A Narciso Ibáñez Serrador lo conocemos más por sus diferentes trabajos en televisión, medio que ha revolucionado en incontables ocasiones, que por su faceta de cineasta, pero alguien que ha rodado una película como ¿Quién puede matar a a un niño? debe ser considerado un gran director. Aunque Ibáñez Serrador ha dirigido numerosas películas para televisión –pensemos, si no, en las entregas de Historias para no dormir (1965-1968), o en la más reciente La culpa (2006), que forma parte de la serie Películas para no dormir–, lo cierto es que solo ha estrenado en salas cinematográficas dos títulos, La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? Estos han sido sus dos únicos largometrajes para el cine, pero no le han hecho falta más para ganarse un hueco en la historia del género de terror. La residencia es un relato ambientado en un internado de señoritas en el que van desapareciendo paulatinamente las internas, pero ¿Quién puede matar a un niño? es una pequeña joya, un auténtico modelo de cómo una buena idea y unos pocos recursos bastan para crear una obra maestra.
El guion, firmado con el seudónimo de Luis Peñafiel, lo elaboró el propio director a partir de una novela de Juan José Plans titulada El juego de los niños, pero, en realidad, tiene muy poco que ver con ella. Con todo, hay dos o tres referencias inexcusables a la hora de hablar de ¿Quién puede matar a un niño? Por un lado, tenemos un clásico del terror con niños como El pueblo de los malditos (Village of the Damned, Wolf Rilla, 1960); de hecho, la película de Ibáñez Serrador se estrenó en algunos países con el título de Island of the Damned; por otro, tanto en el retrato del ambiente como en el tratamiento del argumento, la cinta bebe directamente de un clásico de Alfred Hitchcock como Los pájaros (The Birds, 1963), con ciertas reminiscencias, además, de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, Roman Polanski, 1968).
El metraje comienza con un fundido en negro y una canción infantil en off, y deja paso inmediatamente a material de archivo en el que podemos ver imágenes de crímenes que se han cometido contra la humanidad, especialmente contra niños –como afirma uno de los personajes, “el mundo está loco; lo malo es que siempre pagan el pato los niños”–. Los títulos de crédito se superponen a imágenes de Auschwitz, de la guerra indo‑pakistaní, de Corea, de Vietnam y de Biafra. En todos los casos, se señala el número de víctimas totales y el número de víctimas infantiles. En principio, parece que esta presentación poco tiene que ver con lo que vendrá a continuación, pero el director va dejándole pistas al espectador.
La acción se traslada a la playa de Benavís, una ciudad ficticia de la costa catalana, donde aparece un cuerpo flotando, que es trasladado en una ambulancia. Esta, en su trayecto, se cruza con un autobús de línea en el que llegan dos turistas británicos, Tom (Lewis Fiander) y Evelyn (Prunella Ransome), los auténticos protagonistas de la película. Sigue una magnífica presentación de los personajes: ella está embarazada y van a pasar unos días en la pequeña isla de Almanzora, que Tom conoce de una visita anterior. Solo algunos detalles parecen presagiar lo que se van a encontrar en aquel lugar, verdadero hortus conclusus o jardín cerrado en el que se va a desarrollar la acción.
Al igual que en La residencia, ¿Quién puede matar a un niño? crea un universo cerrado de ambiente tenso y claustrofóbico. La luminosa fotografía de José Luis Alcaine –terror a pleno sol, nada menos–, con estética de spaghetti‑western, se complementa muy bien con los inquietantes acordes de Waldo de los Ríos, autor de la partitura. Parece que todos los adultos han desaparecido de Almanzora, pero lo que ha ocurrido en realidad es que los niños han comenzado a practicar un juego macabro y letal: “Parecía como si jugasen, pero llevaban cuchillos y palos”, afirma el superviviente con el que se encuentran Tom y Evelyn.
Los protagonistas no tardarán demasiado en descubrir el horror en medio de un paisaje paradisíaco e idílico. Dos secuencias resumen muy bien dicha situación, aunque los niños la perciben en todo momento como un juego: la primera presenta a los niños jugando a la piñata con el cadáver de un anciano y una guadaña; la segunda muestra cómo los niños pierden su inocencia al mirar a los ojos de alguno de los “malditos”.
¿Quién puede matar a un niño? es una metáfora de nuestro futuro, pero también una alegoría de nuestra sociedad, cuya lectura moral resulta clara: los niños tienen razones sobradas para rebelarse contra los adultos. A caballo entre el western y una película de zombies, “Chicho” Ibáñez Serrador ha conseguido bordar una ficción de terror psicológico que proyecta sobre el mundo de Almanzora los propios temores de la pareja protagonista. Después de más de treinta y cinco años, la atmósfera de esa pequeña isla sigue siendo tan claustrofóbica como entonces y, por desgracia, los niños siguen siendo las principales víctimas de la violencia estructural. Quizás algún día se decidan a “jugar”.
Premios: Premio de la Crítica en el Festival de Cine Fantástico de Avoriaz.
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La distopia, en el sentido más simple de esta palabra, nos lleva a pensar en un mundo que, de por sí, sería la actuación de una pesadilla de carácter político. Nace, este concepto, no tanto de la relación con el cambio estructural de la utopía, sino en función de aquellos elementos que ya forman parte de este elemento dialógico (se trata de un diálogo entre el autor y sus lectores, algo que ya se podía notar en Platón y que, efectivamente, es parte del caveat de Orwell); la distopia, efectivamente, no funciona solo en su valor de doppelgänger negativo, sino que pone de manifiesto aquellos problemas que ya se presentan en la estructura general de la utopía, o sea que, muy llana y simplemente, lo que para ti es un paraíso podría ser, para mí, una verdadera pesadilla. Esta función de contrapeso llevaría entonces a que las direcciones positivas y optimistas de las que esperamos vernos colmados se traduzcan también en una advertencia capaz de ayudarnos a tener una visión más fría y atenta de lo que la política presente puede provocar en el futuro (desde el problema del comunismo y de su dictadura en el ya mencionado Orwell hasta el problema de la libertad de género en el hoy famoso Cuento de la criada).
Las secuelas fílmicas se basan normalmente en dos grandes elementos de carácter narrativo: por un lado, la necesitad de proponer otra vez lo que le había gustado al público, por el otro, la voluntad de cambiar, de variar, de poner en marcha una serie de nuevos detalles con los cuales sería posible hablar de “novedad” a la hora de hacer una comparación entre los filmes. Las dos cosas, obviamente, no permiten acercarse sin demasiadas dificultades al acto creativo y, por esta razón, lo que normalmente pasa es el hecho de dosificar con mucho cuidado los elementos para que el resultado pueda gustarle a los espectadores. Problemas de este tipo son los al que tuvo que enfrentarse, por ejemplo, George Lucas, cuando sus precuelas no encontraron el favor del público y de la crítica (algo inmerecido, las obras son efectivamente muy buenas) por ser demasiado diferentes a la trilogía original, todo lo contrario del Terminator de Cameron, cuya segunda entrega (que hubiera tenido que ser la final) obtuvo gran éxito. Proseguir con una estructura narrativa, entonces, puede ser (y, efectivamente, lo es) un trabajo peligroso.
Lo postapocalíptico, género narrativo que se inserta en el juego de la ciencia ficción, parte de una cuestión muy basilar: ¿qué tipo de humanidad y de sociedad sería la en la que las grandes estructuras sociales (los estados, de hecho) ya no existen? La disminución de la población humana, la falta de una red de carácter político, la pérdida de unas leyes reconocidas en cualquier parte del mundo, todo esto conlleva un doble sentido: por un lado el temor a una destrucción de lo que llamamos sociedad y, por el otro, la gran libertad que se supone nace en relación con la pérdida de cualquier tipo de hipertribu (se entiende con esta palabra los grandes estados, leviatanes típicos de carácter hobbesiano, amados por algunos y odiados por otros). Es quizás por estas razones que obras de este tipo (desde el cuento breve de Ganivet sobre Granada hasta la novela conservadora de Walter Miller) parecen no encontrar una lectura clara, simple y, obviamente, precisa, lo cual, efectivamente, no es una debilidad, sino, por el contrario, el punto de fuerza gracias al cual se le presenta al público un momento de reflexión y de crítica no solo política, sino también social y cultural.
La tónica es la de su antecesora 


En la página web de la colección Criterion, una respetada selección de títulos cinematográficos de factura internacional, hay una pestaña que permite explorar el catálogo a través de temáticas. Una de ellas lleva por nombre Growing Pains, que se puede traducir más o menos como Dolores que crecen, refiriéndose alegóricamente al fin de la infancia, a la pérdida de inocencia y al enfrentamiento con la adultez; transiciones que deben vivir los protagonistas de estas historias. Y es acá, junto a Louis Malle, Andrea Arnold y Lynne Ramsay, donde se puede encontrar a Catherine Breillat y su À Ma Soeur! (Fat Girl, 2001), concebida a través de un realismo atípico, con un imaginario basado en la soledad, la búsqueda de identidad y el apego a los deseos más básicos; un retrato honesto acerca de la sexualidad, los celos y la bruma grisácea en la cual puede convertirse la adolescencia. Sería cínico describir con estas pocas palabras y etiquetas un trabajo como el de Breillat, pero también sería pretencioso verlo de otra forma.
Esta no es la típica niña que desea atención por parte de los mayores o que sufre por ser gorda. No. Ni en lo más mínimo. Por supuesto, algunas de sus acciones y matices de personalidad están condicionados por estos aspectos, pero no delimitan el abanico de sentimientos y contradicciones que fluyen de su persona. Entre mucho, hablamos de pérdidas momentáneas de esencia. Odia a su hermana, pero quiere ser como ella, o por lo menos tener las mismas oportunidades. Hay pocos vuelcos decisivos en la obra de Breillat, que se toma el tiempo necesario para ahondar en la psicología de sus personajes. La estructura del guion, a pesar de mantener su linealidad, no es convencional por completo, pues no sigue los cánones establecidos de la ficción en lo que respecta a los famosos plotpoints o puntos de giro. Más bien hay algo del género documental, acompañado de una frialdad existencialista muy al estilo de Michael Haneke.
Todo este mundo interno se nutre gracias a encuadres favorecidos por su gran carga metafórica, como por ejemplo, una visita de Anais a la playa, en la que se sienta en la arena con las piernas abiertas y la espalda curva, dejando que el mar arrastre lo poco que queda de su pureza, sin hacer nada. El ritmo de la trama avanza en prosa y las imágenes recuerdan pinturas, pero quizás el vínculo más importante del conjunto se encuentre en Le Viol (La violación), de Rene Magritte, pintura surreal al óleo de 1935, que muestra el rostro redondo de una mujer, cuyas facciones son reemplazadas por un femenino cuerpo desnudo.
Breillat ha mencionado anteriormente que Saló, o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975) es una de sus películas favoritas, y aunque Pasolini es hablar de excesos, sin duda alguna es una influencia importante en el lenguaje cinematográfico de Breillat. Sencilla en su realización y fuerte en su planteamiento, es una obra que pone a prueba constantemente al espectador, pero que asegura fructíferas recompensas. Es una historia que se construye correctamente tanto fuera como dentro de la pantalla, y que funciona de manera anecdótica: hay un inicio claro con suficientes brechas y pistas para discernir el pasado; hay un final abierto con suficiente intensidad para quedar satisfecho y dar un vistazo hacia el futuro. Es cine fuera del cine.
Si bien, no el mejor, uno de los filmes más importantes del realizador iraní. Trunco retrato, de una tímida visitante, en microclimas veleidosos que tensan relaciones desde la tragedia inesperada. Farhadi nos hace saber de circunstancias penosas teñidas por un deseo de ajenidad que resiste su concreción.


Este mismo año nos dejaba un director que era la imagen de la complejidad artística. Aunque los cinéfilos recordaremos a Abbas Kiarostami por su trabajo tras la cámara, lo cierto es que durante su carrera tocó todos los palos dentro de la creación de películas. Guionista, montador, director, productor, fotógrafo… su idea de cine ha dejado para la posteridad un puñado de obras maestras, siempre fieles y coherentes con el estilo de un director capaz de ver la poesía en las cosas pequeñas, en la rutina, en el deambular por caminos perdidos, en la gente que parece alejada en el tiempo y en el espacio de la realidad moderna. Retrató el Irán rural con la mirada profunda del que pretende comprender los contrastes, las pequeñas piezas de vida que conforman la existencia humana, armado de la belleza de lo puro, sin artificios ni trucos de magia. Con Kiarostami perdimos algo más que un director de cine: perdimos a un poeta.
A través de los olivos narra la llegada de un equipo de rodaje al norte de Irán, donde tiempo atrás tuvo lugar un terrible terremoto que acabó con la vida de decenas de personas. La intención de este grupo de cineastas es contar cómo estas gentes han seguido adelante, buscando esperanza en el futuro con la tristeza de la tragedia a las espaldas. El director, con la clara honestidad que reviste su cine, muestra sus intenciones como realizador, como contador de historias, en un proceso casi documental sobre el rodaje de la película. La visión personal del cineasta se hace dueña de la ficción, y vemos cómo traslada su pensamiento cinematográfico en la figura de este equipo de rodaje pensado para el filme. El uso de actores no profesionales, la sencillez técnica, el retrato de la vida real, la mirada reflexiva sobre el día a día de los protagonistas, son piezas clave en esta película dentro de otra película, una lección de metacine que es clave para entender la propia naturaleza de la película, pero también para dar sentido al propio arte de Kiarostami.
Las películas de Kiarostami parecen un todo cohesionado, a través de la mirada, a veces crítica, a veces amable, siempre única, de un director de pequeñas cosas. El continuo movimiento por caminos rodeados de paisajes rurales, la constante peripecia a bordo de vehículos destartalados, son otros de los lugares comunes que construyen ese todo que es el cine del realizador iraní. Universo que se ha quedado mudo con la desaparición de su ideólogo, observador incomparable de lo cotidiano, que aunaba el espíritu de meticuloso documentalista con la intensa búsqueda en la ficción de una realidad mínima y hermosa.
En 1956, la Revista de Ciencia Ficción y Fantasía (The Magazine of Fantasy & Science Fiction) publicó el cuento corto Steel, del escritor americano Richard Matheson. En ella, el boxeo profesional se prohibía en el mundo y era reemplazado por la lucha de robots.


Escribir sobre una película de culto no siempre es fácil, y no porque falten las palabras, sino porque tenemos cierto tipo de caos innato (o de religiosa reverencia) que no nos permite tener las ideas muy claras. Dicho de otro modo, si una película es un clásico y ha llegado al estatus de culto, examinar las razones que la han llevado a estas alturas significa abordar un tema que, de por sí, resulta demasiado vasto y terriblemente largo para que se puedan resumir en un puñado de párrafos los detalles y los rasgos de toda la arquitectura (lo que está afuera y lo que está adentro, como si de una catedral se tratara) de la obra a examinar. Sería deseable, para el crítico, que se confiara en él y se contentara el lector con el simple dogma de “vaya a verla, es una obra de arte”; pero sueños de este tipo no siempre (nunca) funcionan, y se necesita dar unas razones que motiven la elección de ciertos adjetivos (fantástica, sublime, espectacular) a la hora de describir el filme. Además, “culto” no significa “buena” o “clásica”, ya que una película mala puede, de todas formas, llegar a obtener este estatus por razones que se refieren a lo terrible que es y que nos permiten disfrutar de lo ridícula que resulta ser. No es el caso, afortunadamente, de Akira.

Robert Bresson intentó, a lo largo de toda su filmografía, que sus espectadores miraran viendo y escucharan oyendo. Con un estilo trascendental, trata de resaltar el misterio de la existencia, huyendo de cualquier interpretación convencional de la realidad. Su mirada ascética pretende expresarse mediante la forma, dejando al contenido en mero vehículo del desarrollo de


Al Este del Edén es una película de 1955, dirigida por el reconocido, talentoso y emblemático director Elia Kazan, fundador del Actor’s Studio, quien cuenta con una larga trayectoria, iniciada en un principio como director de teatro, para debutar ya en el cine hacia 1943, con el film Lazos humanos (A Tree Grows in Brooklyn). En su repertorio cuenta con importantes cintas como Un tranvía llamado deseo (A streetcar Named Desire, 1951) y Nido de ratas (On the Waterfont, 1954), entre muchas otras, con el gran mérito, además, de tener un excelente ojo para descubrir el talento de nuevos actores y lanzarlos a la fama, como ha sido el caso de Marlon Brando, quien protagonizó los títulos mencionados, o Paul Newman, a quien dirigió en la obra de teatro Dulce pájaro de juventud (Sweet Bird of Youth, 1959). Asimismo, en Al Este del Edén, en particular, elige como protagonista a James Dean, quien más tarde se convertiría en el ícono juvenil de su generación, con apenas tres películas con destacados papeles y una prometedora carrera interrumpida por una trágica muerte, en un accidente a la edad de veinticuatro años.
Kazan gusta mucho de elegir obras literarias o teatrales para adaptarlas al cine, Al Este del Edén está basada en una novela homónima, escrita por el premio Nobel John Steinbeck, que hace una interpretación alegórica del relato bíblico de Caín y Abel, sin embargo el director no se apega fielmente al libro, brindándole un rumbo distinto a la historia, al darle vida a un guion de Paul Osborn.
Aaron es dócil, centrado y complaciente, lo que hace que su padre incline su afecto y preferencia hacia él, mientras que el carácter acelerado y a veces descontrolado de Cal, lo exaspera y saca de quicio. Este chico inquieto y vulnerable descubre que su madre no sólo sigue con vida, sino que es la famosa dueña de un local de dudosa reputación en el pueblo vecino. Y es a partir de este fuerte descubrimiento que los hechos comienzan a desarrollarse en medio de una crisis económica, debido a la guerra, pero con inmensas oportunidades de hacer negocios, irónicamente, gracias a la misma.
Encontramos, en Al Este del Edén, una historia muy visceral, un intenso drama en el que podemos observar cuán poco han cambiado los conflictos, tanto familiares como del entorno, y cómo las relaciones más íntimas, de pronto, son las más complejas y difíciles de sobrellevar. Nos podemos percatar del daño tan profundo que puede hacer un adulto al etiquetar a un niño, cargándolo de estereotipos o comparándolo con otros, para luego descalificarlo. El film es capaz de transmitir que la autoestima de un pequeño etiquetado difícilmente ha de sanar.
alidad entre hermanos, abordado por la Biblia en los pasajes en que se relatan los sucesos entre Caín y Abel, se recrea para demostrar que en la naturaleza humana se encuentra tanto la capacidad de la maldad como la de la bondad y en cada uno está la elección, siendo éste un tópico que trasciende las fronteras del tiempo.
Es una cinta que cala por su profundidad y por sus infinitas comprensiones y sus distintos niveles de análisis posibles. La temática aborda cuestiones vitales que han roto la barrera del tiempo, que eran de suma importancia, incluso desde tiempos bíblicos hasta la actualidad, como lo son, la perversidad y la piedad, las mentiras y la verdad, las relaciones interpersonales y fraternales, la crudeza de la guerra y el amor a la patria. Por esta razón, a pesar de los años, Al Este del Edén se percibe como una película cercana y vigente, un clásico que vale la pena recordar.
Una larga fila de recolectores cosechan el algodón al ritmo letárgico del «Hallelujah», en las voces de los Dixie Jubilee Singers. Un campo inmenso y un admirable plano en perspectiva muestra al grupo que llega casi al horizonte. La familia Johnson, una tropa compuesta por Mammy, Pappy, Spunk, Missy Rose, los tres pequeños y Zeke, deciden en qué se emplearán las ganancias que obtendrán de la cosecha. El contexto, una sureña Norteamérica a finales del siglo diecinueve.

