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El cine se ríe del fanatismo

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Sátira: métodos, oportunismo y límites

¿Es lícito establecer unos límites a las manifestaciones humorísticas?
¿Debe prevalecer la libertad de expresión frente a sensibilidades ideológicas?
¿Son aceptables las censuras previas y con qué frontera?
¿Evoluciona la recepción de la ironía con el transcurso del tiempo?

Sobre la reflexión alrededor de dichas cuestiones vamos a intentar acercarnos, a través de dos películas que han dejado honda huella en la historia cinematográfica: El gran dictador (The Great Dictator, 1940), de Charles Chaplin, y Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942), de Ernst Lubitsch. Ambos largometrajes fueron realizados y estrenados en los momentos inmediatamente previos o coetáneos a la segunda contienda bélica mundial, y se centraron, con prioridad, en la denuncia, a través de la parodia, del régimen nazi, de su intransigencia, xenofobia y brutalidad.

Charles Chaplin empezó a rodar El gran dictador en el año 1938, instantes en que tanto Estados Unidos como Inglaterra apostaban por la neutralidad en el conflicto bélico que se convirtió en la Segunda Guerra Mundial, lo que motivó excesivas presiones sobre el autor, para que abandonara el proyecto de una comedia dramática en clave de parodia, cuyo objetivo se centraba en denunciar los abusos y actos criminales que la Alemania nazi estaba cometiendo contra otros pueblos y grupos étnicos diversos, especialmente los judíos. Sin embargo, con la firme y tenaz decisión del director, soportando coacciones que venían desde distintos ámbitos, partiendo desde la misma productora United Artists o la Oficina Hays, Chaplin perseveró en su empeño. El filme se estrenó en Nueva York, en octubre de 1940, cuando los ingleses ya habían declarado la guerra a Alemania, y aunque su acogida fue cálida e incluso entusiasta por el público y consiguió una gran recaudación, la crítica puso bastantes objeciones al discurso final, que consideró inoportuno y casi rayando en el comunismo, tachando al autor de intentar enardecer a la población contra todos aquellos líderes empeñados en provocar conflictos. Y efectivamente, es muy probable que no se equivocaran en las intenciones de Chaplin de provocar una reacción contraria contra todo totalitarismo e instinto bélico, mediante un discurso propagandístico, en consecuencia, pero tremendamente humanista, en donde la condena de la violencia, el odio racial, la avaricia, la hipocresía el antimilitarismo y la intolerancia están presentes, frente a un canto a la unidad, libertad, universalidad, democracia, dignidad y esperanza en el progreso y en el futuro. ¿Discurso inconveniente, impropio en su contexto, enumeración de sentimientos convencionales? Con la perspectiva del tiempo y el conocimiento de lo realmente acaecido, lo que nos parece es un alegato muy certero para despertar conciencias e infundir algo de ilusión en el porvenir, una llamada de auxilio que termina resumiendo la ideología del autor plasmada a lo largo de toda la obra, y que acaba convirtiéndose en uno de los mejores momentos mágicos y emocionantes de la historia cinematográfica. De hecho, el mismo Charles Chaplin llegó a manifestar que si hubiera conocido entonces los horrores de los campos de concentración alemanes, no hubiera podido rodar El gran dictador, no hubiera sido capaz de utilizar la risa para ridiculizar su absurda mística acerca de una raza de sangre pura.

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Charles Chaplin, aunque no deja dudas sobre los destinatarios de sus condenas, utilizó la simulación para ocultar, aunque solo someramente, la identificación de los elementos satirizados, mediante el uso de sobrenombres muy cercanos a los verdaderos: Adolf Hitler es Adenoid Hynkel, Benito Mussolini se convierte en Benzino Napaloni, Alemania en Tomania, Italia en Bacteria y Austria en Osterlich. Además, aparecen los hijos e hijas de la Doble Cruz (“double cross”, su traducción del inglés, traicionar). El mismo Chaplin transforma los discursos del dictador germano en unas arengas incomprensibles, en un torrente de lo que parece una sucesión de exabruptos que suenan como la lengua alemana, pero que en realidad carecen de sentido. No hay que olvidar el físico semejante entre Hitler y Chaplin, o su personaje, Charlot, su pequeño tamaño y casi idéntico bigote, el parecido biográfico (habían nacido en el mismo mes, abril de 1989, pero con pocos días de diferencia, con padres alcohólicos, adoración a las respectivas madres), coincidencia de aficiones como la música y su composición, o la admiración de figuras históricas como Jesucristo o Napoleón, así como caracteres con rasgos comunes, como el despotismo, autocompasión, la cólera irracional y los bruscos cambios de humor. El mismo Hitler llegó a prohibir la exhibición de las películas de Chaplin en Alemania ante el parecido de ambos, y este último llegó a manifestar, la primera vez que vio la imagen del primero, que se trataba de una mala imitación suya.

