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El ojo pornográfico

Odiada por algunos, tolerada por otros y amada por algunos más, la pornografía representa parte de la producción cinematográfica de nuestra historial cultural. Es, efectivamente, parte integrante de los aspectos sociales en los que estamos sumergidos y, por esta razón, no puede sino definir su espacio de acción en los límites de lo que la ley y nosotros, en cuanto ciudadanos, permitimos. Se trata, esta definición, de un punto fundamental ya que con pornografía y productos pornográficos se entiende aquí el maremágnum de elementos cuya prohibición es de carácter legal, en el sentido de que todos podemos acceder una vez hayamos superado el límite mínimo de edad, tanto en nuestra calidad de espectadores como en la de actores, actrices, productores o directores. Las reglas del juego, entonces, desde un punto de vista de leyes, son muy estrictas y suponen una serie de controles a veces más invasivos que en el cine definido como “normal”.

De todas formas, la pornografía en cuanto producto audiovisual se inserta en un discurso más complicado que la representación ficticia de que el cine, menos en su parte documental, se viste. Y, efectivamente, la cuestión no se basa en la serie de elementos actorales que se pone en marcha ante el ojo de la cámara ya que, sí, en la mayoría de los casos los actores y las actrices pornográficas tienen que fingir o, por lo menos, actuar siguiendo las direcciones de quienes quieren que muestren cierta parte de su cuerpo y que asuman cierta expresión en su cara. El elemento de “realidad” se basaría entonces no en el acto de por sí, sino en el acto en cuanto elemento de penetración dentro de la privacidad de la persona: se sobrepasa el valor ya limitativo de la desnudez y se entraría en la obscenidad de lo absolutamente privado, el concepto mismo de goce físico sexual presentado sin disfraz al ojo del público.

Sin embargo, el disfraz existe, es real, y la representación del acto sexual que vemos en la pantalla (de nuestra televisión, de nuestra tableta, de nuestro móvil) es exactamente una representación, con sus reglas de mise en scene que suponen un diálogo entre el espectador y el director, así como de función performativa de los actores y de las actrices. La pornografía, entonces, se basa en una serie de sistemas de ficción que aumentan el carácter de voyeur del que se viste el espectador (y, obviamente, la espectadora), y que se desarrollan según una voluntad de goce máximo (un goce, por supuesto, mediado por la pantalla): cada persona puede encontrar la concreción de su fantasía y, por esto, dejar que las imágenes funjan en cuanto momento de intimidad absoluta con nuestro propio yo. Una visión, esta, que se inserta en el diálogo de la ficción.

Efectivamente, el cine es, en su sentido más estricto, la voluntad de contar una historia. Sin embargo, si solo esto fuera, no bastaría para explicar la fortuna que este medio de expresión de nuestra imaginación tiene; el cine, entonces, es también el lugar en el cual podemos dejar libres a nuestras fantasías y sumergirnos en un mundo irreal con el cual poder entrar en sintonía con el carácter de goce narrativo que estos cuentos nos regalan. Más aún, el goce se transforma en una voluntad visual extrema, y por esta razón, de la escenografía al maquillaje, todo está perfecto, dejándonos una serie de actores y actrices cuyos atributos van más allá de lo que definimos como humanamente posible. La belleza tiene que ser extrema, completa, siguiendo el lema griego de hermoso y bueno.

El mundo pornográfico repite así las mismas estructuras y los mismos esquemas del cine “aceptable”. El juego de lo obsceno se define, así, en cuanto posibilidad no tanto de ver el acto sexual, sino de ver (a) el acto que más nos gusta (b) llevado a cabo por actores y actrices que a su vez nos gustan. No todos los elementos de la pornografía son amados por quien la utiliza, exactamente como no todo tipo de películas puede (o debe) gustar a los espectadores (diferente la cuestión si somos críticos, investigadores del quinto arte). La sexualidad, entonces, cobra un valor más grande y nos pide que nos alejemos de nuestros preconceptos o, más bien, que logremos distanciarnos de nuestro yo para aceptar la presencia de otros tipos de goces; no se trata de ver algo que nos daría asco, sino de afirmar que es posible que existan otras maneras diferentes de consumir pornografía (lo cual, dicho sea de paso, no implica elementos extremos, sino tan solo el apego por posiciones diferentes, por contextos diversos, o tan solo por las categorías de edad de los actores o de las actrices, sin tener que caer en fantasías más turbias).

