Investigamos 

Hombre vs. Naturaleza

gerry

Lucha de voluntades

Revisando la historia del cine, encontramos que la aparición de la naturaleza real como elemento protagónico se dio antes en el género documental que en la ficción. Así, algunas de las primeras películas que dieron relevancia a la naturaleza fueron Nanook, el esquimal (Nanook of the North, 1922) o Moana (1926), de Robert Flaherty, ingeniero y explorador estadounidense que, a raíz de sus muchos viajes a lugares desconocidos, acabó interesándose por el cine como medio para contar todo aquello que veía. De hecho, el documental se acuñó como término a partir de estas películas. En cambio, los estudios cinematográficos fueron reacios durante un tiempo a salir a filmar en exteriores, dado que era más fácil y barato controlar todas las variables de iluminación y climatología en el interior de los platós, haciendo uso de decorados para ambientar cualquier escena y evitando las complicaciones que los espacios naturales podían añadir.

Un ejemplo de estas complicaciones fue el rodaje de La quimera de oro (The Gold Rush, 1925), de Charles Chaplin, quien trató a toda cosa de que la filmación se realizara en Alaska, e incluso el equipo llegó a trasladarse allí, pero las condiciones climatológicas les hicieron desistir. Únicamente la primera escena de la película, en la que se necesitaron 600 extras para formar una fila de aventureros caminando por la nieve, fue rodada realmente en un escenario natural, el resto se filmó en estudio, construyéndose unas enormes escenografías que simulaban las montañas heladas de Alaska.

Posteriormente, ha habido muchísimas películas que han incorporado la naturaleza real como una protagonista más de las historias, a medida que los avances tecnológicos, en cuanto al tamaño y movilidad de las cámaras, así como la sensibilidad de las películas, permitieron empezar a controlar las filmaciones en exteriores y la volubilidad de la caprichosa naturaleza, un elemento que casi siempre se nos ha mostrado más como enemigo que como amigo. En el cine ha dado más juego por su ferocidad y dureza que por su amabilidad y empatía.

Atendiendo a películas filmadas a partir del 2000 y revisando la filmografía de varios cineastas de prestigio, nos encontramos con algunas cintas destacables que han tratado el tema de la naturaleza, mostrándola como un personaje antagónico y devorador que atrapa a los protagonistas, los somete e impide que escapen de sus garras. Es una naturaleza aparentemente inofensiva y bella, pero que mostrará su dominio ante al ser humano, a quien veremos pequeño e indefenso frente a su inmensidad y poder. No incluyo aquí grandes producciones con escenarios digitalizados, sino de producciones de formato pequeño o mediano que se han servido de la naturaleza real para contarnos un relato.

Lo que hace común a estas historias es, además del tema, la lucha que los protagonistas mantienen frente a una naturaleza, el tratamiento de un lenguaje cinematográfico que busca retratar esa naturaleza y el peso ontológico que genera. Un lenguaje que requiere de un tratamiento especial del tiempo y del espacio. Otra coincidencia que se da en esto filmes reside en algo que podríamos llamar el elemento sobrenatural, algo así como un espejismo, un aparición o momento surreal, que es consecuencia directa de esa vivencia expositiva frente a la naturaleza. Lo natural genera lo sobrenatural y pide del espectador cierta suspensión de la incredulidad, cierta salida del terreno de la lógica racional, para sumergirse en otras realidades a las que esa naturaleza es capaz de transportarnos.

Revisaremos el tema a partir de las siguientes películas: Gerry (Gus Van Sant, 2002), El caballo de Turín (The Turin horse, Béla Tarr, 2011), Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, Nuri Bilge Ceylan, 2011) y Jauja (Lisandro Alonso, 2014).

