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Quién metaboliza la etiqueta Película de culto

Concha de Oro para The disaster artist

Cartel the room En el último festival de cine de San Sebastián, en su Sección Oficial, se presentó a concurso la película The Disaster Artist (EUA, 2017), escrita y dirigida por el conocido actor James Franco. Este chispeante título, una comedia en tono de farsa sobre cómo hacer cine bizarro y no morir en el intento, está inspirado en el libro homónimo de Gregory Sestero. ¿Quién es este autor? ¿Una pluma de relieve? ¿Un áspero inquisidor sobre las cloacas de la industria del entertainment? ¡No! Su identidad es más prosaica y mundana. Un amigo, actor ocasional y, sobre todo, testigo directo de las desternillantes características que ocurrieron en la caótica producción y ridículo rodaje del filme The Room (EUA, 2003), orquestado por un bicho raro de nombre Tommy Wiseau. Sus notas y observaciones sobre la insólita peripecia jalonada de abundantes anécdotas rocambolescas las reunió en forma de diario novelado, dando a conocer el origen de la chapuza más grande jamás contada. El texto, en el que no se escatima ni oculta detalles acerca de todo lo patético que fue su génesis, ha servido de inspiración para que James Franco, un intérprete candidato al Oscar de la Academia de Hollywood por la película 127 horas (127 Hours, Danny Boyle, EUA, 2010) y cada vez más asentado en su faceta de actor, consiga desentrañar las claves que condujeron a una descomunal pifia al respetado Olimpo de las películas de culto.

James Franco

The Disaster Artist actúa como una especie de making off The Room. Este intertexto es una fuente para conocer las estrambóticas maniobras de un equipo de filmación capitaneado por un mecenas con dinero fresco para invertir en una producción cinematográfica y autoproclamado amo y señor de uno de los dislates más grandes de la Historia del Cine. El todopoderoso artífice del embrollo es un tipo inclasificable y con pintas de rockero despistado, Tommy Wiseau, de procedencia centroeuropea, que influenciado por los sulfurosos dramas del dramaturgo Tennessee Williams y seducido por el poder interpretativo de estrellas del rango de Marlon Brando y James Dean se conjuró como un naciente artista y puso patas arriba toda ortodoxia en la realización.

Tommy Wiseau

Hay que subrayar que Tommy Wiseau no sólo hablaba un inglés deficiente y a veces ininteligible, sino que además carecía de cualquier formación teórica y práctica. Se puede decir que era un entusiasta aficionado, enamorado del mundo de las películas y la mítica que desprendían algunos intérpretes. La importante carencia creativa y visual, sobre todo en lo dramático, y de las mínimas reglas de construcción de un relato, no mitigaron el ardor del autor ni perforaron una autoestima inasequible al desaliento. El nuevo visionario, protegido por el dinero del presupuesto y su condición de productor, estaba persuadido en convertirse, costase lo que costase, en cineasta. En la divertida parodia contada por James Franco, creo descubrir pequeñas observaciones que me llevarían a pensar en una cruzada obsesiva por parte de Wiseau, de raíces quijotescas. Tommy, en su asombroso empeño, contó como fiel escudero con un muchacho, Gregory Sestero, de cuidado porte y aspecto de galán de serie de televisión, que anhelaba también la fama y acudía a los castings en busca de una oportunidad para cualquier trabajo de publicidad o ficción. Sestero, sin nada que perder y mucho que ganar, quedó embrujado por la peculiar forma de ser de Wisseau y, abducido por la irrefrenable determinación de su reciente colega, decidió seguirlo hasta el final.

Pareja protagonista

Juntos se pusieron manos a la obra y reclutaron a un puñado de técnicos y personal artístico hechizados por una propuesta sin mucho sentido, pero no dejaba de ser una oferta de trabajo. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo. Cuando algunos de los miembros del equipo con algo de oficio y que, por experiencia, eran conocedores del lado práctico de una filmación, comenzaron a sospechar, tras leer el guion y asistir estupefactos a las primeras tomas, que el extravagante propietario de la función no solo ignoraba la más elemental idea de dirigir, sino que no sabía nada de técnica narrativa. Como pensaban que el desastre en el que estaban involucrados se iba a suspender de un día para otro y presagiaban el derrumbe de la financiación, cuando fueron a cobrar el primer cheque correspondiente a la primera semana de trabajo se quedaron en estado de shock al verificar que la entidad bancaria abonaba los importes sin rechistar. Por lo tanto, qué más les daba sí lo que sucedía en los decorados o en la calle era un estúpido espanto sin pies ni cabeza. El dinero estaba en el banco y de ahí no se iba a evaporar. Trabajarían como dóciles asalariados, mirando para otro lado, sin intervenir en las menudencias visuales y testigos directos del bochorno; pero el viernes cobrarían un suculento sueldo.

