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La naranja mecánica o la fascinación por la ultraviolencia.

Rendir culto a alguien o a algo significa la admiración afectuosa, o el honor que se atribuye religiosamente a lo que se considera divino o sagrado. Ocupándonos de un asunto como el cine, la primera definición es la que se ajusta más a lo que estamos hablando, pero no tenemos que dejar de lado en nuestra sociedad actual la segunda acepción, que parece, poco a poco, ganar terreno en un mundo cuyos ídolos a homenajear ya no son de carácter religioso.

El cine como cualquier objeto cultural es susceptible de ser admirado, ya que trasciende a nuestra sociedad y a nosotros mismos. Nos conmueve y puede llegar a desbarajustar la moralidad impuesta, escandalizar y, en definitiva, suponer una experiencia vital. Algo así puede suceder con el filme que nos ocupa, La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Stanley Kubrick . Verla por primera es un acontecimiento que, a un gran porcentaje de espectadores, les supuso algo que recordarán para siempre. Desde la absoluta fascinación a la repugnancia, el primer visionado ha provocado de sentimientos individuales a respuestas colectivas, positivas y negativas. Rendir culto a una obra como esta es algo que sucede desde la fecha de su estreno y todas las generaciones, de una u otra forma, siguen manteniendo en un pedestal a esta obra de ciencia ficción.

A los catorce años la alquilé en un videoclub para verla en una sesión de cine entre amigos, todos habíamos oído hablar de ella, conocíamos los iconos visuales y, en definitiva, nos emocionaba estar ante algo  que, en cierta manera, había sido censurado. La naranja mecánica no envejece y mantiene intacto su impacto, aunque estemos en tiempos de pornografía visual.

La obra de Kubrick está basada en la novela del inglés Anthony Burgess, una distopía futurista en la que habita Alex, un joven sociópata que disfruta de sus noches de ultraviolencia, agrediendo física y sexualmente a ciudadanos aleatorios. Lidera una pandilla a los que llama drugos y antes de salir de cacería acuden a un bar para tomarse una dosis de Moloko o leche, como se denomina en el lenguaje empleado por los jóvenes: el nadsat, una fusión entre el ruso y el cockney inglés.

Alex es un carismático déspota que ama la música de Beethoven, en concreto su 9ª Sinfonía. Su habitación tiene la imagen de su ídolo, y tras una buena noche de fechorías, el joven escucha al viejo Ludwig Van, que le rememora imágenes de violencia, provocándole un glorioso placer. Tras numerosas faltas de respeto y su comportamiento de tirano hacia sus compañeros, estos le tienden una trampa y finalmente acaba detenido. Alex se somete a un programa de condicionamiento clásico, denominado Ludovico, que enfrenta al joven a imágenes de ultraviolencia junto a la 9ª Sinfonía para acabar por causarle rechazo. Cuando se reintegra a la sociedad todo se vuelve en su contra y se establece aquí el planteamiento moral del escritor Anthony Burguess: ¿Es peor ser bueno por obligación que malo por naturaleza?

En La naranja mecánica se juntan dos fuertes pilares que hacen de esta una obra de culto. Tenemos, por un lado, la trama que plantea la duda moral que anteriormente citábamos, llamémoslo pues, el planteamiento literario del argumento. Por otro lado, tenemos la arriesgada apuesta visual de un genio como Kubrick, que consiguió sobrepasar con su trabajo las expectativas de una novela exitosa.

Con respecto al planteamiento literario del filme, el tema más importante que, creemos, hace de La naranja mecánica una obra de culto, es el dilema moral que plantea. Poco a poco, la provocación visual de la puesta en escena irá perdiendo fuerza y, sobre todo, para las siguientes generaciones, acostumbradas a un cine posmoderno, en el que lo explícito está a la orden del día. La naranja mecánica es explícita, pero es lo suficientemente sesuda como para reducir su violencia a meramente provocativa, ya que el poso que deja en el espectador va más allá de la escandalización gratuita.

