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Viajes en muñecas rusas

NOSTALGIA (Nostalghia). Andrei Tarkovski, Italia, 1983

¿Nieve en agosto?

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En general, los viajes podrían equipararse a una ruptura con el mundo de los orígenes. Precisamente, era lo que buscaba Zaratustra, alejándose de su patria para desvincularse de aquellas doctrinas y valores adquiridos desde el nacimiento. Se supone que en los viajes uno suspende la identidad, es otro. Pero en esa aventura uno es el extranjero, el extraño rodeado de extraños. Y quizás pueda permitir el acceso al yo, el reencuentro con uno mismo. Todo a pesar de la distancia en kilómetros interpuesta con los prejuicios, defensas o reflejos transmitidos desde la infancia. Al tiempo, los desplazamientos remiten  al descubrimiento, a la identificación o a la confrontación con otros modelos. Y si bien las marchas desterritorializan en sentido físico y simbólico, pueden ocasionar ambivalencia entre las querencias viejas y las aprehendidas. Podría suceder que travesías o exilios no consigan superar los lazos de la propia identidad. Hablamos del extrañamiento como fenómeno cultural, mientras nos agitamos entre paisajes interiores y exteriores.

Los viajes introspectivos parecen haberse convertido en privilegio de grandes cineastas, en signos de madurez, en metarreflexiones sobre la propia creación. Entre ellos, se encuentra Abbas Kiarostami al integrar el proceso de rodaje en una indagación identitaria. A través de los olivos sería una buena muestra (Zire darakhatan zeyton, 1994). También citaríamos a Manoel de Oliveira y su largometraje Una película hablada (Um filme falado, 2003), en su perspectiva íntima y reflexiva, individual y colectiva. Precisamente en Portugal, Wim Wenders sitúa esa búsqueda con Lisboa Story (Lisbon Story, 1994), solapando crisis existenciales y creativas con reflexiones simbólicas. Por último, nos gustaría citar a Theo Angelopoulos en su maestría por trasladar a la pantalla viajes universales; en especial, con la épica obra La mirada de Ulises (To Vlemma tou Odyssea, 1995), en ese viaje extraordinario por Europa desde su historia reciente, transformado en travesía interior a la búsqueda de los orígenes.

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Nostalgia es el sexto largometraje de Andrei Tarkovski, el primero que realizó fuera de su tierra, y penúltimo de su filmografía. Como declaró el autor, su intención consistía en hablar de la forma rusa de la nostalgia, de ese estado anímico que surge cuando los rusos se encuentran lejos de la patria. Unos lazos que unen  en una suerte de fatalidad las raíces nacionales al pasado, a la cultura, a la tierra, a los amigos, a los parientes… Unos lazos que son imposibles de desatar allá donde se encuentren. Su incapacidad de adaptación y asimilación los convierten en “malos inmigrantes”. No podía imaginar Tarkovski, al realizar esta película, que sufriría tal enfermedad hasta el final de sus días. Soportó reiteradas trabas de las autoridades soviéticas para la realización de sus obras, incluso en Nostalgia al tratarse de una coproducción. Poco después de la realización de esta película, en 1984, anunció públicamente su decisión de no volver a su tierra natal. Murió dos años después tras rodar su última película, Sacrificio, en la isla de Gotland, en el mar Báltico (Offret, 1986). Sus últimos días transcurrieron entre Francia, Alemania e Italia, hasta fallecer de un cáncer de pulmón. 

Andrei Gorchakov, el protagonista de Nostalgia y alter ego del realizador es un poeta. Viaja a Italia con el fin de reunir material para un libreto de ópera sobre el compositor compatriota Pável Sosnovski. Existió realmente en el siglo XVIII, en la época de Catalina la Grande. Su verdadero nombre era Maxim Sozontovich Berezovsky y tras años de formación y reconocimiento en la península itálica, atormentado por la añoranza, decidió volver a Rusia. Cuenta la leyenda que tuvo que hacerlo de nuevo como siervo de la gleba, para ahorcarse poco después. Alguna académica contemporánea, como Marina Ritzarev, afirma que probablemente murió de forma repentina a causa de unas fiebres, tras desarrollar una enfermedad mental. Junto con Andrei Gorchakov, seguiremos un camino tormentoso que finaliza de forma aciaga pero liberadora al tiempo. 

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Nuestro poeta protagonista, al igual que el director, se convierte en un ser itinerante. Se trata de un deambular incapaz de superar la añoranza de su tierra natal. El filme se abre en imágenes con tonos sepia, prácticamente en blanco y negro, envueltas en brumas. Consiste en la evocación de su familia en su dacha natal, acompañada por los sones del Réquiem de Verdi. Una escena que aparecerá recurrentemente a lo largo del filme, como ensoñación obsesiva de una distancia mental y física imposible de superar. Casi diríamos que se tratan de fotogramas que funcionan como una especie de eterno retorno, como una repetición infinita que, aunque se hubiera querido, jamás podría haberse dejado atrás. Vemos a Gorchakov a lo largo del largometraje como un fantasma, como un alma en pena sumido en la melancolía, como un ser angustiado y desubicado: siempre evocando su pasado y enfrentándose a su propio destino,  siempre explorando, a la búsqueda de una incierta simbiosis entre la tierra rusa y la italiana. Una búsqueda sensorial transformada en recorrido físico mientras los demonios internos son imposibles de ahuyentar.

