Investigamos 

Sustitución de las formas. La máscara como celadora de la identidad

Ojos sin rostro, de Georges Franju, y El rostro ajeno, de Hiroshi Teshigahara, reconstrucciones faciales de postguerra

Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más profundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símil. No son las cosas peores aquellas de que más nos avergonzamos: no es solo perfidia lo que se oculta detrás de una máscara. Todo espíritu profundo necesita una máscara: aún más, en torno a todo espíritu profundo va creciendo continuamente una máscara, gracias a la interpretación constantemente falsa, es decir, superficial, de toda palabra, de todo paso, de toda señal de vida que él da.

Friedrich Nietzsche, en Más allá del bien y del mal (1886)

I

Todos aquellos con conocimientos sobre teoría musical estarán familiarizados con el concepto de dominantes sustitutos. Para quienes no, los dominantes sustitutos son acordes que pueden reemplazar a los dominantes primarios (acordes que se caracterizan por su sonido inestable y que generan una tensión dentro de una progresión armónica), siempre y cuando mantengan la relación de tritono -tres tonos de distancia- entre la tercera y la séptima nota de su estructura. Este intervalo tritonal, conocido también como de cuarta aumentada o quinta disminuida, presenta un efecto altamente disonante a oídos de los oyentes, a tal punto que hace varios siglos atrás, más específicamente en la Edad Media, su ejecución fue prohibida, ya que se le atribuía cualidades demoníacas a su sonido (se llegó a denominar al tritono como «diábolus in música«). Con este detalle histórico presente se comprenderá entonces como es que varios siglos después este restringido recurso musical fue reapropiado por las bandas de heavy metal en la mayor parte de su repertorio.

Los dominantes sustitutos, al igual que los dominantes primarios propios de la tonalidad, tienden a presentar lo que se conoce como cadencia auténtica, lo que equivale a decir que al desplazarse hacia el primer grado de la escala a través de un movimiento descendente generan una sensación de resolución, otorgando a la melodía un carácter conclusivo equivalente al punto final de una oración y al que estamos tan acostumbrados cada vez que escuchamos una melodía o una canción.

Pero detrás de toda esta teoría, lo que es importante comprender es que los dominantes sustitutos (y otros recursos tales como el intercambio modal) contribuyen a ampliar y enriquecer la armonización, expandiendo las posibilidades de una escala al incorporar acordes que originalmente no pertenecen a ella.

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II

La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos se conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño.

Jorge Luis Borges, en El Inmortal (1947)

 

El 24 de octubre de 1917, en un hospital ubicado en una localidad al este de la ciudad de Londres, un equipo de cirujanos liderado por el doctor Harold Gillies sometió a una delicada intervención quirúrgica al joven piloto británico Henry Ralph Lumley, quien había sufrido gravísimas quemaduras en el rostro tras chocar con su avioneta un año atrás. Gillies se especializaba en la reconstrucción facial y ya contaba en su haber con algunos procedimientos exitosos realizados con víctimas de guerra, pero aún trabajaba en condiciones casi experimentales con sus pacientes. La operación de Lumley consistió en la extracción de una porción considerable de tejido de piel tomada del pecho del paciente que utilizó como injerto para sustituir las partes dañadas de su rostro. Cuatro meses después, Gillies y su equipo médico realizaron el injerto de piel, pero Lumley no resistió la infección del tejido (en aquella época aún no se habían descubierto los antibióticos) y murió de un paro cardíaco luego de la intervención. Más allá de estos experimentos fallidos, los procedimientos implementados por el doctor Gillies y su equipo durante su estadía en el Plastic Theatre del Queen’s Hospital asentaron las bases para todas las técnicas actuales de reconstrucción facial.

En 1867, dos oftalmólogos de origen italiano, llamados Antonio Quaglino y Giambattista Borelli, presentaron un informe realizado en base al caso de un paciente de 54 años de edad que había sufrido un derrame cerebral en su hemisferio derecho. Como consecuencia del derrame, el paciente presentó hemiplejia del lado izquierdo del cuerpo y pérdida casi completa de la visión. Pocos meses después, la hemiplejia y la ceguera fueron cediendo hasta que el paciente recuperó por completo la movilidad, pero en su visión algo todavía no cerraba del todo bien. Quaglino y Borelli reportaron que el paciente no podía distinguir correctamente los colores, los cuales se presentaban pálidos o como variaciones del gris y del blanco. A esto se sumaba cierta “desorientación espacial”, que le dificultaba no el reconocimiento, pero sí la descripción de dónde se ubicaba cada objeto de su habitación. El tercer síntoma resultó ser el más llamativo de todos y los médicos lo describieron en su informe de la siguiente manera:

“El paciente no logra reconocer el rostro de las personas, incluso el de sus propios familiares, y ha perdido su sentido de orientación. Durante el primer año aún conservaba el recuerdo de algunas figuras conocidas y podía reconocerlas al escuchar sus voces. Sin embargo, desde hace un tiempo ya no puede recordarlas con precisión. Las ve como en una fotografía, pero con menos claridad…”.

