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Conductas reprobadas

Cero en conducta

Hacia las rutas salvajes

Jean Vigo da inicio a su Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933) como una obra capitulada, que fiel al orden cronológico de los acontecimientos, revela a la vez las trampas del tiempo. Por un lado delata su factura histórica en la transición del cine silente al cine sonoro, en el uso de carteles para marcar los tres actos de la narración. Y por otro, las trampas de la  memoria, que se rebela al intentar secuenciar los recuerdos en el orden deseado, lo que seguramente el pasado no permitió.

El capítulo de “la vuelta al colegio” resulta ser la primera parada de una visita al pasado reciente de Vigo, un joven que asistió durante cuatro años (1918-1922) interno a un liceo de Millau, y que nos transporta en un sencillo vagón de ferrocarril a un viaje iniciático con dos adolescentes, Caussat (Louis Lefebvre) y Bruel (Coco Golstein). Dos nombres familiares para sus personajes, que evocan a dos de sus estimados compañeros y amigos de esa etapa estudiantil. Un recorrido nocturno que lleva a la encrucijada entre la infancia y la adultez, compartido por dos jóvenes entre trucos de manos, juegos con globos y los humos de los primeros puros. Logra el autor, por un momento, una síntesis en un solo plano, en un tiempo único, sin cortes, que dará paso a la rebeldía nata y necesaria de la juventud inicial, que comienza a  desafiar la compostura y las exigencias de un mundo adulto en una cabina de no fumadores.

Fotograma de la película Cero en conductaA este par, Caussat y Bruel, se le suma luego en el colegio, Colin (Gilbert Pruchon), otro nombre familiar para Vigo, que evoca al de un amigo en su etapa posterior en un liceo de Chartres. Así, los tres compañeros, entre voces de algarabía, en una tramada convocatoria del pasado para una reunión imposible en el film, son castigados por la autoridad adulta en su primera noche en el dormitorio del internado con un “cero en conducta”, que se traduce en un domingo de castigo. Esta primera sentencia da pie para iniciar “el complot de los niños”, que se declaran en rebelión ante el despotismo de los mayores.

La mala educación

Jean Vigo, con estos pequeños testigos del pasado a los que les otorga voz para dar a conocer su versión de los hechos, inicia un nuevo capítulo en el que pretende contar, desde su mirada, la historia acaecida intramuros de un internado francés de las primeras décadas del pasado siglo. Una historia menor, una historia no contada, de esos espacios de reclusión de menores en el que se educan apartados de sus familias. Una historia que, seguramente, se borra, se tergiversa o se esconde en la mente del adulto que egresa de estas instituciones, mientras que los que permanecen allí repiten una y otra vez la historia oficial.

El colegio resulta ser un hostil paisaje interior en blanco y negro, un rutinario lugar de castigos dominicales, con aulas vacías de conocimiento, absurdas celebraciones y alubias diarias para comer. Nos adentramos en los entretelones de este mundo educativo manejado por adultos, ausente de maestros que eduquen y lleno de celadores, vigilantes y supervisores que imponen. Donde los más jóvenes carecen de privacidad como medio de control, mientras que los adultos se ocultan tras cortinas y delatan a puerta cerrada. Hombres deleznables, sin escrúpulos ni sentimientos, pero que se llegan incluso a considerar padres de estos jóvenes reos del sistema educativo. Por lo que es fácil que estos hijos los detesten y rivalicen pronto con ellos, creando un auténtico conflicto edípico en un recinto donde la figura femenina, y de contrapeso necesaria, está prácticamente desterrada.

Zero en conduiteSin embargo, el director (Jules Sirveaux, “Delphin”), que representa la cabeza paternal y disciplinaria, resulta por su corta estatura y su profusa barba, más bien una caricatura de la autoridad adulta. Sobre él, Vigo ha puesto la mirada de los niños que solamente pueden ver la verdad, como evocación a la fábula de “El rey desnudo”. Aunque la excepción del mundo adulto, como en toda regla, será el nuevo celador Huguet, un encantador y joven Jean Dasté, un auténtico hijo del cinematógrafo con modos chaplinescos y capaz de dibujar divertidas animaciones en movimiento. Un hombre en su primer año de trabajo, que por momentos pareciera proteger a los niños, llegando hasta la complicidad, y que conserva todavía modos afables que lo diferencian de sus colegas de trabajo. Sin duda, el alter ego del director.