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Chaplin utiliza en su película, fundamentalmente, un humor étnico, aquel que manejan determinados grupos sociales como parte esencial de los contenidos satíricos, un recurso que termina riéndose fundamentalmente del dictador nazi y de sus partidarios, en una puesta en escena donde es fundamental la parodia, la exageración, la repetición y la descalificación. Siendo una película sonora, la primera del director que podría considerarse efectuada en su totalidad con esa técnica, Hynkel se embarca en discursos terroríficos que paradójicamente carecen de sentido alguno, y el barbero judío, encarnado también por Chaplin, casi no habla, sino que más bien masculla alguna frase. La herencia del cine mudo sigue presente también en la presencia del humor de género slapstick, repleto de acrobacias, tartas o persecuciones, trompazos y bufonadas como sartenazos, malabarismos para mantener el equilibrio o granadas y balas que se resbalan o giran sobre sí mismas, que tampoco fueron unánimemente aclamadas por la crítica especializada al considerarlas como inadecuadas con la gravedad del contenido. En cualquier caso, entre los mejores momentos del filme se encuentran aquellos acompañados únicamente con la música, ya el de Hynkel jugando con un globo terráqueo a los sones del preludio del primer acto de Lohengrin, de Wagner, o el del barbero judío, empleándose con un cliente, al ritmo de la quinta danza húngara de Brahms. Chaplin, si bien no dejó duda sobre a quién y quiénes estaba parodiando, ocultó personajes reales, países y movimientos con sobrenombres cercanos a los verdaderos, moviéndose en terrenos de la “nueva comedia”, en lo que supone la no identificación de los elementos ironizados, para evitar el compromiso en la crítica, pero al mismo tiempo, huyendo sobre cualquier duda sobre el destino de sus venenosos dardos. Parece, ya no solo en la década de los cuarenta del pasado siglo, sino también en la actualidad, que moleste el intento de concienciar y modelar la opinión ajena, mediante la reflexión humorística, especialmente si ello ahonda en la crítica al poder económico y pensamiento dominante, y los intentos para poner trabas previas a la libertad de expresión son cada vez mayores, y ello sin profundizar en el lamentable espectáculo que ofrece la justicia, condenando situaciones en interpretación de leyes, que más que protectoras del honor ajeno, parecen ideadas para actuar como verdaderas normas mordaza.

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Por su parte, Ernst Lubitsch comenzó la producción de la película Ser o no ser en noviembre de 1941, y terminó apenas un mes más tarde, habiendo firmado un contrato con la United Artists, que le garantizaba la plena supervisión sobre el guion, los actores y el montaje final. El estreno del filme en las pantallas estadounidenses se produjo en marzo de 1942, cuando ya había sucedido el bombardeo de Pearl Harbour y que se saldó con la intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. La acción del largometraje se sitúa en la Varsovia de 1939, y comienza en un espacio temporal inmediatamente anterior a la invasión nazi, contemplando la misma, las consecuencias de destrucción, miseria y desolación que ocasionó en el pueblo polaco, y especialmente, en la comunidad judía. Y todo ello lo hace en clave de comedia, con unas situaciones y diálogos agudos e hilarantes, centrándose en las peripecias de una compañía de teatro polaca y sus relaciones con los dirigentes nazis.

Lubitsch, a diferencia de Chaplin, no esconde con ningún artificio lo que está mostrando, y se refiere a Polonia, a su pueblo, a los ocupantes o a los judíos como tales, exhibiendo bombardeos, desesperación y hambre sin cortapisas, prácticamente en tono documental, siendo buena muestra de ello la voz en off que inicia la película, interrogándose por las razones que motivan la presencia de Hitler en las calles de Varsovia, poco antes de su invasión. Y probablemente, ello fue la principal razón que provocó las molestas reacciones de la crítica en el momento del estreno, condenando al director por aprovecharse del pueblo polaco, y de su sufrimiento, para hacer comedia, y contemplando la barbarie del nazismo con una visión superficial, distanciada e irónica, todo ello a pesar de la buena acogida entre el público. Tampoco ayudó excesivamente para su comprensión la combinación de géneros y elementos utilizados en el largometraje, mezclándose tanto sátira como drama, espionaje, cine bélico o misterio.