En 1865, Lewis Carroll regalaba al mundo una de las historias más alocadas, divertidas, originales y traviesas de la historia de la literatura. Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas jugaba con el absurdo y la ensoñación, y dejaba para el recuerdo la inolvidable galería de extravagantes personajes que ya son parte incuestionable de la cultura popular.

Un paquete de rituales que nos lleva de la mano hacia el sepultamiento de conflictos maritales. Se hace necesario el ejercicio en la aceptación de la caída de los sueños. La familia se “reconcilia”, tras la caída de la nieve que entierra los pasados. El frío y lo inhóspito son de necesaria referencia, la vida no es siempre color de rosa, deben aceptarse las realidades por detrás de las ilusiones.


El director barcelonés Vicente Aranda, fallecido hace pocos días con 88 años, nos ha dejado una dilatada carrera como realizador, iniciada a mediados de los años sesenta. Películas como La muchacha de las bragas de oro (1979), El Lute, camina o revienta (1987), La pasión turca (1994), Libertarias (1996), Celos (1999), Juana la Loca (2001) o Tirante el Blanco (Tirant lo Blanc, 2006), han representado lo más destacado de las últimas décadas de la cinematografía del estado español. Pero probablemente, su mejor película, aquella que hizo coincidir a crítica y público en máximos halagos fue la que realizó en el año 1991, cuando ya había rebasado con creces los sesenta años, su film Amantes, que consiguió alzarse con los mejores Goyas de Dirección y Mejor Película, además de conseguir el Oso de Plata a la Mejor Actriz para Victoria Abril en el Festival de Berlín.
Victoria Abril y Maribel Verdú desarrollan unas interpretaciones soberbias, dos enfurecidas gatas luchando por “su” hombre con una actuación en la que priman las miradas, los sentimientos mostrados a través de la expresión facial, sin necesidad de apoyarse en diálogos para enfatizar sus anhelos y miserias. Aranda es un director de primeros planos, y ello se hace evidente a lo largo de toda la película, muy intimista y que deja de forma tangencial el trasfondo social, que busca con la cámara el pensamiento del personaje, lo que hace imprescindible la colaboración del actor para conseguir la transparencia deseada. Abril, y la “casi” debutante Verdú, Luisa y Trini en la ficción, dan vida a dos hembras de carácter muy poderoso, que luchan con todas las armas que cada una posee para llegar a su objetivo. En medio, encontramos a Paco, a Jorge Sanz, que devorado por la debilidad de su personaje, no consigue estar a la altura que exigía ese hombre confundido entre la pasión y el amor, manejado hasta llegar a comportamientos insólitos y deplorables. Sus lánguidas miradas, su cara de niño inocente en la mayoría de los momentos resulta exasperantemente lelo e inexpresivo, y en los pocos instantes en los que se atreve a forzar una mirada de deseo sexual, parece más bien una caricatura del lobo feroz. En un momento determinado no sabe qué mujer le gusta más, pero lo que bordó Ingrid Bergman en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), desconociendo hasta el final su acompañante en aquel viaje liberador a Lisboa, no lo ha conseguido Jorge Sanz de este varón ahogado por las circunstancias y arrastrado por sus arrebatos carnales.
El relato se encierra cronológicamente en unos días perfectamente acotados: desde la celebración de una misa en conmemoración de La Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre, hasta la víspera del día de Reyes, el 5 de enero, identificado por el típico dulce o “roscón” todavía característico de la efemérides. Las vísperas de la Navidad van transcurriendo entre mazapanes y polvorones, cae la nochebuena y el fin de año, y el drama y la fatalidad van cercando a nuestros protagonistas hasta el aciago final. Bellísimas las secuencias de ese desenlace, en la plaza de la catedral de Burgos, filmada con potentes inclemencias meteorológicas, nieve, lluvia y frío que se siente, acompañando lóbregamente el funesto destino de los protagonistas.
Federico Fellini (1920-1993) es uno de los grandes maestros del séptimo arte, tanto en su faceta de guionista como de director, y Amarcord, una de sus películas más queridas y recordadas, quizás la más personal, aunque a Fellini le hubiera molestado enormemente que dijéramos que es autobiográfica. Lo cierto es que el guion, escrito por el propio Fellini y Tonino Guerra, es una sucesión de episodios que ocurren en un pequeño pueblo costero del norte de Italia a lo largo de un año entero, desde que llegan los vilanos en primavera hasta que se repite ese mismo fenómeno un año después. Lo que se presenta en pantalla, por tanto, es una sugerente galería de personajes y sucesos que conforman un microcosmos que podría haber sido el de cualquier pueblo de la Italia fascista de los años treinta.
Amarcord es la primera película en la que Fellini colabora con Tonino Guerra, poeta y uno de los grandes guionistas del cine italiano, colaborador habitual de directores como Michelangelo Antonioni y Theo Angelopoulos. Aunque Guerra colaboró con Fellini en dos ocasiones más, en Y la nave va (E la nave va, 1983) y Ginger y Fred (Ginger e Fred, 1986), no había nadie mejor que él para escribir el guion de Amarcord, ya que Guerra había nacido en 1920 en Santarcangelo di Romagna, un pueblo que distaba apenas diez kilómetros de la Rímini natal de Fellini. En el resto del apartado técnico, Fellini se rodeó de algunos de los más prestigiosos profesionales del cine italiano, como el director de fotografía Giuseppe Rotunno, el compositor Nino Rota (cuya partitura para Amarcord quedará para siempre en la memoria) o el diseñador de vestuario Danilo Donati, todos ellos colaboradores en distintos films de Fellini.
En cuanto al reparto, en cambio, la elección fue muy distinta, ya que, salvo en los casos de Magali Noël (la Gradisca, la peluquera de cuyo trasero andan enamorados todos los adolescentes) y Ciccio Ingrassia (Teo, el tío loco de Titta, que protagoniza una de las mejores escenas de Amarcord), Fellini optó por actores no profesionales o, en todo caso, procedentes de teatros de provincias o del music‑hall. Es, sin duda, una elección muy acertada, pues así logra crear una atmósfera y, sobre todo, diluir protagonismos individuales. Además, el propio Fellini había comenzado en ese difícil mundo del teatro de variedades.
El título ha sido uno de los aspectos más debatidos de esta película. ¿Qué significa Amarcord? Al parecer, es un neologismo del propio Fellini, pero que procede de la contracción de “A m’acord”, que es la forma en que se pronuncia “Io mi ricordo” (“me acuerdo”) en la región de Emilia‑Romagna. Aunque se rodaron algunos exteriores en Anzio y en la propia Rímini, casi todo lo que se ve en escena fue construido en un enorme decorado, en el Estudio 5 de Cinecittà.
No hay más línea argumental que la que marca el paso del tiempo en un mismo espacio: se relata un año en la vida de un pueblo de la Italia fascista en los años treinta, antes de la Segunda Guerra Mundial. Para ello, Fellini se ha servido fundamentalmente de dos personajes en torno a los cuales giran casi todas las historias individuales. Se trata de Titta Biondi (Bruno Zanin) y la ya mencionada Gradisca. Aparte quedan los episodios colectivos, en los que participan casi todos los habitantes del pueblo: la fogata de primavera, la carrera de las Mil Millas, el paso del transatlántico Grand Rex…
En realidad, el material original de Amarcord procede de un texto que Fellini escribió en 1966, durante una larga convalecencia: La mia Rimini. Son, por tanto, recuerdos de la infancia y adolescencia de Fellini, mitificados o transfigurados por la memoria. Hay muchas imágenes de esta película que forman ya parte de la memoria colectiva, como los enormes pechos de la estanquera (Maria Antonietta Beluzzi), la inquietante mirada de Volpina, la prostituta (Josiane Tanzilli), los extravagantes profesores de Titta o la personalidad de su tío Patacca (Nando Orfei), que siempre come con una redecilla en el pelo.
Dentro de la filmografía felliniana, Amarcord remite, en cierto modo, a Los inútiles (I vitelloni, 1953) y está relacionada con Y la nave va, pero es la última entrega de una trilogía que se había iniciado con Los clowns (I clowns, 1970) y Roma (1972). Al final, es una película sobre la memoria, sobre lo que hay de universal en lo particular, sobre cómo los recuerdos personales de un solo individuo pueden convertirse en universales. Se trata, al cabo, de un ciclo, de la vida de un lugar a lo largo de cuatro estaciones. Nada más y nada menos, pero con la magnífica partitura de Nino Rota de fondo, una excelente banda sonora para la vida.
La extraña anomalía espacio‑temporal que ha provocado la pandemia mundial en curso ha tenido consecuencias devastadoras en la asistencia de público a las salas de cine, pero extraordinarias en cuanto a la programación de las mismas. El cine siempre ha sido un espacio de evasión, pero es que ahora, además, se ha convertido en una máquina del tiempo, de manera que las mejores películas que hemos podido ver en salas durante 2021 son las que se estrenaron hace veinte o veinticinco años. Títulos como 

Hay un episodio oscuro y polémico en la vida del gran cineasta y novelista de origen griego Elia Kazan, que se puso de manifiesto cuando le entregaron el Oscar Honorífico en 1999 y algunos de los asistentes no solo no se levantaron, sino que ni tan siquiera aplaudieron, como protesta por la entrega de la estatuilla a alguien que, en 1952, había declarado frente al Comité de Actividades Antiamericanas del Senador McCarthy y había delatado a algunos compañeros de profesión. Ahora bien, su filmografía siempre estará ahí y lo cierto es que, durante la década del cincuenta, Kazan rodó una obra maestra tras otra. No valoraremos a Kazan como ciudadano, sino como cineasta. América, América es, en este sentido, la película más personal de uno de los grandes directores de la historia del cine, responsable de títulos tan importantes como Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951), La ley del silencio (On the Waterfront, 1954), Al Este del Edén (East of Eden, 1955) o Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass, 1961).
América, América, rodada entre Grecia y Turquía con un reparto de actores mayoritariamente no profesionales, cuenta la particular odisea por la que pasa Stavros (un desconocido Stathis Giallelis) hasta que logra conseguir su sueño: llegar a América, la tierra prometida, la esperanza de una nueva vida. Para lograrlo, emprende un largo viaje que le llevará desde Anatolia hasta Constantinopla, pasando por Ankara, pero no desfallecerá. Debido a sus características técnicas y temáticas, da la sensación de que América, América tendría que haber sido una película inicial, pero es justo lo contrario, la última gran obra de Elia Kazan, ya que después solo dirigiría tres cintas más, El compromiso (The Arrangement, 1969), que es una suerte de continuación de América, América, Los visitantes (The Visitors, 1972) y El último magnate (The Last Tycoon, 1976). Después, Kazan se dedicó principalmente a la escritura. De todas maneras, una película como América, América no es, desde luego, un primer balbuceo, sino un proyecto realmente complejo, que cuenta una historia de vida con fuerza y rigor insospechados, muy alejada de la idealización propia del tema, que solo podría haber acometido un director experimentado.
En realidad, Stavros, el protagonista, es trasunto de un tío de Elia Kazan, que vivió una experiencia semejante. Y es que, no en vano, la gran creación de América, América es precisamente el personaje principal, repleto de luces y sombras, que no duda en hacer todo cuanto sea necesario para alcanzar su sueño, que evoluciona y, poco a poco, va perdiendo su característica sonrisa. Hay otro personaje, Hohannes (Gregory Rozakis), cuyo nombre no conocemos hasta el final, que aparece en distintos momentos del metraje y adquiere un papel fundamental en el desenlace de la película. Hohannes es un doble de Stavros, un personaje que sirve como espejo, como si Stavros se hubiera escindido en dos personas distintas. La presencia de Hohannes le sirve a Stavros para plantearse una cuestión fundamental: para llegar a América, ¿ha tenido que renunciar a ser él mismo, ha tenido que traicionar sus principios, se ha corrompido?
El viaje del protagonista no es, desde luego, un camino de rosas, y, como si fuera un Ulises moderno, en varios momentos se desvía de su objetivo principal, e incluso es tentado por la posibilidad de una vida acomodada y burguesa, tal como vemos en la parte más costumbrista de la cinta, que presenta a Stavros como futuro yerno de un acaudalado comerciante. Otro de los grandes aciertos de América, América es que presenta Turquía como un país de grandes contrastes, en el que hay zonas que no han cambiado prácticamente nada en dos mil años –un ejemplo es el lugar donde vive la abuela del protagonista– y ciudades de ambiente europeo. Hay en todo esto cierto toque neorrealista, por un lado, y una clara herencia del viejo cine soviético, por otro.
El resultado es, desde luego, uno de los grandes relatos del cine, una suerte de película‑río que bebe de un texto mucho más amplio del propio Kazan, como se nota por el bulto redondo que ofrecen muchos de los personajes secundarios, ya que todos ellos esconden un pasado, tienen una historia. Desde luego, América, América fue una apuesta muy arriesgada de Kazan, pero consigue deslumbrar al espectador con una película verdadera, que emplea técnicas narrativas y recursos visuales inauditos en Hollywood. Todas las obras maestras resumen el mundo; América, América es, en este sentido, una obra maestra.
Cuando me encontré con esta película me llamó la atención su título, que significa anacoreta y la idea de que trataba de una historia con ciertas bases reales, referida a una joven, casi una niña, Christine Carpenter, quien se sometió a convertirse en anchoress de Shere, en la región de Surrey, en Inglaterra, en los comienzos del siglo 14. Al aceptar esta vocación, se sometía a que la encerraran de por vida en una pequeña celda al lado de la iglesia del pueblo, convertida en una especie de admirable e iluminada consejera espiritual y mística para los habitantes de la comarca, que se acercaban a traerle comida y a hacerle preguntas a través de una ventanita. Todo ello comenzó con las visiones que la jovencita tuvo sobre la Virgen María, que la llevaron a ilusionarse con una entrega mística.

Hablar de la película de mi vida para celebrar el quinto aniversario de EL ESPECTADOR IMAGINARIO me permitiría construir otra donde estuvieran escenas inolvidables de todo el cine que he visto. Podría detenerme en Greed (Erich von Stroheim) o en muchas de Stanley Kubrick, que con Martin Scorsese forman una dupla entre mis debilidades, así como Andrei Tarkovsky e Ingmar Bergman; Andrzej Wajda y Roman Polanski o Luchino Visconti y Bernardo Bertolucci. Pero mi vuelo por ese cine requiere de unas alas que hoy no quiero ponerme, porque prefiero quedarme al ras del suelo, donde un actor en sus comienzos y un director con todas las letras al final de su carrera me seduce para que le preste atención.


Dos de las referencias básicas de Margot Benacerraf en Araya, la película que compartió el Premio de la Crítica Internacional en el Festival de Cannes de 1959 con Hiroshima, mon amour de Alain Resnais, fueron señaladas por la cineasta en una entrevista publicada en la revista venezolana en Internet Vértigo en mayo de 2009: “Cuando estudié cine en París era el momento de la posguerra y nos había golpeado mucho el neorrealismo italiano. Me acuerdo mucho de La terra trema de Visconti. La citan todos los críticos como una referencia”.
Expresiones como “los conejos se lo merecen, porque no son maliciosos como los hombres” y “el que hoy es rico, puede que mañana no lo sea, mientras que un pobre con algo en la cabeza puede ser rico mañana” tienen un tono refranesco ajeno a la espontaneidad de una conversación. En esas palabras se percibe la intención de interpretar una escena. Algo similar ocurre con el ir y venir de los parlamentos, que parece propio de una obra de teatro.
El estilo del filme venezolano se manifiesta allí como un intento consciente de evitar la falsedad que la cineasta atribuye a diálogos como el citado de La tierra tiembla. Se distancia así al espectador de la intimidad de los personajes de una manera que hace evidente, a la vez, que hubiera sido posible escribir un texto para que lo grabaran ellos u otros actores y que fuera añadido después, como ocurre con los efectos de sonido. También hay registros de la manera de hablar de la gente del pueblo que se emplean en otras escenas. Pero la realizadora se abstuvo de hacerlo con los enamorados, y de esa manera señala que lo que tienen de auténticos los actores no profesionales incluye aspectos de la realidad que están fuera del alcance de la película, que no son reproducibles mediante el artificio del cine. Lo que da más realismo al filme es hacer evidente que no es capaz de representar todo lo real.
Una vez más, el tipo de realismo que busca Benacerraf se aclara al poner las cartas sobre la mesa: así como evidencia su conciencia de la incapacidad de captar por completo la realidad, también hace explícito que la imagen poética ha sido puesta en escena por voluntad de la autora. Lo auténtico de la metáfora está en omitir la falsedad del disimulo que es insertarla en la acción. En el caso de La tierra tiembla también pueden señalarse elementos de la puesta en escena, ajenos a la acción, que expresan un punto de vista sobre lo relatado: la hoz y el martillo en la fachada del lugar donde se reúnen los pescadores y las palabras de Mussolini en el local de los propietarios. Pero no se trata de metáforas sino de índices que señalan a los buenos y los malos con arreglo a una doctrina. Sobre eso habrá que volver a continuación.
Una película de un realizador que está convencido de que sabe hacia dónde va la historia no podía tener tampoco un comentarista distinto del que explica La tierra tiembla. En Araya, en cambio, aunque se escucha una sola voz, son varias las que hablan. Está la del comentarista de documental, que es el que interviene en el relato de un día en la vida de los personajes. Pero la del comienzo del filme es diferente: describe la geografía de Araya poéticamente, a la manera de un relato de creación como el de la Biblia, y su forma de narrar está integrada a las imágenes y a la música mediante el contrapunto que hace con ellas. Hay un narrador-historiador, que toma la palabra en el breve relato del pasado del lugar, y al final vuelve la voz orquestada con la música y en especial montaje para plantear la interrogante acerca del futuro de los trabajadores de la salina por la llegada abrupta de la mecanización.
Con una prolífica trayectoria que se inició en los años 60 del siglo pasado, el director franco-griego Costa-Gavras ganó celebridad con


Arroz amargo (Giuseppe de Santis) es una gran película dentro un contexto de películas enormes, legendarias, que pusieron los cimientos a gran parte del cine posterior y la forma de entender el arte de rodar películas. El cine de posguerra italiano, lo que se ha denominado neorrealismo, dejó una cantidad de joyas incuestionables que han influenciado a varias generaciones de cineastas, atrapados por la pureza de una visión cercana y aparentemente simple, de peripecias y gente pequeña viviendo el día a día.

