Críticas

Sobre la pérdida de identidad

La mujer de la arena

Otros títulos: Woman in the Dunes.

Suna no onna. Hiroshi Teshigahara. Japón, 1964.

LamujerdelaarenaCartelEstamos ante una película impactante, muy poco conocida en Occidente, al igual que su director, Hiroshi Teshigahara. Nacido en Tokio, su primer largometraje, El escollo (Otoshiana), lo dirigió en 1962. Entre sus obras se encuentran también La cara de otro (Tanin no Kao, 1966) y El hombre sin mapa (Moetsukita chizu, 1968). Despertó mucho interés en su país con la realización del documental Antonio Gaudí (1984) sobre el arquitecto catalán. Con La mujer de la arena consiguió el premio especial del jurado en el Festival de Cannes. El filme se inicia con un maestro de escuela aficionado a la entomología. Lo encontramos andando entre dunas. Tras lo que parece un arduo recorrido desemboca en una playa desierta. Cuenta con pocos días para localizar una especie de escarabajo no catalogado. Ello le daría la pequeña gloria que va buscando, un particular paso a la posteridad consistente en aparecer en un libro de insectos como su identificador o catalogador. Pero entre la emoción y el cansancio que le deparan sus investigaciones se le hace tarde. El último autobús ya ha pasado. ¿Dónde pernoctar?

Teshigahara, con estas premisas, consigue sumergir al espectador en una obra sublime perfectamente transportable desde Japón de los años 60, época de realización del largometraje, a cualquier otro lugar y en diferentes momentos, también en la actualidad; especialmente, si nos situamos tras el advenimiento de la Revolución Industrial. El verdadero protagonista del filme es la arena. Un elemento del que no carecen en el lugar en el que se desarrolla la trama. Una materia que rodea y llena la imagen, que impregna los cuerpos sudorosos de la pareja protagonista; partículas que se reproducen sin fin, que se adhieren a los pies descalzos, que se mascan sin remedio, que se posan como minúsculos insectos en la piel humana. La película desprende una plasticidad única cargada de simbología, ensoñación y erotismo. Nos encontramos ante un cine poético que, como sugería Pasolini, otorga a lo visual un papel decisivo en la representación. Las elecciones del montaje se transforman en signos marcados de la obra, en una firma de la subjetividad del autor. Mediante primeros planos o planos detalle, se superponen los cuerpos en un juego de exhibición y ocultación que encierra el máximo erotismo. Un toma y daca de presencia y ausencia que permite que sigamos habitando en el universo del velo y el misterio. La mujer de la arena se erige en un claro exponente de lo que Roland Barthes entendía por idea del erotismo: “el lanzamiento del deseo más allá de los límites de la imagen”.

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Hablábamos del erotismo y la sensualidad que desprende el largometraje. También el mecanismo del campo y fuera de campo contribuyen a esa seducción como arte de la ocultación. Las imágenes logran la sutileza de dejarse llevar más allá de lo que muestran. Y hablando de vacíos, la excelente banda sonora del filme, responsabilidad del músico Toru Takemitsu, se basa en sonidos de percusión y cuerda disonantes. Su efecto inmediato: la inquietud, el desasosiego, la angustia.  Pero además de la composición en sí, hay que tener en cuenta los intervalos; unas porciones de espacio y tiempo que median entre los sonidos. La presencia de vastos silencios, acompañados de sonoridades aisladas y disonantes, convierten la experiencia  en una tensión constante. Todo lo contrario que aquellas músicas utilizadas como método para ensordecer nuestra sensibilidad y para anestesiar al personal. Léase hilo musical o el exceso en la producción fílmica continua de sonidos (y también imágenes). La cámara de Teshigahara se muestra sosegada pero atenta en todo momento a los detalles que, como ya hemos mencionado, sobresalen desde unos planos detalle que tocan la excelencia.

La mujer de la arena resulta un prodigio en cualquier elemento de la puesta en escena. También con la fotografía en blanco y negro de Hiroshi Segawa o las interpretaciones de Eiji Okada y KyôKo Kishida. Él se muestra como un ser antipático, soberbio, incluso violento. Ella se exhibe como una mujer sonriente, solícita, trabajadora, terca y muy segura de lo que quiere poseer o prescindir. Mientras tanto, la naturaleza se muestra imponente frente a intentos de dominación. ¿Quién se atrevió a construir en los cauces fluviales o demasiado cerca de las costas? ¿Quién edifica rascacielos cada vez más elevados, no importen incendios o terremotos? ¿Quién abandona los bosques repletos de maleza para que periódicamente sean consumidos por las llamas? El ser humano, cómo no. La obra asombra en su magnífica captación de las energías que emanan de la naturaleza, dotándolas de una presencia real e intemporal. Bajo luz y sombras, bajo las texturas de las materias y la potencia de la mirada humana, el espectador pierde toda noción temporal exterior para sumergirse en una vivencia total de imágenes y sonidos primitivos y misteriosos.  

