Críticas

El abogado del diablo

El caso Villa Caprice

Villa Caprice. Bernard Stora. Francia, 2021.

El caso Villa Caprice (Villa Caprice, Francia, 2020) es un relato sobre la mezquindad, la soberbia, el cinismo y la maldad. Se podrían añadir más vocablos y adjetivos que definen el tono y las intenciones de esta película algo perversa. Habla de la desfachatez e inmoralidad del ser humano. Voy a ceñirme al escalón social en el que se desenvuelve el contexto argumental de esta producción. La acción está ubicada y se desarrolla en las altas esferas empresariales. El personaje principal que representa a este gremio o sector es un potente industrial, Gilles Fontaine (Patrick Brüel), propietario de una enorme mansión, cuyo nombre da título a la película, situada en un emplazamiento costero hermoso y privilegiado. Es dueño también de un jet privado, de un helicóptero, un yate último modelo y, en sus conversaciones, presume de tener esparcidas por el mercado global un montón de sociedades atendidas por más de ochenta mil trabajadores.

La ostentación y el glamur que representa coquetea al lado de sus contactos y vinculación con la política local. Amigo del alcalde y gracias a la amistad que le une, consiguió a un precio ventajoso la fortaleza en la que vive, arrebatándosela a unos clientes británicos que habían puesto en la mesa del ayuntamiento una oferta económica muy generosa superior al montante satisfecho por el empoderado ejecutivo. Su contribución como mecenas a la campaña política es delito siempre y cuando se sepa. Si los medios de comunicación lo ignoran, el apoyo no trasciende y los implicados no se ven dañados por el cuarto poder.

¿Cuál es el error o el fallo que Gilles Fontaine comete? Muy sencillo. Su colega, el regidor municipal, abandona a su esposa, se marcha de casa y se lía con una mujer mucho más joven que él. Un hecho trivial, hoy en día. Pero la cónyuge, traicionada, ha decidido, como vulgarmente se dice, tirar de la manta. ¿Y qué revela la despechada señora? Chismorreos de mucha artillería que escuece e inflama a la opinión pública. A saber, chanchullos y tráfico de influencias. Gravedad absoluta. Un juez cita a Gilles a declarar para instruir el caso. Para evitar males mayores y conseguir una rápida solución satisfactoria, el empresario acorralado que mantiene su estatus con gallardía contrata al mejor abogado de Francia, Luc Germon (Niels Arestrup).

Luc Germon es abogado inteligente, sereno, perspicaz, experimentado y de un prestigio consolidado y consensuado. El actor francés lo encarna de manera tranquila y humilde. Aporta, al principio, algo de arrogancia y una pizca de altanería (hace esperar a Gilles en su primera cita). Parece un choque de trenes con aliento shakesperiano. La supremacía y el poder laten y cada cual presenta armas.

Sin embargo, pronto la atención recae en Luc Germon, eje del guion. Su fatuidad ha sido un gesto falso de chulería. Pronto vemos su verdadera estampa bajo la franca y honesta encarnación de Niels Arestrup que transmite, enseguida, su capa más humilde y noble. Aquí el filme es diáfano y acuña un personaje de un profundo humanismo, aunque en el plano laboral utilice otros protocolos cuestionables. Hombre solitario, melómano, culto y avispado. Presume de su origen callejero y  cuida y convive, en zonas diferentes de su enorme apartamento parisino, de su cascarrabias y anciano padre, interpretado con chispa e ironía por ese gran actor francés que es Michel Bouquet.

Por su lado, Gilles es un empresario engreído, hecho a sí mismo partiendo de cero después de ver hundirse los negocios de su progenitor. Ídolo de los periódicos financieros. Sin embargo ha cometido un desliz hoy en día detestable, la prevaricación y la financiación ilegal de campañas electorales. Es un héroe intocable. Esta teoría me recuerda, salvando las distancias, la metedura de pata de uno de los grandes triunfadores de la era posmoderna retratado con descaro e ironía por el escritor, Tom Wolfe, en la severa crónica La hoguera de las vanidades. Me estoy refiriendo al pomposo triunfalismo del ejecutivo de inversiones Sherman McCoy (Tom Hanks), burlonamente considerado el amo del universo. El astro del mercado de valores tiene un descuido mientras conduce su flamante coche, acompañado por su amante (Melanie Griffith), por la circunvalación de Nueva York y gira en una salida equivocada e irrumpe en una zona degradada por la marginación, atropella a un infortunado chaval de raza negra y se da a la fuga sin prestar auxilio. La versión cinematográfica la rodó Brian de Palma en un registro de sátira desbocada y, a mi juicio, algo desenfocada. El tema era que si la justicia se aplica con rigor, con la venda en los ojos, nadie, ni el más acaudalado e influyente ser instalado en la torre de los ambiciosos quedaría impune.

A Gilles le ocurre algo parecido. Para salvar su prestigio y evitar ser mancillado no hay nada como acudir a los servicios del mejor abogado. Pero en este templado, aunque con un filo soterrado, thriller judicial y psicológico, no importan tanto los desvelos del empresario por salir lo más indemne posible del atolladero como trazar las pautas del abogado, Luc Germon, que penetra en una espiral que lo engulle de manera inadvertida. Germon, y en este aspecto, la película es sutil y cínica, baja la guardia y queda abducido por el confort y la grandeza de un imperio. Empezando por el encanto que despliega la mujer de Gilles, Nancy Fontaine (Irène Jacob) y, sobre todo, por la amabilidad en el trato que recibe por parte del joven Jeremy (Paul Hamy), empleado y patrón del yate propiedad del empresario. Una relación que se asemeja, en la paridad de vejez/soledad, a la vivida/sufrida por el postrero entusiasmo de Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde) al descubrir la hermosura de Tadzio en Muerte en Venecia (1971), de Luchino Visconti.

El caso Villa Caprice es una pieza maquiavélica y despiadada. Ataca la bellaquería y la mezquindad de los conglomerados empresariales/financieros. Muestra, con una puesta en escena ortodoxa, la vileza y falta de escrúpulos de los prohombres que ensucian todo lo que no sea como ellos. La manipulación y la bajeza moral es su arte arropado por el dinero. La película de Vincent Stora, que fluye como una novela de buenos y malvados, es una ácida crónica sobre el engaño y el lado negro del poder. Sobre el vampirismo de las altas esferas que maquillan su depravación con una solvencia artera, que cuando te das cuenta te han chupado la sangre y te despojan de tu autoestima. Un filme construido a fuego lento, dejando un veneno que al principio parece un cuento celestial, pero que poco a poco va revelando un despreciable tejemaneje, en el cual si depones tu real actitud y firmeza, la coraza protectora se viene abajo y te dejan desnudo y humillado.

Tráiler:

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Ficha técnica:

El caso Villa Caprice (Villa Caprice),  Francia, 2021.

Dirección: Bernard Stora
Duración: 103 minutos
Guion: Pascale Robert-Diard, Bernard Stora
Producción: Coproducción Francia-Bélgica; JPG Films, Umedia, uFund
Fotografía: Thomas Hardmeier
Música: Vincent Stora
Reparto: Niels Arestrup, Patrick Bruel, Irène Jacob, Claude Perron, Michel Bouquet, Paul Hamy, Alaa Safi, Laurent Stocker

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