Casi una década después, un neurólogo británico llamado Hughlings Jackson trató a una paciente con pérdida de la orientación –se extraviaba en el trayecto diario de su casa al mercado-, y que también presentó dificultades en el reconocimiento de rostros, llegando a confundir a su sobrina con su propia hija. Hasta ese momento, neurólogos y oftalmólogos consideraban bastante sensato que una persona con dificultades para reconocer el espacio sobre el que se desplazaba no pudiera reconocer tampoco un rostro humano, pero algunos casos demostraban que el problema facial podía presentarse de manera aislada, es decir, sin combinarse con la dificultad para identificar objetos y espacios. Varios estudios realizados en décadas posteriores sobre casos similares concluyeron en un reporte elaborado en 1947 por el neurólogo alemán Joachim Bodamer, quien bautizó a esta enfermedad con el nombre de prosopagnosia y que determinó su origen en una deficiencia presente en el lóbulo occipital del cerebro, más específicamente en lo que se conoce como giro fusiforme. La enfermedad no cuenta con una cura conocida hasta el momento y quienes la padecen (un porcentaje realmente muy bajo de la población mundial) no solo tienen dificultades para identificar rostros en el acto, sino también para imaginar o soñar con el de aquellos a quienes más conocen, como por ejemplo el de sus propios padres, sus parejas o sus hijos.

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III

En 1897, menos de dos años después de la primera exhibición pública del cinematógrafo de los hermanos Lumière, se abrieron las puertas del Teatro del Grand-Guignol en un callejón ubicado en el distrito parisino de Pigalle. El teatro consistía en una antigua capilla de estilo neogótico que generaba entre sus concurrentes un estremecimiento previo que luego se vería reforzado por las grotescas obras que allí se representaban. El director Max Maurey y el dramaturgo André de Lorde se encargaron de orientar el contenido de las obras hacia lo macabro, el primero con su apego por los relatos de terror y el segundo con su fuerte influencia por las teorías psicoanalíticas de su tiempo. El Grand-Guignol ponía en escena historias que involucraban a personajes de los bajos fondos parisinos, tales como prostitutas, criminales y enfermos mentales. Los temas representados cubrían un amplio espectro que incluía la demencia, la esquizofrenia, las fobias o las enfermedades virales, poniendo siempre de manifiesto las diferencias sociales vigentes en aquel tiempo. Con el correr de los años las obras de Grand-Guignol fueron perfeccionando la técnica y sus recursos, alcanzando un grado de realismo perturbador en el tratamiento de la violencia y enfatizando a tal nivel el sadismo en las torturas y asesinatos que ocasionalmente varios espectadores sufrían desmayos durante las funciones, producto de esa estilización realista del morbo y de los notables efectos especiales creados por Paul Ratineau. Se dice que incluso un médico se encontraba presente durante las funciones para asistir a aquellos espectadores sensibles al grado de violencia que se les ofrecía desde el escenario. Algunos de estos sanguíneos y horrorosos espectáculos pueden verse en episodios de la reciente serie de televisión Penny Dreadful, emitida por la cadena Showtime, aunque permutando el marco de la burguesía francesa de fines del siglo diecinueve por el de la sociedad de la época victoriana, siempre envuelta por la eterna neblina londinense.

Un personaje muy interesante en la tradición de este género fue la actriz Paula Maxa, contratada por el director Camille Choisy en 1917. Maxa fue apodada como «la mujer más veces asesinada del mundo». En el transcurso de su carrera profesional sobre el escenario del Grand-Guignol, el cuerpo de Maxa se vio sometido a las más variadas formas de destrucción física: fue mutilada, degollada, estrangulada, destripada, decapitada por la guillotina, diseccionada por el bisturí de algún cirujano loco, devorada por animales salvajes, picada por escorpiones, envenenada con arsénico, arrojada a calderos de agua hirviendo y crucificada, entre tantas otras fatalidades deliberadamente calculadas desde cada libreto. Varios textos disponibles en Internet contabilizan alrededor de 10.000 muertes escénicas de la actriz, así como también unos 983 gritos de ayuda proferidos por esta ultrajada mártir del Grand-Guignol, todos ellos inútilmente escuchados por la impresionable aunque morbosa burguesía francesa desde los oscuros rincones del teatro. El arte grotesco y sanguíneo del Grand-Guignol le brindaba a Paula Maxa el don de la resurrección de la carne, exponiéndola a un vía crucis diario que los espectadores del teatro atestiguaban cada noche.

