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El chico de Charles Chaplin y la pobreza

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Felicidad en la inmundicia

Si no tienes ropa decente, o si estás sucio y no tienes dinero, te miran por encima del hombro. La gente vuelve la cabeza y dice: «¡Apártate, escoria!». Así que no encajas. La sociedad te rechaza, no se ocupa de ti, y empiezas a perder la esperanza. Cuando eso sucede, te sientas a solas y piensas en tus problemas. Rechazado. Y sin contacto humano alguno, borras todo de la mente. El mundo exterior queda suspendido. Sales de la parrilla, miras a un lado y a otro. Absorto.

Street lives: an oral history of homeless Americans
Steven Vanderstaay, 1992

 

Charles Chaplin nació en 1889 en el East End londinense, justo la zona y el momento en el que Jack el Destripador eligió para rematar a sus víctimas. El realizador perteneció a una familia humilde de actores judíos y las desgracias que tuvo que soportar en su niñez fueron inmensas. Su padre, alcohólico, murió cuando el futuro cineasta contaba con cinco años, justamente cuando el pequeño se inició en los escenarios. Ante la terrible situación económica que atravesaba su madre, la familia se vio obligada a trasladarse al barrio de Lambeth. Allí, vivían en una habitación miserable y muchas veces escaseaba el alimento. Ni Charles ni su hermano Sidney disponían de zapatos. Para comer, necesitaban recurrir a la mendicidad por un plato de sopa denominada “popular”. La madre enloqueció y fue encerrada en un manicomio. Charlie acabó internado en un asilo. 

No resulta sorprendente que muchas de estas experiencias dejaran huella en sus obras, en especial en su primer largometraje, El chico (The Kid, 1921), repleto de resonancias autobiográficas de mugre y miserias. No fue necesario para Chaplin, por tanto, poseer como referente la pobreza y la estratificación social relatadas por el novelista Charles Dickens en sus retratos de la sociedad victoriana. Todos recordamos la tremenda caracterización que realizó el escritor de aquellos seres olvidados, explotados y reprimidos en el mismo epicentro del Imperio británico. Los efectos cómicos, que en este filme de Chaplin pueden arrancar más de una sonrisa o carcajada en algunos espectadores, son solapados completamente por la  profundidad de las emociones y por la angustia existencial que desprende la película. Para planificar la habitación, por denominarla de alguna forma, en la que viven el vagabundo y el menor, se tomó como referencia aquella en la que había sobrevivido el director de pequeño. El modelo de los faroles de las calles fue escogido porque era el que existía en Londres en su niñez y el gasómetro de la estancia podemos observar que funciona con chelines y no con monedas de cuarto de dólar. Buena estrategia, por cierto, aunque el coste de la electricidad no hubiera alcanzado todavía la estratosfera. 

Por si fuera poco, Charles Chaplin perdió a un hijo recién nacido pocos días antes de empezar las pruebas para la elección del chico protagonista de su película, una obra que inicialmente iba a denominarse El chiquillo abandonado. Ya nos hemos percatado de que la resurrección de los cuerpos resulta bastante complicada, pero si penetramos en el mundo de la imaginación, los límites pueden resultar insospechados.  A pesar del rótulo inicial, avisando que en El chico estamos ante una película que provocará sonrisas y quizás alguna lágrima, pensamos que lo que verdaderamente arranca el filme son demasiadas lágrimas y contadas sonrisas. Y por encima de todo ello, cuenta con un final abierto que, a pesar de buenas intenciones, nos tememos que jamás se despejará en caminos de esperanza, al menos para nuestro querido Charlot y su futura relación con el menor.  

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El individualismo de Charlot

Chaplin creó con Charlot un personaje universal que trasciende décadas y siglos. La apariencia de su vagabundo la estableció definitivamente, huyendo de demasiados imitadores, en 1915. Para ello jugó con algunos elementos que en un principio podrían hasta identificarse con la indumentaria de un burgués: un bombín, enormes zapatos, un chaqué ajustado y un bastón. No obstante y por contra, el estado lamentable del conjunto convertían al hombre en un mísero vagabundo que jamás abandona la intención de buscar su lugar en el mundo a través del trabajo, de la diversión, del amor e incluso de la familia. Pero lo que más llama la atención en la caracterización del personaje es su salvaje individualismo. Frente al rechazo exterior, se lanza a la anarquía en solitario, huye de la masificación y navega sin compañía, al menos buscada, en una despiadada lucha por la supervivencia. 