Como la mayoría de los filmes del realizador, también Nostalgia arranca en plena naturaleza. La que rodea su casa de campo ya comentada en el párrafo anterior y la de Italia, en el momento en el que el poeta y su traductora italiana, Eugenia, detienen el automóvil en un paraje cercano a una iglesia. La pretenden visitar para contemplar la pintura La Virgen del Parto, de Piero della Francesca. En la escena siguiente, ya en el hotel, Gorchakov le pregunta a Eugenia qué está leyendo. Se trata de un libro de poemas de Arseni Tarkovski, el padre del director. El primero sentencia que la poesía es imposible de traducir, siendo replicado por ella en el sentido de que jamás se hubiera entendido Rusia sin Tolstoi o Pushkin. Él le acusa de no saber nada de su patria y la mujer le responde que tampoco sabe nada de Italia si no sirven Dante, Petrarca o Maquiavelo. Para nuestro protagonista, la única solución se encuentra en “destruir fronteras”.

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Hemos hablado de Eugenia, convertida en contrapunto sensual del poeta, evidente signo de la frivolidad y espíritu materialista que está desbordando al mundo. Pero nos falta introducir a Domenico, ese “loco” que encerró a su familia durante años para protegerla del apocalipsis, ese “lunático” que pretende liberar a la humanidad apelando a la simpleza de la vida, a la vuelta al punto de partida, aunque ello haga necesario que “el sol salga por la noche y que nieve en agosto”. Justo como Zaratustra, el profeta de Nietzsche que también pretendía liberar a los hombres con un regalo, con la noticia de que “Dios había muerto”. Un acontecimiento que permitía a los seres humanos olvidarse de ese ultramundo inexistente para abrazar terrenalmente las propias pasiones. Ambos personajes, Domenico y Gorchakov, tienen el mismo perro, se reflejan uno a otro en un mismo espejo y tienen una misión paralela para evocar la vuelta a los principios básicos, al sentido espiritual de la existencia. Destino y final compartidos en una alegoría que se cierra en ese anhelo de derribo de fronteras con una imagen detenida que funde la dacha del poeta con las ruinas del monasterio de San Galgano, mientras cae la nieve.

En la vivienda de Domenico, una especie de nave industrial en ruinas y anegada de agua, polvo, barro y brumas, Gorchakov también evoca su tierra natal. Con una composición grandiosa en plasticidad, el paisaje en miniatura que se vislumbra asemeja al que siempre lleva en su mente el poeta. Valles, arroyos y árboles se distinguen en un tono naturalista. Anticipo de la conexión que alcanzarán ambas tierras, Italia y Rusia, en la escena final. Y sin olvidar la coincidencia en la fatalidad del final de ambos hombres, abrazando lo espiritual, mientras fuego y agua se funden en una suerte de fuerzas destructoras, o acaso purificadoras. El largo plano secuencia logra el hechizo de reunir lo tenebroso del interior con la naturaleza, con el cantar de los pájaros, con la humedad que aporta la incesante lluvia, También aquí, las fronteras se derriban para unir cosmos diversos. Gorchakov o Domenico, Domenico y Gorchakov,  convertidos en dos seres solitarios que se otorgan mutuamente el poder de la clarividencia.

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Son los planos secuencia los que caracterizan el estilo del autor para reproducir el tiempo en su constante movimiento, en ese infinito deambular que aleja de verdades únicas y universales, tal y como nos iluminaba Nietzsche y su profeta Zaratustra. Como en esa primera aparición de Domenico en el estanque termal, en Bagno Vignoni, seguido por un trávelin lateral; o en esa larga secuencia final en la que se intenta atravesar el estanque con una vela encendida, también en movimiento lateral; o la que muestra, con sosiego, al grupo de mujeres que aparecen junto a la dacha. ¿Madre, hermana, hija, esposa…?  Un abandono del tradicional plano/contraplano, pero que tampoco se olvida de rostros u objetos para terminar de completar emociones. Sí, cuando el poeta está tumbado y no acercamos a su rostro, mientras quema el libro de poemas del padre del director; o cuando se encuentra sobre el banco en el hotel y Eugenia lee en voz alta una carta; o cuando no detenemos en esos objetos tirados al estanque, esa estatua o bicicletas que se metamorfosean con el paso de años y siglos para convertirse en ruinas de una civilización.

Manifestaba el cineasta experimental Stan Brakhage que Tarkovski era el único maestro del cine que conseguía elaborar, al mismo tiempo, una epopeya, mantenerla desde el punto de vista personal, e iluminar las fronteras del inconsciente. Esto último, la recreación de lo onírico, lo consigue el autor en Nostalgia con ese espacio nebuloso y pacífico en torno a una casa rusa, en esa visión de la mujer tumbada embarazada ( síntoma de unión entre añoranza y deseo), con esa fusión en pantalla de su esposa y Eugenia, con esas dos gotas de agua que no suman uno más uno sino que se fusionan para revelar la verdadera potencia del hombre… El auténtico estado de las cosas solo puede ser captado por ciertas personas visionarias, por locos o marginados a los que únicamente se les permite observar la realidad desde la distancia. Todo un mundo que se indaga y se pretende esclarecer desde una gota de agua que por mucho que aumente en cantidad, no podrá nunca ser multiplicada. 

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Para Zaratustra, ha sido la filosofía tradicional, desde el mismo Platón, o religiones como la cristiana, las que se han ocupado en negar la vida humana en esa búsqueda de la verdad universal, del paraíso ultramundano. Para Tarkovski, al igual que para Gorchakov o Domenico, es nuestro materialismo el que ha traído infinitas desgracias sobre la humanidad, llevando a civilizaciones a la ruina y destrucción. ¿Serán las pasiones las que sostengan al hombre y nos lleven al superhombre, como creía Zaratustra? ¿Será la esperanza en la espiritualidad la que nos libere de despojos, como reflexionaba el cineasta?¿ O será, quizás, el acto artístico, la creación de obras de arte lo que otorgue el sentido a la existencia humana?

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