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Tiburón: «Vamos a necesitar un barco más grande»

El cine tiene la facultad de polarizar determinados momentos y concederles el rango de asombrosos. Dejaron huella y quedaron alojados en la psique del receptor. La fascinación por un objeto o el hechizo por un detalle fílmico, como el miedo, es fruto de la personalidad de cada cual. Tras una larga y deseo que todavía duradera pasión por el invento del cinematógrafo, que son las peliculas, y después de almacenar mucho material visionado a lo largo de mi trayectoria como espectador, sigo recordando la conmoción y el shock que me produjo a la tierna edad de quince años, la impactante imagen de la irrupción, emergiendo del mar, de la gigantesca cabeza cónica de un sanguinario escualo en el filme Tiburón (Jaws, USA 1975), de Steven Spielberg.

Esa escena está rodada y editada para generar susto y terror. Tiene potencia, agresividad y funciona como una inesperada aparición del escualo. Desde que empieza la película estás esperando que surja el gigantesco pez. Esa emoción era uno de los impacientes anhelos del público. El morbo por ver en pantalla grande la feroz mordedura, la terrible mandíbula de las fauces del depredador, descuartizando a despistados bañistas, era uno de los más llamativos reclamos comerciales del largometraje. Sin embargo, este hecho, uno de los más importantes, se demoró hasta bien avanzado el relato. No por ello la narración de Spielberg carece de tensión y suspense. Más bien consiguió el efecto ansiado. Generar intriga y turbación a la vez y culminar, con sutilidad macabra, la presentación ideal del monstruo. Hasta entonces habíamos visto otro tipo de villanos. Como el canalla y facineroso alcalde y otras fuerzas fácticas del pueblo de Amity negando la evidencia del experto ictiólogo.

Spielberg acometió el rodaje de Tiburón con veinticinco años y un bagaje artístico prometedor. Una incursión en la televisión, El diablo sobre ruedas (Duel, 1971) y Loca evasión (The Sugurland Express, 1974). Réditos suficientes para que los productores y generadores de éxitos como, Richard D. Zanuck y David Brow, confiaran en la juventud y dinamismo de Steven para enfrentarse a un producto confeccionado casi como de serie B.

Con el equipo artístico y actoral instalado en la lujosa zona costera de Marta’s Vineyard, se inició la filmación de la fotografía principal. Mientras tanto, en los estudios californianos de la Universal, técnicos bajo la supervisión del ingeniero Joe Alves, trabajaban a destajo para dejar a punto la maquinaria de un tiburón blanco de más de siete metros de longitud, cuyo funcionamiento no estaba, ni mucho menos, garantizado.

Ante la ausencia de su intérprete más solicitado, el animal, Spielberg iba rodando e ingeniándoselas para suplir la ausencia de la bestia marina con inteligentes detalles amenazadores que anunciaban la presencia de algo peligroso, pero que no veíamos. Sin lugar a dudas, los constantes fallos mecánicos del escualo, que se multiplicaron también en las localizaciones, redundaron en beneficio de la película. Se insinuaba, en vez de mostrar, la implacable mordedura del bicho. Este aspecto inquietaba y atemorizaba, a la vez, al atónito espectador.

Pero cuando todo el engranaje dejó de dar problemas y los especialistas en efectos pudieron poner al pez en el agua y su desplazamiento por rieles era óptimo, Spielberg organizó una entrada en plano brillante.

El jefe de policía Brody (Roy Scheider), un antihéroe que odia el mar, está acuclillado echando apestosa carnaza al agua para atraer al pez. Está hablando y discutiendo con Matt Hooper (Richard Dreyfus) para que sea él quien eche la casquería. No está mirando hacia el mar, pero su brazo hace el gesto de seguir inundando la cercanía del barco de porquería. Justo cuando se vuelve para comprobar la misión que le han encomendado, se encuentra a apenas dos metros de distancia la torva cabeza del escualo y su impresionante hilera de puntiagudos dientes. El espectador brinca en la butaca. Ha sido sacudido como por un resorte. Es violentado sin previo aviso. Le sobreviene un susto que se procesa en un segundo. Lo mismo le ocurre a Brody, que se iza con furia y terror, y caminando hacia atrás, entra en el habitáculo de mando del barco y musita una frase para la posteridad: “Vamos a necesitar un barco más grande”. No hace falta decir nada más. Lo que ha presenciado es suficiente para comprender que no están seguros ni a salvo a bordo de su insignificante embarcación. Magistral.

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