A fondo 

El Eternauta, la historia inagotable

El Eternauta es una de mis historias que recuerdo con más placer. El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe “en grupo”, nunca el héroe individual, el héroe solo.

Héctor G. Oesterheld, en el prólogo a El Eternauta 

 

“Las brújulas están bien; es el mundo lo que se rompió”. En esta acertada línea del guion de El Eternauta queda plasmada la esencia de todo cuento postapocalíptico: el estupor de la gente corriente cuando las reglas –las sociales o las de la Física– que hacen que la vida sea algo predecible se desbaratan como un reloj destripado. ¿Qué queda entonces de nuestros valores? ¿Cómo sería que, de pronto, todas nuestras decisiones fuesen a vida o muerte? Si salgo a la calle a buscar a mi hija ¿moriré? ¿o moriré si entro en ese farmacia a buscar los medicamentos sin los cuales morirás tú? Como cuento postapocalíptico El Eternauta logra integrarnos muy bien en ese grupo de amigos que se juntan para jugar al truco y a los que una invasión alienígena hace elevar las apuestas hasta que lo que se juegan es la propia vida. 

Pero el camino ha sido largo y El Eternauta  tiene una historia que hace complicado valorarla como lo que es: una serie de género comercializada por Netflix y con una estrella (Ricardo Darín) como protagonista. La historieta (como se dice en Argentina y se decía en España antes de “cómic”) es un texto generacional de una importancia que trasciende a la propia obra. Tuvo varias secuelas y desarrollos posteriores y tanto la evolución ideológica de Oesterheld como la involución del país hacia una dictadura atroz fueron añadiendo capas a su significado. El trágico asesinato del autor y de sus cuatro hijas hace que algunas de las ideas del texto, como la resistencia organizada ante la opresión y el heroísmo colectivo, adquieran un valor histórico. Tengo la suerte de tener buenos amigos argentinos y uno de ellos me regaló hace años la edición del 2000 de El Eternauta con los dibujos de Francisco Solano. Me lo entregó como se entrega algo muy valioso; tardé tiempo en entender por qué aquello no era un cómic cualquiera.

Las dificultades para una adaptación cinematográfica eran muchas. Se trata de un estilo de cómic peculiar, con mucho texto y con un dibujo austero que dejaba mucho lugar a la imaginación, como si se tratase  en realidad de una pauta para que cada lector imaginase la historia. El resultado es que hay tantos Eternautas como lectores y era imposible representar todo ese universo tantas veces  imaginado. Otra dificultad era puramente técnica: una obra de ciencia ficción como esta era carísima de llevar a la pantalla de forma digna antes de la imagen digital. Además, las reelaboraciones del texto original, la propia evolución de Oesterheld, la dimensión política e identitaria que fue ganando la historia generaban unas expectativas inasumibles. Los herederos de Oesterheld tampoco estaban dispuestos a ceder los derechos y el control sobre la obra fácilmente. Por otro lado El Eternauta la historieta nace en un mundo —el de 1957— donde la gente escuchaba la radio y los que tenían televisión la veían en blanco y negro. El término “postapocalíptico” ni siquiera se utilizaba y con la excepción de la obra de H. G. Wells (La vida futura, William Cameron Menzies, 1936) pocos autores habían estudiado sus posibilidades. El Eternauta la serie nace en un mundo de consumo masivo de imágenes, algunas de ellas derivadas de juegos de ordenador con abrumadoras cascadas de imágenes, un mundo en el que la ciencia ficción postapocalíptica es un tema recurrente y al que es difícil aportar algo nuevo; al mismo tiempo que Netflix estrena El Eternauta, por ejemplo,  MAX/HBO estrena la segunda temporada de The  Last of Us, una serie con la que es difícil competir y que paradójicamente se alimenta de los cambios en la narrativa fantástica que El Eternauta de Oesterheld contribuyó a crear.

Quizá por todo ello los intentos previos de adaptación del cómic, primero por Adolfo Aristarain y después por Lucrecia Martel, quedaron en nada. Bruno Stagnaro, director de  Pizza, birra, faso  (1997) y Un gallo para Esculapio (2017) por citar solo dos de sus obras más representativas, con el apoyo de Netflix por fin lo ha logrado y el resultado es muy interesante sin ser revolucionario. Pero ¿por qué habría de serlo? El propio Stagnaro se define como más artesano que artista. Es muy clarificador cómo explica sus esfuerzos por ser fiel al espíritu de la historia original y, al mismo tiempo, ser coherente con los requisitos del género y su dimensión de entretenimiento.