Gerry puede parecer, a primera vista, una historia tan árida como el desierto que recorren los dos amigos (Casey Affleck y Matt Damon), perdidos en él, pero acaba convirtiéndose en una experiencia vital para todos, incluido el espectador. Lo que se inicia como un paseo distendido toma rápidamente tintes trágicos cuando ambos amigos deciden retar a la naturaleza y caminar a capricho, fuera de los senderos establecidos. Rodada en la Argentina y el Parque Nacional del Valle de la Muerte en Estados Unidos, Gus Van Sant nos recrea su particular desierto con varios tipos de terreno y toda clase de colores: blanco, naranja, rojizo, verde, gris, rosado, amarillo, marrón, azul… El primer plano de la película que nos muestra una panorámica de esa naturaleza inacabable y retadora aparece justo cuando los protagonistas se sienten perdidos. Así conoceremos antes que ellos el gran peligro que corren, convertidos en dos diminutos puntos en la inmensidad.

La lucha por la supervivencia será encarnizada. El paso del tiempo es fundamental en esta historia. Es necesario sentirlo. Gus Van Sant muestra cómo esos personajes caminan y caminan durante días sin rendirse, plantándole cara al desierto. Los veremos transitar en todas las direcciones, buscando una posible salvación, cada vez más cansados y deteriorados. Llegará el momento en el que un espejismo les hace, y nos hace, pensar que un final feliz es posible. Hay un largo travelling de dos minutos, en el que vemos el perfil de ambos amigos, en primer plano, caminando infatigablemente. Pareciera que le han tomado el pulso al desierto, al que vemos desdibujado al fondo, fuera de foco, sin presencia. Pero no nos engañemos, la naturaleza no se deja vencer. Es una lucha de voluntades y ella es más fuerte. Uno de los últimos planos es un largo amanecer en el que parecen caminar por el limbo. La imagen en tonalidades blancas es bellísima. Ellos apenas avanzan. No pueden. Todavía no vemos el desenlace, pero ya estamos seguros de que la naturaleza de alguna manera ha vencido.

Béla Tarr, gran maestro de Gus Van Sant, filma El caballo de Turín. La historia parte de un hecho real, acontecido la mañana del 3 de enero de 1889, cuando el gran filósofo Nietzsche salió  de su casa en Turín y se cruzó con un cochero que maltrataba a su caballo. El filósofo se abalanzó sobre el cochero y abrazó al animal llorando. Desde entonces vivió diez años más, demente y sin pronunciar palabra. Del caballo no se supo nada. Y es Tarr quien da continuidad a esa historia en clave nitzscheana. El caballo no volvió nunca a tirar del carro de su dueño tras llegar a casa. Se negó a seguir los designios de un ser débil, de vida oscura, que solo sabía vivir una existencia monótona, repitiendo, día tras día, las mismas acciones. La naturaleza, enfadada, en forma de un fortísimo viento interminable, ataca durante días la casa del cochero y su hija, quienes, sin agua tras secarse el pozo de una manera extraña, luego de la maldición de unos gitanos, intentan huir sin conseguirlo de esa tierra que creen maldecida. La naturaleza, dueña de su destino, les impedirá la huida. La imagen que lo significa es un hermoso plano de casi tres minutos y medio en los que el viento que ruge gana la batalla y parece reírse de aquellos que son pobres de espíritu. Las fuerzas dionisíacas no dudan en ejercer su castigo sobre lo apolíneo.

Con una bella fotografía en blanco y negro, el tratamiento personal que hace Tarr sobre el tiempo, alargado en planos interminables, busca subrayar la insignificante vida del cochero y su hija, esclavos de unas simples labores rutinarias, que repiten sin cesar y que nosotros llegamos a memorizar en el mismo orden en que las ejecutan. En sus vidas, no hay nada más. Apenas hablan, porque nada hay que decir. Un acontecimiento es el descubrir que la carcoma ha dejado de escucharse después de 58 años. Pero ¿ha dejado de escucharse o ha huido porque intuye el gran desastre que está por llegar?