Cary Grant afirmó en varias ocasiones que fue la película en la que mejor se lo pasó y con la que más disfrutó como actor en toda su carrera. Sólo hay que verla para confirmarlo. Pero me atrevería a afirmar, sin temor a equivocarme, que cualquiera que tomara la gran decisión de sentarse frente a la pantalla a dejarse seducir por los acontecimientos que envuelven a lo largo de un día a Mortimer Brewster en casa de sus ancianas tías, cualquiera repito, estará de acuerdo en que Arsénico por compasión es una obra maestra de la comedia negra, redonda e imperecedera.
Junto al magnífico reparto, encabezado por un memorable Cary Grant, el encanto de la película, su piedra angular, reside en su exquisito y original argumento. La base de la historia es simple, Mortimer Brewster, un reconocido crítico teatral de Nueva York, famoso por despreciar el matrimonio, termina por enamorarse y casarse de forma lo más discreta posible. Antes de irse de luna de miel a las cataratas del Niágara, decide pasar por la casa de sus dos tías solteras con las que se ha criado, Abby y Martha (Josephine Hull y Jean Adair), para darles la buena noticia. A partir de aquí comienza la enreversada pero minuciosamente elaborada trama real del filme. Mortimer descubre que sus angelicales e inocentes tías se dedican a terminar de forma compasiva con la vida de ancianos solitarios a los que acogen, vertiendo un poco de arsénico en el vino que les sirven, acabando, según ellas, con su sufrimiento.
A todo esto hay que sumar la llegada del hermano de Mortimer (Raymond Massey) a la casa, durante la noche, un asesino acompañado por el doctor (entrañable Peter Lorre) que le ha practicado múltiples operaciones de cirugía estética hasta hacerle parecer Boris Karloff. Su intención es la de ocultar un cadáver que llevan en el coche y, de paso, una vez lo ve, acabar con Mortimer y quedarse con la casa de sus tías. El parecido y las constantes referencias a Boris Karloff no son casuales, pues el actor que interpretó a Frankenstein fue el que hizo de hermano de Mortimer en la obra de Broadway, de modo que Raymond Massey fue caracterizado deliberadamente, y con gran acierto, para parecerse al actor británico.
Como vemos, la situación se va complicando a cada paso en un ritmo in crescendo que propicia las escenas descabelladas, las confusiones, los malentendidos y una tensión constante, expresada en la ansiedad que vive Cary Grant, intentando ocultar el secreto de sus tías a su reciente esposa, a su criminal hermano y, por si fuera poco, a los mismos policías que patrullan el barrio. Un torbellino aparentemente caótico, pero minuciosamente pensado y coherentemente articulado, que no da descanso al espectador desde el primer fotograma hasta el último, con un ritmo frenético y una serie de escenas, a cada cual más divertida y sorprendente.
El delicado límite entre la locura y la cordura, el sentido ético y bello de la muerte compasiva en contraposición con el de la muerte violenta, pasional y detestable, el encanto de la inocencia como cualidad de las buenas personas y como instrumento de doble filo, el amor repentino y apasionado o el amor a la familia como signo de identidad propio son algunos de los temas por los que se desliza de forma satírica, delirante, genial y ejemplar esta obra única, irrepetible, sensacional, mítica y toda una serie de adjetivos calificativos altamente positivos y elogios que puedan utilizarse para describir la que, como hemos puntualizado al inicio del artículo, fue la película con la que más disfrutó Cary Grant, del mismo modo que lo hicieron, lo han hecho y lo harán millones de personas, como yo mismo hice, la disfrutarán y se enamorarán del buen cine, ese que no muere nunca.
Retomamos la idea que inicié con la crítica de 

Crear vida, con el solo objetivo de desafiar la Creación, era el plan perfecto de muchos científicos locos de los años 50. Sin embargo, ese no es el cometido del señor Franz (John Hoyt), adorable anciano, a quien la soledad ha convertido en un monstruo. Obsesionado con los muñecos y con la pequeña utilería que los acompaña, cuya amplia colección guarda celosamente en su tienda, este mad doctor pretende fundar una pequeña compañía de títeres humanos para solventar la enormidad del sentimiento de abandono que lo mueve. Su desafío se encuentra en el terreno de las tribulaciones de la psique humana, así como la esencia argumental de este filme, Ataque diabólico, de Bret I. Gordon (1958), que explora desde el fértil panorama de la ciencia ficción, la dualidad del ser humano haciendo una relectura fílmica del extraño caso de Dr. Jeckyll y Mr. Hyde.

Es difícil encontrar buen cine de terror. Es más difícil aun encontrar películas latinoamericanas de este género que realmente produzcan algo que no sea risa o lástima. Por eso es que Aterrados (Demián Rugna, 2018) se ha convertido rápidamente en una de las favoritas de los amantes del terror, tanto en la Argentina, su país de origen, como en toda Latinoamérica y el mundo. Está considerada como una de las mejores cintas del género y ha sido elogiada por el uso adecuado del gore, tiene una función dramática clara y evita caer en los lugares comunes, proponiendo una narrativa que mantiene al espectador al borde de la expectativa. Su éxito ha llegado a los oídos del ganador del Oscar Guillermo del Toro, quien ha asegurado que se quiere encargar de su remake para Estados Unidos.


Estamos ante el tercer largometraje de Stanley Kubrick, tras 


La presencia del ser femenino en el cine puede llevarnos a cuestiones ideológicas de diferentes tipos, desde la explotación de la mujer en tanto personaje (secundario) hasta la revancha de su protagonismo (como en las películas del alienígena de Scott y de Cameron, sin olvidar el protagonismo de Louise Brooks en los años de las figuras sin voz). La mujer, como cualquier otro ser, se transforma así en un punto temático, el foco de un discurso que intenta desvelarnos algo, a veces sobre el objeto del diálogo, a veces sobre quien acaba de armar este diálogo; puntos de vista diferentes, entonces, maneras diversas de acercarse a lo que, desde una posición objetiva, solo se reduce a ser una parte del conjunto humano, categoría que se entremezcla con otras (sub)categorías, como la juventud (la jovencita, con sus impulsos sexuales o con su virginidad inatacable), la belleza (la mujer en tanto objeto deseado por razones biológicas y estéticas) o la inteligencia (la que nos deja boquiabiertos por desvelarnos su secreta capacidad intelectiva, un conjunto de informaciones que se concretizan en la colección de certificados de grandes universidades, para así demostrar que ella no es solo una rubia estúpida, sino la encarnación moderna de la mujer detrás del mito de la Monroe).

Las edades del ser humano se dividen normalmente en diferentes etapas, cada cual con sus precisas características: los mayores, por ejemplo, se supone que tenemos cierta madurez a la hora de cumplir con nuestros deberes, algo que, dicho de otra manera, nos separaría de los más jóvenes por nuestra supuesta capacidad de obedecer (a quién o qué no es importante, solo se subraya esta actitud de casi absoluta abnegación). Lo que nos separa de los menores de edad, además, sería aquella incapacidad nuestra de dejarnos llevar por los sentimientos más que por la lógica, pero, como siempre pasa con los clichés, no es raro tropezar con un adulto incapaz de controlar sus emociones, incapacidad, esta, que se define por una falta de madurez, como si aquella persona todavía siguiera siendo un niño (o un adolescente) en lo que se refiere a esta esfera entre lo personal (lo que siento) y lo social (mi comportamiento ante la comunidad). Se supone así que para juzgar a los jóvenes, en especial los de entre catorce y dieciocho años de vida, es necesario usar adjetivos como “inmaduros” o “irreflexivos”, lo cual separa a la especie humana entre los que sí saben actuar en tanto parte de una comunidad universal y los que actúan en tanto seres independientes o, lo cual es más probable, en tanto parte de grupos minúsculos. Todo esto, obviamente, subraya cierta falsedad, cierto vicio intelectual, ya que la situación se presenta más compleja.

Cuando se estrenó Beautiful Girls en 1996 poco podíamos imaginar que la carrera de Ted Demme, sobrino de Jonathan Demme, iba a truncarse tan pronto, pues murió en 2002 con apenas 38 años. Beautiful Girls llegaba entonces a las pantallas con el aura de una comedia independiente cuyos méritos radicaban fundamentalmente en el guion de Scott Rosenberg (premiado en San Sebastián) y en un reparto excepcional repleto de estrellas jóvenes y emergentes. La película, que ha llegado a su mayoría de edad, ha resistido muy bien el paso del tiempo y, en cierto modo, se ha convertido en el legado cinematográfico de su director, por encima de Blow (2001), su último film, y de comedias intrascendentes como Who’s the Man? (1993), Esto (no) es un secuestro (The Ref, 1994) o Condenados a fugarse (Life, 1999).
En cierto modo, Beautiful Girls es una película generacional que sitúa al espectador frente a su propia vida, cuando los sueños de la adolescencia se han disipado y, ya adulto, ha de conformarse con una existencia más o menos rutinaria, más o menos fracasada. Aunque se trata de una película coral, el personaje que nos lleva de la mano a lo largo de todo el metraje es Willie Conway, interpretado por Timothy Hutton, en su mejor papel desde que ganara el Oscar al mejor actor secundario por Gente corriente (Ordinary People, Robert Redford, 1980). Conway es pianista en un modesto local de Nueva York y regresa a su pueblo para una reunión del instituto en un momento clave de su vida, cuando está a punto de comprometerse con su novia (Annabeth Gish) y abandonar el sueño de convertirse en músico profesional para aceptar un “trabajo honrado”. Allí se reencuentra con su familia y con sus amigos, y conoce a una niña que es hija de unos vecinos, Marty, una jovencísima Natalie Portman, en su tercera aparición en la gran pantalla tras El profesional (León) (Léon, Luc Besson, 1994) y Heat (Michael Mann, 1995).
En realidad, la película se centra fundamentalmente en el reencuentro con los amigos diez años después, cerca de la treintena, pero, además, se ocupa de la relación que mantiene Willie con su padre y su hermano (Richard Bright y David Arquette), por un lado, y con Marty, por otro, si bien esta última siempre se mantiene dentro de los más estrictos parámetros del amor platónico; de hecho, hay un momento en que Marty le dice a Willie que espere “cinco años. Tendré dieciocho y podremos recorrer el mundo juntos”. En cuanto al grupo de amigos, el conflicto principal es que los hombres siguen siendo, por lo general, muy inmaduros, como lo demuestra el comportamiento de Tom (Matt Dillon) y Paul (Michael Rapaport), mientras que ellas buscan dar un paso adelante en sus relaciones, como es el caso de Sharon (Mira Sorvino) y Jan (Martha Plimpton).
En ese hortus conclusus o jardín cerrado que es Knight’s Ridge, una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, aparece un soplo de aire fresco con el personaje de Andera (Uma Thurman), una mujer sofisticada y urbanita, prima de Stinky (Pruitt Taylor Vince), que es quien regenta el bar que frecuentan los amigos. La banda sonora, que es casi la memoria de una generación, juega un papel clave en una película sin trampa ni cartón, honesta, sincera y, sobre todo, vital, porque es fácil identificarse con alguno de los personajes, incluso con los interpretados por Noah Emmerich y Anne Bobby, los amigos “formales” que ya se han convertido en un joven matrimonio con hijos.
Llega un día en que uno deja de ser el capitán del equipo y una deja de ser la reina del baile, y los juegos adolescentes ya no tienen ningún sentido en el mundo de los adultos. Cuando vi esta película por primera vez, me sentía mucho más cerca del personaje de Marty que del personaje de Willie. Ahora, en cambio, parece que incluso el personaje de Willie me queda muy lejos. Como se afirma en la película, llega un momento en que Winnie the Pooh debe dejar a Christopher Robin para que este pueda convertirse en adulto. Lo que nunca deberíamos hacer es renunciar a todos nuestros sueños. Es muy triste escuchar a un personaje decir que su vida no se parece en nada a lo que había esperado. He aquí el legado de Ted Demme, un director que no pudo llegar a la madurez pero que ha dejado en esta comedia romántica coral uno de los mejores repartos de la historia del cine reciente. No hace falta decir que yo, como Timothy Hutton, como tantos espectadores de entonces, también me enamoré aquel año de Natalie Portman. ¿Y quién no?
Recientemente terminé de leer Vivir Para Contarla, la novela autobiográfica de Gabriel García Márquez, uno de mis autores favoritos y mejores representantes del famoso realismo mágico. Allí encontré personajes fantásticos, casi inverosímiles, y reía mucho con las historias que Gabo tenía para contar. Inevitablemente, Big Fish (El gran pez, Tim Burton, 2003) vino a mi mente. Cuando estaba en salas fui a verla tres veces a cine, solo para arrastrar a personas que no tenían mucho interés pero yo quería que compartieran mi emoción y amor por esta cinta. Las reacciones fueron mixtas, así como las críticas que recibió la película el año que estuvo en las carteleras de cine del mundo. Sin embargo, mi amor profundo por la obra de Tim Burton y especialmente por este largometraje basado en la novela de Daniel Wallace supera el paso del tiempo. Llegó el momento de volverla a ver y reencontrarme con una historia hermosa, una carta de amor a un padre lleno de historias fantásticas que parece no dejarse conocer, pero que en realidad quiere evitarle a su hijo la dureza del mundo real.



Realmente nunca pensé que la exitosa comedia romántica 

¡Esta sí es la secuela que Bridget Jones (Renée Zellweger) estaba esperando! O al menos la que queríamos los fanáticos de esta singular periodista que tanto nos divierte. Básicamente, se puede saltar de la primera cinta directamente a Bridget Jones’ Baby (Sharon Maguire, 2016) y olvidar el desperdicio que fue 


Hana Makhmalbaf, mujer e iraní. Si hace cine es porque quiere contar algo que de verdad le remueve por dentro. Hay que escucharla. Realizó Buda explotó por vergüenza con tan solo dieciocho años y ya tuvo que combatir contra la censura de su país: el Ministerio de Cultura iraní paralizó el guion durante meses para no otorgarle nunca la licencia. Decidió, entonces, filmar en Afganistán, montar en Tayikistán y mezclar en un laboratorio de Alemania.

Caché (Escondido) es una película “iceberg”: masiva, secreta, opaca, helada. De un iceberg solo se ve la apariencia, pero lo que importa es lo que queda debajo del agua, precisamente, escondido. Es una película que irrita, cuestiona, aburre, pero nos obliga a mirar hasta el final, a ver “si pasa algo”, a ver si nos enteramos “quién es” el autor del acoso que sufren los protagonistas. Sin concesiones, exigente, uno puede sentirse perplejo, intrigado, impaciente, enojado, horrorizado, puede protestar por la duración habitual de los planos, esperar a que «suceda algo». O sucumbir a una suerte de fascinación.







