Investigamos 

El cielo sobre Berlín. El muro en medio.

Cuando el niño era niño,
no sabía que era niño,
para él todo estaba animado,
y todas las almas eran una.
Peter Handke

No habrá existido otro escenario que retrate mejor lo partido que se encontraba el mundo, que Berlín en los años del muro. Ni tampoco habrá ya un mejor retratista.

Wim Wenders filmó esta ciudad cuando todavía era la única capital del mundo que se dividía entre países distintos. Ubicó la cámara en el preciso momento y lugar en que la historia ocurría. Y nos dejó la memoria de un contexto que —a beneficio nuestro— no tardó mucho en desaparecer. Es algo que comenta el mismo director: la caída del muro cambió tanto y tan pronto a Berlín, que del escenario filmado solo quedaron las imágenes archivadas en sus cintas. Sin embargo, documentar el hecho como tal no formaba parte de su objetivo, y eso en la película lo notamos desde el inicio. Muy lejos de un calco histórico, y más que una simple representación fidedigna, existe en el film la expresión del espíritu de una época, expuesta desde una mirada que no hace otra cosa que favorecer al retrato.

En El cielo sobre Berlín (1987) Wenders no solo nos pintó al auténtico muro en pantalla, sino que también nos incitó a derribarlo. Permitiendo que, años previos a su caída, el cine ya pudiera vivir algo parecido.

Cuando el niño era niño, imaginaba claramente un paraíso y ahora apenas puede intuirlo.

Una cámara levita por la ciudad a la par que lo hacen los ángeles que habitan en ella. Las imágenes del film nos cuentan que Berlín está repleta de seres celestiales y que estos se encuentran ahí para acompañar y apoyar la mano en el hombro humano, aunque ningún ciudadano pueda percibir su presencia e incluso si toda acción resulte inútil para generar algún cambio. Pues uno de los tantos límites que posee un espíritu es justamente el de no poder intervenir la realidad que le es impalpable. Ellos eternamente la miran sin poder hacer nada al respecto, eternamente los escuchan, pero no pueden obsequiar un abrazo, dar un consejo, ni mucho menos evitar un suicidio (como alguno que termina ocurriendo en el film).

Estas imágenes en blanco y negro son las que pintan el ambiente gris de la época y retratan la división como un tema que no se reduce a lo geográfico. En Berlín hay muchos más muros que el de concreto porque ya cada ciudadano levantó el suyo. Todos se sienten solos, todos se encuentran completamente ensimismados, padeciendo en conjunto del wall desease (“un muro que se levanta en tu pueblo, también se levanta en tu mente”). Vemos a personas, una al lado de otra, en el metro, pero ninguna se dirige la mirada. Vemos a miembros de familia juntos, pero estos se dan la espalda. Y cuando oímos sus pensamientos —a través de voces en off— sabemos que ninguno está presente en ese encuentro, pues la mente siempre la tienen en otra parte, donde la angustia y las preocupaciones los sumergen.

Así nos adentramos a un contexto tan partido y repartido, que hasta el lenguaje se divide para representar dimensiones distintas. Aunque este tono decadente no es el que persiste ni, mucho menos, el que caracteriza al film, ya que la historia se narra a partir de un ángel —Damiel— quien, cansado de vivir en plenitud, está dispuesto a cambiar toda la eternidad celestial por volverse humano.  No necesito tener un hijo ni plantar un árbol —le dice a su compañero Cassiel— pero sería tan lindo volver a casa cansado y alimentar al gato. Tener fiebre y sentir el peso del cuerpo. Mentir… Mentir sin vergüenza. El protagonista va contradiciendo todo deseo humano de perfección y conocimiento pleno, al demostrar que sus atributos celestiales no hacen otra cosa que volver monocromática su existencia. Pues no hay vida más tediosa que una eterna e imperturbable.

La historia, entonces, inicia así, a contramano, tratando de comunicar a la humanidad —tan harta de sí misma— que todavía hay alguien que desea formar parte de ella. Y para representarlo, la ausencia del color se vuelve fundamental, porque, además de su aporte estético y expresivo (el monótono tinte a la vida berlinesa) el blanco y negro remarca la condición del punto de vista. La dimensión de los ángeles es acromática porque esa es una de sus carencias, ellos no conocen el color, ni el sabor, ni la música. Pero es tal la curiosidad de Damiel al respecto, que —a través de varias analogías— se lo va comparando a un niño en pleno periodo de asombro y encanto con el mundo. Como si en contrapartida Berlín haya perdido su infancia, porque todo allí pasó a ser visto en un plano ordinario. No hay nada más que los sorprenda —Alemania ya vio y vivió suficiente—, solo quedan heridas que no cierran, de un pasado que no se olvida, y este muro que constantemente les recuerda.

