Críticas

Pícaros

Rufufú

Otros títulos: Los desconocidos de siempre.

I soliti ignoti. Mario Monicelli. Italia, 1958.

La distinción entre héroes y antihéroes se basa en la presencia o en la ausencia de un código ético o moral al que se refieren los protagonistas a través de sus acciones, unas pautas que nos llevan a (pre)decir lo que están por hacer. Se presenta así una facilidad de lectura en el primer caso (los buenos) y una dificultad de interpretación en el segundo (los no-buenos, lo cual no significa los malos); no se trata, en este último caso, de no saber exactamente lo que podría ser el resultado de una acción, sino que nuestros prejuicios juegan en contra de una capacidad de reconocer los elementos que llevan a cierto preciso desarrollo. Estamos acostumbrados, dicho de otra manera, a una estructura definida, con personajes con características muy bien detalladas, lo cual no nos permite acercarnos fácilmente a un punto de vista nuevo, diferente y, quizás, más humano. Los antihéroes se presentan así como los marginados, los parias de un canon ético y moral al que se ven subyugados los espectadores; pero, verdad es que estos personajes forman parte de nuestro bagaje cultural, como lo demuestran los pícaros y como lo enseña don Quijote, actores estos de una tragedia que, gracias a una mirada cínica, se vuelve comedia (negra o grotesca, puede ser, pero siempre comedia).

Parece entonces correcto proponer una relación estrecha entre el Buscón de Quevedo o el Lazarillo (de no se sabe quién) y los protagonistas de una de las más famosas e importantes películas del cine italiano, hasta mundial. Protagonistas, estos, que nunca habrían tenido la posibilidad de aparecer en la gran pantalla sino como personajes secundarios, posibles macchiette (caricaturas) cuya función sería la de formar parte de la cohorte de un protagonista más canónico, de aquellos que presentan cierta rectitud moral y una profunda (divina) belleza física. Lo que se nos muestra, al contrario, es una pandilla de imbéciles que piensan ser más (listos) de lo que son en realidad, ladrones de poca importancia, completos perdedores (simpáticos, sí, pero no por esto menos frustrados por cierto apego al fracaso). La fealdad de su aspecto se concreta también en la pobreza de su contexto, físico y cultural, en el que se encuentran viviendo e intentando sobrevivir.

La lección del neorrealismo se concretiza así en esta decisión de acercarse a aquellas partes de la población de las cuales el cine de antaño (y a lo mejor también de hoy) parecía querer distanciarse, como si tuviera asco a mancharse y perder su aura de brillantez. Pero esta lección se había ido evolucionando y en el desarrollo de su forma fílmica llega así a un momento en el que tiene que cambiar (adaptarse a un nuevo contexto que se había deshecho de la cuestión bélica y posbélica, además del problema del fascismo, de la democracia y de la liberación) o morir, desapareciendo por completo ante el torrente de películas que empezaban a llegar desde los Estados Unidos. Este cambio se ve actuado entonces no tanto en una alteración contextual, sino en la toma de un punto de vista diferente: si el neorrealismo intenta hacernos ver lo malo de la vida (Ladri di biciclette, Sciusciá, Germania anno zero), con su fealdad apocalíptica y la pérdida del concepto de recompensa por una rectitud moral, el lema de cane mangia cane (perro come perro) es ahora definido bajo una mirada satírica, divertida: los personajes son así diablos pobres, pero también pobres diablos de los que mofarse, y no porque representan cierta otredad, sino porque nos encarnan a nosotros.

Obra maestra, entonces, de la commedia all’italiana, su belleza se sitúa también en la simplicidad de la historia y en cómo los cuatro guionistas (Scarpelli, Incrocci, D’Amico y el mismo Monicelli, el director) han logrado expandirla gracias a una cantidad casi infinita de detalles que se posicionan tanto en la complejidad barroca de la trama (contrapunto de la apenas mencionada simplicidad) como en la profundidad (necesaria) de la descripción de los protagonistas. Se nos presenta así un verdadero tour de force que no nos deja en libertad ni un minuto, cautivados gracias además a un uso esmerado de la cámara y a una increíble demostración técnica por parte de los actores, sobre todo Vittorio Gassman, quien había empezado actuando en roles más serios para después alcanzar un merecido éxito con esta obra, poniendo de manifiesto su magnifica habilidad artística.

Pero la película logra hablarle también al público moderno, contemporáneo, y no solo por la ya citada buena hechura estética y técnica, ni por la simple razón de ser un buen producto, con un guion sólido y una dirección inmejorable. Este diálogo que se construye entre lo que fue y lo que es debe su ser a la presencia de un grupo de antihéroes en tanto protagonistas de los eventos que se van desarrollando; se pone así de manifiesto la conexión entre los que están en la pantalla y los que estamos ante de ella, por la simple razón de un reconocimiento de aquellos arquetipos realistas, reconocimiento que nos lleva a decir que vemos en ellos no una supuesta perfección a la que aspiramos, anhelo este imposible de satisfacer, sino una representación de nuestros deseos, de nuestros detalles, a veces así pequeños que no nos damos cuenta de su existencia hasta que alguien nos indica, subrepticiamente, dónde están.

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Ficha técnica:

Rufufú  / Los desconocidos de siempre (I soliti ignoti),  Italia, 1958.

Dirección: Mario Monicelli
Duración: 106 minutos
Guion: Agenore Incrocci, Furio Scarpelli, Suso Cecchi d'Amico, Mario Monicelli
Producción: Franco Cristaldi
Fotografía: Gianni Di Venanzo
Música: Piero Umiliani
Reparto: Vittorio Gassman, Renato Salvatori, Memmo Carotenuto, Carla Gravina, Claudia Cardinale, Marcello Mastroianni, Tiberio Murgia, Carlo Pisacane, Totò

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