Cuando vi The Disaster Artist, en el marco del certamen donostiarra, no conocía, por desinterés, The Room. Ahora, sí. Sentado en la butaca, el primer detalle que me llamó la atención, del que preveía iba a ser un largometraje irónico y enloquecedor, fue la actuación de James Franco. Encarna al extrovertido Tommy Wiseau. Vestido con ropas holgadas, melena rebelde, adornos de pandillero y propietario de una carcajada aflautada, da la impresión de moverse en un rol desbaratado e histriónico, desajustado e impredecible. Uno piensa que el intrépido actor ha compuesto un monigote, una especie de personaje lelo y bufonesco. Pero no. Al final, mientras se suceden los últimos títulos de crédito, la pantalla se divide en dos cuadros. En el de la izquierda se editan escenas originales de The Room y, en el de la derecha, la misma escena, pero con los planos rodados por Franco para The Disaster Artist. La mimética representación es irreprochable. De una fidelidad elaborada. Dando a entender que el estrafalario comportamiento e interpretación de James Franco no está afectado, sino que es honesto e idéntico al modelo. Una performance vampírica colosal.

Wiseau y Franco

Un esfuerzo supremo, comparable con el entregado y pasional talento desplegado por Johnny Deep en la inolvidable puesta en escena de Tim Burton, en la fascinante Ed Wood (EUA, 1994). Curiosamente, una personalidad cuyo grado de inoperancia y desfachatez guarda una semejanza con el descrédito chapucero de un mago del descalabro y la birria como Tommy Wiseau. Tal para cual. Los dos creían tener una vena artística. Y no se arrugaron para ponerla en marcha.

Wisseau, cuando tuvo su producto editado y toda la posproducción finalizada, decidió estrenar la película siguiendo al pie de la letra el protocolo y boato de estos alardes sociales y culturales. Con una flema y orgullo que casi se lo pisa, apareció el día de la premier en limusina. Cuando se apagaron las luces y la proyección inició su desfile de escenas inconexas y matizadas de una desopilante dramaturgia de ridículo amateurismo, los presentes en la sala, con algunos espectadores mezclados con los miembros de la película, comenzaron a reírse tronchándose de situaciones diseñadas para ser tristes, y mofándose hasta la incontinencia con los torpes y vulgares diálogos. El éxtasis y aquelarre total se alcanzaba en las fases serias de la historia, cuando el personaje de Wisseau debía expresar dolor y rabia por la traición sentimental de la que estaba siendo víctima. Con gestos acartonados, recitaba frases con monótona intrascendencia que causaron en los presentes un pitorreo sin censura. La debacle, en líneas generales, se entendió como algo aclaratorio de la distancia existente entre lo que se debe considerar cine y aquel experimento esperpéntico, inútil, sin aseo constructivo en parte alguna de su metraje. Pero el inefable bodrio alimentó una lectura ambivalente. En conjunto era un petardo sin precedentes que naufragaba no más partir de puerto, pero conseguía extraer ruidosas carcajadas en los momentos concebidos para expresar lances desventurados.

fotograma the disaster artist

La sensación jocosa e hilarante que sus escenas trágicas despertaba en la aturdida concurrencia es la señal que puso a The Room camino de convertirse en la película de culto que es hoy. Y para que ocurriera semejante milagro, tuvo que suceder un episodio inesperado. Una casualidad protagonizada por un espectador con cierto predicamento como blogger de asuntos cómicos y disparatados.

El aspirante a director de cine y escritor en webs de humor Michael Rousselet quedó prendado por la publicidad de una película titulada The Room, cuyo cartel, aupado en la zona alta de una valla ubicada en un lugar muy transitado por un torrente diario de coches, intrigó al periodista. Decidido a salir de la duda, asistió al local donde se proyectaba el filme. Cuentan las versiones autorizadas que el propio taquillero del cine conminaba a Rousselet a que no despilfarrara el importe de la localidad en ver un trabajo denigrante y descabellado. Le informaba que el poco público que se atrevió a entrar en la sala en sesiones anteriores salía echando pestes y exigiendo la devolución del importe pagado por esa inenarrable chaladura. Este énfasis inusual y, a todas luces, desproporcionado dio más energía a Rousselet y le provocó un ansia llena de misterio.