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IV

Aquella máscara, como en respuesta a mi mirada, de pronto alzó significativamente su faz. Y, tal cual si me estuviera esperando, difundió por todo el rostro una sonrisa desbordante.

Kôbô Abe, en El rostro ajeno (1964)

 

El 18 de septiembre de 1838, Edgar Allan Poe publica Ligeia, “el cuento que Poe prefería”, en palabras de Julio Cortázar. En aquel necrofílico relato se describen -a modo de cruel vaticinio- algunos de los trágicos acontecimientos que acompañaron al genial escritor norteamericano en los últimos tramos de su vida, como la muerte por tuberculosis de su prima Virginia Clemm, con la que se había unido en polémico matrimonio cuando esta contaba solo con trece años de edad. En uno de los párrafos iniciales de Ligeia, el narrador se refiere con extrañeza a su imposibilidad de recordar con precisión el instante en el que conoció a su esposa ya fallecida. Pero la descripción que ofrece de la belleza de aquella mujer es todo lo contrario a su incapacidad de recordar, y prácticamente todos sus rasgos físicos le resultan comparables a los de cualquier maravilla natural o artística creada por la mano del hombre:

Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada (…). Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. “No hay belleza exquisita -dice Bacon, lord Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y genera de la hermosura, sin algo de extraño en las proporciones”. Examiné el contorno de su frente alta, pálida (…),  por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico, “cabellera de Jacinto”. Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. (…) Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.

Resulta curioso que el narrador, en medio de tan extasiada y devota descripción, ingrese en una especie de agujero negro al llegar a los ojos de su mujer amada como si estos, a diferencia del resto de sus rasgos físicos, escaparan a las posibilidades del lenguaje y no pudieran encontrar semejanza alguna en el plano terrenal:

Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. (…) Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo “extraño” que encontraba  en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia… ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.

En 1859, un gran admirador de la obra de Poe llamado Charles Baudelaire escribió un poema titulado La Máscara. El origen del mismo surgió de la contemplación de una obra del escultor Ernest Christophe y fue incluido en su celebrada Las Flores del Mal. Baudelaire describe la obra (una escultura en yeso de una mujer desnuda) con el mismo éxtasis con el que el protagonista de Ligeia lo hacía con el rostro y el cuerpo de su difunta esposa:

Observa esa sonrisa voluptuosa y fina
Donde la Fatuidad sus éxtasis pasea,
Esos taimados ojos lánguidos y burlones,
El velo que realza esa faz delicada
Cuyos rasgos nos dicen con aire triunfador:
“¡El Deleite me nombra y el Amor me corona!”
A un ser que está dotado de tanta majestad,
¡Qué encanto estimulante le da la gentileza!
Acerquémonos trémulos de su belleza en torno.
 

Pero Baudelaire no tarda en advertir que la escultura presenta un doble aspecto, mucho más perturbador que el inicial. Al dar un paso hacia el costado, el rostro sonriente de la escultura, oculto bajo un velo y recostado sobre el pecho de la figura, muestra otro semblante, el de una mujer sufrida, ahogada en su propio dolor:

¡Oh blasfemia del arte! ¡Oh sorpresa brutal!
La divina mujer, que prometía la dicha
¡Concluye en las alturas en un monstruo bicéfalo!

¡Mas no! Máscara es sólo, mentido decorado,
Ese rostro que luce un mohín exquisito,
Y, contémplalo cerca: atrozmente crispados,
La auténtica cabeza, el rostro más real,
Se ocultan al amparo de la cara que miente. 

El cuento de Poe, la escultura de Christophe y el poema de Baudelaire son solo ejemplos de procedimientos formales relacionados con la sustitución, el engaño y las apariencias que alimentarían tantas variantes en el terreno de la ficción literaria, pero también en otras expresiones del arte. El rostro y todo aquello que pueda sustituirlo, ocultarlo, dañarlo o replicarlo adopta una función simbólica que revela las múltiples aristas de la condición humana. El pintor belga James Ensor despertó todo tipo de controversias cuando presentó su cuadro La entrada de Cristo a Bruselas en 1888, donde la figura del Mesías se veía rodeada por una multitud de sujetos enmascarados, como si se tratara de una procesión carnavalesca. Ensor entablaba una mirada sarcástica hacia la sociedad de su tiempo, lo que lo impulsó a recurrir en varias de sus pinturas al motivo de la máscara como una alegoría de esa crueldad. Un contemporáneo y coterráneo de Ensor, el escritor flamenco Georges Rodenbach, publicó en 1892 su novela más famosa, Brujas la muerta, en la que retoma la situación base de Ligeia de Poe. En un complejo y detallado estudio de la extraordinaria película Más allá del olvido (1955), de Hugo Del Carril, adaptación de los estudios Argentina Sono Film de la novela de Rodenbach, el crítico Angel Faretta refuerza esa conexión temática y estilística entre la obra del escritor belga y el cuento de Poe:

