Viñetas y celuloide 

The Sandman: Adaptando un sueño

Morfeo

Creo que cualquiera que ha leído The Sandman es consciente del reto casi suicida que es adaptar la conocida obra de Neil Gaiman. Entre sus muchas dificultades, el inabarcable cosmos alrededor del personaje principal, plagado de secundarios con enorme importancia en las tramas a largo plazo, además de la imponente simbología referencial que completa cada momento de la obra. De la mitología a la tradición oral de los cuentos de antaño, la amalgama de relatos dentro de relatos conforma un laberinto ficcional difícil de abarcar, e incluso se antoja casi imposible la traducción de ese universo a las exigencias de una serie de televisión.

Si estas razones no son de por sí monstruosas, hay algo en el desafío con lo que los lectores de la serie de cómics estarán de acuerdo conmigo: el viaje emocional que implica su lectura es tan especial, tan único, íntimo y personal que para cada uno de nosotros ha significado cosas muy distintas, pero que nos han marcado profundamente. Trasladar la experiencia de lectura a la pantalla era, quizá, más difícil todavía.

Ya hemos hablado de Neil Gaiman y su relación con el cine y la televisión (por ejemplo, en este artículo) pero es posible que esta sea la primera vez que el reconocido escritor se implique de manera tan clara en un producto basado en sus creaciones. Este hecho debería ser certificado de garantía respecto al resultado final. ¿Ha sido así?

The Sandman en los cómics

The Sandman, como a estas alturas el público seguro sabe, trata sobre las desventuras de un poderoso semidiós que, al perder su poder y su reino, se ve obligado a recapacitar sobre sus actos pasados. El altivo y déspota señor del sueño descubre, de la manera más cruel, lo frágil que puede ser su existencia, tras décadas encerrado por un simple mortal. Con esta premisa, Gaiman construye una epopeya trágica, en la que vemos cómo los dioses no se diferencian mucho de los mortales en sus pasiones y rencillas, al mismo tiempo que asistimos al proceso de transformación de Morfeo.

El planteamiento es relativamente sencillo, pero Gaiman se las apaña para comprimir en las páginas de la obra la tradición literaria al completo, de los mitos griegos al folclore japonés, con parada en la tradición africana, con alusiones a Shakespeare o metarreferencias al propio universo del cómic. Todo ello acompañado por el rutilante aspecto visual en continua mutación, puesto que son decenas de artistas los encargados de dar vida sobre la página a los múltiples personajes que pueblan el sueño.

La versión que nos ha traído Netflix es imperfecta, no cabe duda, pero creo firmemente que es la mejor que se podía hacer de la odisea planteada por Gaiman. Han pasado muchos años desde la publicación original, y el escritor ha podido reflexionar acerca de su propia creación, ponerla en contexto e incluso promover ciertos cambios (en mi opinión, bastante acertados) para que el ritmo cadencioso y onírico de los cómics tenga su contrapartida en el ámbito televisivo.

En esta tanda de episodios (que adaptan los dos primeros arcos argumentales de los diez que completaron el cómic) presenta personajes y pone en contexto al eterno Sueño, al mismo tiempo que trata varias subtramas que tendrán sus ecos en el devenir de la serie (si tenemos suerte y cuenta con nuevas temporadas). En ese sentido, se ha tratado con respeto máximo el material original, e incluso se han atrevido con ciertos momentos que pensaba inenarrables (por ejemplo, el turbio episodio en la cafetería). Eso sí, han dado cancha a personajes como El Corintio, que en su versión original no gozaba de tanta importancia. En el elemento televisivo se necesita una némesis potente, y la pesadilla fugitiva ha funcionado de manera extraordinaria en esa tesitura.

Morfeo y Muerte

Los cambios introducidos han sido todos en esa línea, como reconstrucción de personajes y situaciones que, tantos años después, quedaban algo desdibujadas o incluso anacrónicas. Pero la esencia, lo que dejaba para el recuerdo una historia más grande que la vida se atisba, sin lugar a dudas. Con renuncias, porque toda la carga referencial no cabe en las limitaciones del medio, pero con resultados más que notables.

El aspecto visual resulta coherente y se mantiene a lo largo de los episodios. Esta es otra imposición del medio, que resta potencia al empaque visual del cómic, que se vio enriquecido por la participación de tantos dibujantes con estilos e intenciones tan distintas. De hecho, añoré cierta suciedad gótica en los primeros compases de la serie, algo oscuro y decadente, que en la pantalla se ve demasiado brillante. Sam Kieth, creador gráfico del personaje, tiene un estilo especialmente duro, de tintas infinitas, sombras casi expresionistas que parece que pueden absorber al lector. Todo eso desaparece en aras de la uniformidad visual. Entendemos esta necesidad, con razón, si la serie pretende llegar a un público neófito en las correrías neblinosas del Morfeo, pero es de las exigencias a cumplir que a mí me dolió, particularmente.

Para variar, la serie ha arrastrado la absurda polémica de siempre sobre la inclusión y los cambios en ciertos personajes. Parece ser que la gente no ha entendido absolutamente nada sobre lo que trata Sandman. Es más, parece ser que han querido explicar a su propio autor, Neil Gaiman, productor y creativo de la serie, que lo que hace con sus personajes y creaciones está mal. A esos extremos de estulticia hemos llegado.

El encuentro entre Sandman y Muerte

Gaiman, a finales de los 80, cuando publica The Sandman, tenía unas intenciones, ya entonces, muy claras en ese aspecto. La ola de conservadurismo extremo que invadió Inglaterra durante aquellos años convenció al autor para llenar su obra de esa diversidad que tanto se detestaba entonces, y por lo visto en el siglo XXI. Personajes homosexuales, sexualmente ambiguos, travestidos o directamente transexuales copaban las páginas de la obra, entre otros outsiders y personajes al límite, a los márgenes de aquella sociedad que clamaba por la uniformidad. Eran la forma del joven escritor compinchado con su legendaria editora, Karen Berger, auténtica visionaria del medio.

Con el mismo espíritu, Gaiman, apoyado en el productor Dvid S. Goyer, se reinventa aplicando aquella actitud reivindicativa en cambios que significan el encuentro de la obra primigenia con las sensibilidades del siglo XXI. Le pese a quien le pese.

La tarea era titánica. Casi todo parecía indicar que The Sandman sería un batacazo de niveles cósmicos, por la cuerda floja sobre tiburones que significa la adaptación de una de las obras cumbres del cómic. Es evidente que, tantos años después y con la traslación a las pantallas, la obra no tiene tanto impacto como lo tuvo en su momento, pero de todas formas deja al espectador el mismo universo de magia y, sobre todo, esperanza.

El viaje ha sido mágico. Esperemos que continúe. Con estas cosas de las idas y venidas de las plataformas, nunca se sabe.

Soñemos, entonces, que sucede.

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