Efectivamente. La película era un asco. Peor imposible. Lo más bajo y feo que había visto en su vida. Y se preguntó: ¿Quién o quiénes han perpetrado esta desnaturalizada ofensa? Escribió un texto metabolizando su inocua forma y descerrajando munición sobre sus abobinables tramas y subtramas. Ahondó en todas las marcianas miserias y carencias de la obra. Pero destacó un sentido del humor de cloaca como algo tan chusco y deforme que obtenía lo contrario que se pretendía.

Publicidad the room

Surgió la chispa, la varita mágica toca la chistera y después de abracadabra nació una película de culto. Desde entonces surgieron de la nada legiones de incondicionales que con nocturnidad acudían a los pases de última hora a rendirle pleitesía, recitar sus diálogos más patosos y partirse de risa con las amorfas interpretaciones de su elenco actoral. Esto demuestra que una película que se rodó simultáneamente en dos sistemas (analógico y digital) –porque cuando Wisseau fue a comprar el equipo de rodaje no tenía ni puñetera idea de cómo se filmaba una producción y optó por adquirir dos cámaras–, y que tras salir del cuarto de montaje debería ir a la basura, se materializó por el arte de birlibirloque en un acontecimiento de culto que todavía continua su comunión con los fans.

Es aquí donde habría qué preguntarse cómo se construye una película de culto. Se pueden colocar en el mismo podium The Room y La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, Reino Unido, 1971)? ¿Es comparable el talento de Donald Siegel y su alegórica fantasía La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, EUA, 1956) con la patética Plan 9 del espacio exterior (Plan 9 from Outer Space, EUA, 1959)? Son obras diferentes. Concebidas con criterios artísticos y visuales (incluso temáticos) sin ninguna huella en común. Nada las emparenta. Sin embargo, todas se engloban por una cuestión u otra en esa caja de Pandora, vigorizadas como obras de culto que dan esplendor hasta al título (a veces subproducto) más esquinado y cutre.

Franco y Wiseau

En todo este enjambre de liturgia adulatoria a determinadas películas, que surgidas como patrañas o furibundas respuestas a corrientes dominantes, prevalece un tufo de paranoia, en la presuntuosa clarividencia de ser un etiquetador de filmes con afán de honra y promover la resucitación de materia muerta y de baja calidad o alentar el visionado de determinada película de controvertida puesta en escena, que corre el riesgo de pasar inadvertida si nadie la define con alguna etiqueta llamativa. El vocablo culto es el que más atrae y seduce a la gente. A su alrededor florece una comitiva de seguidores que, abducidos por una chorrada infame o sacudidos por una tendencia artística transgresora, llevan a los altares, con cierto alboroto, un largometraje esquivo o esotérico, cuyas claves son incomprendidas en su rueda de estreno. Y que unos iluminados, ofendidos por el desprecio del espectador, revierten su estilo hasta encumbrarlo para una minoría, que hace ruido con las bondades no captadas de una película camino de ser acogida por los amigos del “culto”. Críticos de cine dispuestos a romper lanzas con determinados títulos ignorados por la gente de a pie, que en su retórica aportan el bouquet necesario para justificar las razones de un recalcitrante apoyo, o cintas virulentamente machacadas por los periodistas cinematográficos, que son defendidas por grupos de incondicionales, que hacen cualquier menester para apasionarse por una película que consideran poco menos que divina.

cartel de carretera asfaltada en dos direcciones

Cada maestro tiene su libro para hacer y deshacer, pero desde que tengo razón  me ha gustado el tinglado del cine, siempre he tenido como referencias de culto propuestas locas y extrañas como The Rocky Horror Show (Jim Sheridan, EUA, 1975), El Topo (Alejandro Jodorowsky, México, 1970), The Last Movie (Dennis Hooper, EUA, 1971) y Carretera asfaltada en dos direcciones (Two-lane Blacktop, Monte Hellman, EUA, 1971) y El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964, España), entre otras.

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2 respuestas a «Quién metaboliza la etiqueta Película de culto»

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