La historia del luto de un joven viudo que atesora el recuerdo y lo extiende mánticamente sobre ciertos objetos de la difunta (…), y su súbita pasión por una doble que es físicamente casi idéntica a la muerta, pero es su perfecto reverso en lo moral y lo lleva a un trágico sendero de perdición, es más que claro correlato del marco intelectivo y mental, anímico y estético de aquella generación tironeada entre un ultrarromanticismo inconducente y una imposible aceptación del mundo liberal-burgués ya en su fase de movilización total.

Un ejemplo menos sórdido y más festivo de sustitución y metamorfosis facial se dio en el siglo dieciséis con la obra del pintor manierista de origen milanés Giuseppe Arcimboldo. Este artista cobró notoriedad por sus trabajos al servicio de la corte del rey Maximiliano II de Habsburgo durante su estadía en Viena y luego para su legítimo sucesor, Rodolfo II, en el Castillo de Praga. Tanto en sus famosas series de Las Cuatro Estaciones y Los Cuatro Elementos como en los retratos de funcionarios públicos de la época, Arcimboldo apelaba al uso de elementos de la naturaleza tomados de la flora y la fauna para dar forma a bustos alegóricos que representaban la riqueza y el esplendor del Sacro Imperio Romano Germánico al que servía como artista oficial de la realeza. Estos rostros antropomórficos podían estar constituidos de frutas, plantas y animales de todas las especies, y representan hasta nuestros días un fascinante estudio científico sobre la naturaleza en un período particularmente fecundo y próspero de un viejo continente estimulado por los recientes descubrimientos geográficos de tierras exóticas. Uno de sus trabajos más inspirados consiste en una serie de pinturas reversibles (también conocidas como topsy-turvies) que aparentan tratarse de naturalezas muertas, pero al invertir su posición revelan ser retratos. Uno de los cuadros pertenecientes a esta colección es The Vegetable Gardener, que Arcimboldo pintó en 1590, cuando regresó a su Milán natal. A primera vista, el cuadro pareciera representar un simple cuenco de metal con varios vegetales en su interior, pero al ponerlo cabeza abajo, se nos revela uno de esos rostros grotescos donde verduras y hortalizas van mutando en pómulos, mejillas, orejas, cabellos, ojos y narices. Algunos observaron en estos cuadros una alegoría sexual donde las diferentes partes del rostro emulaban genitales humanos, mientras otros encontraban en esas “caras” una celebración de las riquezas naturales abundantes en ese período histórico. Más allá de cualquier posible interpretación, las obras de Arcimboldo, cuyo legado llegó a extenderse por cuatro siglos y fue objeto de una revalorización por los artistas del Surrealismo, exigían una mirada atenta, desafiando a la percepción de los espectadores de su época, al mismo tiempo que los recompensaba por ejercer el don de la mirada.

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V

En 1927, Albert Pigasse, un consejero literario parisino que trabajaba para la editorial de Bernard Grasset, creó una colección llamada Le Masque, que se especializó en novelas de aventuras, tras inaugurar una librería que se convertiría años después en la famosa Librairie de Champs-Elysèes. Como la mayoría de los autores que publicaban en su colección eran de origen británico, Pigasse instauró un premio literario que sirvió de incentivo para la participación de más escritores franceses. La ocupación nazi en Francia interrumpió estas publicaciones, las cuales recién se retomaron después de la Liberación. En 1948, uno de los galardonados con el prestigioso premio resultó ser el novelista Thomas Narcejac, quien en ocasión de una cena ofrecida en su homenaje conoció a Pierre Boileau, con quien conformaría una sociedad creativa sumamente atractiva, y no solo en el campo de la literatura francesa.

