Festivales
73ª Edición del Festival de San Sebastián
73 EDICIÓN DONOSTIA ZINEMALDIA (Sección Perlak)
Senderos quebrados
Terminamos de asistir a la 73 edición del Festival de Cine de San Sebastián, celebrado del 19 al 27 de septiembre. En esta crónica nos centraremos en las películas que tuvimos la oportunidad de visionar de la Sección Perlak, dedicada a una serie de largometrajes inéditos en España y que han recibido reconocimiento crítico a lo largo del año en otros certámenes. La mayoría de ellos están realizados tanto por autores ya consagrados como por otros que han irrumpido con fuerza en el panorama actual. Crisis de identidad, relaciones familiares problemáticas, homenajes cinematográficos, pasados traumáticos, miradas sobre nuestro pasado reciente, conflictos éticos, masacres insoportables o paranoias contemporáneas han acaparado algunas de las líneas narrativas. Diferentes inquietudes, visiones y experiencias dialogan generacionalmente en filmes con bases argumentales sólidas y excelentes interpretaciones. Un escaparate de obras actuales ya aclamadas por su calidad fuera de nuestras fronteras y que forman una estupenda representación de las inquietudes existenciales contemporáneas, tanto temáticas como formales. Un puente entre el circuito de los festivales internacionales de mayor peso y el estreno en salas comerciales.
El director de origen haitiano Raoul Peck continúa su propósito de despertar conciencias. Su carrera se lanzó vertiginosamente con el documental I Am Not Your Negro (2016), la historia del movimiento afroamericano en la América moderna, contado por el escritor James Baldwin. En esta ocasión, también ha realizado un documental pero sobre la novela 1984 de George Orwell, denominada Orwell: 2+2=5. Se sitúa en 1949, año en que fue escrita, y es la voz en off del literato la que va desgranando sus pensamientos, recurriendo igualmente a la lectura de sus propias cartas. Va evocando su origen, su infancia o su paso por el ejército británico en la época imperialista de Birmania. Sus recuerdos se refuerzan con imágenes del presente o del pasado, escenas de películas que abordan iguales temáticas o se desarrollan en los mismos lugares. 1984, esa novela distópica sobre una población domesticada en aclamar a sus líderes y proclamar sin rubor que lo blanco es negro si a ello son inducidos. Conflictos actuales o históricos, guerras, destrucciones, masacres, genocidios o dictadores se van sucediéndo vertiginosamente en un collage de acontecimientos algunas veces confusos y demasiado dispersos. Mientras nos recuerda en demasía al director estadounidense Michael Moore, nos preguntamos si la intención de Peck es realmente despertar o por el contrario, manipular conciencias, cayendo precisamente en el mismo pecado que denuncia.
Nouvelle Vague de Richard Linklater resulta un delicioso homenaje a aquellos revolucionarios franceses que a mediados del siglo pasado transformaron el cine. La base del filme es el rodaje de Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960) por Jean-Luc Godard. La película se acoge como un soplo de aire fresco. Respira naturalidad, espontaneidad, juventud, energía, libertad y sobre todo, un tremendo amor al cine. En 20 días, Godard y su equipo filmaron la obra con luz natural, sin decorados artificiales, con cámaras escondidas, con escasas tomas, sin guion previo e improvisando escenas jornada a jornada. Todo ello lo ha pretendido mostrar Linklater con un resultado encantador y perfilando a los personajes con una fidelidad física y gestual muy lograda frente a las figuras reales. Son actores evocadores y no imitadores. En blanco y negro, se trata de un ejercicio nostálgico con una reproducción acertadísima en vestuario, localizaciones o ambientación. También se sirve de rasgos estilísticos del realizador francés como sus famosos saltos bruscos entre planos o jump cuts, diálogos fragmentados, cámara en mano, travellings laterales, semejanzas con un documental, primeros planos de rostros o generales de París, sin decorados artificiales. Estamos ante un reflejo maravilloso de la aparición de un nuevo lenguaje fílmico que rompiendo con el clásico, buscaba hacer transparente el proceso de construcción de la estructura de la obra, transformando la puesta en escena en discurso.