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El realizador de origen berlinés, en absoluto sospechoso en contemporizar con el nazismo, se defendió de las acusaciones de haber traicionado las reglas tradicionales del género, de poner en peligro el esfuerzo bélico nacional y de tener mal gusto por la elección e identificación de sus protagonistas, así como de la elección del espacio físico y temporal, matizando que su obra únicamente satirizaba a dos categorías de personajes, a los nazis y a los actores, denunciando la brutalidad de los primeros, que ya habían pasado al estado de insensibilización ante los males que estaban cometiendo, y el egocentrismo y elevada autoestima de los segundos, excluyendo de ese marco satírico a Polonia y a los polacos. El humor utilizado por Lubitsch también se centra, como Chaplin, en el grupo étnico compuesto por los nazis y sus dirigentes, pero además, lanza su ironía y mordacidad hacia las actrices y actores de teatro, utilizando en el juego tres tipos de humor: tanto el que se ríe de sí mismo, a cuenta de los propios actores parodiados, como el que se ríe de los demás, de los propios profesionales del teatro y de los alemanes seguidores del régimen totalitario, y por último, haciendo sangre sobre el temor de algunos, de los dirigentes nazis o de los propios protagonistas teatrales, en especial de Joseph Tura, de que se haga mofa de ellos mismos, ya sea ante el miedo del abandono del público en sus declamaciones de Shakespeare o las comparaciones con sus actuaciones y la invasión de Polonia, en el primer caso, o a cuenta del chiste de Hitler, en el segundo. Lubitsch, a la manera de la comedia antigua, articula su discurso con los mismos elementos que la nueva (chistes, bromas, juegos de palabras, dobles sentidos, indiscreciones, espontaneidad o alusiones sexuales), pero utilizándolos para mostrar la incoherencia y abusos de determinados grupos sociales, con apelaciones y ataques frontales, y sin acudir a la estratagema de suplantar a los personajes reales por ficticios.

En realidad, con el paso del tiempo, la controversia despertada por el humor practicado en Ser o no ser ha ido diluyendo con el transcurso de los años y la pérdida de ese carácter y riesgo de parodia en tiempo real, convirtiéndose en un verdadero clásico que entretiene y atrapa a la mayoría. De hecho, a poco que se ahonde en la ideología que desprende el filme, el pensamiento de su autor y su postura ante los acontecimientos, la vemos reflejada en el profundo y sentido alegato trasladado de la obra El mercader de Venecia, de William Shakespeare, al texto recitado por el actor de reparto, Greenberg: “Soy judío… ¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿Acaso un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, emociones, pasiones? ¿Acaso no se nutre con los mismos alimentos, no es herido por las mismas armas, no está sujeto a las mismas enfermedades, no es curado por los  mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano, el mismo invierno, al igual que un cristiano? Si nos pincháis, ¿acaso no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿acaso no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿acaso no nos morimos?”.

Como sostiene Amos Oz, “… El fanatismo es más viejo que el islam, que el cristianismo, que el judaísmo. Más viejo que cualquier Estado, gobierno o sistema político. Más viejo que cualquier ideología o credo del mundo. Desgraciadamente, el fanatismo es un componente siempre presente en la naturaleza humana, un gen del mal, por llamarlo de alguna manera.”

Bibliografía:

Carmelo Moreno del Río: Reírse de uno y/o reírse de otros. La compleja relación (política) entre el humor étnico y la diversidad social. Universidad del País Vasco, campus Bizkaia, España.
Aliber Escobar: Monty Python: comedia, crítica y política. Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Teun van Dijk: Algunas notas sobre la ideología y la teoría del discurso. Universidad Veracruzana, Xalapa, México.
André Bazin: Charlie Chaplin. Paidós.
Peter Ackroyd: Charlie Chaplin. Biografía Edhasa.
Charles Chaplin: Autobiografía. Lumen.
Jean-Loup Bourget y Eithne O’Neill: Lubitsch o la sátira romántica. Festival Internacional de Cine Donostia-San Sebastián. Filmoteca Española.
Binh & Christian Viviani: Lubitsch. N.T. T&B Editores.
Sonia García López: Ernst Lubitsch. Ser o no ser. Estudio crítico. Paidós Películas.
Amos Oz: Contra el fanatismo. Biblioteca de Ensayo Siruela.
Voltaire: Contra el fanatismo. Taurus. Great Ideas.

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4 respuestas a «El cine se ríe del fanatismo»

  1. Acabo de ver el Gran Dictador de Charles Chaplin i verdaderamente su mensaje no ha envejecido o sea que sigue siendo actual y describe cualquier clase de fanatismo tanto político como religioso o etnico.

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