Luego de algunas novelas publicadas en la editorial Denoël, la dupla Boileau-Narcejac empezó a intervenir en el cine con la adaptación de novelas criminales (propias y ajenas), alcanzando un notable éxito con la escritura del guión de Les Diaboliques, la impresionante película de Henri Georges-Clouzot basada en la novela firmada por B&N, Celle Qui N’était Plus. Como ya es sabido por muchos, Alfred Hitchcock declaró ser un gran admirador del film, al mismo tiempo que ciertos rumores atribuyeron un supuesto interés previo del cineasta británico por adquirir los derechos de la novela en la que estaba basado, plan que se vio frustrado cuando cayó en manos de Clouzot pocas horas antes de que esta adquisición fuera posible. Al día de hoy se cree que Boileau-Narcejac, conocedores de la admiración y el interés que Hitchcock había tenido por su novela, escribieron D’entre les morts con el solo propósito de llamar la atención del británico. Se trataba de un relato en el que su protagonista sustituye a su mujer amada (y muerta) por otra que se revela ante su mirada como idéntica a la fallecida (¿les suena familiar?). Y de hecho, cuatro años después de la publicación editorial de este relato, Alfred Hitchcock se dio una saludable revancha al llevar a la pantalla esa obra literaria con Vértigo, una de las películas más celebradas de todos los tiempos (Más allá del olvido se anticipó tres años a este suceso, pero no contó con la misma suerte que el thriller hitchcockiano, obteniendo en su lugar un rodaje interrumpido por la autoproclamada Revolución Libertadora de 1955 y un muy perjudicial estreno que fue de la mano con la proscripción del peronismo, del cual su realizador era un fervoroso militante).

Flotando sobre la espuma del champagne que les deparó el éxito y el prestigio cosechado por sus anteriores colaboraciones con Clouzot y Hitchcock, y años después de aquel fortuito encuentro en la brasserie parisina, la dupla Boileau-Narcejac puso manos a la obra con la adaptación de una novela perteneciente a la entonces vigente serie de fleuve-noir llamada Les Yeux sans visage (Ojos sin rostro), del escritor Jean Redon. Esta vez sería el cineasta y co-fundador de la Cinemateca Francesa, Georges Franju, quien llevaría a la pantalla la perturbadora historia de un cirujano que intenta recomponer el rostro desfigurado de su hija tras un accidente del que él fue responsable, secuestrando mujeres y extrayéndoles la piel para utilizarla como tejido de implante.

Seis años después del estreno de Ojos sin rostro (1960), pero en tierras japonesas, el prestigioso cineasta Hiroshi Teshigahara sellaba su tercera colaboración consecutiva con el escritor Kôbô Abe, quien ya había guionado Otoshiana (1962) y la más famosa Woman in the dunes (1964), nuevamente basándose en una de sus propias novelas, El rostro ajeno (Tanin No Kao). Sin la atmósfera refinadamente gore de Ojos sin Rostro, pero más afianzada en un marco intelectivo y simbolista afín a las múltiples referencias estéticas de Teshigahara, El rostro ajeno pone en escena el dilema moral y psicológico de un sujeto afectado por un accidente químico que deformó su rostro y sus intentos por redefinir su lugar como sujeto social al portar una máscara de piel sintética que le permite adoptar una nueva identidad.

La película francesa de Franju-Boileau-Narcejac y la japonesa de Teshigahara-Abe funcionan como disonancias, como ensayos quirúrgicos, como piezas grotescas pero refinadas de origen literario y adecuada traducción al lenguaje cinematográfico, dando forma a un dilema en principio físico pero de complejas resonancias existenciales y sociales, todas ellas concentradas sobre el rostro humano, al que convierten en la más significativa carta de admisión social y cultural para el individuo moderno.

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LA PIEL DE LAS BESTIAS

Ojos sin rostro (Les Yeux sans visage, 1960, dirigida por Georges Franju)

La primera escena de Ojos sin rostro adopta un clima propio de un espectáculo circense de freaks, acentuado por la música de Maurice Jarre, un perverso vals ejecutado sobre las teclas de un clavicordio. En medio de una noche invernal y húmeda, una mujer visiblemente nerviosa (Alida Valli) conduce su auto por un camino desolado rodeado por un bosque. Cuando acomoda el espejo retrovisor, advertimos que en el asiento trasero hay un cuerpo envuelto en un abrigo y con su cabeza oculta por un sombrero. Luego de dejar pasar a un camión que circulaba por detrás y a pocos metros de distancia, la mujer detiene el auto, arrastra el cuerpo entre la hierba y lo arroja en las orillas del río Sena. La escena siguiente muestra al doctor Génessier (Pierre Brasseur), un prestigioso cirujano de París, brindando un congreso científico en el que revela técnicas exitosas de trasplante de tejido humano, basadas en la similitud biológica entre el donante y el paciente. Tras concluir su conferencia, el doctor es notificado de que la policía ha hallado el cuerpo de una mujer en el río que podría pertenecer al de Christiane (Edith Scob), su hija recientemente desaparecida. Cuando el doctor se presenta en la morgue, identifica el cuerpo como el de Christiane, a quien entierra en una ceremonia privada poco después. En el cementerio se halla presente la misma mujer de la escena inicial, quien pareciera tratarse de una asistente personal del doctor y que se muestra notablemente intranquila al permanecer cerca del mausoleo. No tardamos en enterarnos de que el cuerpo encontrado -y ahora enterrado- no se trató verdaderamente del de Christiane, ya que ella permanece cautiva en una habitación de la lujosa residencia de su padre, quien fraguó la muerte de su hija para mantener a las autoridades policiales alejadas de cualquier posible investigación sobre su desaparición física. En su lugar, el cuerpo encontrado en el río perteneció a una víctima femenina del doctor Génessier, a quien extrajo el rostro para trasplantarlo sobre el de su hija, que arrastra con una terrible deformidad, producto de un accidente automovilístico de quien su padre fue responsable. Este trágico acontecimiento se suma a su condición de hombre viudo, aunque en ningún momento se especifiquen las causas de la muerte de su mujer, ocurrida unos años antes del accidente de su hija.