La memoria vuelve a la pantalla constantemente, a veces se impone con flashbacks o entre fragmentos de Historia comentados Cassiel y el anciano a quien este siempre está siguiendo. Berlín no será la misma ya, se escucha decir en cierta escena. Mientras Damiel, por su parte —mucho menos partidario de atestiguar estos decaimientos— dedica su tiempo a frecuentar espacios distintos. Lo vemos intercambiando miradas con niños —porque son estos los únicos que pueden verlo— o deteniéndose a nombrar cosas que considera o imagina extraordinarias: la nervadura de las hojas, los colores de las piedras, las primeras gotas de lluvia, el pan y el vino… Damiel es quien concurre a escenarios como el del circo y su amigo Cassiel quien se caracteriza por diferencia. Pero es en conjunto que ambos cumplen la tarea de ofrecernos miradas distintas sobre un mismo panorama: una sobria y adulta, la otra infante y apasionada.

Esto lo vemos reflejado perfectamente a la mitad de la película, cuando la historia está a punto de cambiar. En la escena, ambos ángeles están observando el rodaje de un film bélico donde vemos que se replican combates de guerra como una de estas reconstrucciones fidedignas de la memoria (que, en el fondo, todos desearíamos olvidar). Y como es tan gris el entorno de este set, mientras Cassiel lo observa, Damiel se acerca a interrumpir con la línea más importante del film. Dejame mostrarte algo más. Como si del plano general de Berlín —de su realidad— ya tuvimos suficiente, y ahora tenemos la necesidad de acercarnos a algo distinto. Con eso, la invitación de Damiel no difiere en absoluto a la propuesta de Wenders, cuando, en vez de representarnos otro simulacro histórico enfocado en lo agobiante de la situación, utiliza toda la poesía que le permite el cine para ofrecernos una salida que, a pesar de ficticia, nos alivia.

Cuando el niño era niño, tiraba una vara contra un árbol, y ésta aún sigue ahí, vibrando.

Damiel termina llevando a su amigo al circo. Dejándonos en claro que, para él, ese «algo más» bonito de la realidad, se encuentra en el personaje de Marion, la trapecista del elenco.  Lo notamos desde el primer momento en que este la ve subida al trapecio, coincidentemente, vestida de un ángel. En la escena, la cámara se posa en las alturas —desde el lugar en que él observa— y la toma a ella en picado mientras nos deleita con sus acrobacias. Ya de por sí la imagen gusta, debido a la estética de un lenguaje que en toda la película se destaca. Pero lo verdaderamente impactante en la escena es la interrupción de un plano que, desde el ángulo opuesto, suspende por diez segundos el blanco y negro del film. Pues la idea es hermosa: es ella quien trae el color a esta historia, y es Damiel quien, realmente, siente la gracia de ver un ángel por primera vez.

Tanta fuerza tiene este impacto —y tan bonito es el primer punto de vista humano— que, por un lado, nos recuerda lo verdaderamente limitada que está la percepción de Damiel. Y por el otro, nos trae a consciencia que, pese a la carencia del personaje —él no puede ver este fragmento pintado— nosotros sí podemos empezar a percibir lo que este ve. Porque un sentimiento ocurre en simultáneo cuando, por primera vez, tanto protagonista como espectadores experimentamos algo distinto a todo lo que veníamos viendo. De cierta forma lo entendemos, es esto lo que significa Marion para Damiel.

Desde la aparición del trapecio y el color en el circo, la película nos va mostrando cómo su trapecista encarna la idea del ser único para este ángel, a partir de ángulos que la terminan tomando desde un contrapicado —o a veces un completo nadir— dejando su figura en el centro y por encima de todo lo que visualizamos. Pero, sobre todo, se refleja en la historia que nos presenta a Marion e inmediatamente después nos recuerda que todos estos ángeles existen incluso previo a la creación. El mundo no estaba y ellos sí.  Es decir que, habiendo visto todo lo que hubo y hay sobre la tierra —desde sus inicios— Damiel termina asombrado por la curva de este cuello en particular, y habiendo escuchado todos los pensamientos humanos, le terminan atrayendo los suyos; se conmueve con la soledad de Marion y le seducen sus intensas ganas de sentirse amada.

Es por eso que este ángel deja de actuar como tal, para cometer el menos racional pero más humano de los actos. Damiel se enamora y entrega sus alas por Marion.

La película usa ya el color definitivo cuando el ángel atraviesa la dimensión que lo separa de su amada y toda la historia cambia. No hablamos más de divisiones, porque el resto se centra en contar sobre su esperado encuentro con Marion. Pero antes de ese final —en todo lo que queda en medio— tenemos el placer de ver a Damiel en sus primeras impresiones humanas Y el regalo de Wenders, me parece que es ese. Porque detrás de la pantalla, también nosotros experimentamos el mundo nuevamente. No hay cosa que no maraville a este nuevo mortal, como sí hay muchas de las que nosotros ya ni nos dábamos cuenta. Damiel, sin embargo, despierta en el suelo con una herida en la cabeza y conoce la sangre que ahora circula en su cuerpo —¿Cuando nos detenemos nosotros a pensar en cosas como estas?—. Él se toca, la mira, percibe el color rojo por primera vez y lleva la mano a la boca para descubrir el sabor. Por fin siente lo que es estar vivo y, por sobre todo —con la totalidad de esta película— nos lo recuerda.

Es por eso que siempre me gustó creer que el espectador berlinés de la época, habrá sentido el mayor de los consuelos. Porque incluso hasta hoy, con este film, ese alivio se continúa sintiendo.

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