Siete años antes, en 1882, en un lugar muy lejano a Turín, la Patagonia, un capitán danés, Vigo Mortensen, se perderá en esas extensas tierras buscando la pista de su joven hija, en un viaje a través del espacio y del tiempo. Al inicio de Jauja , Lisandro Alonso lo señala: “Los antiguos decían que Jauja era una tierra mitológica de abundancia y felicidad. Muchas expediciones buscaron el lugar. Con el tiempo la leyenda creció de manera desproporcionada. Lo único que se sabe con certeza es que todos los que intentaron encontrar ese paraíso terrenal se perdieron en el camino”.

Con un bonito formato de pantalla cuadrado, inesperado para una película con predominancia de paisajes naturales, pero que no desmerece nunca, Lisandro Alonso nos mostrará un desierto mítico, en el que junto a los buscadores de Jauja conviven espíritus y seres poseídos, en una tierra inhóspita a los ojos del capitán Gunnar Dinesen quien dirá: “Nosotros no pertenecemos a este lugar”, a lo que su hija Ingeborg responderá sorprendiéndolo: “Me gusta el desierto, cómo entra en mí, cómo me llena”. Tal vez Ingeborg sea el único personaje de la historia que consigue llegar a Jauja, porque esa tierra mítica solo existe para algunos. Ingeborg es un ser capaz de vivir en la eternidad. En el pasado, el presente y el futuro. Por eso cuando huye con su joven amante le dirá: “siento que todo esto ya lo he vivido antes, que ya hemos estado juntos antes”. El resto de personajes que conforman la expedición en busca de la tierra mítica sólo ven un estéril desierto, un lugar enemigo al que deben que vencer y del que no logran salir.

Anatolia es una extensa región turca de terrenos ásperos que suben y bajan, sin apenas llanuras. Un escenario que le ha servido a Nuri Bilge Ceylan para situar algunas de sus películas. Una de ellas es Érase una vez en Anatolia, un drama policíaco no exento de humor, en el que el peso existencial lo pone esa tierra que lo rodea todo. En la meseta de Anatolia viven los pobres, los que no se pudieron ir y también aquellos a los no les importa estar en el último rincón de la tierra, porque la felicidad es algo que se les ha negado para siempre.

La historia narrada sucede en menos de 24 horas y varias de las escenas son contadas en tiempo real, sin apenas elipsis, lo que da un mayor realismo a unos hechos, que por momentos se vuelven ilusorios, como si de un sueño se tratara.  Un grupo de policías, acompañados por un fiscal y un médico, buscan el cuerpo de un hombre asesinado y escondido en los parajes de Anatolia. Viviremos junto a ellos esa larga noche.  El director muestra esa tierra sinuosa como una protagonista más del film. Anatolia es dura y deja huella en los rostros apagados de sus gentes. La primera vez que vemos Anatolia es a través de un plano general de colinas áridas con un camino que se pierde en la profundidad. A punto de anochecer, los faros de tres coches avanzan por el camino despacio hasta situarse en primer plano. Ese es el tempo de las tierras de Anatolia, moroso, y los que vienen de fuera se tienen que acostumbrar a ello. A lo largo del film Nuri Bilge Ceylan nos regalará más panorámicas de indudable belleza, donde los protagonistas se van trasladando a tiempo real por la tierra de Anatolia.

En la película, buscamos un cadáver, pero también buscamos en el interior de esos personajes dolidos por la vida. El jefe de policía, el doctor, el fiscal, el chofer, todos tienen una historia oculta. También el asesino, que nos mira con esos grandes ojos asustados en busca de misericordia.

Hay una atmósfera que coincide en todas estas películas, es una atmósfera de fuerza vital de la tierra, de profundidad de raíces. La naturaleza vasta y árida frente a aquellos que la transitan y sienten su pequeñez, su indefensión y desamparo ante la enormidad. Es una lucha de voluntades, de fuerzas desiguales.

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