Críticas

El mal

La noche de Halloween

Halloween. John Carpenter. EUA, 1978.

Una definición completa del concepto de mal, capaz de tener en cuenta los aspectos psicológicos que forman parte de su recepción no tanto en la cultura sino en la mente humana (una situación a-temporal, inacabable), podría ser la de voluntad de hacer daño a los otros. Una definición de este tipo, sin embargo, no sería correcta, ya que nos llevaría a cuestionar un poco más la esencia de este elemento: hacer daño puede ser una acción que hago porque recibo cierto placer, sea este físico (el orgasmo mental de matar, por ejemplo), sea esto de carácter de retribución (un placer que se define solo en relación con el concepto de justicia, nada que ver, entonces, con la sexualidad y la corporeidad). Nace, por esta razón, una ulterior consideración que pone de manifiesto un miedo aun mayor, algo que nos recuerda (desafortunadamente pero, al mismo tiempo, debidamente) a los jerarcas nazis: se cumplen acciones monstruosas solo porque en aquel momento y en aquel contexto resultan ser cargadas de una normalidad y de una frialdad que las despojan de cualquier consideración ética o moral. El mal (se nos pone delante esta idea) no tendría nada que ver con el placer (algo que podríamos entender, si bien los objetos de nuestros deseos serían diferentes y menos el producto de un punto de vista desequilibrado); el mal es tal porque así lo es, naturalmente, necesariamente.

El Michael Myers de 1978, producto de la imaginación de John Carpenter y de Debra Hill, representaría no tanto un aspecto del mal del que acabamos de hablar, sino su representación más icónica en una serie de elementos que aumentan la carga de indiferencia de este monstruo. Es este carácter, efectivamente, lo que más miedo evoca en los espectadores, la incapacidad de vislumbrar en esta persona lo que nos hace humanos. La indiferencia no es la de quien ya no encuentra motivaciones que le empujen a decir que sí, vale la pena vivir, sino la de quien actúa de forma a-lógica, a-humana, una reproducción de la a-temporalidad del mal en tanto elemento químico de la estructura universal. Myers no resulta ser, entonces, simplemente inhumano, ilógico, ya que esto nos pondría en la situación de negar algo sobre el que se rige el mundo; esta característica “a”, demostración de la no presencia universal, es el elemento de un disturbio que nos hacen pensar, en las butacas, lo que es de hecho el mal.

La carga emotiva de la que está lleno el filme es por esta razón el contrapeso de un ser cuya misma realidad ontológica es la de un vacío emotivo completo. Myers mata simplemente porque tiene que matar, casi como si el acto mismo de querer hacerlo, demostración esta de la presencia de un alma interna, le fuera negado. Persona que es una no-persona, el monstruo de Carpenter y Hill no provoca miedo simplemente por lo que hace, sino sobre todo por cómo lo hace: la falta de motivación es tal que no permite resignarse a tener que defendernos de una humanidad incorrecta, negativa, pero, por lo menos, analizable ya que se sitúa dentro de nuestras simbologías globales. Ya no encarna, este monstruo, la simple maldad moral de algunos de nuestros miembros, sino la fuerza (y, por supuesto, la violencia) misma de los actos naturales. Un “act of God”, como se dice en los países anglosajones, un acto natural que irrumpe en nuestra vida y la destruye, sin que nada podamos hacer, como los huracanes, los maremotos y los terremotos.

Sería correcto, por lo que acabamos de decir, darle a Myers el aspecto de un universo frío, mecánico. Cumple con las reglas de un dios, con su necesidad de recibir un sacrificio sin que haya realmente una razón lógica. Ejerce su poder de vida y muerte sobre los súbditos, pero sin que las vidas de los humanos afecten la suya; el terror de este filme se traduce así en la concreción de un terror divino, un adjetivo, este, que se une a su etimología de celestial, o sea distante de nuestra forma terrenal, y brillante, como la navaja que penetra sin orgasmo la carne de sus víctimas. Sin embargo, se trata de una religiosidad inexistente, de una acción que nos empuja ir más a fondo, para extraer de nuestros mismos cerebros los elementos más primordiales que impiden la presencia de lo que más queremos para no volvernos locos: un orden fijo, perfecto, moralmente aceptable, que nos dona no tanto un sentido a nuestra vida, sino al mundo que nos rodea y del que fingimos ser los dueños.

La regla de presentarle una víctima, la Laurie interpretada por una muy joven Jamie Lee Curtis, a este dios (representación irreligiosa del universo y de su indiferencia) toma entonces los colores de una rebelión ante el curso necesario del sacrificio, ya que la supervivencia no es algo esperado. El cambio radical que nos lleva de una Caperucita Roja, cuya salvación se debe a la intervención del cazador, a una forma de autodefensa extrema simboliza por esta razón la capacidad del ser humano de rechazar un destino al que parece estar sometido sin que pueda haber ni la más mínima variación. Si el monstruo, inmortal, representa la indiferencia del universo, Laurie no es el héroe que se salva gracias a su inteligencia, representación de un progreso en lo humano, sino por volver a sus instintos más primitivos, aquella necesidad de no dejar nunca a un lado la lucha por la supervivencia. El miedo incontrolable que sentimos en nuestras sillas ante las imágenes de horror que se ritman ante nosotros es entonces la demostración de que, ante la falta de humanidad del universo, vivir es parte de un juego en el cual los monstruos son más reales de lo que pensamos.

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Ficha técnica:

La noche de Halloween (Halloween),  EUA, 1978.

Dirección: John Carpenter
Duración: 91 minutos
Guion: John Carpenter, Debra Hill
Producción: Debra Hill
Fotografía: Dean Cundey
Música: John Carpenter
Reparto: Donald Pleasence, Jamie Lee Curtis, P. J. Soles, Nancy Kyes, Nick Castle

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