La obra es una crítica al conductismo social y provoca una amplia gama de sentimientos en nosotros, que según avanza la trama van cambiando radicalmente. Tras la visita de Burgess a la ciudad de Leningrado, pudo observar que el sistema comunista reprimía al individuo en pos del bien de la sociedad común. Sujeto a sus principios católicos, Burgess defiende en su novela el libre albedrío y denuncia el mal que ejerce el poder, sacrificando la libertad individual, en favor de la estabilidad social. Al principio, algunos pueden sentir rechazo o fascinación por esa violencia gratuita que domina el entorno distópico en el que discurre.

Secuencia a secuencia, el narrador, Alex, nos va engatusando e introduciendo en sus pensamientos, y en el fondo, da cierta pena que sea traicionado. Ya en la cárcel y tras el proyecto Ludovico, sentimos verdadera lástima ante la víctima que, a partir de ahora, será el que fue torturador. Las tornas cambian por completo y el maniqueísmo absoluto reina en este microcosmos, donde Alex es maltratado por la sociedad para la que lo reformaron. Ciertamente, deseamos que Alex recupere la cordura para vengarse de aquellos que le hicieron daño, o simplemente para que los políticos que instauraron el programa reformatorio paguen por sus errores. No podemos identificar al verdadero malvado de la historia, ¿Es Alex el sociópata o son los poderosos los que ejercen la violencia sobre la sociedad? En definitiva, nuestra identificación y compasión por el psicópata es lo que nos genera la atracción hacia el film.

Estas cuestiones narrativas no son suficientes para hacer esta obra de culto, sino que, Kubrick la convierte en un espectáculo audiovisual por diversos aspectos. El tempo se manipula en el montaje, aportando un impacto decisivo en el espectador: La escena en la que Alex golpea a sus amigos en el paseo por el río, mientras sus movimientos son orquestados en cámara lenta por la Obertura de Rossini, La Gazza ladra. En otra secuencia, Alex tiene sexo con dos chicas, durante un largo periodo de tiempo, que el director registra con la cámara fija, desde el mismo ángulo, durante veintiocho minutos, cuyo corte fue acelerado en el montaje a dos fotogramas por segundo, un experimento que dotó a la escena de una curiosa comicidad y cierta incomodidad al escuchar la Obertura de Guillermo Tell de Rossini al ritmo frenético de las imágenes. La banda sonora combina piezas clásicas con composiciones de sintetizadores de Walter Carlos. Esta amalgama de estilos, entre la electrónica de la banda sonora original y las sinfonías, subrayan de manera épica la espectacularidad de las imágenes, haciendo del visionado una experiencia que deja huella.

Además de experimentar con el ritmo, el uso de la cámara también es novedoso, el uso de steady cam, cámara en mano o grandes angulares dotó a la obra de gran riqueza visual y de puesta en escena. Planos como el del bar, en el que los cuatro jóvenes disfrutan de su vaso de leche, mirando desafiantes a la cámara, ha sido reproducido en filmes posteriores, como Trainspotting (Danny Boyle, 1996), o el primer plano del rostro de Alex, cuando conduce frenéticamente con su bombín y pestañas postizas en un solo ojo, han creado un icono visual que se puede elevar a la categoría pop, debido a la multitud de inspiraciones, merchandising o videoclips inspirados en la iconografía del filme. Por ejemplo, el grupo británico Blur se viste de drugos en su videoclip del tema The Universal y Quentin Tarantino, en Reservoir Dogs (1992), reproduce la agresión de Alex en la casa del escritor, mientras canta Singing in the rain, con la canción Stuck in the middle with you, con Michael Madsen bailando y torturando al mismo tiempo.

En la ambientación de este futuro indeterminado, juega un papel importante tanto el decorado como la vestimenta. Las esculturas de los mobiliarios son sexualmente explícitas, desde las mesas de mujeres desnudas del bar a las esculturas fálicas de una casa que Alex asalta. Los interiores son coloridos y son dominados por luces estridentes, como en la secuencia del paseo enfrente de la steady cam, más tarde potenciado en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), de Alex por la tienda de discos, o los interiores de la casa del escritor que torturan, la Skybreak diseñada por el arquitecto Norman Foster.