No es especialmente innovadora, no marcará un antes y un después como sí ocurrió con su referente en papel, pero la serie tiene momentos brillantes, de pura inspiración. Como esos cadáveres, congelados en poses cotidianas, con chanclas y shorts de verano, cubiertos por la nieve letal y que hacen pensar en los muertos de Pompeya. Juan Salvo —en su primera salida al exterior— pasa junto a un cadáver que aún sostiene una pancarta en la que puede leerse “queremos luz”. La banda sonora no es invasiva; aunque los autores, fieles al género, no han querido renunciar a cierta épica sonora, nos dan el respiro de escuchar el silencio o el viento en la ciudad moribunda, nada que ver con la grandilocuencia orquestal de las series de Star Wars; y otras veces nos toman por sorpresa con temas como Jugo de tomate convertido en himno guerrero. La combinación de imagen analógica y digital (esta mediante el sistema Unreal) muy trabajada, deja un acabado  muy convincente en las escenas de acción y del paisaje urbano. Otro acierto es que la serie nunca renuncia a su argentinidad. Los giros de lenguaje, la forma de hablarse los amigos, los barrios, hasta la publicidad. Y en sintonía con eso Stagnaro y el guionista Ariel Staltari (que también actúa en el papel de Omar) nunca pierden un punto de vista a ras de tierra; por más grande que sea lo que ocurre se mantiene la perspectiva de lo pequeño. Imagino que será un desafío difícil mantener todo eso en la segunda temporada, cuando la acción imponga sus exigencias y la historia entre en una nueva fase que será más épica. Stagnaro ha agradecido la libertad de creación que les ha dado Netflix hasta ahora y esa libertad se siente en esta primera temporada. ¿Se sentirá en la segunda?

Un aspecto que me ha hecho pensar mucho es que es posible que la serie no haga honor a su idea clave del héroe colectivo al estar muy centrada en el personaje que interpreta Darín y eso no deja de ser una concesión a un modelo comercial. La elección es un acierto porque él hace, como siempre, un gran trabajo; pero la serie es él; rodeado por un buen equipo de secundarios, sí, pero que nunca dejan de serlo. Por otro lado Darín funciona a la perfección al encarnar al héroe que no quiere serlo pero al que las circunstancias y quizá una capacidad instintiva para el liderazgo arrastran a ese papel. Entra así en esa dimensión tan fructífera de la narrativa que son los héroes reticentes; personajes con los que podemos empatizar precisamente porque son como nosotros, solo quieren llevar una vida tranquila pero el destino, que es implacable, o el azar, que también lo es, o los otros, que reconocen al líder potencial que ellos no pueden ser, lo sacan a su pesar de las sombras y lo colocan en el centro de la historia. La lista es muy larga: Ulises se convierte en héroe en una guerra a la que nunca quiso ir y la historia a la que llamamos Odisea es la de su vuelta a casa para estar con su mujer; en El Eternauta, Juan Salvo también es superviviente de una guerra que querría olvidar —Malvinas— y si es el primero en enfrentarse a la nieve letal no es por heroísmo sino porque quiere encontrar a su hija; Martín Fierro es enrolado a su pesar para luchar en la frontera y trata de escapar siempre que puede, por eso Borges veía en él una ambigüedad moral que lo alejaba del héroe clásico y que le desconcertaba y le fascinaba a partes iguales; Bilbo Baggins de El señor de los anillos; Will Kane, inolvidablemente interpretado por Gary Cooper en Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952), lo primero que hace es intentar irse del pueblo junto a su esposa. O el Hans Solo de Harrison Ford en La Guerra de las Galaxias (George Lucas, 1977) quien al principio solo quiere continuar con sus trapicheos mientras el Imperio se apodera de la Galaxia. La reticencia del héroe a su destino heroico se origina en algo tan simple como el egoísmo, o en el apego a la familia, o en un pasado trágico y precisamente por esos motivos tan humanos estos personajes tienen una densidad que no tienen otros héroes arquetípicos.  Nos reconocemos en sus dudas, en el fastidio de tener que volver a salir a la intemperie, pero también en el secreto deseo de hacerlo. El Juan Salvo de Ricardo Darín se une así a esa estirpe de héroes que solo esperan poder dejar de serlo. El personaje es un acierto aunque reste al conjunto fuerza coral.

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