El noruego Joachim Trier, tras el éxito de La peor persona del mundo (Verdens verste menneske, 2021), ha desarrollado un filme muy atrayente que se observa como una catarsis familiar, antes de que sea demasiado tarde. Se trata de Valor sentimental (Sentimental Value). Dos hermanas adultas distanciadas de su padre deberán afrontar las heridas del pasado y reconducir el presente, tras la muerte de su madre. Está inspirada en la profundidad estilística de reconstrucción emocional de Ingmar Bergman y silencios o miradas cobran importancia entre lo que se dice y lo que se oculta. La tensión dramática recorre toda la obra y la casa familiar trabaja como espacio de memoria, confrontación y contenedora de traumas, recuerdos y ausencias. Los caracteres se perfilan con profundidad y sutileza mientras que el largometraje se convierte en una ardua y muy sólida reflexión sobre los traumas familiares originados desde la infancia. Una introspección acerca de las consecuencias afectivas de decisiones y actos propios. El marco bergmaniano se sostiene con planos medios, secuencias largas y además, se manejan cortes bruscos en la búsqueda de pausas dramáticas que dejen espacio para la reflexión. La familia como un campo de batalla que puede asumirse como relato de carácter universal.
El primer largometraje del iraquí Hasan Hadi, La tarta del presidente (Mamlaket Al-Qasab) obtuvo la Cámara de Oro a la mejor ópera prima y Premio del Público en la Quincena de Cineastas de Cannes. Estamos en Irak, años 90. Ante el inminente cumpleaños del líder, Sadam Hussein, el pueblo debe y tiene que celebrarlo. Las calles se engalanan, se reparte agua potable graciosamente y en la escuela los alumnos afortunados por sorteo deben limpiar, aportar la fruta y lo que es más importante, el premio gordo: preparar la tarta de cumpleaños del dictador. Hay restricciones, embargos y los productos escasean, mientras que los bombardeos arrecian. El pueblo pasa hambre y tiene que agudizar el ingenio. La protagonista, Lamia, una chiquilla de nueve años, tiene el “honor” de ganar el sorteo para la elaboración de la tarta. Con un diseño visual de colores vibrantes en detalles aislados para contrastar con la aridez del paisaje y la pobreza del entorno y desde el punto de vista infantil de la niña, se vislumbra como una obra bienintencionada que funciona como un cuento. El entorno histórico de autarquía y sanciones envuelve el enfoque humano y personal, en una dramatización de la atmósfera real de coerción, privación, temor y culto a la personalidad del líder. Justamente, el encuadre panorámico elegido consigue mostrar el contexto político y social partiendo de esa mirada infantil. Reuniendo demasiados estereotipos, el filme intenta jugar con la baza a su favor de la empatía del espectador hacia los personajes.
El iraní Jafar Panahi, como es habitual en su obra, tuvo que filmar su última película, Un simple accidente (Un simple accident) en la clandestinidad. Ha elaborado una estupenda tragicomedia: disparatada, moralista y con un final tremendamente inquietante. Una familia compuesta por padre, madre e hija pequeña viajan con su vehículo en la oscuridad. Inesperadamente, atropellan accidentalmente a un perro y deben buscar un taller de reparación. Llegados a una nave, un hombre cree reconocer al padre como el verdugo que le torturó brutalmente en la cárcel, por el sonido de la prótesis de su pierna. No está dispuesto a renunciar a la venganza y la cacería comienza. Con naturalidad y espontaneidad, nos introduciremos en una especie de sainete en el que no faltarán novios, partos o enterramientos. Puede observarse como un thriller de carretera que mantiene la tensión en todo momento. Por temática puede recordar a La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994) de Roman Polanski. Como en ella, la certeza total de que se encuentran ante su torturador no existe. Igualmente comparable con Mystic River de Clint Eastwood (2003). Una exposición devastadora sobre la fragilidad del juicio privado y la validez moral de la venganza.
