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El hombre ante sí mismo

El nacimiento del hombre de las estrellas

Siempre he considerado el cine de ciencia ficción como el perfecto laboratorio del comportamiento humano. La posibilidad de retratar lugares y tiempos a veces inexistentes, a veces solo sospechados en teorías, abre infinitas posibilidades de personajes y situaciones, que una vez plantados, el buen cineasta echa a andar para explorar los desenlaces y la evolución de sus historias, además de encender las mechas que detonarán en reflexiones de gran trascendencia en el espectador. La exploración espacial, tan socorrida en la ciencia ficción, plantea para algunos autores la gran pregunta sobre el lugar del hombre como especie en el universo y, si acaso existiera, la posibilidad de trascender y el significado de la evolución, tal como lo presenta Stanley Kubrick en 2001, Odisea del espacio (1968), en su icónica secuencia de apertura.

La escena de los simios resulta absolutamente genial desde toda óptica. Sin dejar de lado la ciencia y el conocimiento del desarrollo evolutivo humano, y partiendo de una secuencia biológicamente lógica, Kubrick planta en la forma de un monolito, a la vez hermoso y aterrador, la presencia de la inteligencia superior sin dar más explicaciones, pero al mismo tiempo, sin dejar espacio a la duda. El comportamiento de competencia territorial de los primates es el punto de partida, en un primer plano y con una escasa profundidad de campo, se ubican como protagonistas en un plantea desolado y hostil que se desdibuja en el fondo. Uno de ellos explora los restos óseos de algún animal, al principio indiferente y distraído, pero después manifiesta la marca de la evolución cerebral: la intencionalidad. Previo a este minúsculo pero significativo evento, Kubrick regala un brevísimo pero claro plano paralelo del monolito que observa y atestigua el nacimiento de la raza humana. La banda sonora con el clímax de Así habló Zaratustra, de Strauss, refuerza la actitud cada vez más humana del simio, que, en su agresiva elaboración intencional, obtiene la ventaja sobre los tapires, que, en planos paralelos, vemos caer, sobrepasados por la recién estrenada inteligencia del ingenioso nuevo hombre. Los planos, que en cámara lenta encuadran académicamente a cada personaje, revelan una secuencia de eventos que remota a un pasado lejano, pero posible.

Esta escena, envuelta en un mudo dramatismo, le otorga redondez y peso a todo el filme. Desde una estética donde conviven el futuro y el pasado, la absoluta y vacía negrura y la solidez estoica del monolito contrastan con el dinamismo del primate, que se va emocionando y salta agitado, conforme va descubriendo el potencial que guarda como herramienta el objeto que antes yacía inútilmente inerte. Es el principio del ser humano, misma especie, que acorde con lo que describió Arthur C Clarke ,en su cuento El Centinela, de 1948, llegará también a su fin por medio del mítico monolito, para dar paso a una nueva etapa de evolución y trascendencia.

 

Yo soy tu padre

El giro de tuerca será siempre una herramienta fundamental de cualquier guion, que, si bien puede usarse para mantener o refrescar la atención del espectador, también puede insertarse como un ingenioso recordatorio de la incertidumbre de la vida cotidiana. Siempre habrá escenas que cambien el curso de la película o de los sentimientos hacia los personajes de la obra, pero pocos de tanta trascendencia como la revelación de la paternidad de Darth Vader a Luke Skywlaker, hacia el final de la secuela de Star Wars, El imperio contraataca (1980).

Siguiendo los mitológicos principios planteados por Campbell en El camino del héroe, el recién descubierto como portador de una misión salvadora y poseedor de la fuerza, Luke, logra confrontar al depositario de la fuerza oscura y eje central de la destrucción, Darth Vader. La lucha de sables de luz se ha intensificado, es evidente que Luke es más débil, menos experimentado y, algo fundamental, menos malicioso; él no busca su victoria personal, sino que se siente representante del bien, tal como lo describió Campbell. Pero al final del camino, cada golpe y contragolpe los ha llevado hasta el puente sobre el precipicio, donde no hay escape. Luke se arrastra y busca desde su espíritu la última gota de energía, pero es inútil, Vader entrega una final estocada y cercena la mano del chico que pierde no solo su arma, sino cualquier posibilidad de victoria.

La escena de la revelación constituye el eje sobre el que se sostiene prácticamente toda la saga. Desde su contenido, pone sobre la mesa el gran dilema que estará presenta en toda obra, aquel que resulta de la posibilidad de coexistencia del bien y el mal en cada ser, la lucha interna que se gana cada día y en cada momento, y la posibilidad de cambiar el curso de la historia para dirigirlo hacia el bien. En el momento en que Vader hace la revelación sobre su paternidad, Luke pierde cualquier posibilidad de albergar en sí la venganza como móvil de la misión, al mismo tiempo que surge la nueva responsabilidad de rescatar aquello de luz que haya quedado bajo el traje negro. Vader revela ser su padre con una serie de líneas que expone, de una forma tranquila y hasta cariñosa, quizás albergando la esperanza de poder continuar juntos por el lado oscuro.

