La viajera

En La viajera, el prolífico cineasta surcoreano Hong Sang-soo vuelve a desplegar su inconfundible estilo minimalista y contemplativo, esta vez con la presencia magnética de Isabelle Huppert como eje de la narración. No es la primera vez que la actriz francesa colabora con el director, pero aquí su participación adquiere un tono especialmente enigmático, incluso onírico.

Huppert interpreta a Iris, una mujer extranjera que deambula por Seúl ofreciendo clases de francés. Su método de enseñanza es tan improvisado como sus motivaciones: enseña frases sueltas, con una gestualidad más poética que pedagógica, sin una estructura clara. Su presencia resulta tan fascinante como desconcertante para los personajes que la rodean, que parecen atrapados en rutinas grises hasta que su aparición altera levemente la atmósfera.

La película sigue su trayecto errático a través de encuentros más o menos fortuitos con varios personajes, todos coreanos, que proyectan sobre ella preguntas, deseos y frustraciones. Hong filma con su habitual economía de recursos: cámara fija, planos largos, movimientos de zoom que interrumpen sutilmente la quietud, música escasa. Pero en ese despojo hay una profundidad que brota lentamente, como si cada escena fuera una pequeña meditación sobre el vacío y el sentido.

A diferencia de otras obras más introspectivas o abiertamente melancólicas del director, La viajera tiene momentos de humor leve, incluso de absurdo, que Huppert encarna con una notable soltura. Su personaje parece fuera del tiempo y del lugar, casi espectral, y sin embargo genera una extraña cercanía. La película nunca explica demasiado: no sabemos por qué Iris está allí, ni qué busca, ni cuánto tiempo piensa quedarse. Pero su figura se convierte en un espejo para los demás, en un catalizador silencioso de pequeñas revelaciones.

Uno de los aspectos más interesantes del film es su tratamiento del tiempo. Como en buena parte del cine de Hong, el tiempo no avanza de forma lineal ni se organiza en función de un conflicto a resolver. Más bien, se pliega, se detiene, se repite con variaciones mínimas. Las escenas parecen versiones ligeramente distintas de sí mismas: encuentros similares con personajes diferentes, frases que se repiten con entonaciones cambiantes, gestos que se duplican con leves modificaciones. En este sentido, la película encarna una temporalidad elíptica, donde el presente se superpone con el recuerdo, y el futuro parece no tener peso.

Iris no tiene pasado definido ni futuro visible. El tiempo en ella es puro presente: un presente dilatado, contemplativo, que se mide en silencios, en caminatas, en vasos de licor y cigarrillos compartidos. La duración de las escenas no responde a la acción, sino a los ritmos interiores de los personajes. Hong obliga al espectador a ralentizar su mirada, a dejarse llevar por esa temporalidad suspendida, donde nada parece urgente, pero todo es significativo.

La repetición —otro elemento clave del cine del director— funciona aquí como estructura y como tema. No se trata solo de gestos que se reiteran, sino de una búsqueda que insiste, de un deseo que vuelve, de una experiencia del tiempo que se construye desde lo cíclico. Como si el sentido no estuviera en avanzar, sino en volver a pasar por los mismos lugares con otra mirada.

La viajera no busca epifanías ni grandes revelaciones. Es una película modesta en su forma, pero profunda en su capacidad de sugerir. Huppert, con su presencia ambigua, encarna perfectamente esa mezcla de distancia y calidez, de extranjería y familiaridad. En su andar errante hay algo de actriz fuera de libreto, de figura que habita un mundo ajeno con una especie de lucidez abstracta. Y en ese extrañamiento, el cine de Hong encuentra una vez más su potencia: la de mostrarnos lo cotidiano como misterio, lo banal como poesía.