Críticas
El cuerpo como escudo
120 pulsaciones por minuto
Otros títulos: 120 latidos por minuto.
120 battements par minute. Robin Campillo. Francia, 2017.
Las luces de una discoteca parpadean al son de la música, los cuerpos, agradecidos, se mueven sensuales al compás, entre risas y miradas seductoras. De pronto, ni la música ni las personas importan, solo la luz cobra protagonismo, descompuesta en miles de copos de colores que se mueven en cámara lenta, convirtiéndose, como si fueran fagocitadas, en otras formas, no tan vistosas, que se van definiendo como bacterias. Así es como irrumpió el sida a finales de los 80.
Robin Campillo y Philippe Mangeot escribieron una historia basada en su propia experiencia como activistas de Act Up, una agrupación que nació 1987, con la intención de promover políticas que contribuyeran a salvar vidas, generalmente muy jóvenes, que, para esa fecha, el sida se llevaba compulsivamente. 120 pulsaciones por minuto habla de aquella década signada por la enfermedad y el miedo. Miedo al contagio, a morir, a ser discriminado, a perder a alguien querido, a amar… Junto al miedo, la necesidad de apurar las experiencias, la rabia, la solidaridad, el compromiso…
Mangeot habla de la estructura del guion, dividida en dos partes muy visibles. La primera, narrada con un estilo distante, da cuenta de las reuniones semanales de la agrupación en París, así como de las actividades que debían realizar. La cámara observa con cierta distancia a este colectivo variopinto, comprometido en la lucha. Las discusiones se centran en qué acciones llevar a cabo. Si deben ser sorpresivas y violentas para sacudir la conciencia social, como ingresar en las oficinas de un laboratorio para pintar con sangre falsa sus instalaciones. O si deben llamar la atención con pequeños grandes gestos, como conversar con los adolescentes en los colegios para que tomen precauciones. Todo ello, con la consiguiente preocupación de padres y docentes, que se debaten entre la alarma por ver transgredido el muro de seguridad que, creen, protege a sus hijos y la colaboración solidaria hacia estos jóvenes que no saben cómo alertar a ese mundo que los tiene como parias… En largos coloquios se desmadeja la discusión, ¿qué será lo más apropiado o efectivo, radicalizar la lucha o establecer una militancia más pacífica?
La segunda parte es más íntima, más individual. Y se configura a partir de una escena en una discoteca, después de la celebración de uno de los actos más osados de la organización. Allí transcurre la escena narrada al comienzo. Esa felicidad con que las chicas y chicos infectados o no, seropositivos o negativos, que componen la agrupación, festejan el éxito de su protesta. Todos ríen y bailan… todos son puntos de luz y felicidad, sin embargo, algo silencioso va infectándolos, restándoles días de vida.
La atención de Nathan, uno de los jóvenes que ha comenzado a participar en las reuniones, es capturada por la personalidad avasallante de Sean, durante las discusiones en Act Up. En la fiesta a la que concurren, se conocen más. Nos enteramos que Nathan es negativo, que Sean es seropositivo. Pero también, a través de las miradas, nos damos cuenta de que ya no volverán a separase. El miedo, otra vez, al rechazo, a la infección, a todo… menos a amarse. No es una historia romántica la que acaban de sellar. Es una historia de entrega, de pasión, de lucha, de vida… y de muerte.
La cámara se acerca a sus rostros, a sus cuerpos, registra cada gesto, cada mirada… Una luz naranja los envuelve. Hay espacio para el amor, pero un gran fantasma los cobija. La enfermedad es omnipresente.
En la primera parte, la cámara flota sobre el conjunto de los personajes, los sigue muy de cerca, se detiene en uno de ellos que dice algo que no escuchamos… el sonido está apagado, observamos al orador gesticular y a los participantes prestando atención. En la segunda, la cámara registra el juego seductor de Nathan y Sean. Los muestra a contraluz, pasea por sus cuerpos, y aquí el sonido está literalmente presente, porque hablan del sarcoma de Kaposi mientras hacen el amor.
En 120 pulsaciones por minuto hay cierto rigor en la recreación de las reuniones grupales. Logramos vislumbrar las preocupaciones de los jóvenes y sus diferentes puntos de vista. Pero, en algún momento, pasamos de simples espectadores a involucrarnos en la historia de estos seres que buscan jugarle una pulseada a la vida, sabiendo, desde un comienzo, que serán perdedores.
Se han filmado varias películas sobre el tema del sida. Pero hay dos que acuden a mi memoria en este momento, Los amigos de Peter (Kenneth Branagh, 1992), cuando la enfermedad debía ser tenida en secreto para no ahuyentar a los seres queridos, y Philadelphia (Jonathan Demme, 1993), un melodrama, donde uno de los integrantes de una pareja gay moría víctima de sida, con la dosis lacrimógena correspondiente. 120 pulsaciones por segundo está mucho más allá de cualquiera de las dos. Porque no muestra víctimas, sino guerreros que le hicieron frente a la enfermedad y que ayudaron a tomar conciencia para no darle la posibilidad de vencer. Claro, como en toda guerra, se cobró una gran cantidad de víctimas.
Robin Campillo y Philippe Mangeot han exorcizado sus fantasmas. Si bien utilizaron su pasado para recrear esta historia, en la que perdieron cantidad de amigos, han logrado sobrevivir y son un verdadero ejemplo de que también se puede vencer en una guerra sin cuartel, con armas desiguales, con apenas, que no es poco, una férrea voluntad de vivir.
Ficha técnica:
120 pulsaciones por minuto / 120 latidos por minuto (120 battements par minute), Francia, 2017.Dirección: Robin Campillo
Duración: 143 min. minutos
Guion: Robin Campillo, Philippe Mangeot
Fotografía: Jeanne Lapoirie
Reparto: Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Yves Heck, Arnaud Valois, Emmanuel Ménard, Antoine Reinartz, François Rabette