Christiane, prisionera en una torre de marfil, privada de superficies brillantes o pulidas que puedan devolverle una imagen de su rostro, porta una elegante máscara blanca que oculta su horrenda desfiguración. La máscara esconde no solo el horror físico, sino también los trágicos errores del padre, quien se arroga el derecho a recomponer su rostro a través de su probado conocimiento científico y su orgullo profesional. Sus macabros procedimientos, alimentados por el sentimiento de culpa y sus delirios de grandeza, asemejan su figura no solo a la del estereotipo del científico loco, sino también a la del artista que sucumbe ante su propia ambición, y podrían inscribirse en la tradición moderna de la fuente sagrada, conectando al arte con la experiencia directa. Los interiores de la residencia Génessier irradian una blancura clínica, hospitalaria, la de un hogar sin espejos, sustituidos por retratos, rostros deliberadamente creados por la mano de algún artista, sin devoluciones de la realidad. Los exteriores de París, fríos y brumosos, configuran un espacio estético de amenaza permanente, donde la figura de la asistente personal del doctor –el único de sus experimentos exitosos de reconstrucción facial, que esconde su cicatriz del cuello bajo un collar de perlas- acecha en la búsqueda de portadoras de un rostro digno para suplantar al de Christiane.

Georges Franju ya había demostrado cierta capacidad para exponer la contracara brutal de la Ciudad de las Luces. En su shockeante documental La sangre de las bestias (Le Sang des bêtes, 1949), exhibía de modo implacable la faena de los trabajadores de los mataderos de París, al mismo tiempo que alternaba esos registros de carne sacrificada y torrentes de sangre con las bucólicas imágenes de una ciudad luminosa, no hace mucho tiempo atrás, testigo de las crueldades del nazismo durante la Ocupación. Y probablemente resuenen ciertos truenos de la guerra en algunas escenas de Ojos sin rostro. La enigmática figura de la asistente del doctor, a quien unos colegas describen como una “extranjera” y que le debe su rostro “nuevo” a Génessier, no puede disimular su malestar cada vez que observa las tumbas en el cementerio y se tapa los oídos como si quisiera evitar que los recuerdos logren alzar su voz. Y Franju vuelve a recurrir al registro de animales como conejillos de Indias cuando se observa que el doctor Génessier mantiene a varios perros encerrados en jaulas en un compartimiento secreto ubicado justo al lado de su sala de operaciones clandestina donde extrae los rostros de sus víctimas. Pero también asoman ciertos rastros del pasado documentalista del director en la descripción científica que Génessier realiza del fracaso de uno de los implantes injertados sobre el rostro de Christiane, a través de un montaje de fotografías que muestran el deterioro del tejido que no terminó nunca de adaptarse a la piel de su hija, acompañados por la voz desolada del frustrado cirujano. La prolongada escena de extracción quirúrgica, mostrada en plano detalle y sin acompañamiento musical, una rúbrica gore infrecuente en la producción de cine francés de aquel entonces, espantó a muchos espectadores de la época, aunque no deja de sorprender que la crudeza y el realismo de sus imágenes pudieran escandalizar a un público parisino que no pocas décadas atrás se dejaba impresionar por los grotescos espectáculos de Grand-Guignol. Franju tuvo que lidiar con varias restricciones pautadas de antemano por su productor Jules Borkon, lo que lo forzó a esbozar una primera versión del guión en compañía de su primer asistente (el notable cineasta Claude Sautet) en el que se atenuó cualquier exceso posible en el tratamiento de la violencia y en el perfil de los personajes, evitando cuidadosamente cualquier resaca de crueldad contraída por la Segunda Guerra Mundial. La dupla Boileau-Narcejac esmeriló el diamante en bruto y la película alcanzó el brillo y la delicadeza que se le había solicitado desde su estado embrionario. Esto no impidió que en ocasión de su estreno en los Estados Unidos, Ojos sin rostro fuera parte de un programa doble bajo el título de The Horror Chamber Of Dr. Faustus, como si de un film de explotación se tratara. Sus orígenes pulp, la precisión en la puesta en escena y el clima de ensueño, alcanzado a través de la espléndida fotografía en blanco y negro de Eugen Schüfftman, le otorgan a la película una perturbadora belleza mucho más digna de una caja de mariposas clavadas con alfileres o de una antigua muñeca de porcelana.