La Grazia es el último filme de Paolo Sorrentino. ¿Y qué es la gracia? Pues la belleza de la duda. Exactamente la enfermedad que afecta al presidente ficticio de la República italiana encarnado por Toni Servillo. ¿De quiénes somos? La película se toma 133 minutos intensos y apasionantes para contestar lo obvio: de nosotros mismos. El tema fundamental del largometraje es el recurrente del realizador, el amor. Mariano de Santis se encuentra en los últimos meses de su mandato y debe decidir si firma o no la ley de eutanasia y dos indultos. Le asaltan vacilaciones entre su deber como jefe de Estado, su moralidad católica y su formación jurista. Mientras tanto, le corroe la duda de con quién le engañó su esposa, ya fallecida, hace 40 años. Estamos ante un Sorrentino puro que recuerda mucho a La gran belleza (La grande bellezza, 2013) pero en un tono más contenido. Con abundantes diálogos agudos e incisivos, invita a la reflexión de una manera emocionante, mientras indaga en asuntos tan profundos como el perdón, el entendimiento, la memoria, la vejez o la muerte. Y como es habitual en el autor, utiliza elemento estilísticos para romper expectativas narrativas; también lugares inmensos y solemnes cuyo vacío espacial refuerza la soledad y fragilidad del presidente, encerrado en la grandeza del cargo.
El realizador francés Olivier Assayas, tras su largometraje Tiempo compartido (Hors du temps, 2024), ha dirigido El mago del Kremlin (La Mage du Kremlin). Resulta una sugestiva película de intriga política sobre las interioridades del poder ruso, desde la caída de la URSS en los años 90, hasta principios del siglo XXI. De carácter episódico y de la mano de Vadim Baranov, personaje ficticio inspirado en el estratega político ruso y asesor del Kremlin Vladislav Surkov, con un montaje ágil, nos hace transitar desde los años locos de los 90 en Moscú, cuando parecía que todas las puertas se abrían e iban a permanecer abiertas. Desde ahí se van sucediendo los periodos de Gorbachov y Yeltsin, hasta desembocar en el actual presidente de la Federación Rusa, Vladímir Putin. Está basada en la novela homónima de Giuliano da Empoli. Por otra parte, la decisión comercial de rodarla en inglés, empujado por la nacionalidad de sus principales actores como Paul Dano o Jude Law, le resta credibilidad. Con alternancia de relatos íntimos y de políticas públicas, el peso del poder se impone entre amoríos, ambiciones y falta de escrúpulos. Al tiempo, el régimen elimina obstáculos, acapara fuerza, cierra la boca a disidentes y maneja al pueblo.
El 29 de enero de 2024, una niña palestina de seis años, Hind Rajab, viajaba por Gaza en un vehículo, junto con sus tíos y primos. El coche fue bombardeado por las fuerzas israelíes durante la ofensiva de Gaza. Del ataque inicial, Hind fue la única superviviente y durante horas, mantuvo contacto telefónico con los servicios de emergencia de la Media Luna Roja Palestina, implorando su rescate. El filme La voz de Hind de la tunecina Kaouther Ben Hania (Sawt al-Hind Rajab) resulta desolador. Utilizando la voz real de la niña en la conversación grabada ese día, su terror y la impotencia que va envolviendo a los asistentes caen en el espectador como una losa. El laberinto infinito del camino para la autorización de un trayecto seguro de evacuación sobrecoge y apabulla en su sobriedad, convirtiéndose el tiempo de espera en materia dramática. Se abandona el elemento visual del incidente para apoyarse en la fuerza del audio como sistema de denuncia. Cinematográficamente, ya se ha recurrido a esta puesta en escena en largometrajes como The Guilty de Gustav Möller (Den skyldige, 2018), también con una llamada de emergencia y la acción principal en fuera de campo. Mientras se conduce al público a forzar la imagen que no se ve con su imaginación, nos preguntamos si la película desborda las formas aceptadas de representación, cayendo en la obscenidad ética.
