A un millón de millas

Puede pasar, a veces, que los sueños que teníamos cuando niños se conviertan en simples recuerdos. El futbolista es hoy un ingeniero, y la modelo es una profesora universitaria. Es lo que normalmente se suma al juego del paso del tiempo con el cual, día tras día y año tras año, cambian no solo nuestras aficiones sino también el contexto en el que vivimos. Y, de hecho, puede que el objetivo original cambie, varíe y se transforme, hasta producir un resultado del todo (o casi) diferente, así como que reaparezca, que vuelva a asomarse en nuestras rutinas y que, al final, nos exija que lo volvamos real, concreto. Es la vida, se podría decir, con el sempiterno problema del caso, de lo que está a la espera de nosotros sin que podamos preverlo y, sin embargo, de lo que es también la mezcla de voluntad propia, de nuestro querer ser algo, aquel volli fortissimamente volli que se traduce en nuestra testarudez, nuestro hacer todo lo posible para llegar hasta el objetivo (y tal cosa, dicho sea de paso, no siempre es algo positivo).

El sueño del que la película nos habla no es ficción: basada en la vida de José Hernández, nos presenta el camino desde la idea de navegar por el espacio por parte de un niño mexicano hasta el día de su viaje fuera de nuestra atmósfera. Y, no, no se trata ni de spoiler ni de arruinar la estructura narrativa del producto: basta con buscar algo sobre la vida de Hernández y la red nos dirá en pocos segundos cómo la película va a terminar, y ya resulta muy simple saber cuál va a ser la escena final de la película después de apenas unos minutos de verla. La arquitectura del filme es, de por sí, muy sencilla y, más allá de la cuestión de la biografía, se basa en un esqueleto muy previsible sin que ella lo esconda; el concepto sobre el que se basa, de hecho, no parecer ser el “¿qué va a pasar?”, sino el “¿cómo ha llegado hasta aquí?”, una estrategia que parece funcionar aquí bastante bien y que permite tener una relación con el producto más clara y honesta.

Y del camino se trata de hablar. Un camino largo que a veces se pierde, a veces parece estarle diciendo a nuestro protagonista que sería mejor que se olvide de su sueño y que se conforme con lo que tiene, en aquel “aquí y ahora” que establece una diferencia neta con el “allí y después”. Sin embargo, la película logra también evitar las trampas del juego, lo obvio que puede parecer un cuento de este tipo, e inserta así una serie de lecturas secundarias con las que es posible enfrentarse a un discurso si bien no demasiado profundo, por lo menos adulto, ya que no esconde los sacrificios, la idea de que podemos fracasar, o los problemas que surgen con la familia (la de nuestros padres, la de nuestros hijos). Y, todo esto, sin convertir la narración en una mitología postiza, sino sentando las bases de la lectura en lo cotidiano, en lo que, usando una expresión quizás demasiado mediocre (sin embargo, la mediocritas aurea), se reverbera en la normalidad de nuestras vidas.

Hay que hablar, entonces, de una película con un(os) mensaje(s). Un filme, dicho de otra manera, que nos quiere decir algo que vaya más allá de la estructura interna de su narración y que, por el hecho de estar basado en algo real, intenta inyectar una dosis de verosimilitud en una serie de estrategias típicas de los productos de ficción (comienzo, crisis, problemas, resolución). Y, en su voluntad de dialogar con el espectador, quizás el resultado no sea la idea de que todos podemos ser astronautas, sino que nuestros objetivos necesitan esfuerzo, tiempo y determinación, así como la fortuna de vivir en el lugar justo (el problema al que se enfrentan los inmigrantes) y de tener una familia no solo capaz de amarnos (y, desde este punto de vista, Hernández ha tenido mucha suerte), sino conscientemente incapaz de bloquear o ridiculizar nuestros sueños. Un pequeño cuento que, silenciosamente, nos hace sentir mejor.