Ojos sin rostro, con su belleza fotográfica y su aura melodramática, adoptó una posición bastante solitaria dentro del cine de su país, marcando una clara distancia en relación no solo a tradiciones cinematográficas previas, ya en franca retirada como la del realismo poético o la del cine de qualité tan denostado por los jóvenes cahieristas que recién asomaban en la crítica francesa, sino también al cine que practicaban aquellos mismos inquietos realizadores de la Nouvelle Vague que sacaban sus cámaras a las calles de París en la misma época en que Franju filmaba su película, lo que no impidió que fuera apreciada por aquella generación y alcanzara posteriormente un estatus de culto que perduró por varias décadas (se dice que John Carpenter adoptó el motivo de la máscara de Christiane para el Michael Myers de Halloween, por no mencionar la clara influencia de esta película sobre La piel que habito, de Pedro Almodóvar). Pero a más de 60 años de su estreno, Ojos sin rostro se erige como un rara avis dentro de una cinematografía que no volvería a insistir demasiado con lo truculento, como sí ocurrió en Italia, donde el giallo alcanzó su período de esplendor en esa misma década, o también en Inglaterra, con la abundante producción de la Hammer.

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EL ROSTRO QUE HABITO

El rostro ajeno (Tanin No Kao, 1966, dirigida por Hiroshi Teshigahara)

Las primeras imágenes de El rostro ajeno muestran distintas prótesis del cuerpo humano sumergidas en agua. La voz de un hombre que se presenta como psiquiatra afirma que cuando vemos un dedo, en realidad lo que estamos viendo es un complejo de inferioridad en forma de dedo. Su trabajo, nos dice, consiste en tapar los huecos de la mente encubiertos por nuestra anatomía. Una vez concluido este breve prólogo, suena un vals de estilo vienés (cortesía de la partitura original de Tôru Takemitsu, un colaborador fundamental del director Hiroshi Teshigahara), sobre cuyos acordes se inscriben los caracteres japoneses con el nombre de la película. La secuencia de créditos de presentación incluye gráficos de un rostro sin rasgos pero repleto con trazos de líneas de Langer, seguido de múltiples fotografías estilo carnet de caras anónimas que se funden con las de una multitud que camina en la noche. Teshigahara introduce a su protagonista apelando a una visión en rayos X del cráneo donde Okuyama (Tatsuya Nakadia, actor que colaboró en varias películas de Masaki Kobayashi y Akira Kurosawa) explica las circunstancias del accidente que deformó su rostro, asumiendo la responsabilidad por el incidente y hablando de una sensación que lo invade y se parece en mucho a la de un exilio. Una incómoda conversación posterior entre un cínico Okuyama, sentado en el sillón de su hogar con su rostro completamente vendado, y su gentil esposa (Machiko Kyô), que trabaja con dedicación en el pulido de piedras, expone el malestar del protagonista frente a su nueva realidad, que se asemeja a la de un monstruo urbano, un hombre sin rostro que solo puede sentirse libre en la oscuridad. Okuyama recurre a la ayuda de un psiquiatra (Mikijirô Hira), con el que entablará una relación tan cómplice como antagónica, para que le brinde un nuevo rostro, una nueva identidad desde donde poder comenzar de cero. La importancia que adquiere en la película este vínculo entre Okuyama y el psiquiatra, que era mucho menor en la novela original que Kôbô Abe publicó tan solo dos años antes del rodaje del film, es solo una de las tantas variaciones que el autor japonés implementó sobre su propia obra literaria a la hora de trasladarla al formato de guión, y funciona a modo de desdoblamiento de la personalidad del torturado protagonista, que en el libro monologa incansablemente sobre su nueva condición humana bajo la dictadura ejercida por su rostro sustituto.

