 1965.

Playtime (Playtime), Jacques Tati, 1967.

FUENTES UTILIZADAS

ENAUDEAU, Corinne (2000). La paradoja de la representación. Trad. Jorge Piatigorsky. Editorial Paidós Ibérica.

URÍA, L. (10 de Octubre de 2010). La Vanguardia. Recuperado el 19 de Mayo de 2019, de https://www.lavanguardia.com/cultura/20091010/53801020040/la-historia-rescata-la-memoria-de-las-victimas-de-la-batalla-de-normandia.html

HERNÁNDEZ, J. (2017). Esto no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial. Almuzara.

DIDI-HUBERMAN, G. (2018). Ante el tiempo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

LAVABRE, M.C. (Octubre de 1998). Maurice Halbwachs y la sociología de la memoria. Raison Présente, 47-56.

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