La ultraviolencia y el sexo son explícitos, y Kubrick consigue combinar una mezcla entre impacto, cinismo y comedia en cada una de estas escenas. El protagonista es un tirano, sí, pero en cierta manera consigue encandilarnos, gracias a su narración con voz en off. Una de las escenas cumbre y probablemente la que enviaría este filme en su estreno a calificaciones X y R es la violación a la mujer del escritor. Fruto de la improvisación, Malcom Mcdowell marcó la coreografía de la paliza a la mujer con la canción Singing in the rain, de Gene Kelly. Esta combinación, entre la brutalidad de la acción y la alegría que inspira la canción, crea una contraposición que incomoda al espectador.

Como toda obra de culto, contiene cierta polémica y trasciende en diferentes niveles. Tras las calificaciones X en varios países y la proliferación de pandillas con estética similar a la de Alex y sus drugos en las calles del Reino Unido, que recreaban los actos vandálicos de los personajes, Kubrick decidió retirar de circulación el filme. Esto hizo que aumentara el morbo para los espectadores de ver una película prohibida, que, por otro lado, había sido nominada al premio Oscar a mejor película.

La colaboración entre Kubrick y el escritor de la novela original, Anthony Burgess, fue estrecha durante la producción del filme. Lo que al principio supuso la admiración del escritor hacia la adaptación de su novela acabó por sobrepasarle. Kubrick omitió el final del libro, en el que Alex se reforma y abandona la violencia para dejar un final abierto que celebra la ausencia de moralejas. La naranja mecánica se convirtió en la obra más famosa del escritor, muy a su pesar, ya que no entraba dentro de sus obras más valoradas de sus veinticinco publicadas. El actor protagonista Malcom Mcdowell y el autor se aliaron contra el director y su famoso ego pero, ciertamente y a pesar de todo,  el filme de Kubrick consiguió pasar a la Historia.

La controversia es necesaria para que una obra se pueda elevar a otra categoría, ya que si nos incomoda es porque, en cierta manera, nos está removiendo el inconsciente. La combinación magistral entre música y escenas violentas estilizadas nos excita, nos pega a la pantalla o, por el contrario, nos hace retirar la mirada. Al igual que Alex en el programa Ludovico, cuando es obligado a mirar escenas del Tercer Reich, explosiones o violaciones, mientras unos ganchos le sujetan los ojos para no poder parpadear. Curiosamente, estas imágenes que desfilan ante sus pupilas son históricas y reales, nada tienen que envidiar a los actos vandálicos de los drugos.  Más allá del rechazo o la admiración, todo el mundo recuerda la primera vez que vió La naranja mecánica, ya que la mirada furiosa de Alex apeló y consiguió dirigirse a cada uno de nosotros. Es seguro que alguna imagen del filme se mantendrá en nuestras retinas para siempre, al igual que la 9ª Sinfonía en la mente de Alex.

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3 respuestas a «La naranja mecánica o la fascinación por la ultraviolencia.»

  1. Buen trabajo, Lara. No hay película que me evoque mayores recuerdos en mi adolescencia. Exactamente como tú, a los 14 años, Kubrick me golpeaba con su violenta poética visual que, hasta día hoy, permanece en mi retina.
    El problema de «es peor el remedio que la enfermedad» que escribes al inicio del texto y con mayor originalidad, es básico para entender el filme: la alienación, los intereses de altas esferas y el control del individuo, así como la sobreexcitación debido al contorno social de unos jovenes que se intoxicaban con leche.
    Le debo al filme incluso que me acercara a la música clásica, imagina pues, cuanto significa para mi esta obra de culto.

  2. la verdad es que esta es, junto a alguna otra, que más veces he visto. Si la he visto tantas veces, junto a mis alumnos, es debido a que me servía para acompañar a las clases de psicología y ética, ya que sus lecciones con respecto al conductismo, en concreto, son relevantes: el momento culminante cuando al protagonista se le condiciona malamente , haciendo que como un robot acepte las posturas que le promueven sus «omesticadores»…cuestón que queda meridianamente clara cuando un sacerdote pregunta mosquedao : ¿ y la libertad?

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