Teniendo en cuenta que El rostro ajeno se trató de la tercera colaboración consecutiva entre Abe y Teshigahara, queda claro que el universo literario de este escritor fuertemente influenciado por Kafka estaba en consonancia con las afinidades estéticas de un cineasta multidisciplinario, cómodamente inscrito en el auge del modernismo cinematográfico de los años 60 y con una impronta bastante impura en la que confluían sus intereses propiamente orientales (la caligrafía, el arreglo floral o ikebana, la arquitectura metabolista de postguerra, el aristocrático teatro musical de máscaras Nō, el arte de grabados y estampas japonesas, conocido como ukiyo-e) con las adquiridas por la cultura occidental (el cine de Bergman y Antonioni, el surrealismo). Teshigahara y Abe eran criaturas artísticas surgidas del abismo de un Japón post-nuclear devastado por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, lo que explica la insistencia de ambos autores en temas relacionados con la crisis de identidad y la alienación social. Si bien hoy puede ser vista como pesadamente alegórica, la puesta en escena del film de Teshigahara ostenta un nivel de riqueza de detalles y una multiplicidad de afluentes estéticos en la que confluyen armónicamente el vidrio, el metal y la madera. El diseño de la clínica-laboratorio del psiquiatra a cargo de los arquitectos urbanistas Arata Isozaki y Masao Yamazaki es deslumbrante, y en él se dan cita los bocetos de anatomía de Leonardo Da Vinci y los paneles surrealistas de El Gran Vidrio de Marcel Duchamp.

Teshigahara introduce otra instancia narrativa con la subtrama que sigue los pasos de una mujer con una deformidad en el perfil del rostro, una probable secuela de Nagasaki. Nunca queda claro si este relato paralelo se trata de un sueño o de una película vista por Okuyama (se produce un brusco cambio en la relación de aspecto del film cuando surgen estas primeras imágenes, pasando del formato académico predominante en toda la película a un widescreen más cinematográfico en estos tramos). Pero estos pasajes incrementan el clima de asfixia, alienación y malestar en el que parecía verse sumido Japón después de la guerra, no exentos tampoco de una visión algo fatalista o temerosa de Abe y Teshigahara hacia las generaciones futuras. Algunas de las situaciones de rechazo y violencia a las que se ve expuesta esta joven mujer, como los apelativos de monstruo que le dan unos chicos o el intento de violación por parte de un veterano de guerra, se replicarán en la trama de Okuyama, cuando él mismo intente violar a una mujer en plena calle para hacerse detener por las autoridades. El motivo de la repetición de acciones y el déjà-vu a modo de alegoría de la doble vida de Okuyama se hace explícito en las escenas donde el protagonista se registra en un hotel e interactúa con la hija del encargado, una chica con retraso mental que juega obsesivamente al yo-yo y que parece entablar una extraña conexión con el enmascarado, a quien logra identificar aun portando su rostro artificial o las vendas.

Teshigahara no parece renegar prácticamente de ningún recurso formal para ilustrar este drama de mutabilidad de la identidad de Okuyama. El montaje encadena la progresión lineal de acontecimientos de su protagonista como si fueran parte de un proceso alucinatorio. La cámara adopta un rol significativo en cada desplazamiento por los decorados interiores, encuadrando al protagonista y a su psiquiatra de manera tal que sus cuerpos siempre se vean filtrados por diversas texturas, inscribiendo líneas de Langer sobre su rostro o deformándolos a través del cristal. La musicalización electrónica de Takemitsu puntúa intermitencias sonoras, abstracciones que replican ecos del estado mental de su protagonista. La fotografía de Hiroshi Segawa en blanco y negro de poco contraste y el ratio en proporción 4:3 conforman un cuadrilátero grisáceo y claustrofóbico. Teshigahara incluso apela a la proyección de imágenes en segundo plano que asoman por el marco de una puerta entornada cuando insinúa una infidelidad entre el psiquiatra y una de sus asistentes. También al uso de iluminación puntual típicamente teatral sobre Okuyama y su psiquiatra en esa conversación clave que mantienen en la cervecería alemana, cuando el protagonista revela que intentará aproximarse a su mujer con el nuevo rostro para consumar una infidelidad, dejando a ambos personajes aislados acústicamente en medio del sonido ambiente del bar.

Descubierto por su esposa cuando intentaba seducirla haciéndose pasar por un extraño, Okuyama implosiona y asume su condición de amenaza social, marcado por el resentimiento propio de un cuerpo herido. El ciclo debe concluir con la disolución de su individualidad en la masa uniforme que representa la sociedad japonesa de postguerra, destruyendo previamente al creador de su monstruosidad. La multitud final que marcha silenciosamente en la noche con sus rostros enmascarados por las calles de Tokio, los mismos que parecían rodear la figura de Cristo en el cuadro de James Ensor, envuelve a los antagonistas, monstruo y creador, en los instantes previos a la resolución de su duelo.

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Una respuesta a «Sustitución de las formas. La máscara como celadora de la identidad»

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