Se trata de una característica sorprendente para un personaje como Charlot, un rasgo de su personalidad que difícilmente pueden adoptar las clases sociales más vulnerables. Generalmente, deben crear complejas redes de dependencia entre ellos para la supervivencia. Pero nuestro vagabundo no se arredra ante la adversidad y es capaz de no interesarse por ningún contacto entre sus iguales, ya sea en la vecindad o en los albergues que frecuenta. Concretamente, en El chico no se nos ocurre ningún instante en el que solicite ayuda ajena entre los también desfavorecidos que le rodean para salir de los baches o socavones. Así, cuando encuentra al bebé lo único que se le ocurre es deshacerse del mismo, depositándolo en un carrito, haciéndolo desaparecer por la alcantarilla o dejándolo nuevamente donde lo encontró, junto a los cubos de basura. Y si tiene que pelear él mismo o su chico con los vecinos no dudará en someterse a una pelea desigual, cuyo resultado asemeja, al principio, bastante desfavorable.  

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Dignidad y pobreza

¿Qué trucos han empleado los pobres para conservar la dignidad? ¿Qué recursos utiliza Charlot en El chico para rodear su existencia y la del insospechado compañero de autoestima? Aquí, la picaresca entra en juego. Casi cualquier medio es bueno, frente a la persecución de los ricos y de sus agentes, para conseguir cobijo y alimentos. Recluidos y confinados a las afueras de las grandes ciudades, los obstáculos que deben atravesar los indigentes para poder levantarse al día siguiente bajo techo y en libertad no harán más que avivar el ingenio golfo. Y así le sucederá a Charlot y al chico. Si hay que romper cristales para luego cobrar por repararlos, ambos se ponen  manos a la obra; y si se carece de biberón, buena es una tetera. También, si hay que agujerear sillas para que sirvan de orinales no resulta un inconveniente; tampoco, si es necesario y no se disponen de recursos económicos para su adquisición,  la imaginación se agudiza de nuevo para elaborar pañales artesanalmente. Y qué mejor que utilizar una manta raída como poncho…

Parece que la pobreza en las zonas rurales llamó únicamente la atención en Estados Unidos durante la época de la Gran Depresión en la década de los treinta del siglo pasado y después, durante un breve periodo en los sesenta. A ello ayudó el documental de Harvest of Shame, de Edward R. Murrow sobre la grave situación de los trabajadores agrícolas migrantes en el país. Pero los guetos de la pobreza en las grandes metrópolis fue un rasgo permanente en aquella nación, al menos desde mediados del siglo XVIII. Hay historiadores que hablan de una tercera parte de afectados entre los habitantes de las ciudades. La recreación de las zonas habitadas por pobres en la película de Chaplin resulta magistral. A través de la suciedad, del aire enrarecido, de la basura que cae desde las alturas… Viendo el filme, nos podemos imaginar un ambiente viciado, cuerpos de animales en descomposición por las calles o moscas pegajosas en todos los rincones. Somos testigos de calles estrechas y lúgubres, viviendas hediondas en edificios destartalados y, además, permanecemos al acecho de chinches o piojos. No resulta inverosímil, claro que no, la aparición de la enfermedad en tales condiciones, menos entre los más débiles de los desfavorecidos, entre los pequeños y pequeñas.

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La autoridad

Resulta destacado el sistemático encuentro de nuestro personaje con los representantes del orden, unas colisiones que, evidentemente, Charlot intenta evitar a toda costa. Su existencia en los márgenes de la legalidad obliga. Los barrios pobres siempre se han identificado con los desórdenes, el delito, la inmoralidad o el peligro para los estamentos superiores. En demasiadas ocasiones, se han dedicado esfuerzos a aislarlos o hasta destruirlos en vez de procurar mejorarlos. A lo largo de la historia han sido utilizadas medidas policiales demasiado rigurosas para la persecución sin tregua de los integrantes de las clases desfavorecidas, medidas claramente erróneas que solo consiguen eternizar los hacinamientos, la inmundicia y el recurso de la delincuencia. 

Charles Chaplin era consciente de todo ello y no pierde escena para intentar aposentar al policía de turno vigilando al vagabundo y al chico. Esquina tras esquina, podemos observar al agente de la autoridad al acecho, recelando, atento a sus movimientos, persiguiéndolos o deteniéndolos. A pesar de la aparente despreocupación que exhiben nuestros dos héroes, a pesar de la felicidad que les embarga al empezar juntos un nuevo día con un techo sobre la cabeza y alimentos en la mesa, a pesar de todo, la permanente vigilancia y la tragedia que puede desencadenar les atenaza sin tregua. El temor a las fuerzas del orden se convierte en un instinto que el chiquillo no tiene más remedio que desarrollar desde sus primeros pasos. Ya se deben imaginar el desasosiego que puede originar una existencia en permanente miedo ante el hambre y la policía. Desesperanza y desolación que Chaplin aborda con valentía sin olvidar las delicias que aportan aquellos pequeños momentos de la vida. También para los pobres. Y nos hará cómplices de instantes mágicos, como aquel en que despreocupadamente se lee el periódico, más bien la gaceta del crimen, en un cuarto destartalado, mientras el pequeño prepara el desayuno. 