Nada puede resumir con mayor contundencia la fiereza del cine americano de los setenta como el primer cuarto de hora de esa obra maestra maldita de William Friedkin llamada Sorcerer. Cuatro secuencias iniciales desarrolladas en distintas ciudades del mundo, en las que vemos cómo sus personajes ejecutan las acciones por las cuales sus destinos quedarán marcados de manera irrevocable: un asesinato cometido por encargo en Veracruz, un atentado terrorista en Jerusalén, un banquero involucrado en algún entuerto financiero que huye de Paris, y finalmente un golpe efectuado contra una parroquia administrada por un influyente mafioso de New Jersey, que termina con un accidente automovilístico en el que mueren todos los asaltantes, con la única excepción del conductor, que consigue escapar antes de la llegada de la policía. Este último personaje es Jackie Scanlon (Roy Scheider) y es sobre quien el relato decide centrarse para enlazar el devenir de los otros involucrados. Todavía de pie, pero marcado en la lista de buscados por la mafia para cobrarse venganza por el asalto a las recaudaciones de la iglesia, Jackie consigue documentación falsa para escapar a algún país innominado de Latinoamérica gobernado por un dictador.
Toda la primera hora del film exhibe con claridad su pertenencia al cine americano de los setenta: relato seco, montaje ríspido, cortes abruptos de plano, uso desprejuciado del zoom, un tono decididamente fatalista que preanuncia la tragedia, personajes con los que no se puede entablar la más mínima conexión emocional… Podría tratarse tranquilamente de una película de John Boorman o Sam Peckinpah. Pero no sería una de los setenta si detrás de cámaras no hubiera un correlato acorde a la historia que su director trae entre manos. Sorcerer es la remake de un “thriller proletario” emblemático del cine francés: El salario del miedo (Le Salaire de la peur, 1953), de Henri-Georges Clouzot, y contó con la aprobación del cineasta francés –solicitada en persona por el mismo Friedkin-, pero el director de El Exorcista (The Exorcist, 1973) y Contacto en Francia (The French Connection, 1971) se apropió con temple kamikaze del relato, convirtiéndolo no solo en otra de las grandes películas de la década, aunque no oficialmente reconocida como tal, sino inscribiéndola también dentro de su obra personal, una filmografía de personajes viriles, obsesivos, trágicos y corruptos. Como agregado final y signo inequívoco de aquella accidentada década, Carga maldita fue una catástrofe épica, tanto desde las condiciones de rodaje como desde su desastrosa recaudación en las salas de exhibición norteamericanas (debió competir nada menos que contra el estreno de La Guerra de las Galaxias), y jamás gozó de buena reputación ni fue objeto de rescates tardíos, aunque su director suele afirmar que es la película por la cual más aprecio conserva. Recién en 2013 se exhibió una copia restaurada en la edición 70 del Festival Internacional de Cine de Venecia, y la película fue lanzada en BluRay, en una edición que hace justicia con los espléndidos azules que impregnan la superficie del film en sus últimos tramos. La tensión latente en toda la segunda hora, cuando los cuatro conductores deben sortear todo tipo de obstáculos llevando a cuestas la carga explosiva amortiguada sobre arena en la parte trasera de sus camiones, puede ser un espejo del modo en que “Hurricane Billy” (como apodaron a Friedkin por su explosivo carácter mostrado en los sets de filmación) llevó a cabo este emprendimiento cinematográfico suicida.
En la muy atractiva trivia de la película en IMDB se da cuenta de una filmación donde se dieron cita huracanes, sequías, levantamientos populares contra las autoridades militares, presupuestos duplicados, directores de fotografía y productores despedidos por el director en medio del rodaje, una docena de autos estrellados para lograr una escena de accidente convincente, galones de nafta empleados para lograr explosiones reales… pero más allá de todos estos detalles, lo irresistible es la película en sí, que luego de sus iniciales y efectivos retrasos de la acción, deja lugar a una hora de tensión continua que no se detiene prácticamente hasta el final. Friedkin logra que los recurrentes planos de las llantas de los camiones bordeando el límite de un precipicio o de las cajas con nitroglicerina sacudiéndose con las maniobras del volante no resulten extenuantes ni reiterativos, sino que operen como vértices de la curva ascendente del peligro que acecha sobre la vida de cada conductor. Y junto al del vehículo homicida que asediaba al protagonista de Duel (1971), de Steven Spielberg, quizás aquí tengamos el uso más expresivo que se haya dado de la trompa de un camión, que en esta película hay dos y tienen nombre, Lazaro y Sorcerer, como para acentuar la carga religiosa de toda esta cruzada por la supervivencia. Friedkin no se priva tampoco de autocitarse en cada plano que dedica a la extraña figura tallada en piedra que da nombre a la película y a uno de los camiones, figura pagana que remite en su siniestra forma a la del Pazuzu que aparecía en las escenas de excavación en Iraq, al comienzo de El Exorcista.
Los highlights de la película son, sin duda, la recordada secuencia donde el camión conducido por Jackie y su compañero Nilo (Francisco Rabal, en un rol que iba a cubrir Marcello Mastroianni) debe atravesar un frágil puente de troncos bajo una lluvia incesante, la cual fue rodada en dos países distintos debido a una inesperada sequía que afectó al río donde iba a filmarse la original. La otra es aquella donde los conductores se topan con un inmenso tronco derribado que obstaculiza el camino y que debe ser volado en pedazos por un ingenioso dispositivo elaborado por el terrorista árabe. En la mejor tradición del cine de Jean-Pierre Melville, Friedkin priva a la acción de cualquier diálogo y se centra únicamente en los detalles y en su ejecución. La película se va adentrando en los terrenos de la locura y la violencia termina dominando por completo la situación, en un crescendo de angustia y exasperación que se traducen con transparencia en el rostro angulado de Roy Scheider. La prolongada mirada final que Jackie dirige hacia la cámara, que prefigura a la de Al Pacino sobre el final de otra película del director, Cruising (1980), permite anticipar el aire tragicómico que, pocos segundos después y en un desenlace fatal, dejará una mueca amarga en el espectador, reafirmando que los destinos de cada uno estaban signados desde un comienzo y que acá no hay redención posible para nadie. La mueca de una década de cine irrepetible que combinó la desesperanza, la pasión cinematográfica y la pulsión suicida como ninguna otra.
Es muy interesante ver de vez en cuando películas que describen situaciones de una manera que probablemente ya no se hará más, como son aquellas que caracterizan de forma única, las distintas épocas del cine. Es el caso de los musicales de los años cuarenta y cincuenta en el cine norteamericano. En general, estos musicales son producciones basadas en éxitos de Broadway que cuentan historias de amor, ricas en bellas canciones llenas de romanticismo dulce e ilusionado, abundantes en danzas y en coreografías. No se trata de obras musicales de gran altura lírica y musical, al estilo de las óperas europeas de finales del siglo diecinueve, pero sí ofrecen momentos sublimes y ante todo, permiten mucho más el protagonismo de la actuación, el desarrollo de una historia que se va sazonando con esencias y aromas musicales. Cuando el espectador se deja llevar, cuando permite que su imaginación lo traslade a esos momentos y a esas historias, va a recibir un regalo inigualable, el del encantamiento musical. Y si es capaz de experimentar amor a primera vista, no quedará defraudado.
Con estas consideraciones he tenido un reencuentro con los musicales hollywoodenses a través de la película Carrusel, protagonizada por dos excelentes actores y cantantes, Shirley Jones y Gordon MacRae. Jones, una preferida de los públicos durante una larga vida de actuaciones, siempre se consideró a sí misma como cantante y debió vivir, con cierta frustración, el declinar de los musicales, en los cuales tuvo grandes éxitos, asumiendo con categoría distintos papeles en los cuales no tenía que cantar; MacRae fue también un gran cantante y no solamente actor de musicales, sino de diversas películas y series de televisión. En Carrusel protagonizan una extraña historia de amor a primera vista, que se desarrolla en las costas de Maine, en la Nueva Inglaterra norteamericana, tierra de gentes sencillas y tradicionales, dedicadas a la pesca de la langosta, habitantes de pueblos pintorescos, en los cuales el mar y los barcos son los protagonistas fundamentales.
Tuve la ocasión de pasar algunos de mis años de estudiante en la cercanía de esas costas de Maine y de acercarme a sus costumbres, a su rica historia y a su folclore, los cuales han sido magníficamente utilizadas por el famoso novelista Stephen King en sus brillantes novelas de terror, muchas de ellas llevadas al cine (It, Cadena perpetua, La niebla, El cazador de sueños, La tormenta del siglo, Los Tommyknockers). Sus gentes no son demasiado románticas, ni son personas que se canten canciones de amor, ni se tiene entre ellos la costumbre de las danzas folclóricas de grupos de jóvenes enamorados, al estilo de los gitanos o de los habitantes de los pueblos de las costas griegas o italianas. A pesar de ello, Carrusel se ha construido maravillosamente a partir de la danza y de los cantos, pero de alguna manera ha logrado transmitir un trasfondo de personas que se sacrifican y que se entregan a su duro trabajo cotidiano, encontrando en el verano un motivo para celebrar, para danzar y para cantar. La celebración del verano se constituye en la película en un clímax de colores y de paisajes, armonioso, deliciosamente musical, a modo de ordenado aquelarre de enamorados, de noble carnaval, sin desenfrenos ni máscaras, como es de esperarse en esas tierras frías y agrestes, con estas gentes acostumbradas a inviernos fríos y largos.
La historia que se cuenta es la de dos seres absolutamente distintos en todo, menos en su sentido de la música y del romance, que se enamoran a primera vista y se casan. El espectador se encanta y espera lo mejor para la bella pareja… pero en realidad debe enterarse de la infelicidad y de las inevitables frustraciones, ya que ella es trabajadora y hacendosa, mientras él carece de habilidades, es perezoso y le gusta la buena vida, sólo sabe de su oficio de pregonero y de conductor de carrusel de ferias de pueblos. Ahora, como él nunca deja de ser un enamorado y ella no pierde, resignada y amorosa, la confianza, todo se ha de resolver relativamente bien, aunque sea en la otra vida, en el cielo de los que no pierden la esperanza.



En esto del reparto de las excelencias cinematográficas, hay movimientos que permanecen en un discreto, e injusto, segundo plano. El caso del cine polaco, que vivió una auténtica edad de oro entre finales de los 50 y mediados de los 60, es de los especialmente sangrante. Contemporáneo de escuelas tan aplaudidas como la famosa Nueva Ola francesa, películas fabulosas como Cenizas y Diamantes están muy lejos del aplauso masivo como Jules et Jim (François Truffaut,1961), o tantos otros ejemplos.
Por desgracia, el joven se ve obligado a una elección definitiva, entre las responsabilidades del peso de su pasado o esa nueva esperanza en una vida diferente que representa la hermosa desconocida. Wajda aparca las connotaciones históricas de la historia y se centra en las emociones, en el aspecto humano, en las reflexiones de sus personajes. Según pasan las horas, el joven se transforma en la imagen del antihéroe, enfrentado a su propio drama humano con el mayor estoicismo posible.
Irónica, exultante y metamórfica, cada episodio de Cenizas y Diamantes resulta indispensable como pieza de un todo, pero usado con sensibilidad por un director magistral para el retrato humano complejo, alocado y muchas veces hasta ridículo o exagerado. Al final, Wajda, como sus personajes, se divide entre la esperanza y la pesadumbre de un país con muchas cicatrices.



Chinatown se ha convertido en uno de los títulos de referencia del género que se suele denominar neo noir. La película, además, supuso un gran éxito para Roman Polanski, que volvía a repetir en taquilla los magníficos resultados de La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) tras la más que discreta recepción de Macbeth (The Tragedy of Macbeth, 1971) y ¿Qué? (Che?, 1972). A pesar de tratarse de la producción de un gran estudio, la Paramount (de hecho, Robert Evans se encargó personalmente de la producción), Chinatown es uno de los proyectos más personales de Polanski, que partió de un guion original de Robert Towne (galardonado con el Oscar en una ceremonia en la que arrasó El Padrino. Parte II). Polanski introdujo cambios considerables en el texto de Towne, sobre todo en lo que se refiere al desenlace, pero la verdad es que había un material muy interesante en el guion, si bien tratado de una manera muy prolija.
La película, que está ambientada en Los Ángeles (California) en el año 1937, se centra en uno de los casos que lleva el detective privado (y antiguo policía) J. J. Gittes (Jack Nicholson). Siempre seguimos al detective, aunque nunca utiliza el recurso de la voz en off, como era habitual en los títulos del género. Al principio, el protagonista es contratado para investigar las infidelidades de un alto ejecutivo de la compañía de aguas de la ciudad, Hollis Mulwray (Darrell Zwerling), pero Gittes pronto descubre que ha sido víctima de un engaño al aparecer la verdadera esposa de Mulwray, Evelyn (Faye Dunaway). Todo se complica cuando Mulwray aparece muero y Gittes se empeña en demostrar que no ha sido un suicidio, sino un asesinato.
La trama de Chinatown es muy moderna, ya que, tras el caso de asesinato, se esconde una red de corrupción, compra de terrenos y, sobre todo, uso ilegal del agua, uno de los bienes más escasos de Los Ángeles. A pesar de ciertos guiños al cine negro, Gittes no es un detective clásico, ni mucho menos. Ahí es donde radica una de las claves del film de Polanski, que no quiso hacer un homenaje a las películas de los años treinta o cuarenta, sino recrear su atmósfera y presentar una visión mucho más contemporánea. Ahora bien, la propia presencia de John Huston en el reparto, en el papel de Noah Cross, apunta directamente a El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941), así como los títulos de crédito, que remiten al cine de esos años.
El rodaje de Chinatown estuvo jalonado de anécdotas, sobre todo por las peleas que tuvo el director con Nicholson y por el particular divismo de Faye Dunaway, que, no obstante, está magnífica en la película. El propio Polanski se reservó el papel de un matón sin nombre que protagoniza uno de los momentos más recordados, cuando le corta la nariz a Gittes con una navaja. La ciudad de Los Ángeles juega un papel fundamental, pero Chinatown no se recrea demasiado en ella, tan solo muestra lo imprescindible. Así, por ejemplo, el despacho de Gittes se encuentra en el edificio Bradbury, pero Polanski no se esfuerza demasiado en presentarlo, es simplemente uno de los escenarios del film. Ahora bien, toda la subtrama del agua sería inconcebible en otros muchos lugares, y esa fue una de las genialidades del guion de Towne.
En realidad, lo que hizo Polanski, procedente de la Escuela de Lodz (Polonia), es convertir la historia de Towne, de final feliz, en una tragedia griega. El trasfondo edípico ya estaba en el guion original, pero Polanski optó por un final más propio de Sófocles que de película de Hollywood. Así, el barrio chino de Los Ángeles, Chinatown, que da título a la película, ha de ser entendido de forma metafórica, ya que alude al pasado del protagonista y del teniente Escobar (Perry López). Polanski, de todas maneras, consideró oportuno que la última escena de Chinatown estuviera ambientada allí, como si el escenario de la pérdida volviera a aparecer en la vida de Gittes.
En 1990, el propio Jack Nicholson dirigió y protagonizó Los dos Jakes (The Two Jakes), película en la que participaron también Robert Towne y Robert Evans, pero el resultado quedó muy lejos del que habían conseguido bajo la dirección de Roman Polanski.
Un triste adiós a los lujosos croissants, a las amargas copas de vino y rosas, a las panteras de pelaje rosa y a las fiestas de espuma efervescente. ¡Así es la vida! un sinfín de momentos pretéritos que han quedado suspendidos en el eterno limbo del pasado.
Los largometrajes de Blake Edwards muestran una apariencia ingenua y simple, gracias a la explosión de locura, jaleo y escenas disparatadas. Un truco de magia, una distracción visual, para poder esconder las malas vibraciones que pueda producir el mensaje principal. Siempre en un ambiente atractivo y ocurrente, tácticas herederas del cine mudo, estas películas esconden su verdadera personalidad tras una potente estela cómica. Un plan cariñoso para sincerarse con el público, un camino fácil para poder desnudar, sin complejos, la auténtica e inimitable intención del director.
De la necesidad de “pre-existir” en el infinito compás de la diversión nació la película Cita a ciegas. La esperanza mutada en desesperación y necesidad trazó un plan de conservación, una especie de “esperpento” de Valle-Inclán adaptado a las exigencias de la Meca de cine. Una película socarrona, travestida con trapos de vodevil light, una agobiante exhumación de los fantasmas de pasado. Blake Edwards creó una comedia romántica, un tributo a aquellos años de plenitud, un calco gracioso pero vacuo de sus largometrajes aclamados.
El encanto de este largometraje de Edwards no se ve a simple vista, pues está velado tras la ingesta de ironías y figuras retóricas. La pureza de esta comedia reside en el “in crescendo” gradual de las necesidades más íntimas de sus personajes dentro de una sociedad ciega e insensibilizada. Los protagonistas, a pesar de su ofuscamiento y sus disputas, consiguen entender el encanto de su situación. Es un “vivieron felices y comieron perdices” entre grandes y escandalosas carcajadas. Un cuento de hadas ácido, sincero, ameno y sincero, sin hechizos, ni brujas ni espadas, pero con un encanto diferente: tierno y punzante, pero siempre desde un prisma disparatado.
“Lavorare stanca” (trabajar cansa), decía el escritor suicida Cesare Pavese, quien tuvo una vida bastante difícil en la que el éxito no logró ayudarlo a que sintiera cierto amor por el hecho de seguir respirando. Sin embargo, este cansancio se debe a que, efectivamente, casi nadie quiere vivir sudando una y más veces simplemente por tener que comprar algo de comida con el sueldo que se nos concede cada fin de mes, un sueldo con el cual podemos también pagar las facturas, los vestidos (no podemos caminar desnudos por las calles, como hacían nuestros antepasados cuando las calles mismas no existían), la gasolina (o lo que sea), hasta darnos cuenta de que quizás nos serviría un poco más de este dinero si bien no tenemos ningunas ganas de hacer un esfuerzo mayor para que la cifra final suba de nivel. Es un cansancio humano, natural, debido a que a veces lo que sí nos gustaría hacer es pasar nuestro tiempo haciendo cosas placenteras, como jugar (con nuestros amigos, con nuestros hijos) o ver un filme; demostrar, en otras maneras, que el nihilismo de esta sociedad no es una visión así negativa, sino el darse cuenta de que, al fin y al cabo, nuestra condición de esclavos laborales es algo del que cada uno de nosotros querría deshacerse.
El éxito forma parte de nuestra visión cultural y se basa en la idea según la cual los que no lo tienen son culpables: todos, de hecho, podemos lograr obtener y realizar nuestros sueños. Una idea, esta, que poco tiene en consideración los múltiples factores que se sitúan en la gran red interdimensional que compone los eventos de nuestras vidas; a veces la cuestión no es solo una de querer hacer algo, sino que, efectivamente, la casualidad supera los esfuerzos de la causalidad. Decepcionante, es obvio, para los que creen en la fuerza del destino y de la realidad de las estrellas (o lo que sea), el proceso que se lleva a cabo a través de los engranajes amorales del universo son los que deciden que a veces, no obstante nuestras decisiones, las cosas no podrán salir así como nos gustarían que hiciesen. No se entiende decir que todo está a cargo de lo caótico (que lo es solo aparentemente, ya que se basa en las reglas de la física), sino que, a veces, las cosas pasan sin tener una motivación analizable según los cánones antropocéntricos; los americanos dicen “shit happens” (alguien se acordará de este phrase en Forrest Gump), lo cual se traduce en una simple consideración que ya Séneca y otros pensadores de la antigüedad (no solo europeos, por supuesto) habían interiorizado y expresado en sus obras.
Filme ambientado en la Hungría ocupada por los nazis, nos ofrece un retrato en tonos fríos que resaltan exteriores asociados a la desolación de un pueblo oprimido en sus más profundos sentimientos. Se nota la mano de Lajos Koltai, director de fotografía habitual en las películas de István Szabó.


25 años después, Crash (David Cronemberg, 1996 ) no ha perdido un ápice de fuerza. Es malsana, extraña, límite, capaz de provocar reacciones encontradas, entre la excitación y el asco, removiendo las adormecidas conciencias de espectadores aletargados, acostumbrados a las emociones prefabricadas y teledirigidas. David Cronenberg nunca se ha caracterizado por ser sutil. Implacable, cruel, investigador impenitente de rincones oscuros del alma humana, encuentra en Crash uno de los mejores ejemplos de su retorcida visión de la existencia. A través de la malformación, física y mental, el director canadiense disecciona los males, obsesiones y agujeros de una sociedad que, vista a través de sus ojos, es un estercolero moral abocado al abismo.

Recuerdo la entrega del premio de la Academia en que Crash (Colisión) (Paul Haggis, 2004) se llevó el premio a Mejor Película del Año. Era el «caballo negro», la menos esperada en la noche. Después de llevarse el SAG a Mejor Reparto y el premio Independent Spirit a Mejor Ópera Primera, perdió en los premios del sindicato de directores y productores, lo que hizo que cayera en las apuestas y Brokeback Mountain. En terreno vedado (Ang Lee, 2005) se mantuviera en la delantera. Y sin embargo, la cinta de Paul Haggis se llevó tres premios Oscar esa noche, incluyendo Mejor Guion Original. Recuerdo que la película me aburrió la primera vez que la vi, hace más de 17 años. Hoy, con mis treinta y tantos encima, me reencuentro con una cinta poderosa y dura que todavía refleja la profunda crisis de violencia, racismo, injusticia e indiferencia que aún hoy el mundo enfrenta. Por eso la cinta sigue vigente hoy en día, y es necesario volverla a ver con otros ojos.


La experimentación supone una
Objeto mítico, casi inalcanzable, decididamente transcendental en su fuerza elemental de concepto inmortal, el amor de los padres por los hijos se nutre de las mismas componentes del amor de los hijos por los padres, creando una estructura de carácter psicológico y biológico que pone de manifiesto el significado de querer proteger así como de querer ser protegidos. Quizás todo esto se base en la voluntad de recibir y producir amor, aquel tipo de sentimiento que, en estos casos, demuestra la necesidad de tener un contacto real entre personas, produciendo una larga revolución temporal con el cambio que transcurre en las diferentes fases de nuestra vida, desde el elemento de inocente inocuidad de los niños hasta el cargo de ayuda a los ancianos cuando ya seamos adultos. Sin embargo, la presencia de elementos desestabilizadores en el crecimiento psíquico de una persona puede normalmente llevar a que se inserten en el subconsciente una serie de elementos negativos que ponen en peligro el bienestar de la persona. La familia, en otras palabras, logra ser el principio de buenos como de malos comportamientos adultos; nada nuevo, quizás, un truismo al que estamos bastante bien acostumbrados.
No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que vi Cuando Harry encontró a Sally… (When Harry Met Sally…, Rob Reiner, 1989), solo sé que no me gustó mucho, inclusive me quedé dormido… Claro, las relaciones de pareja eran algo que no había experimentado en ese momento, pero sin duda me acordaba de esa fabulosa escena que termina con la frase “I’ll have what she’s having” (“Pediré lo mismo que ella”, más de eso adelante), que inmortalizó a Estelle Reiner, madre del director. Las cicatrices que el amor deja en el corazón de todos me dan hoy otra visión de esta genial comedia romántica que volví a ver, cuyo guion fue escrito por la sensacional Nora Ephron y nominado al Oscar.