En su estructura, la escena de la revelación pone en pantalla todos los elementos para convertirla en inolvidable, el juego de plano-contraplano entre Vader y Luke, los encuadres de planos medios colocan a este último en un contrapicado que delata la desventaja y luego dan más tiempo en pantalla al joven Luke, lo que refuerza la sensación de conflicto interior. Desde la butaca vemos la cara de un Luke afectado, mientras escuchamos a Vader invitándolo a gobernar la galaxia, es clara la enorme importancia que pone el autor en la respuesta de Luke frente al remolino de eventos que ocurren en su interior, mientras que el viento que mantiene la ciudad a flote azota la cara del agobiado muchacho, que parece envejecer en cada nuevo encuadre. El diálogo se torna paternal, familiar, lo que antes fueron injurias lanzadas entre enemigos, ahora se convierten en una conversación entre un padre y su hijo adolescente. Vader parece querer convencerlo con la icónica postura de la mano extendida.

La escena de la revelación hace patente la épica batalla entre el bien y el mal. Por un lado, de negro, el personaje que encarna la maldad, mostrando violencia y opresión, desarma y somete, mientras que por el otro lado, la luz, que aun dentro la peor opresión no se doblega. La lección Jedi es clara, no ceder a la violencia exterior ni interior. La resolución de la escena es sobrecogedora, Luke se deja caer al vacío, mientras su padre ve como pierde a un posible aprendiz para encontrar la solución al lado oscuro y al emperador, pero, sobre todo, la mirada detrás de la máscara deja ver a Vader asistiendo a la caída de su hijo.

 

Como lágrimas en la lluvia

Ante el auge de la inteligencia artificial y la cada vez más indetectable y ubicua presencia de los robots en la vida cotidiana, surge la pregunta acerca de si los robots llegarán a desarrollar una idea de trascendencia e identidad. Phillip K. Dick plantea la cuestión en su novela de 1968, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?  En ella, los androides buscan el sentido de sus vidas en el camino por conocer su fecha de inactivación, es decir una especie de camino en la búsqueda del sentido de la vida frente a la muerte. La posibilidad de que el androide se cuestione acerca de su propia muerte funciona en la famosa novela y, de manera particularmente notable, en la película Blade Runner (1982), de Ridley Scott, como una especie de espejo, en donde el ser humano abre los ojos ante la posibilidad de la muerte y el sentido de la vida.

En una de las últimas secuencias, Deckard, encargado de “retirar” a los androides rebeldes, ha perseguido en una lucha a muerte a Roy, el más fuerte de los robots, hasta la azotea de un edificio, allí queda suspendido y justo antes de caer al precipicio, el androide lo toma de la muñeca y lo pone a salvo. El otrora policía agresivo, que intentara acabar con la existencia del androide, queda tendido, atónito e indefenso, está herido y se sabe derrotado, ha quedado desarmado con un simple gesto. En esta maravillosa e inolvidable escena, Ridley Scott ha conseguido mostrar que un movimiento de paz puede ser más poderoso que cualquier arma futurista.

Esta escena encierra, en unos cuantos minutos, la eterna incógnita del ser humano, el sentido de la vida frente a la muerte inminente. En los ojos del robot, el genial cineasta ha puesto la imposible exploración de lo desconocido y la futilidad de todo lo vivido, la cuestión sobre aquello que ha valido la pena y la evidente insensatez de que la muerte deje todo en el olvido. En una extraordinariamente montada secuencia de plano-contra plano, ambos personajes, encuadrados en medio de la lluvia, con planos medios, dejan ver esos hombros caídos bajo la cansada expresión de quien ha llegado al final de la carrera sin saber por qué. La paleta de colores es triste y refuerza el carácter fúnebre de los últimos minutos, y la banda sonora de Vangelis le otorga una sensación de futurista profundidad que enmarca el eterno monólogo del sabio frente a la muerte.

Las palabras de Roy son el reflejo de una sensibilidad ante la vida, cosa inesperada en un robot. Deckard queda abatido más por la densa humanidad contenida en el androide que por los golpes que le ha propinado. Esta escena es la marca de toda la obra, encontrar lo innecesario al buscar una razón cuando se ha tenido es una vida plena, una fuerte lección para el ser humano desde el cerebro de la inteligencia artificial, una lección de vida ante la muerte que jamás debería perderse… como lágrimas en la lluvia.

 

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