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El estigma

No resulta novedoso el achacar al pobre la culpa de su situación. La teoría de que la penuria económica hunde sus raíces en el fracaso personal, en la ausencia de ética en el trabajo, en la debilidad de carácter o en el desprecio por las normas no es minoritaria. Y se atribuye a los afectados una ausencia de voluntad, una pasividad para dar un giro al destino. La película de Chaplin es un perfecto manual del pobre y escena a escena lanza un grito contra “la cultura de la pobreza”. Aquella que se manifiesta por el miedo y odio a la policía (como ya hemos tratado), en la búsqueda de la marginalidad, en la no participación en instituciones sociales, en la territorialidad, en el fatalismo o en la impotencia.  

El discurso resulta evidente: en la tierra de las oportunidades, de la indigencia, únicamente puede responsabilizarse a quien la sufre: por vago, por amoral, por delincuente… No existe espacio para un esfuerzo de comprensión. En El chico, sufrimos la angustia de los dos protagonistas cuando deben luchar contra un sistema que les engulle. Los esfuerzos serán constantes para separarlos, para encerrarlos, para privarles de su libertad de movimientos. Entre todas las escenas, nos gustaría detenernos ahora en aquella en que la rabia y la incapacidad ante fuerzas superiores explotan: cuando el chico es literalmente raptado y confinado en un camión hacia un destino incierto e indeseado. 

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Beneficencias

Las ayudas públicas y la beneficencia privada, históricamente, no han estado exactamente atinadas en la elección de sus auxilios. Ya en 1893, en los inicios de una profunda depresión económica, damas peripuestas y ociosas se dedicaban a repartir entre los niños y niñas de los suburbios de Nueva York macetas con plantas. Justo lo que necesitaban. Un año más tarde regresaron esplendorosas a los lugares elegidos para sus caritativos esfuerzos. Las plantas ya habían muerto. También muchos de los niños. 

Charles Chaplin parecía ser consciente de estas incoherentes e inútiles ayudas y con ironía, nos regala en El chico los esfuerzos de una madre enriquecida con el paso de los años y arrepentida del abandono de su hijo siendo un bebé. Así, en sus ratos libres, la mujer se dedica a ejercer la caridad con niños pobres repartiendo entre ellos juguetes y parece que alguna fruta. No negamos cierta utilidad en el segundo elemento pero seguramente, la señora es incapaz de concebir la desesperación que lleva a una familia a quemar parte de su propio hogar para calentarse. Charlot sabía que los regalos siempre tenían un precio y estaba poco dispuesto a pagarlo. Con coherencia, pasa por alto, casi con desprecio, la limosna de la progenitora del pequeño.  

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Legados

El chico, además de ser una obra genial en la que el drama se traga a la comedia, es también uno de los primeros largometrajes que abordan la pobreza, concretamente la infantil, desde una perspectiva realista pero sin dejar de lado el carácter ficcional y la idiosincrasia del personaje de Charlot. Durante siglos, su huella ha sido muy alargada y ha influido, directa o indirectamente, en la realización de inolvidables películas que se han convertido, a lo largo de décadas, en auténticos iconos del estado social de los más pequeños que viven en la marginalidad. Basta con recordar a unas pocas, como Alemania, año cero, de Roberto Rossellini (Germania, anno zero, 1948),  Los olvidados, de Luis Buñuel (1950), Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut (Les Quatre Cents Coups, 1959) Oliver Twist, de Roman Polanski (2005)  o la más reciente Cafarnaúm, de Nadine Labaki (Capharnaüm, 2018).

En la Europa del siglo XIII se pensaba en los pobres como en una tara que derivaba de tres defectos: de la ociosidad, de la disipación y de la ebriedad. Aunque en la actualidad el lenguaje ha cambiado, sigue relacionándose la indigencia con la holgazanería, el vicio o la irresponsabilidad. Nos enfrentamos al eterno mito del pobre dispuesto a beneficiarse de la ayuda ajena, pública o privada. Charles Chaplin, con El chico, nos regala una verdadera lección sobre el orgullo, la dignidad, la lucha por la supervivencia y el cariño que puede surgir entre los olvidados de la fortuna. Porque hay que tener presente que, ante todo, el filme de Chaplin es un tierno retrato, con una puesta en escena muy efectiva, sobre un amor paternal dispuesto a sortear cualquier barrera que impida su desarrollo.   

BIBLIOGRAFÍA 

      • Ackroyd, Peter (2016). Charlie Chaplin. Barcelona: Edhasa.
      • Bazin, André (1974). Charlie Chaplin. Barcelona: Paidós.
      • Cousins, Mark (2005). Historia del cine. Barcelona: Blume.
      • Gubern, Román (1989). Historia del cine. Barcelona: Editorial Lumen.
      • Pimpare, Stephen (2012). Historia de la pobreza en Estados Unidos. Barcelona: Península.
      • Riambau, Esteve (2000). Charles Chaplin. Madrid: Cátedra.
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