El sexo siempre es un tema tabú para tocar entre padres e hijos. Ahora, ¿se imaginan cuando se trata de hijos con discapacidades, físicas o intelectuales? ¿Qué pasa ahí? Algo habrá que hacer, porque todos tenemos esas mismas necesidades fisiológicas, por supuesto. De eso se trata Cuando tú quieras (Come As You Are, Richard Wong, 2019), una divertida cinta adaptada de la película belga Hasta la vista (Geoffrey Enthoven, 2011) acerca de tres amigos con diferentes discapacidades que quieren perder su virginidad. Así de sencillo. Puede sonar a comedia sexual, como la franquicia de American Pie, o a cintas de amigos en locas aventuras, como Resacón en Las Vegas (The Hangover, Todd Phillips, 2009), y tiene razón, en parte. Sí hay un poco de todas esas historias, pero sus personajes son el factor diferenciador y más divertido que ofrece esta cinta de Richard Wong. La discapacidad no se ve desde la lástima o la desesperante condescendencia que a Hollywood le encanta, acá hay un humor negro sin pena y con mucha honestidad que provoca las mejores risas de la cinta y le da el toque ganador.


Hoy toca peli de culto. Una de esas que ya en su momento pasó relativamente desapercibida, y que el paso del tiempo ha colgado la medallita de filme especial, diferente, digna de ocupar un pedacito de vuestro corazón cinéfilo. En la época de su estreno, recuerdo que me encantó, pero podemos decir que esta película fue el último ejemplo de cierto modo de ver el cine, más artesanal, menos efectista que lo que vino después, gracias a la aparición de la obra que lo cambió todo: Matrix. Y es que son tantas las cosas que comparte nuestro momento retro de hoy con la película de las Wachowsky, que su nombre aparecerá varias veces a lo largo de la reseña, aunque las comparaciones sean odiosas.


Esta es la historia de un pez grande en un estanque pequeño. O mejor, de un gran y extravagante pez transgénero que lleva una fabulosa vida, como en la película de Tim Burton. Solo que acá se desarrolla en 36 capítulos y se recorre una Irlanda de los años 70 que se ve afectada por la violencia del Ejército Republicano Irlandés, o IRA.


Extraña puesta en escena que por momentos comprime al espectador al interior de una atmósfera, tanto promiscua como furtiva. Son los interiores de las habitaciones de alquiler, y los pasillos de algo que semeja una especie de “pensión”, donde se estrechan lazos sociales y predomina la camaradería; lo no dicho es precondición de aceptación que se filtra desde pequeños comentarios, tanto presupuestos como experimentados. El autocontrol irrumpe, los escenarios cambian, la puesta en escena se vuelve más cómoda, holgada, con planos más generales, sobre todo en exteriores. El espacio crece ante la latente censura social.


Fritz Lang dirigió Deseos humanos tras 


Hay elementos que traspasan los bordes de su género y van más allá de los que esperamos. Se trata, por supuesto, de obras que logran construir sus mismas reglas y poner en marcha una serie de conexiones con el espectador que nos llevan a una sensación de malestar capaz de sacudir nuestras mismas vidas. Quedan, efectivamente, dentro de nuestros recuerdos no solo las escenas, sino el conjunto narrativo, las actuaciones, los colores, y hasta logramos sentir las sensaciones de calor que el sol de una Australia de los años setenta nos hace caer sobre la piel. Más allá de una simple visión, es entonces el reconocer la existencia del acto mismo de experimentar un producto que llega a las cimas de la obra de arte y que, conscientemente, se impone como elemento del que no podemos deshacernos una vez lo hayamos vivido. Una obra, al fin y al cabo, que encarna exactamente el valor de lo que el arte, en cuanto inútil elemento universal humano, sabe ser cuando es trabada por manos expertas.
Criatura que vive en la oscuridad, elemento típico de una lectura amoral del mundo, el asesino es, de por sí, un personaje negativo que se inserta en nuestra sociedad no en su función complementaria, sino en tanto disturbio de una estructura humana que pone de relieve la necesidad de seguir las reglas para que todos podamos vivir en paz. El asesino, además, juega con el valor de la vida ya que, si para nosotros es algo imprescindible (su defensa, por supuesto, como también su santidad secular), para él solo es un factor secundario, algo del que deshacerse en el caso de que le impida seguir con su proyecto; si “il fine giustifica i mezzi”, como afirmaba Machiavelli, esparcir muerte se convertiría entonces en algo necesario, casi natural, lo cual, efectivamente, nos llevaría a una consideración más bien psicológica (psicología de los individuos y, obviamente, de toda una cultura o subcultura): ¿por qué nos gustan a veces los personajes que no tienen ningún tipo de moral, elementos estos que se sitúan más allá de nuestra misma sociedad?
Primer film abiertamente homosexual que, tras su estreno el 30 de junio de 1919, causó un gran escándalo en la sociedad alemana, provocando la reinstauración de la censura cinematográfica en Alemania. La película, a sus noventa y tres años de existencia, sigue vigente, y resulta educativa y testimonial; el tiempo se ha encargado de revalorizarla por sus aspectos sociales e informativos. La trama muestra el modus vivendi de los homosexuales y sus consecuencias, a partir de la vigencia del párrafo 175 de las leyes alemanas, que hizo de la homosexualidad un delito, propiciando la extorsión y el chantaje, orillando a los homosexuales a la clandestinidad, el anonimato, la soledad y, finalmente, el suicidio antes que verse envueltos en los tribunales y ser condenados por su naturaleza.
Dualidad arcaica (eromenos y erastes) que aún prevalece, común y natural en las culturas antiguas; condena y segregación en las culturas occidentales desde la aparición del judaísmo, Diferente a los demás muestra, entre luces y sombras, la dramática historia de Paul Körner (Conrad Veidt), quien se enamora de uno de sus alumnos, Kurt Sivers (Fritz Schulz), ambos comparten el gusto por la música. Esta felicidad se ve ofuscada por un la presencia de un extorsionador llamado Franz Bollek (Reinhold Schünzel) quien aprovecha la ocasión para chantajear a Körner por su condición homosexual; este cede por temor a ser denunciado y al mismo tiempo para proteger a su amado Kurt; pero las exigencias de dinero por su silencio son cada vez más frecuentes, por lo que finalmente Körner decide oponerse a su hostigador llevándolo a los tribunales y, aunque legalmente se ve favorecido y le es inculpada la pena mínima de una semana, a su salida del reclusorio es rechazado por sus familiares, cancelados sus conciertos y excluido de sus círculos amistosos, incluido Kurt, condiciones sociales que lo llevan a una depresión abismal. El acertado uso de los flashback, permite al espectador identificar el significado del rechazo y de lo tormentosa que puede llegar a ser la vida de un homosexual como Körner, a quien desde muy joven, cuando fue sorprendido en la cama relacionándose afectivamente con un compañero del internado donde estudiaba música, le fue negado continuar sus estudios, empujándolo a una vida aislada y solitaria, que el sólo hecho de pensar que tenía que volver a vivir, lo inquietaba, alterándolo emocionalmente y viéndose obligado a tomar como único camino el suicidio.
La revisión actual de este tipo de materiales fílmicos permite dar cuenta de que, a pesar de las promesas de un mundo mejor para todos y de los derechos y garantías individuales para los que son diferentes a los demás, sigue habiendo casos de homicidios por homofobia que las instituciones niegan, mientras las organizaciones civiles siguen discutiendo su protagonismo. El cine está haciendo lo suyo y con recientes movimientos cinematográficos, como el mencionado New Queer Cinema o la Vanguardia Asiática, presentan las homosexualidades como condiciones propias del ser humano que pueden ser cambiantes dentro de un gran abanico de posibilidades y manifestaciones sexuales, que ya no son una condicionante para desarrollar una trama fílmica, sino todo lo contrario, estas características están siendo naturalizadas y solamente representan una de las tantas variables del existir.
Enmarcada en el verano del 63, Mountain Lake (Virginia) se convierte en escenario de una, no tan bucólica, historia que nos transporta directo a las vacaciones. Unos días de asueto, lejos del aburrimiento, se trasforman en una experiencia vital.


En el western europeo –subgénero mundialmente conocido como spaghetti‑western, si bien esa denominación nació con un propósito despectivo–, hay tres grandes Sergios: Leone, Sollima y Corbucci. Leone ha dirigido films clásicos como
El tercero en discordia es Sergio Corbucci, director prolífico y multigenérico que llegó al western con dos títulos que remedaban la más modesta serie B americana, Massacro al Grande Canyon (1964) y Minnesota Clay (1964), pero que condujo el género hasta el paroxismo, explorando sus límites más insospechados y atávicos, a partir precisamente de Django, título al que siguieron propuestas como Los despiadados (I crudeli, 1967), Salario para matar (Il Mercenario, 1968), El gran silencio (Il grande silenzio, 1968) o El especialista (Gli specialisti, 1969), antes de llegar a las comedias del oeste Vamos a matar, compañeros (1970) o la insólita El blanco, el amarillo y el negro (Il bianco il giallo il nero, 1975). Al final de su carrera, llegó a dirigir algunas cintas protagonizadas por la inefable pareja formada por Bud Spencer y Terence Hill.
El propio Quentin Tarantino, que es admirador confeso de Sergio Corbucci, ha reconocido que su Django desencadenado (Django Unchained, 2012) no tiene mucho que ver con el largometraje de Corbucci, pero sí con la manera salvaje de rodar que tenía el director romano, que filmó una tragedia salvaje en pleno oeste fronterizo, repleta de zooms, reencuadres y alguna toma subjetiva. Al contrario de lo que cabría esperar de un territorio de frontera, el polvo ha sido sustituido por un lodo permanente, que se convierte en uno de los elementos distintivos de la película. Los personajes no muerden el polvo, sino que acaban enfangados permanentemente (sin duda, una de las mejores escenas es la lucha de las prostitutas en el barro). Ya en la primera imagen, con los acordes del tema principal de fondo, compuesto por Luis Enríquez Bacalov y recuperado por Tarantino en el arranque de Django desencadenado, vemos cómo un misterioso hombre arrastra por el suelo un mugriento ataúd.
En cierto modo, en ese ataúd viaja el pasado de Django (Franco Nero, un habitual del eurowestern, visto también en otras películas de Corbucci y en una de las obras maestras del género: Keoma, de Enzo G. Castellari), pero también su futuro. Django es, por una parte, una historia de venganza (la de aquel que regresa a su pueblo tras la guerra para vengar la muerte de su mujer), pero, por otra, también es una historia de redención (el encuentro con una segunda mujer le da una nueva oportunidad al personaje). Ahora bien, lo único que hay en el ataúd es una ametralladora Gatling, que va a usar para aniquilar a las dos bandas que controlan la zona y enfrentarlas entre sí.
El nombre del protagonista es, en realidad, un homenaje al célebre músico de jazz Jean‑Baptiste “Django” Reinhardt, pero se ha hecho muy famoso gracias a la treintena de secuelas apócrifas que se hicieron de la película. El propio Franco Nero protagonizó una de ellas, Django 2. Il grande ritorno (Nello Rossati, 1987). Ahora bien, si hay algo que distingue este eurowestern de Corbucci de otras propuestas coetáneas es la importancia que adquiere el personaje femenino, María (Loredana Nusciak); eso y cierto regusto sádico, salvaje y muy primitivo. En los primeros minutos del metraje se suceden varias matanzas, y al personaje del Mayor Jackson lo presentan cazando mexicanos como si estuviera tirando al plato. Efectivamente, nunca el Oeste fue más salvaje que en Django, ni más sucio. Y, gracias a Tarantino, el spaghetti‑western vuelve a estar de moda. Gracias, Quentin.
Dog Star Man es una película que abre los ojos. El filme experimental que Stan Brakhage realizó entre 1961 y 1964 con la ayuda de su esposa, Jane, es a primera vista un poema sobre el lugar del hombre en el mundo, sobre la carne y las células, y una lucha por abrirse paso cuesta arriba en la nieve, con un hacha, bajo el sol y las estrellas. No se trata sólo del artista, que en ese momento no tenía trabajo pero sí mujer, e hijos y un perro, y que decidió que su vida podía ser cortar leña para sobrevivir, y hacer cine. El montaje y las sobreimposiciones lo ubican en un contexto cósmico.
Dog Star Man es una metáfora de la capacidad que el ser humano pierde cuando piensa con palabras, y que el arte cinematográfico deja de perseguir cuando adopta convenciones. Así comienza el manifiesto Metáforas sobre la visión: “Imaginen un ojo no gobernado por leyes hechas por el hombre, un ojo no prejuiciado por la lógica de la composición, un ojo que no responde al nombre de nada sino que debe conocer cada objeto que encuentra en la vida a través de una aventura de la percepción. ¿Cuántos colores hay en un campo cubierto de césped para el bebé que gatea sin saber qué es ‘verde’? ¿Cuántos arco iris puede crear la luz para el ojo no educado? Imaginen un mundo vivo, de objetos incomprensibles y trémulo de una variedad sin fin de movimientos e innumerables gradaciones del color. Imaginen un mundo antes de ‘al principio era el verbo’”.
Para lograr eso el cineasta hacía un uso intenso de las posibilidades de manipulación que ofrece el medio fílmico, desde el empleo de los lentes y filtros hasta el trabajo en el laboratorio y el montaje, así como la intervención sobre la cinta para rayarla o pintar sobre ella. Y también usaba imágenes que conmueven por su cruda belleza. Es lo que ocurre con el material sobre el sol, el funcionamiento de los órganos y las células utilizado en Dog Star Man, y especialmente con los planos de genitales y de pezones de los que brota leche.
Parte de lo que era sorprendente en esta película de comienzos de los años sesenta ha llegado a convertirse en lugar común hoy. Pero aún conserva su capacidad de deslumbrar con la magia que sólo parcialmente se ha degradado para convertirse en trucos o efectos visuales, y posee una intensidad que no he logrado encontrar en otro filme. Es por eso que, aunque sea difícil de ver íntegramente sin interrupciones, y uno sepa que la experiencia del video no es la misma que la del 16 mm original, Dog Star Man es la película de mi vida.
El acto de escribir, de transformar el pensamiento abstracto en una forma concreta de carácter visual a través de la unión de tinta negra y papel, es, en definitiva, una serie de movimientos en los que las dos realidades, la mental y la de nuestro mundo físico (en el sentido newtoniano), se encuentran para abrir paso a una conexión entre ellas. Se supone que quien escribe toma como punto de partida la voluntad de expresar algo, una expresión que se dirige hacia un público con el cual, efectivamente, se quiere crear un diálogo que traspasa los bordes de la temporalidad y de la geografía; no se trata, en el primer caso, solo de la distancia que se crea entre los siglos, sino también aquel microcosmo que separa el acto mismo de la creación con el de la lectura pública, acto que puede abarcar tan solo unos minutos como, más comúnmente, unos meses o pocos años. Escribir es entonces el producto de una voluntad de narrar unos hechos, reales o ficticios, con los cuales proponer al público una clave de interpretación del mundo real o tan solo permitirle gozar del simple objetivo estético. Afirmamos, obviamente, que escribir puede ser también una necesidad no narrativa, como pueden ser los ensayos, sin embargo, en su vertiente más literaria, todas estas producciones forman parte de una red interpersonal que fluye entre el receptor y el creador, lo cual manifiesta, como siempre, un carácter comunicativo.
Quien diga que el amor no tiene edad está muy equivocado. No se ama igual a los veinte años, con la locura y pasión desenfrenada de la edad, que a los sesenta, con la cabeza fría y las prioridades un poco más claras. El amor es paciente, bondadoso y todo eso que dice la famosa cita de Corintios tan repetida en los votos matrimoniales, pero se les olvida decir que también envejece, de la misma forma como aquellos que lo viven. De eso habla El amor es extraño (Love Is Strange, Ira Sachs, 2014), una historia sencilla y preciosa donde se retrata la edad adulta en una sociedad a veces despiadada y desconsiderada, que se enfrenta a las costumbres, a la hipocresía… Pero que sobrevive gracias a lo más básico y difícil de todos los sentimientos: el amor. Desde la ternura y la honestidad, sin géneros ni límites, solo dos personas que se aman y que deben separarse por cuestiones ajenas a su relación. ¿Cómo hacer que el amor sobreviva a tantas inclemencias de la vida?