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Pero además de todo lo anterior, que no es poco, la obra, con un guion magnífico del novelista Kôbô Abe, perfila una trama que hace reflexionar sobre demasiadas cuestiones filosóficas, existenciales o sociológicas; también económicas y laborales. Y lo más enriquecedor es que podrán encontrar explicaciones o razonamientos muy diversos sobre lo que han visto y su significación. Se toparán con términos como alienación, soledad, incomunicación, libertad, dignidad, destino, detención ilegal, conformismo o esclavitud. ¿Es una historia de superación? ¿Quizás de alienación? ¿A lo mejor un tratado sobre la libertad de elección? Destacaríamos la tremenda sensación de soledad que encierran las imágenes y que apelan al hombre como animal social; también el dardo venenoso lanzado precozmente y de manera sabia frente al consumismo que terminará por tiranizarnos. Imposible igualmente no acordarse de Metrópolis (Metropolis, 1927), la película del director alemán Fritz Lang, que pudo perfectamente manejarse como referente. La humillación y sumisión de unos obreros industriales, con el maquinismo omnipotente que arrincona a la clase trabajadora al inframundo de un complejo urbano. Una exhibición fantástica de la ocupación embrutecedora de unos frente al bienestar de la clase minoritaria residente en la superficie.  

Recordamos igualmente la película Tiempos modernos (Modern Times, 1936) de Charles Chaplin. Un acercamiento ácido, no exento de humor, sobre las formas en que la existencia humana es manipulada hasta transformarla en pura maquinaria; una mirada hacia la cadena alienante que se consigue con una dinámica de trabajo perversa. Se basa en el sistema taylorista de producción en unas condiciones infames: en sueldo, en horario, en peligrosidad… Una ocupación indigna y desprovista de cualquier creatividad en la que no preocupa el significado de la palabra explotación. En realidad, es una representación compleja de la vida actual de un importante sector de la población, aquellos invisibles, los inmigrantes, los de abajo, “los que engrasan las ruedas de la sociedad, pero viven en las sombras” (expresión de Ruiz y Escribano en La huelga y el cine. Escenas del conflicto social).

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La mujer de la arena parece que se asienta en esa vieja regla que avisa  de que antes de juzgar, hay que entender primero. Debemos ponernos en el lugar de aquellos seres frágiles obligados por trabajos a destajo y que encima, asumen su profesión como algo inevitable, incluso como una dádiva celestial que permite la supervivencia. Pensemos en las prostitutas retratadas por Kenji Mizoguchi en La calle de la vergüenza (Akasen chitai, 1956) o en Una gallina en el viento (Kaze no naka no mendori, 1948) de Yasujirō Ozu; o en los operarios de La clase obrera va al paraíso de Elio Petri (La classe operaia va in paradiso, 1971), sobreexplotados en búsqueda del máximo rendimiento hasta la extenuación; o en las piezas sin dignidad en que son considerados los trabajadores inmigrantes en La tierra de la gran promesa de Andrzej Wajda (Ziemia obiecana, 1975). Y no hace falta irse muy lejos: Francia, 2015, La ley del mercado de Stéphane Brizé (La Loi du marché). Un “lo tomas o lo dejas” entre precariedad, falta de cobertura, inseguridad y enfrentamiento ante decisiones inmorales. 

Si pueden, vuelvan o naveguen por primera vez por esta obra maestra de Hiroshi Teshigahara. Una experiencia fascinadora e inolvidable que les trasladará a un lugar envolvente y claustrofóbico. Y sin necesidad de recurrir a un vuelo masificado de bajo coste. Si la aventura la encuentran fascinante, no se olviden de revisar obras de la Nueva Ola japonesa a la que pertenece su autor, que se desarrolló desde finales de los años cincuenta hasta la década de los setenta. Se encontrarán con un elenco de directores como Nagisa Ōshima, Shhei Imamura, Masahiro Shinoda o Seijun Suzuki, en su visión analítica de las convenciones sociales y sus enfoques de ruptura en composición y edición. 

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Ficha técnica:

La mujer de la arena  / Woman in the Dunes (Suna no onna),  Japón, 1964.

Dirección: Hiroshi Teshigahara
Duración: 147 minutos
Guion: Kôbô Abe
Producción: Toho, Teshigahara Productions
Fotografía: Hiroshi Segawa
Música: Tôru Takemitsu
Reparto: Eiji Okada, Kyôko Kishida, Hiroko Ito, Hideo Kanze, Tamotsu Tamura, Kiyohiko Ichihara, Koji Mitsui, Ginzô Sekiguchi, Hiroyuki Nishimoto

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