Bugonia es el último filme de Yorgos Lanthimos. Con él el director se divierte retorciendo el género apocalíptico para llevarlo a su terreno misántropo. Un par de descerebrados secuestran a una importante ejecutiva de una multinacional (Emma Stone), convencidos de que se trata de una extraterrestre infiltrada en nuestro planeta para la extinción de la raza humana. Con brutalidad, la comedia negra y la sátira absurda se desparraman en un encierro de tres días, en espera de un eclipse solar. Se trata de una secuela de la película surcoreana Salvar el planeta Tierra de Jang Joon-hwan (Jigureul jikyeora!, 2003). Situada en Estados Unidos en la actualidad, sirve como denuncia de las teorías paranoicas fomentadas por las redes sociales. Rodada gran parte de la acción en espacios cerrados y claustrofóbicos, los movimientos rígidos, autómatas y la falta de gestos emocionales de las interpretaciones llevan la marca del realizador griego. El delirio se sublima en la gloriosa escena del armario y la incomunicación entre humanos marca el relato. El largometraje conecta con el absurdo camusiano: el deseo del hombre de sentido choca con el vacío. La idea de la vida nacida de la muerte se encuentra desde el mismo título. Alega a un mito antiguo según el cual es posible generar abejas a partir del cadáver de un buey sacrificado.
El autor de Godland (Vanskabte Land, 2022), el islandés Hlynur Pálmason ha estado presente en Perlak con El amor que permanece (The Love That Remains/Ástin sem eftir er). Se focaliza en la vida de una familia a lo largo de unos meses compuesta por padre y madre en proceso de separación, una hija adolescente y dos hijos gemelos más pequeños. Combina lo cotidiano con escenas surrealistas que engloban imágenes oníricas, incluyendo interludios o pausas marcadas con inserción de animales, objetos, plantas o frutos. La fuerza visual se consigue con un paisaje imponente que se convierte en protagonista: el mar y el cosmos mostrados como devoradores del individuo. El sujeto es pasajero, la naturaleza permanece cuando los hombres se han ido y actúa de “guardián silencioso de nuestras lágrimas y alegrías” (Jónas Hallgrímsson, poeta islandés del siglo XIX). No hemos terminado de localizar con precisión qué es lo que realmente intenta transmitirnos el largometraje en ese tono irónico y burlón que envuelve a la tensión dramática. Son bastantes las relaciones metafórica que procura transferir, entre ellas la calidad del óxido como erosión del tiempo que no destruye sino que transforma, dejando huella. Como James Joyce en su Ulises en la corrosión de la ciudad y sus objetos.
Para finalizar, asistimos al pase de la última película de Noah Baumbach, el autor de obras como Frances Ha (2012), Mientras seamos jóvenes (While We’re Young, 2014) o Historia de un matrimonio (Marriage Story, 2019). Hablamos de Jay Kelly. El título hace referencia al nombre de una estrella de cine interpretada por George Clooney que acaba de cumplir 60 años. Ególatra y rodeado de una troupe de asistentes, transita por una vida irreal de lujo y admiración. Las cuentas con el pasado no son amables: desatendió a sus hijas, fue incapaz de mantener relaciones matrimoniales y olvidó aquellas rencillas que para sus amigos fueron esenciales. Mientras sufre una crisis identitaria el largometraje deriva en una especie de road movie por Europa. Pretendiendo erigirse en una reflexión sobre la fama y el legado, se desliza de una manera superficial en los temas que bordea, con lugares comunes y personalidades que se perfilan planas. Entre lo mejor se encuentran las escenas de Jay mirándose al espejo: ¿se reconoce?, ¿confunde ser y personaje o solo existe el segundo? Baumbach dialoga con la tradición del espejo a la manera de Bergman o Cassavetes, reflejándose el actor en toda su decadencia y vulnerabilidad. El espejo como “dispositivo de visión que duplica, fragmenta o contradice la identidad real del personaje, haciéndolo visible como artificio” (Jacques Aumont).