Fue, la década del 30, una etapa decisiva en la historia del cine por la consolidación del sonido. La ruptura con el establecido lenguaje del cine mudo, que había aprovechado sus posibilidades al máximo, constituye una revolución artística y económica. Varios son los factores que propician la aparición del sonido en el cine, cosa que no era tan novedosa, si pensamos que Edison y Pathé habían hecho numerosas pruebas de sincronización de sonidos, a través de rodillos gramofónicos, quedando en simple experimentación. Para 1907, el problema de la amplificación para grandes salas lo había resuelto el ingeniero americano Lee de Forest con la invención de la válvula amplificadora tríodo y los inventores Jo Engel, Hans Vogt y Joseph Massole ya habían patentado en 1918 el sistema TriErgon que grababa el sonido directo en el celuloide. No era un problema técnico lo que detenía el avance del sonido, era un tema acomodaticio y de infraestructura. Es por ello que se necesita el impulso desesperado de una gran compañía como la Warner Bros, casi en quiebra, para desarrollar algo que fuera novedoso. El primer filme part talkie de la Warner Bros. fue Don Juan (Don Juan, 1926) de Alan Crosland, luego Orgullo de raza (Old San Francisco, 1927) también de Crosland y finalmente el que ha quedado registrado en la historia del cine como el primer filme del cine sonoro El cantante de jazz (The Jazz Singer, 1927) del mismo director.
Es el deseo de rodar una gran producción sonora –su segunda, ya que la primera fue el cortometraje El mundo contra ella (The Case of Lena Smith, 1929)- lo que lleva a Josef von Sternberg a buscar apoyo de la UFA para el rodaje de El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930). Habiendo tenido grandes contratiempos por el control creativo de su obra en Estados Unidos, este director de origen austríaco, criado entre Viena y Nueva York, busca en Alemania nuevas posibilidades de producción y creación. Tiene como ventaja esta especie de renacimiento del cine alemán que significa el control de unas de las patentes del cine sonoro y que representó el regreso de muchos artistas exiliados durante la Primera Guerra Mundial, en busca de nuevas oportunidades. Es bajo estas nuevas condicionantes que Sternberg, comienza esta nueva aventura.
El profesor Inmanuel Rath es un despliegue magistral del grandísimo Emil Jannings. Rígido en una disciplina que permea cada espacio de su vida, Rath –llamado por sus alumnos Unrath (basura)- es un ser profundamente perdido. Sus morisquetas e inexperiencia ante los eróticos gorgojeos de Lola, lo delatan como un enorme y patético niño. Por otro lado, María Magdalena Dietrich, no imaginaba que esta colaboración inicial con el director austríaco la convertiría en un mito del cine universal y la llevaría automáticamente contratada por la Paramount, a tierras americanas con la misión de filmar Marruecos (Morocco, 1930), acompañada de Gary Cooper. Dietrich ya era un personaje conocido en el mundo del teatro y el cine alemán, sin embargo, no se le confiaban grandes proyectos. Su voz ronca y su presencia ajena y desenfada no le daban cabida en una gran producción alemana, sin embargo era justo lo que Sternberg necesitaba para su Lola Lola. Una seductora innata, un vamp sin elucubraciones, que como dice en su canción cuando mira a los ojos a un hombre, ya se enamora, nunca quiso –quiere- pero ¿qué puede hacer una chica? No puede evitarlo. Y definitivamente no puede evitarlo, es su naturaleza salvaje que choca en un tono darwiniano, estableciéndose la supervivencia del más apto en el plano emocional.
El Ángel Azul, fue la primera película importante del cine sonoro alemán. Constituyó un éxito de taquilla y fue una aportación excepcional al naciente lenguaje del cine sonoro que comenzaba a perfilar sus fundamentos gramaticales. Hay uso expresivo del sonido con la voz áspera de Marlene, el turbador y premonitorio quiquiriquí que entona Rath en su noche de bodas, perfilando la tragedia que se avecina, y los cambios de volumen al cerrar y abrir puertas, elemento notorio en este filme, que luego se echará de menos en producciones americanas como Shanghai Express (1932) de la Paramount donde gran parte de la acción pasa en un tren entre puertas y compartimentos y, sin embargo, el sonido permanece plano. Aunque el filme no presenta una gran novedad temática, pues ya para esas fechas el tema de la vamp devoradora de hombres se había explotado generosamente, la novedoso fue el tratamiento que Sternberg le dio al filme. Gustoso de profundizar en la llaga de la humillación física y moral mientras observa -con una lujuriosa cámara baja situada en el nivel moral y social de la protagonista- como las sensuales medias de seda de Lola Lola destruyen la rígida moral prusiana, aunque siempre guardando un tono moralizante que impondrá el castigo final para aquellos pecadores carnales.
Considero que es una excelente costumbre para alguien que ame el cine, ver regularmente películas de reencuentro, aquellas que nos sintonicen con la extensa y emocionante historia del séptimo arte. Cada pequeña joya tiene brillos únicos que reflejan el trabajo de excelente directores y de artistas excepcionales, que dieron lo mejor de sí con los medios a su alcance. Uno de estos finos diamantes es El ángel de la calle. Nos narra una historia que transcurre en Nápoles, Italia, ciudad porteña, famosamente habitada por personajes variopintos, que se ha prestado para grandes clásicos del cine y de la literatura (como la última obra de Pérez Reverté, El tango de la Guardia Vieja). Esta ciudad y su ambiente son importantes protagonistas de esta película, un clásico de los tiempos finales del cine mudo, como se advierte en el intertítulo que aparece muy al comienzo, donde nos describen las brumas que se asientan entre el Vesubio y el mar y su misterioso impacto sobre sus habitantes y sus vidas.
Se trata de la historia de Ángela, una bella y joven mujer, ignorante y pobre, que experimenta una serie de episodios absolutamente increíbles y melodramáticos, descritos por medio de poderosas imágenes por Borzage, en los cuales utiliza todos los recursos a su alcance para atraer al espectador. Quizás el melodrama no sea en la actualidad el tipo de obra que llame la atención, pero el poder de las imágenes y de la poesía de Borzage es inmenso, capaz de atrapar hasta el más insensible y frío de los espectadores. Ángela está protagonizada por Janet Gaynor, una actriz diminuta, de cara y mirada expresiva, soñadora y preciosa, quien en la época ganó el Oscar por tres de sus actuaciones, incluyendo la de El ángel de la calle. En el filme experimenta sufrimientos y transformaciones personales, con los cuales se identifica fácilmente el público, sin importar que parezcan imposibles o absurdos, por su carácter decididamente emocional y empático.
En el cine sonoro, el espectador recibe las impresiones que quieren transmitir el director y los artistas a base de imágenes y de sonidos. El diálogo es algo fundamental, apoyado en distintos ambientes sonoros y musicales, matizado por entonaciones y tonalidades. Pero en el cine mudo el principal recurso del director y de los artistas es el aspecto visual. Si bien se pueden utilizar intertítulos para comunicar ciertas cosas y para unas mínimas orientaciones, un buen director del cine silencioso va a utilizar todo lo que pueda para causar impactos visuales a base de imágenes.
Otro importante motivo es el de las ventanas y las puertas. Borzage las utiliza como símbolos y como medios para contar la historia de forma empática. Ello lo logra trabajando con las cámaras para que el espectador vea y sienta lo que ven y sienten los personajes, de forma lenta y deliberada. En una escena fundamental, Ángela, que desesperadamente contempla a su madre que se va muriendo en la humilde habitación que comparten ambas, sin contar con el dinero para medicinas o tratamiento, de pronto se acerca a la ventana y ve en las calles a una prostituta negociando con su cliente…y todos sabemos lo que pasa por su mente. En otra escena, Ángela está en la cárcel y todo lo que esto significa lo advertimos por una imagen de una puerta enrejada. Naturalmente que todo trabajo con puertas y ventanas exige un manejo exquisito de las luces y de las sombras, poderosas claves para transmitir ideas y emociones y en ello es excelso Borzage.
Estas pinturas son otro de los motivos esenciales que utiliza Borzege para crear emociones. Nos identificamos con el romance que va naciendo con cada pintura, con la cara dulce e inmaculada de Ángela, que Gino idealiza, haciendo de ella una Madona, imagen tan afín al gusto y al ambiente italianos y nos identificamos también con el desenlace de la historia, magistralmente pintado por el director, quien juega con dos imágenes, la de un cuadro de Ángela, pintado por Gino, que adorna el altar de una iglesia y la de misma muchacha, que ante los ojos de Gino y los de los espectadores, se convierte, ella misma, en Madona, acrisolada en el sufrimiento.
El titular de la crítica alude al primer título que barajó Luis Buñuel para su alegoría más salvaje al origen primitivo del ser humano. También evidencia la obstinada, aunque difícilmente evitable, huida de simbolismos conscientes que se cuelan por las rendijas de la improvisación surrealista, movimiento artístico al que perteneció el director. Porque la idea racional ya estaba en ese título. Si la película terminó bautizándose como El ángel exterminador no fue por representar el contenido, sino por encontrar un grupo inesperado de palabras (costumbre surrealista) que den una visión absolutamente nueva de lo que ya existe. Eso es precisamente lo que buscaba la vanguardia: sistematizar automatismos del subconsciente. Pero el surrealismo, no fue ni mucho menos, una corriente estética monolítica.
A trazo grueso, me atrevería a poner el acento en que el realizador, aun con todas sus inquietudes surrealistas, al fin y al cabo, sigue la línea de un programa iconográfico, y por tanto simbólico. Eso sí, muy personal y depurado con su propio diccionario de obsesiones, filias y manías. Su lenguaje no se construye desde el imaginario colectivo, sino que emerge del microcosmos de sus constantes biográficas. El surrealismo de Buñuel trabaja la introspección sobre un collage de imágenes desordenadas sacadas de ensoñaciones, además de una profunda fijación por el costumbrismo rural vivido en su niñez, de la práctica religiosa en su etapa educativa y de “ese discreto encanto” que encontró en la burguesía acomodada que tanto juego le dio.
Desligado de las metonimias alegóricas de Dalí y de los automatismos inconexos de André Breton, el director español es mucho más ecléctico. Su decálogo es otro, pero sus obsesiones, al igual que ocurre con el pintor de Figueres, se dan la mano con extraña nitidez con el psicoanálisis freudiano. El Eros, atribuido al instinto de vida y conservación. El sexo como placer generador de vida. Concepto al que acompaña el Thanatos o pulsión de muerte que tiende a la autodestrucción en bucle con el estado inanimado previo al nacimiento. Ambos generan la tensión y el desequilibrio emocional de los seres humanos y definen sus impulsos más arraigados por medio de sus deseos.
En general, el elenco de actores no acabó de convencer del todo al director, aquejado también de no haber podido plasmar mejor una historia que, según él, hubiera encajado mejor en París o Londres. Tampoco quedó conforme con el atrezzo del mobiliario. Sin embargo, se trata de una de las pocas películas que ha vuelto a ver y que mejor impresión le ha dejado. El tiempo ha puesto en evidencia que se trata de una de las películas, dentro de su enorme colección de obras maestras, que han dejado huella e inspiración a las nuevas generaciones.
Esta es una película plena de belleza en la cual recorremos unos meses del año de 1943, en un pueblo francés cercano a la frontera de España, en íntima compañía con un prestigioso escultor, lleno de experiencia y de cierta sabiduría cansada y resignada. Rompe su monotonía y su sensación de frustrante sequedad artística, la llegada de una hermosa y misteriosa joven española, refugiada en épocas de guerra en Europa y en épocas de posguerra y resistencia en su país. Ella aparece en el pueblo y es invitada a la vida del escultor por su esposa, mujer sensible y amorosa, quien advierte que su presencia puede constituir una novedad y un despertar en la vida del artista, que la puede utilizar como modelo, y eventualmente como musa e inspiración.

Estamos ante la primera película de cine negro dirigida por una mujer; concretamente, por Ida Lupino, una fémina nacida en Londres (1918). Tras intervenir como actriz en algunas producciones británicas, aterriza en Hollywood, allá por 1934, contratada por la Paramount. Actúa para ellos y para la Warner a lo largo de más de una década. En 1948, tras casarse con el productor y guionista Collier Young, crean la productora The Filmakers. Comienza así la carrera como directora de Lupino, una rareza para la época por el género de la autora. Si bien en sus inicios puede encontrarse alguna película como directora y/o guionista sobre determinadas preocupaciones sociales, no nos parece el caso de El autoestopista. Así, podríamos citar No deseado (Not Wanted, 1949), una realización que consiguió gracias al ataque al corazón de su primigenio director, Elmer Clifton, tres días antes del inicio del rodaje. En ella se acerca a asuntos como la fragilidad emocional o la soledad de las mujeres, dibujando el drama de una madre soltera. Abordaría otro melodrama social en La tragedia del temor (Never Fear, 1950), la historia de una bailarina enferma de poliomielitis. En líneas similares se encuentran Ultraje (Outrage, 1950), alrededor del sufrimiento de una mujer violada, o Madre contra hija (Hard, Fast and Beautiful, 1951), sobre una jugadora de tenis explotada por su progenitora.

La primera imagen nos invita a contemplar un cuarzo que alberga una gota de agua de 3000 años de antigüedad. El agua proviene del cosmos y baña la costa chilena que se erige frente al mar. El agua es vida y en ella conviven la memoria y las voces de quienes la habitaron: los pueblos originarios y los desaparecidos. Ambos fueron víctimas del exterminio y la impunidad.

Un cochero y su caballo se desplazan por el camino. El equino arrastra un carruaje que conduce el hombre. En un plano ligeramente contrapicado y en secuencia, atraviesan duros paisajes envueltos en un vendaval frío y árido. El extenuado animal resiste penosamente entre la niebla y la maleza seca. ¿Quiénes son? Una voz en off nos anuncia que el 3 de enero de 1889 Friedrich Nietzsche salió de su casa en Turín y observó a un cochero fustigando a su caballo. Abrazó a este último, le pidió perdón en nombre de toda la humanidad y, una vez en su domicilio, pronunció sus últimas palabras: “Madre, soy tonto”.



El realizador estadounidense Michael Cimino (1939-2016) fue conocido fundamentalmente por dos obras: la primera, El


El cebo es una auténtica rareza dentro del cine español, pero no por su adscripción genérica, ya que, aunque en España el cine negro no había menudeado, sí había arrancado con títulos como Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950) o Brigada criminal (Ignacio F. Iquino, 1950), sino por el hecho de tratarse de una coproducción entre España, Alemania y Suiza, dirigida por un húngaro nacionalizado español, rodada con actores de diversas nacionalidades en Suiza y en lengua alemana. En la elaboración del guion participó el escritor Friedrich Dürrenmatt, quien, con posterioridad al estreno la película de Vajda, pero también en 1958, publicó en Suiza una novela titulada La promesa: Réquiem por la novela policial,en la que regresaba a la misma historia.
Ladislao Vajda, que comenzó su carrera como guionista en el cine austriaco y alemán y trabajó como montador para Billy Wilder y Henry Koster, estrenó El ceboen un momento muy dulce de su carrera, justo después de las tres películas que había hecho con Pablito Calvo: Marcelino pan y vino (1955), Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957). El cebo es una suerte de cuento macabro que recuerda en ciertos aspectos a M, el vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931) y a La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, 1955), con algunas reminiscencias de El doctor Frankenstein (Frankenstein, James Whale, 1931), si bien su hilo argumental parece estar trazado sobre un cuento clásico, “Caperucita Roja”.
A partir de ese instante, Matthäi se obsesiona por encontrar al auténtico asesino y no duda en tenderle una trampa, aunque para ello tenga que emplear un cebo humano. El cebo cuenta la historia de la obsesión de Matthäi, quien, poco a poco, va estrechando el cerco en torno a ese mago o gigante que viaja en un gran coche negro y les regala a las niñas erizos (trufas). Uno de los grandes aciertos de Vajda es presentar al asesino, si bien de forma demorada, en mitad del metraje. Se trata de Schrott (un inmenso Gert Fröbe), un pobre infeliz subyugado y ridiculizado continuamente por su esposa, de la que había sido anteriormente chófer.
Recuerdo haber visto esta película en la televisión cuando era niño y no me pareció en absoluto una película policiaca, sino más bien un cuento de terror, en el que un gigante asesinaba a las niñas que se adentraban en el bosque. Lo terrible es que el comisario Matthäi convierte la caza del asesino en un asunto personal y prosigue su investigación al margen de la ley, desde una gasolinera que compra para poder vigilar la carretera que comunica Zurich con el cantón de los Grisones.
Aunque El cebo pueda recordar por su argumento a Plenilunio (Imanol Uribe, 1999), la verdad es que tiene poco que ver con la película de Uribe, basada en una novela de Antonio Muñoz Molina. Sean Penn dirigió una trasposición de la novela de Dürrenmatt, El juramento (The Pledge, Sean Penn, 2001), protagonizada por Jack Nicholson, en la que su personaje se parece más al protagonista de Zodiac (David Fincher, 2007) que al de El cebo. Y es que, no en vano, la novela de Dürrenmatt, escrita a posteriori, no acaba igual que la película de Vajda.
Nada sobra en El cebo; se muestra muy poco, apenas lo imprescindible para poner en escena una historia dura que no se regodea en el dolor ni en el sentimentalismo. Es muy interesante ese montaje paralelo en el que, por un lado, vemos al comisario tratando de encontrar al asesino, y, por otro, al asesino maltratado psicológicamente por su esposa. Conocemos al asesino antes que Matthäi, y eso resulta muy atractivo, porque vamos descubriendo cómo se va estrechando el cerco y cómo, incluso, el cazador y la presa coinciden en un momento sin reconocerse.
Resulta un lugar común decir que Charles Chaplin fue un genio del cine. No obstante, vale la pena recordar que se están cumpliendo cien años desde su primera aparición en el personaje de Charlot en Kid Auto Races at Venice1 (1914). Allí debutó ese vagabundo, de caminar y gestos inconfundibles, vestido desde siempre con pantalones grandes, zapatos largos de payaso, saco, sombrero de bombín e inseparable bastón, que llevaba con dignidad y elegancia, totalmente contrastante con la dura vida de su personajes, pobres y tramposos, pero siempre extremadamente divertidos y finalmente sabios. Como iba a suceder en muchas de sus películas, en Kid Auto Races at Venice, Chaplin asume el protagonismo simplemente por su presencia que se atraviesa en el funcionamiento del mundo, perturbando acá y allá, pero él mismo, imperturbable.
En El chico, Chaplin se atrevió con una película de larga duración, en la cual pudo combinar la comedia con toques de tragedia, recordando su propia vida, iniciada artísticamente en salones musicales de su nativa Inglaterra, oficios mal pagados que luego de su viaje a Estados Unidos se convertirán en actuaciones de una estrella famosa, la mejor pagada del cine. Chaplin, que tuvo una infancia de abandono, diría después que cuando estaba en los orfanatos o vagaba por las calles en busca de comida, ya creía que iba a ser el mejor actor del mundo.
El chico es una película sobre la vida en los callejones y en los inquilinatos de las grandes ciudades. Allá va quedar tirado en cualquier basurero de barrio, a merced de los azares del destino, un niño abandonado por su madre en un arrebato de desesperación. Ella se arrepiente, pero ya es tarde para detener la cadena de eventos imposibles que llevan a que el niño caiga en manos de Charlot, el vagabundo, quien se resiste a recibirlo, en una secuencia de escenas y de pases clásicos que culminan en una en que el niño, vivaracho y despierto, ya instalado en casa del vagabundo, mama con voraz ternura desde una chocolatera su primer biberón. Acomodos imposibles que nos hacen pensar en los malabarismos que deben hacer las criaturas pobres y abandonadas para sobrevivir y nos hacen caer en la cuenta, aunque sea en un ambiente de situaciones humorísticas, que la vida es más fuerte y más persistente que la muerte.
Chaplin desempeña en esta cinta todas las funciones, desde guionista hasta director y productor, pasando por la de co-protagonista. Pero habiendo encontrado en Coogan a un niño actor verdaderamente chaplinesco, le cede actuación y permite así que, en esta cinta, el chico sea en verdad un protagonista de alto nivel, como sucede en aquellas imágenes inolvidables: las escenas en las cuales el niño es arrebatado de la casucha de su padre adoptivo vagabundo y aquella en la que llora suplicante, en la parte trasera del camión del servicio social que lo lleva al orfanato público.
Hacia el final, se van deshaciendo los pasos de la historia y aparece la mujer que abandonó a la criatura, personificada por la pareja clásica del cine de Chaplin, Edna Purviance. La mujer es ahora rica, sensible y poderosa, y habiendo triunfado como actriz, hace obras de caridad con la infancia, en los callejones, que la llevan a toparse con el chico y a reescribir el pasado. Pocos chicos modernos de la calle pueden contar estas historias, muchos caerán en la drogadicción en estos tiempos.
La presencia del ser humano en la pantalla se debe a la necesidad de transformarnos en los protagonistas de una historia que “vale la pena contar”. Epifanía bastante rara, esta, una consideración de la que, a lo mejor, no nos hemos dado cuenta: las películas se hacen por los seres humanos para otros seres humanos. Resulta así necesario un análisis que tenga como punto de vista el humano, como si nos fuera imposible salir de nuestra condición existencial y, por esta razón, nos saliera más simple (¿natural?) casar nuestra mirada con nuestra producción. Verdad es que raro sería si alguien decidiera crear una obra solo para un público no humano, como puede ser el público animal (pero, ¿no es el hombre un animal entre tantos?). ¿Qué tipo de obra saldría entonces? Su interpretación, para nosotros, se situaría fuera de nuestro control y, por esta razón, a lo mejor surgiría un rechazo completo, global, casi universal. Se define así una obra de arte, como son algunas de los productos que pertenecen al cine, según su público ideal teórico, más allá de la simple pertenencia a la especie humana sino, más bien, a aquellos rasgos que diferencian los respectivos grupos (sociales y/o culturales) de nuestra raza.