La pornografía se establece, entonces, en su doble vertiente de vender (porno) algo visual (grafía), de ser un producto que necesita acercarse al mercado e intentar ofrecer algo que el público necesita. Pero, en su elemento visual tiene que aumentar el valor de fantasía ya que el simple acto sexual podría resultar, de por sí, no bastante interesante como para poder convertirse en un producto necesario o tan solo deseado. Y es aquí, en el deseo, que se inserta el carácter de ficción del que hemos estado hablando. La película pornográfica (sobre todo la que tiene una historia) es efectivamente la concreción de un deseo del cual difícilmente podríamos deshacernos en la realidad de nuestra vida. La pornografía funciona como lienzo sobre el cual poder poner en marcha una serie de voluntades de goce que podrían ser frustradas en la vida diaria, lo cual implica, obviamente, un carácter de ficción, de irrealidad que aumenta la diferencia entre lo que vemos en la pantalla y lo que vivimos realmente. En otras palabras, la función de concreción de nuestros deseos no puede sino provocar un desfase más fuerte entre nuestro mundo y el mundo de la pantalla, exactamente como vemos en el cine de carácter “aceptable”. No es, en otras palabras, el acto sexual lo que nos puede perturbar (o tan solo lo que buscamos), sino el hecho de que se nos presente así fácilmente. Lo que normalmente está prohibido desde un punto de vista cultural, o sea la intromisión en la vida sexual privada, se convierte en una posibilidad.

Sin embargo, la pornografía en cuanto producto audiovisual intenta a veces conectarse con el carácter más bien erótico de la sexualidad, o sea atar los elementos de sexualidad explícita con los de sexualidad implícita. Si la arquitectura de un discurso pornográfico tiene como punto de llegada el goce del espectador, reproducido en la pantalla por el goce de los actores y de las actrices, el elemento que lleva a este objetivo tiene que ser la toma de conciencia del valor artístico del producto. Se entiende aquí con la palabra “artístico” el concepto de artificialidad que se reproduce en la imagen audiovisual; en palabras más llanas, cualquier tipo de producto pornográfico necesita un ojo capaz de reproducir el movimiento del voyeur. El director tiene que saber cómo moverse, cómo estructurar las fases, y hasta en los videos con casi ningún presupuesto (cámara fija, luz horrible) se reverbera el carácter de intromisión en lo privado, lo cual aumenta a veces el carácter de goce: la disminución del elemento ficticio aumenta la idea (ella también ficticia) de estar presenciando un acto “real”.

Bazin hablaba de la característica de obscenidad, de tabú, en la reproducción de la muerte real de un torero. Nosotros mismos, en nuestra mayoría, nos sentiríamos verdaderos voyeurs si tuviéramos que presenciar un acto sexual privado. La pornografía, en cuanto producto audiovisual ficticio, con actores y actrices, nos permite cruzar el límite de lo aceptable desde un punto de vista social, y en el juego de la venta (y de la demanda), nos encontramos en un contexto en el cual lo normalmente ilícito se vuelve lícito. El deseo ya no es algo que tenemos que reprimir o al que tenemos miedo (del que muchas veces no hablamos, respetuosos de nuestra privacidad o, quizás, por temor al juicio de los otros), sino que se presenta como elemento/producto en un contexto performativo en el cual se juega con el concepto mismo de realidad: lo que vemos es a la misma vez falso y real, ya que el acto que se desarrolla es exactamente el acto de por sí, lo que anhelamos, pero la estructura es irreal, es la performance de unos especialistas.

Es quizás por este motivo que la introducción de elementos que definimos pornográficos en el cine que consideramos “aceptable” puede provocar una serie de desfases de categorización. La escena sexual explícita en Brown Bunny (o las también obscenas, si bien no completamente pornográficas, de algunas obras de Pasolini) nos lleva a preguntarnos si aquellas imágenes forman o no parte de un producto artístico. Y esto, obviamente, nos lleva a otra consideración: ¿tiene el cine pornográfico algo de artístico? Encontrar una respuesta implica analizar el significado mismo de arte y de ficción, y reconocer cómo el arte puede situarse en diferentes niveles. Hay que hablar de arte, entonces, y de Arte, el de los grandes productos; y, sin embargo, hay que reconocer que todo puede ser arte si nuestra posición se establece en las reglas del juego, en el carácter ficticio, irreal, y al mismo tiempo de goce de las imágenes, de lo que se nos cuenta. Un análisis, este, que se conecta con las lecturas hedonistas y que nos lleva a otra pregunta, a la que resulta más difícil darle una respuesta: si la pornografía puede ser cine, ¿puede el cine convertirse en pornografía?

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