Una historia de horror, un relato de cine negro para hablar del cine. Un atrevimiento singular que en su momento causó malestar y controversia: hablar del cine en sentido crítico, desde el cine mismo. Además, hacerlo con recursos de flashback, con la voz en off de un personaje que ya está muerto, y bien muerto, como consecuencia inesperada del lado oscuro del cine.
Otro aspecto es el de la innovación que se va dando en el pasado y cómo la observamos hoy, con la perspectiva que nos da el paso del tiempo. Esta película aplicó conceptos innovadores, como el empleo de la voz en off de alguien que ya está muerto, y lo hace de una forma absolutamente coherente y natural, sin atrevimientos fantasmagóricos. Esto fue el resultado de algunos ensayos, ya que en un principio, los autores de la película quisieron hacer que, al comienzo del filme, el muerto hablara en el anfiteatro y lo hiciera en diálogo con los cadáveres que lo rodeaban. Sin embargo, no se logró el efecto esperado y se decidieron por la voz en off que no habla con fantasmas, sino con los espectadores. Esta película se atrevió a tratar temas complejos, como el de la decadencia de los artistas que le apuestan todo a la fama y a la belleza. Pienso que se hizo un gran servicio a los actores y actrices, para que se centraran más en lo esencial de la representación, que en lo superficial del atractivo físico y de la adulación. Muchos han aprendido esta lección y eso ha permitido a los espectadores disfrutar, con mucha frecuencia, de la madurez de los artistas y no solamente del pasajero brillo de la fama y de la belleza. Pienso, también, que se hizo un gran servicio al cine mismo, dando las bases para lo que podemos llamar la introspección cinematográfica, una forma profunda de mirar y de caer en cuenta de posibilidades y de oportunidades, a través de cine mismo.
Naturalmente que hay que referirse al asunto de la decadencia, de la caída, del crepúsculo de los dioses, de esos seres idolatrados por el público, por los directores, por la industria y que, de pronto, sin que se sepa exactamente por qué, se convierten en seres solitarios, enrarecidos, infelices y tristes, añorando y soñando con la imposible recuperación de una fama perdida. Sunset Boulevard nos acerca a la vida de Norma Desmond, una mujer ya madura, todavía bella, que vive como una especie de Charles Foster Kane (de Ciudadano Kane) femenino, encerrada en su mansión, dedicada a añorar sus glorias pasadas, centrada en sí misma, disfrutando de una fortuna que le permite contar con un fiel mayordomo, que la cuida y que interpreta al órgano obras de Bach. Centenares de fotos adornan su estancia, todas de sí misma, en las cuales aparece en todo su esplendor como artista famosa y adorada. Cuenta con un teatro en casa que le permite ver a su antojo sus gloriosas películas (algo que no parece extraño hoy para nosotros, que tenemos a nuestro alcance sonidos, cintas y escenas, como si fuéramos potentes Cecil B. DeMilles contemplando sus obras antes de aprobarlas). Para sus ocasionales salidas al mundo exterior, Norma cuenta con un magnífico coche Isotta Fraschini Tipo 8A Landaulet, modelo 1929, el cual ha sido considerado como el “más triste de los carros del cine”, dado que cuando la artista de ficción creyó que la iban a contactar de nuevo desde la Paramount para ofrecerle un papel y un reconocimiento por un guion que había propuesto, resulta que lo que querían era alquilarle su auto para usarlo en una película.
El destierro de la propia vida, fórmula de resistencia pasiva sin retroceso, nos ofrece una lenta travesía por los caminos de lo agreste, paisajes que no solo son naturaleza, sino también habituación a lo inmutable, a lo en esencia irreconocible. Zvyagintsev sostiene un ritmo dotado de persistencia en la fijación de imágenes, lentos travellings intensifican la presencia de trayectos y habitaciones que trasmiten una monotonía cargada de expectativa por lo cotidiano, no tanto en acción diaria, como en cuestión mundana de aparente irrelevancia. Lugares y espacios, marcados por el silencio, describen pasivos momentos que albergan problemáticas distribuidas en diálogos parcos. La información circula en pequeñas dosis; la expectativa, entremezclada en conversaciones familiares, es consecuencia de tensiones expresadas en ocultamientos que fomentan falsas obviedades. El interés sustituye a la tensión, los climas sostienen una expectativa que lucha contra el tedio de la vida rutinaria esparcida en únicos momentos de aparente irrelevancia. Son los restos que soportan la presión de lo no dicho, lo tan solo a medias comunicado. La naturaleza de lo derruido superpone la lluvia a un austero y precario desenlace arropado en un persistente motivo musical de sobria expectativa.


El día más largo es una de las grandes superproducciones bélicas de la historia del cine, el proyecto más personal de uno de los últimos grandes productores del séptimo arte, Darrryl F. Zanuck. Pocas películas pertenecen tanto a su productor como esta, ya que Zanuck contrató a varios directores internacionales para rodar las distintas partes del film y contó con un reparto de casi cincuenta estrellas internacionales. La gran novedad que aporta El día más largo es que trata de abordar el desembarco de Normandía con total fidelidad a lo que ocurrió el día 6 de junio de 1944; y lo hace, al menos, desde tres perspectivas distintas: la de los alemanes, la de los ingleses y la de los americanos (también aparece la resistencia, por supuesto, pero de manera casi anecdótica).
Si hay algo que llama mucho la atención hoy en día es que la película, que dura tres horas, se pasa en un suspiro y tiene un ritmo trepidante, lo que no debió ser fácil, ya que había que ensamblar convenientemente las diferentes partes, que corrieron a cargo de directores distintos: así, Ken Annakin se encargó de los episodios británicos, mientras que Andrew Marton hizo lo propio con los americanos y Bernhard Wicki dio buena cuenta de los episodios alemanes. Y eso sin contar con que Gerd Oswall dirigió la secuencia de los paracaidistas en Saint-Mère-Église y el propio Zanuck asumió, por su parte, algunas escenas sueltas. Hay algunas secuencias que todavía hoy sorprenden por su impecable factura, como la ya mencionada de los paracaidistas, pero también la de los soldados americanos atrapados en la playa de Omaha o, sobre todo, la toma del Casino por parte de los ingleses, rodada en un increíble plano‑secuencia aéreo de varios minutos de duración.
Zanuck, que estuvo al frente de la 20th Century Fox entre 1935 y 1956, tuvo que regresar al estudio para poder acabar un proyecto que casi lleva a la compañía a la quiebra, Cleopatra (Joseph L Mankiewicz, 1963). Lo hizo única y exclusivamente para no quedarse sin distribución para El día más largo, que reúne uno de los repartos más espectaculares de la historia del cine y sabe dosificar a la perfección ciertas dosis de humor, así como utilizar imágenes de archivo y mostrar detalles dignos de un maestro de la dirección, como el guiño de las botas que el oficial alemán se ha calzado al revés al levantarse rápidamente de la cama, que aparece al principio del film y se recupera al final.
Toda la película es, en realidad, un empeño personal de Zanuck. Se basa en un libro de Cornelius Ryan, que firma también el guion, para el que escribieron algunos episodios adicionales Romain Gary, James Jones, David Pursall y Jack Seddon. La producción contó con numerosos asesores militares que trataron de dotar de mayor verismo a lo narrado en el film, en el que participaron como actores algunos militares auténticos. El día más largo se rodó, además, en tres lenguas: inglés, francés y alemán.
Zanuck jugó bien sus cartas con El día más largo y consiguió una película en la que, a pesar de que el público conoce el final, se crea tensión, porque el éxito de la Operación Overlord dependió de factores que difícilmente podían controlar los aliados: el mal tiempo, la ausencia de Rommel, la interminable cadena de mando de los alemanes… La fotografía de Jean Bourgoin y Walter Wottitz, ganadora del Oscar, resulta espectacular, y la partitura original de Maurice Jarre encaja a la perfección con la pieza que sirve como leitmotiv musical, la Quinta sinfonía de Beethoven.
Es, también, una película muy de su época, ya que trata de ofrecer un fresco histórico del día 6 de junio, en el que los personajes anónimos aparecen al mismo nivel que los grandes generales. En eso, por ejemplo, es muy distinta de otra película clásica sobre el desembarco de Normandía, Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), en la que Steven Spielberg es mucho más explícito en la representación de la barbarie, pero se centra en un episodio concreto, pequeño, irrelevante… Zanuck, en cambio, quiso orquestar el día 6 de junio de 1944 con un tono más épico, y, sin duda, lo consiguió, ya que, aunque ha pasado medio siglo, El día más largo sigue siendo una de las grandes películas bélicas de la historia del cine.
El mal, elemento particular al que la cultura humana está acostumbrada, se basaría en la falta de lo que definimos bien o, más correctamente, en la voluntad de hacer daño en vez de ayudar para que la vida sea más placentera. Su existencia se basaría, si tomamos el punto de vista de la antropología y de la historia, en el hecho de existir en el universo una serie de reglas que nada tienen que ver con lo moral, lo cual llevaría al ser humano, en su afán por descifrar su contexto, a darle unos matices de bondad o de maldad a los eventos que se desarrollan sin la presencia directa de una mente detrás de ellos. Sin embargo, que nos pongamos desde un punto de vista religioso o menos, siempre quedarán las preguntas de por qué el mal existe y qué objetivo tiene en el acto mismo de crear daño; debido a que darle una respuesta lógica de carácter antropocéntrico sería imposible, el mal se manifiesta entonces en su forma más pura como acto de destrucción total, producido no por un fin específico, sino por un simple hecho que traspasa el concepto de metafísica y entra en el de la(s) (leyes) física(s). El tumor que mata a nuestros amados, el huracán que nos arrebata a nuestros hijos o las inundaciones que ahogan a nuestros padres son, en definitiva, demostraciones de un mal cósmico que se sitúa más allá del simple “querer hacer daño”: no hay ninguna voluntad, ningún querer, solo simple y llanamente un instinto de actuar de cierta manera. Genético, biológico, universal.
Para 1996, la escritora Helen Fielding estaba escribiendo su segunda novela. Decidió reinventar el clásico de Jane Austen, Orgullo y Prejuicio, usando una ruta similar para su historia, pero como protagonista tenía al personaje que creó para las columnas que escribía en el diario The Independent de Inglaterra. Sus escritos semanales eran un éxito porque era una mujer que habla abiertamente de su sobrepeso, sus vicios, sus obsesiones y hasta su sexualidad con total tranquilidad. Recordemos que esto fue antes de Sexo en la Ciudad de HBO y todo lo de demás. Este personaje era Bridget Jones y se dirigía al público con gran honestidad pues se estaba desahogando en su diario íntimo, que nadie iba a leer, por supuesto. Después del éxito rotundo en ventas del libro, era de esperarse la adaptación a la gran pantalla así nace El Diario de Bridget Jones (Bridget Jones’s Diary, Sharon Maguire, 2001), una comedia británica que barrió con la taquilla internacional y se ubicó muy cómodamente en los corazones de los amantes de la comedia romántica. Una nueva reina del género había llegado en los zapatos de Renée Zellweger.


La industria cinematográfica de México gozó de su mejor momento en el periodo conocido como la Época de Oro, entre los años 1936 y 1959. Las devastadoras consecuencias de la Segunda Guerra Mundial habían paralizado las producciones fílmicas de Europa y Estados Unidos, permitiendo a México consolidarse como el productor más grande de América Latina con una fuerte influencia cultural en toda la región.

Por lo general, estamos acostumbrados a que nos cuenten las cosas de una determinada manera. Las historias que nos llegan lo hacen a través de un orden lógico, que clarifica la recepción de mensajes e intenciones de los creativos detrás de las películas. Entendemos la sucesión de acontecimientos, el papel de cada personaje, y nos emocionamos y sorprendemos con los giros argumentales que dan vida a una proyección. Sin embargo, hay ocasiones es las que un director elige la ruptura con lo establecido, el planteamiento de reglas propias fuera de esa lógica narrativa a la que tan bien se acomoda nuestro cerebro. El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo es de esa clase de películas, alucinógenas e incluso, molestas a ciertos niveles psicológicos, pero necesarias para darse cuenta de los límites a sobrepasar en el arte cinematográfico.
Hélène Cattet y Bruno Forzani son esclavos de la estética, para lo bueno y para lo malo. Pretenden con cada plano el planteamiento de una imagen del horror, a base de juegos mentales en el plano psicológico, pero que no tendrían ningún sentido fuera del potente mundo visual manejado por esta pareja propietaria de un mundo tan rico. Esta apuesta por la imagen, a veces, da sensación de frialdad, de abandono de la historia por parte de unos directores aferrados con pasión a una forma tan determinada de entender el cine. Pero hay mimo en cada plano, precisión milimétrica en cada decisión. Su apuesta bebe de lo onírico, del subconsciente, del lado oscuro del alma humana. Sin respiro, sin concesiones, el cine de Cattet y Forzani es experiencia y experimentación.
Hélène Cattet y Bruno Forzani, al igual que en Amer, utilizan el giallo como base espiritual de la película. La estética de la violencia exagerada y colorista de este género llega al virtuosismo, gracias a la fantasmal recreación del asesino, una estilización de un género ya de por sí irreal y morboso. La influencia estética del Dario Argento más esteta, como en Suspiria (1977), donde la ambientación barroca alimentaba o, incluso, servía de contraste al violento espectáculo. Todos los elementos reconocibles del giallo se convierten en parte de la identidad de El extraño color de las lágrimas de tu cuerpo, pero, claro está, cada paso de los directores en el desarrollo de su película nos lleva a un perverso espejo distorsionado, en el que la realidad se desmenuza y se transforma en un lenguaje propio. El cine se convierte en excusa, y entonces empiezan los problemas de la película.
Hélène Cattet y Bruno Forzani fabrican un giallo con mucho de Argento, sí, pero en su pócima hay muchos ingredientes. Se abraza con placer el surrealismo de Luis Buñuel, la experimentación narrativa de David Lynch, la estética de la psicología destructiva de Brian De Palma e, incluso, la perversa diversión con el espacio del Polanski travieso de El quimérico inquilino (Roman Polanski, 1976) o la extravagancia de un clásico de culto como Amenaza en la sombra / Venecia rojo shocking (Don´t Look Now, Nicholas Roeg, 1973). Hay un relato descompuesto e irreal, que recuerda las intenciones de Resnais en El año pasado en Marienbad (1961), aunque con la mirada puesta en el cine de horror. El resultado es trágico, imprevisible, alejado de la total normalidad, de la zona de confort.
Fernando Fernán Gómez alcanzó con esta obra uno de sus mejores trabajos, y el mérito estriba en la descripción fiel y exacta de la España rural, analfabeta, rancia y mojigata de los años sesenta, mediante la vía de la exageración, de la astracanada y del sainete costumbrista. Este particular y singular artista, díscolo e inconformista, consiguió combinar con habilidad varios géneros cinematográficos, desde el drama a la comedia, pasando por lo terrorífico, el suspense y lo policiaco, y a través de ello, rascar hasta alcanzar y describir la hipocresía, opresión, envidias y doble moral que campaban por aquellas décadas.
La idea del relato surge precisamente a partir de una inspiración de Luis García Berlanga sobre un enigmático y sonado crimen sucedido en Mazarrón. La idea original era denominar a la película como “El crimen de Mazarrón”, pero su alcalde consiguió que las autoridades prohibieran dicho título, con el pretexto de que perjudicaría al turismo de la zona. Otra anécdota o desgracia que rodeó al film fue la circunstancia de que, a causa tanto de la censura como de la distribuidora, únicamente pudo estrenarse a los cinco años desde su realización, casi a hurtadillas en una sesión doble de un cine de barrio, convirtiéndose en un fracaso de público y crítica.
Mientras en esa casona, en donde tampoco faltan pájaros disecados, cual fiel homenaje al maestro Hitchcock, se desarrolla el misterio, terror y fantasía sexual, en el exterior transcurre la historia de amor de Fernando (Carlos Larrañaga) y de Beatriz (Lina Canalejas), rodeado de casi todos los tópicos de la época que aportaba la religión católica, referentes a la castidad y virginidad, y los que también aportaba el machismo imperante acerca del destino de la mujer, cuya felicidad sólo podía encontrarse en el matrimonio, con la asociación evidente de la soltería femenina al desprecio, al fracaso y a la soledad.
Bajo el Palais Garnier, suena una melodía. La Octava Sinfonía de Franz Schubert (1797-1943) guía nuestros pasos en la semioscuridad. Galerías subterráneas nos muestran un París húmedo y desconocido.
Expectantes ante ciertas noticias de los medios de comunicación que nos mantienen en vilo durante los últimos días, nos ha entrado la inquietud de revisar la película que Billy Wilder dirigió en 1951, El gran carnaval (Ace in the Hole). Protagonizada por Kirk Douglas, destripa la historia de un periodista sin ningún escrúpulo, a la búsqueda de la noticia que inevitablemente deberá llevarle a la fama y al éxito profesional.


Estamos ante un clásico del género de películas del Oeste. Cuando apareció, en 1962, no generó grandes reconocimientos, pero con el tiempo se ha ido apreciando que John Ford filmó una película que trasciende las épocas. Lo hizo en blanco y negro, por decisión propia y obstinada, quizás como seña de que el blanco y negro son eternos. O quizás como símbolo del mensaje ying yang que subyace en la historia que se nos cuenta, donde el bien y el mal se interconectan de forma misteriosa para definir el destino de las personas.
Es evidente el cuidado que exige Ford en la actuación y el diseño que impone. Y los artistas responden. James Stewart es, en verdad, impecable, como lo fue siempre trabajando en todos los géneros, bajo numerosos y prestigiosos directores. Cuando pienso en una película de Alfred Hitchcock, de inmediato viene a mi mente Stewart, que personificaba a hombres inocentes y maliciosos a la vez, que siempre se llevan, inesperadamente, la mejor parte. Como ocurre con el abogado Ramsom Stoddard, en El hombre que mató a Liberty Valance. John Wayne es, sin duda, un maestro de la actuación, con un total de 153 películas, y 142 roles estelares, algo inédito. Durante 35 años, actuó en 20 películas dirigidas por John Ford, generando esta relación un beneficio mutuo, que se puede apreciar en la última de ellas, The Man Who Shot Liberty Valance (1962). No es el más protagónico de sus roles, pero deja apreciar el cómo una presencia poderosa genera impactos, detrás de bastidores, igual como se sienten los alcances de un buen director, se aprecian los alcances de un gran actor. Wayne es Tom Doniphon, quien literalmente, detrás de bastidores es el hombre que hizo el disparo fatal que acabó con Liberty Balance, protagonizado por Lee Marvin. Marvin es otro experto actor, no siempre de roles protagónicos, con muchas apariciones en películas de acción, como la que le valió un inesperado Oscar, en 1965 como mejor actor principal por La ingenua explosiva, una comedia musical del Oeste, en la que encarna a la vez a dos curiosos personajes, un pistolero borrachín y su hermano malhechor. Valance, curiosamente, es también acá una simbiosis de esos dos personajes: malhechor y borrachín.
Quiero dar mención aparte a Vera Miles. La hermosa actriz, que fue en su juventud reina de belleza y, en su momento, una de las actrices preferidas de Hitchcock, con actuaciones en Falso culpable (1957) y en Psicosis (1960), esta última en un papel secundario, pero aclamado. Con John Ford ya había hecho Centauros del desierto (1956). En la película, Vera Miles es Hallie, la esposa del abogado Stoddard, una hija de inmigrantes suecos que hacen sus vidas en un pueblo perdido del desértico Oeste, sirviendo comidas a desordenados comensales. Hallie mantiene una digna compostura en medio de la insoportable ignorancia y la violencia prevalente, torturada entre dos amores: uno idealizado por Stoddard, un abogado que llega al pueblo, herido y derrotado, después de ser atacado por los bandidos del grupo de Balance; otro realista, pero rutinario, por Doniphon, un hombre fuerte e invencible, pero de palabras y gestos algo torpes para el amor.
En este ambiente de grandes actores se va contando la historia. Ella transcurre en un momento de transición. El ferrocarril ha llegado al Oeste y con él, la transformación y la influencia moderna de las ciudades de la costa oriental de un país dispuesto a extender sus territorios por las nuevas fronteras, de la mano de los libros y las leyes, de la agricultura y los sistemas de riego. Los inmigrantes europeos juegan un papel fundamental en esos movimientos, atemperando con su presencia y con su trabajo honesto las influencias de la violencia y del poder. Hallie simboliza esa nueva sangre que trajo equilibrio, la misma que al final va a vencer y que hoy se ve desplazada por las nuevas olas de inmigrantes latinos, asiáticos y árabes.
Como trasfondo a El hombre que mató a Liberty Valance, se nos describen escenas de un naciente sistema democrático, a base de representaciones que se forjan con palabras demagógicas o con expectativas no muy claras, pero que, misteriosamente, cristalizan en hechos de progreso real. Al mítico “Town Hall Meeting”, una especie de asamblea ateniense a la western, se le dedican momentos memorables del filme. Ello es importante, dado que esta es la nueva génesis del poder, en la cual se ofrecen alternativas a las formas violentas, algo que no pareciera ser posible, pero que eventualmente se logra. En este sentido, el filme es optimista, pero deja entrever que se va a requerir que exista alguien capaz de acabar con ciertos personajes que nunca van a cambiar, como Liberty Valence, siendo necesario que alguien haga el trabajo sucio. Lo interesante acá es que Doniphon, el que le pone el cascabel al gato, lo hace con nobleza, renunciando al protagonismo, dejando que la leyenda se convierta en la génesis de la realidad, en nombre de un bien superior.
Es una necesidad imperiosa, que nace en lo más profundo del alma y que explosiona contra las paredes del cuerpo. Ojos cerrados. Párpados exprimidos. Pestañas contra pestañas. Es un sueño que zapatea y atornilla la voluntad hacia una búsqueda incansable, prácticamente utópica. La felicidad, un deseo febril, que se amotina en el subconsciente y lo oprime hasta el final de los días.
El hombre tranquilo es un cuadro costumbrista de pinceladas suaves, íntimas y luminosas. Es un movimiento artístico, que mezcla, con perfecta simetría, el folklore impertérrito de Irlanda con los sentimientos más profundos del ser humano. Es la delicadeza “hollywoodiense”, la Magna sencillez de Ford, que evangeliza lo sobrio y lo transforma en un elemento ebrio y henchido de clarividencia. Una fantástica aventura de hadas, musas y duendes, cuyo poder audiovisual se fundamenta en la sencillez de su forma y en la potencia de su mensaje.
Simplicidad encarnada en ímpetu y vitalidad. Una película lineal y continuada, donde el pasado determina las acciones del presente. Una especie de flashback omnipresente que fuerza la voluntad del lenguaje cinematográfico hacia derroteros metafóricos; un pulso constante, una lucha en el interior del personaje interpretado por John Wayne que, a pesar de su estado de agitación, no dificulta la comprensión del visionado de la película. El duelo de cada personaje es determinante para el desarrollo de la cinta, pues este funciona como una especie de guía por la que la acción debe discurrir; un deseo inconsciente y cadencioso que resuelve los problemas para llegar a la resolución final. Los sentimientos que los protagonistas van experimentando a lo largo de la historia fluyen en cada escena como una fuerza dominante que, de forma subconsciente, incita el deseo de llegar al final de sus consecuencias.
La naturaleza que envuelve el contenido de esta película es un refuerzo poderoso. Sus componentes fortalecen el atractivo que irradia la cinta, gracias a su valor figurado. Cada escena está estudiada al detalle para envolver a los personajes en un mundo alegórico, donde sus apetitos más íntimos quedan evidenciados, siempre entre líneas. Una especie de epicureísmo velado, para crear íntimos nexos de unión con el público. Instintivamente, esos lugares rústicos y frondosos (montañas, bosques y prados) y el peso persistente del agua (tormentas, ríos, mar) son niveles de expresión estudiados, camuflados, tras un manto de tradición, bondad, recato y respeto. De esta forma, se rompe cualquier barrera inquisidora existente y se transporta, se sumerge, al espectador en esa realidad, para que pueda compartir abiertamente los sentimientos de los habitantes de ese pueblo irlandés.
Una comedia única y especial. Sofisticada. Auténtica, gracias a la diversidad y madurez de su temperamento. Una especie en vías de extinción. Sin descendientes legítimos, nada es comprable al esplendor de su humildad y a la frescura de su oxímoron audiovisual.
Akira Kurosawa realizó su cuarta incursión en el filme noir con El infierno del odio, tras El ángel ebrio (Yoidore tenshi, 1948), El perro rabioso (Nora inu, 1949) y Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, 1960). Es la adaptación de King’s Ransom, una novela negra de Ed McBain. Se traslada la acción a la época del desarrollo económico de Japón tras la Segunda Guerra Mundial. Kurosawa tenía la convicción de que con un guion malo ningún gran director puede hacer una película atractiva; no obstante, si es bueno, puede llegar a la obra maestra. Es justo lo que sucede en este largometraje, basado en un guion excelente, sin fisuras y repleto de contrastes. Un guion dividido en movimientos y tiempos como una sinfonía. Pero además, la maestría del realizador debe extenderse a “la preparación de actores, los cámaras, la grabación de sonido, la dirección artística, la música, el montaje, el doblaje y la mezcla de sonido”. Ningún aspecto que no dominara el autor.


Uno de los film cómicos más exitosos y recordados en la carrera de Mel Brooks fue El joven Frankenstein, una película que nos permite hablar sobre la relación entre el género y la parodia.
En relación al comienzo del enunciado, la parodia “existe” y se crea a partir del género, o sea que “es”, porque hay algo anterior para parodiar. Su objetivo es transgredir lo establecido, en este caso, al mismo género, para revertirlo, invertirlo, desdoblarlo o reformularlo desde el humor y el absurdo. La parodia no existe per se, tiene una relación de dependencia con aquello que parodia, por eso no puede dejar de citarlo. El texto/discurso anterior está siempre presente en el nuevo, por eso se lo debe conocer muy bien para lograr un acertado e ingenioso desdoblamiento. El mérito del humor resulta a partir de ese proceso de conocimiento previo.
El joven Frankenstein fue co-escrita por Mel Brooks junto a su amigo, actor y protagonista, Gene Wilder (1933). El film es una parodia no sólo sobre la primera versión de Frankenstein, de James Whale, basado en la famosa novela, sino también sobre el periodo clásico del cine de terror que brilló en Hollywood durante los años treinta y cuarenta, como hice mención al inicio.
Brooks, junto a esta suma de personajes bien delineados, recrea con acierto la estética de la época en relación al film original y también a las formas de hacer cine en los treinta. Para lograrlo opta por la película en blanco y negro, a fin de generar una atmósfera lúgubre de grandes contrastes entre luces y sombras, a partir de una estilizada fotografía de Gerald Hirschfeld. Si bien se emulan momentos de suspenso del film original, nunca se pierde de lado la comicidad, el absurdo, el doble sentido, la ocurrencia en los diálogos y los guiños autorreferenciales a cámara, que rompen con la transparencia del cine clásico. La banda sonora, a cargo del músico John Morris, fue escrita para el film, lográndose esa inconfundible melodía del violín que tranquiliza al monstruo. A la reconstrucción de época en el decorado general y el vestuario, se sumó el uso de gran parte de la utilería del laboratorio de la versión de Whale, donde se realizó una de las escenas más importantes y trascendentes del film. La puesta en escena, con sus delicados movimientos de cámara, el cierre del iris y el plano secuencia del comienzo, por nombrar sólo algunos ejemplos, funcionan como citas al estilo de realización de aquellos films del período clásico.
El manantial se inicia con su protagonista, un arquitecto llamado Howard Roark, en el momento en el que es expulsado de la academia en donde completa su formación. ¿La razón? Sus ideas innovadoras, una concepción artística que no respeta a los grandes clásicos de la arquitectura, que es, precisamente, justo lo contrario de lo que quiere “la gente”. Una osadía


Produce cierto vértigo escribir sobre una película como El maquinista de la General, ya que estamos, sin duda, ante una de las obras maestras del séptimo arte, no solo de la comedia o del cine silente, sino del cine en general. En el momento de su estreno, la película recibió una fría acogida tanto por parte de la crítica como del público, acaso porque narraba en clave de comedia un episodio de la Guerra de Secesión, pero lo cierto es que, desde ese momento, no ha hecho más que crecer, y su factura sorprende casi noventa años después de su estreno.
El maquinista de la General, dirigida por Buster Keaton y Clyde Bruckman, guionista de muchas de sus películas, es, sin duda, la obra maestra de su filmografía, en la que destacan también otros títulos como La ley de la hospitalidad (Our Hospitality, 1923), que es una suerte de Romeo y Julieta con las costumbres de hospitalidad sureñas, El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924), El navegante (The Navigator, 1924), Siete ocasiones (Seven Chances, 1925), El héroe del río (Steamboat Bill, Jr., 1928) o El Cameraman (The Cameraman, 1928).
Durante mucho tiempo, el cine de Keaton se opuso al de Charles Chaplin, y salió perdiendo el de Keaton, que era un personaje de tipo estoico, frente al patetismo chaplinesco. Charlot era un inmigrante; Keaton era un pionero. Hoy en día, afortunadamente, se ha superado esa dicotomía y, aunque la obra de Keaton cayó en el olvido a partir de los años treinta, se ha recuperado con toda justicia desde mediados de la década del sesenta.
Keaton fue considerado, durante muchos años, como un actor cómico más de la cuadra de Mack Sennett. Se crió en el vodevil, con sus padres, pero empezó a trabajar en el cine con Roscoe Fatty Arbuckle, con el que formó pareja cómica. Entre 1920 y 1923, Keaton rodó un largometraje y 19 cortos, seguidos de 10 largometrajes más entre 1923 y 1928. El apodo Buster, que significa algo así como “temerario”, se lo puso Harry Houdini al caer el bebé Joseph Keaton por una escalera a la edad de seis meses.
El maquinista de la General, aunque está concebida en clave de comedia, es una de las grandes películas sobre la Guerra de Secesión, basada en el libro The Great Locomotive Chase, y en las memorias de William Pittenger (Daring and Suffering: A History of the Great Railway Adventure), un soldado de la Unión que vivió en primera persona el secuestro de la locomotora. Acrobacias, acción y cara de palo son los ingredientes fundamentales de las mejores películas de Buster Keaton, un auténtico especialista que interpretaba siempre sus escenas de acción. Los tres elementos, y en generosas dosis, podemos encontrarlos en esta película, en la que Keaton encarna a Johnnie Gray, el ingeniero de The General, una locomotora de los confederados que es secuestrada por los unionistas, en la que viaja, sin que él lo sepa, Annabelle Lee (Marion Mack), la amada del protagonista, que lo rechazó al principio de la guerra porque no había sido aceptado entre las filas de la Confederación.
En ese momento, Gray se lanza a la persecución del tren, que se adentra ya en territorio enemigo. Johnnie no duda en rescatar la locomotora, que emprende un doble camino, primero hacia al norte, y luego ese mismo camino hacia el sur, perseguido por otra locomotora, The Texas, que acaba en el fondo de un río, una de las escenas más caras jamás rodadas. El personaje que crea Keaton es, desde luego, uno de los grandes méritos de la película. Gray nunca ríe, pero provoca en nosotros innumerables carcajadas por su forma de ver la vida y afrontar los peligros y situaciones que se le presentan. Se trata de una historia simétrica, un viaje de ida y vuelta, que comienza con el rechazo y acaba con la aceptación por parte de ella.
En El maquinista de la General, los exteriores cobran una gran importancia, así como la recreación de detalles históricos. Keaton realizó él mismo todas las escenas, algunas de ellas bastante arriesgadas. A Keaton le hubiera gustado rodar la película en los escenarios reales, Alabama y Tennessee, pero en aquellos estados ya no quedaban raíles de vía estrecha, así que tuvo que conformarse con filmar en Oregón. A lo que no se resistió es a hundir la locomotora enemiga en un río de Oregón, donde permaneció durante más de veinte años hasta que alguien se decidió a rescatarla para emplearla como chatarra durante la Segunda Guerra Mundial.
Esta película, que tiene algunas bases históricas, ocurre en el siglo XI. Un jovencito que vive en Inglaterra ha perdido a su madre debido al llamado mal del costado (apendicitis), lo cual genera en él el deseo de conocer de curación y alivio de enfermedades, de medicina, impulsado también por una extraña capacidad para darse cuenta de cuándo una persona está cercana a la muerte. Quedando huérfano y abandonado, cae en las manos (entre amistosas y manipuladoras) de uno de los sanadores de la época medieval, un barbero itinerante que viaja en su carromato atrayendo a las personas con su lenguaje de mago curandero y con sus prácticas para sacar dientes y sanar. El joven se vuelve su asistente, llegando a dominar las prácticas del sanador, pero siempre buscando un conocimiento verdadero de la medicina. Es así como llega a conocer un grupo de judíos que muestran conocimiento y sabiduría médica, quienes le hablan de un famoso maestro, Avicena, quien vive en la ciudad persa de Isfahán. De inmediato decide viajar, literalmente, contra viento y marea, por mares, tierras extrañas y desiertos, hacia el encuentro con ese maestro, convirtiéndose eventualmente en uno de sus mejores discípulos y viviendo aventuras increíbles.

A pesar de la enorme importancia del cine de la India, el mayor productor de películas del mundo, no es muy frecuente que tengamos críticas del cine de este país en EL ESPECTADOR IMAGINARIO. En mi caso particular, no tengo mucho conocimiento del cine indio, algo que pienso mejorar después de haber visionado la excelente producción de El mundo de Bimala con la intención de escribir esta crítica.

En 1956, sería entregada por primera vez, en la historia del Festival de Cannes, la Palma de Oro a un documental. El mundo del silencio, de Louis Malle y Jacques-Yves Cousteau, es una obra de «divulgación científica», que relata las exploraciones submarinas que realizara el investigador francés a bordo del Calypso, dragaminas desechado por la Marina Real Británica, que le regalaron en 1950 y convirtió en un buque de investigaciones. El documental, aunque no fue el primero en mostrar imágenes subacuáticas en colores, pues en eso se le adelantó el filme Sesto Continente, de Folco Quilici, de 1954, sí compendia un importante número de inventos y avances para la exploración del mundo submarino. Un año más tarde, en 1957, se llevaría además el Oscar al mejor largometraje documental.

En estos tiempos de la realidad virtual, de los espectaculares montajes digitales, de la serie de películas del Parque Jurásico y las numerosas cintas dedicadas a los mundos perdidos de las eras antiguas, vale la pena visionar esta preciosa película y por eso decidí escribir esta reseña, con la esperanza de que algunos de los lectores se motiven para verla, dado que se consigue fácilmente en el dominio público de los videos en la red.

El nido, película española de Jaime de Armiñan de 1979, narra una inusual y bella historia de amor entre un hombre maduro, Don Alejandro (Héctor Alterio), y una niña de trece años, Goyita (Ana Torrent). Y vale el comentario, pese los treinta y tres años transcurridos, el tema de la película sigue siendo incómodo para muchos espectadores que piensan que no es posible amar cuando la diferencia de edades está de por medio.
Por un lado, la naturaleza de la relación -pura y pasional- alienta al personaje anciano a vivir la locura de ese sentimiento, donde la culpa está ausente y el autoperdón se da a cada momento como un flagelo por sentirse incapaz de renunciar al ser amado, a pesar de todo lo que socialmente hay en contra, y sobre todo, a pesar de que la razón niega el porvenir de esta nueva sensación. Maldad y amor se mezclan en un solo sentimiento, sinceridad a flor de piel, que reta y rompe los atavismos sociales, y el ser humano consciente de su naturaleza contradictoria como una manera de encontrar la felicidad.
Las citas de los enamorados son encuentros de desahogo espiritual, Goyita logra desprender, borrar el pasado, al encarnar el presente y prometer un futuro feliz que nunca llegará. El sentido del humor siempre está presente como la más amarga ironía; los juegos en el bosque, el desenfado para decir las cosas, las promesas de amor, una ceremonia sagrada… son todos emblemas de lo que se vive como niño alguna vez. Alejandro es un hombre que nunca ha sido feliz y que ahora, en el ocaso de su vida, está dispuesto a no renunciar a la oportunidad que la vida le presenta. Imbecilidad y monstruosidad yacen en el mismo hombre, cualquier intento de sometimiento para que la razón domine resulta vano. La aparente armonía, manifestada entre insultos, bromas y frases irónicas, advierten que un amor así sólo puede acabar en tragedia.
La paleta cromática, transparente como la luz del día, ilumina las habitaciones llenándolas de luz, como para no enturbiar la oscura relación que mantienen los personajes, el uso abrumador de los espacios abiertos hacen de la historia un relato sin velos, los diálogos banales pero llenos de realismo, de cotidianidad y al mismo tiempo de espontaneidad, desnudan, no el cuerpo, sino el alma misma de los personajes. Frases llenas de pasión, líneas que de tan absurdas sólo pueden atribuirse a un ser enamorado, apasionado por un imposible: “… convertir mi leche en hiel… en la más espesa humareda del infierno…”, irrumpen ante los oídos del espectador al salir de los labios más dulces y apasionados. La crudeza y el horror que esta relación paidofílica podría despertar entre aquellos que los rodean se ve aminorada por la intensidad con que viven su apasionamiento.
La película no tiene desperdicio, cada personaje, cada situación tiene un profundo significado que cuestiona a cada momento el porqué de las regulaciones y las imposiciones. Hoy, el cine, al retratar estas situaciones, lo hace con mayor naturalidad, dando a los personajes jóvenes una madurez que en ocasiones los adultos tradicionales están muy lejos de querer ver o aceptar. La expresión de los afectos en los adolescentes ahora es un derecho, aunque medie una diferencia de edad importante. L’ Amant (Jean-Jacques Annaud, 1992); Lila dit ça (Ziad Doueiri, 2005); Eban and Charley (James Bolton, 2000) e Il sapore del grano (Gianni Da Campo, 1986) son algunos films de la misma temática en los que uno podría regodearse.