En este mundo autoritario y absolutamente masculino, habita un gran temor hacia las conductas homosexuales entre los más jóvenes, que empaña cualquier manifestación de amistad y afecto entre personas del mismo sexo. Pero, paradójicamente, también se hace la “vista gorda” ante las intencionadas caricias de un adulto hacia un niño. Circunstancia en la que Vigo vuelve a echar mano a sus recuerdos al convocar su amistad con Paul Mercier en Chartres, con el que, dada la diferencia de edad, le produjo a ambos problemas con la dirección del colegio que consideraba este trato como un peligro moral. Y así surge el cuarto protagonista, cuya conducta también es reprobada, para sumarse al complot que está en marcha: Tabard (Gérard de Bédarieux), que es censurado por su aspecto afeminado y su amistad con Bruel.

La pequeña revancha     

Zero en conduite, de Jean VigoEl tercer y último acto de Cero en conducta es el que tiene el don de la ensoñación cinematográfica o la materialización del pensamiento anarquista de Jean Vigo, según cómo se quiera ver, ya que experimenta a cada paso nuevas formas con la realidad. Lo cierto es que las piedras, una a una, hacen la barricada,  por lo que Tabard, en la habitación comunal y alzando una bandera pirata, declara la guerra a los maestros y los castigos, para dar paso a una festiva lluvia de almohadas como preludio de la rebelión. La cámara de Boris Kaufman juega a  ralentar y a retroceder la velocidad, para detener e inmortalizar ese momento, como parte de una particular alegría inminente de la revolución, que es celebrada con una procesión pagana, siendo la habitación de los niños el principio y fin de todos los sueños.

Finalmente, llega el día del anunciado complot de los niños. Un público adulto aguarda el inicio del acto de aniversario del colegio, un público de relleno, al que Vigo instala como monigotes de trapo con sonrisa perpetua. La ausencia en la presencia, la burla a la autoridad, a la vez crítica mordaz, concluyendo con una puesta en escena de un fasto sin fastuosidad. Así, la absurda celebración del colegio es saboteada desde una atrincherada buhardilla por libros viejos que lanza el cuarteto de amigos del director: Caussat, Bruel, Colin y Tabard.

Simbólicamente, la bandera francesa, emblema de la “libertad, igualdad y fraternidad”, es pisoteada en el patio por los jóvenes insurrectos para enarbolar la bandera pirata, representante de un nuevo orden, ya que un par de tibias y una calavera siempre llaman a la aventura. El cuarteto inspirador se aleja victorioso, caminando por los tejados de la escuela, como felices gatos sin dueños. El cielo claro y despejado, después de asfixiantes espacios de reclusión. Vigo nos deja un final abierto en la realidad y conclusivo en la ficción. La victoria puede ser breve, pero ese momento puede ser eterno en nuestro corazón.

A propósito de Cero en conducta

La historia muchas veces resulta irónica, o con una memoria demasiado selectiva, ya que desde 1994 el colegio de Millau, donde estudió Jean Vigo y en el que evidentemente está inspirado Cero en conducta, lleva el nombre de “Cité Scolaire Jean Vigo”. Un homenaje a uno de sus alumnos, que precisamente dejó huella por su crítica a la institución educativa, y de cuyo nombre propio fue privado en esta etapa de su vida. Jean Vigo estudió como Jean Sales en Millau, por tener como estigma el apellido de un padre anarquista fallecido recientemente, al momento de su escolarización, en extrañas circunstancias, en la cárcel y ser considerado un “traidor a la patria”.

Imagen de Cero en conducta, de Jean VigoEsta es la tercera obra de una escasa pero notable filmografía de cuatro películas que nos dejó Jean Vigo, un joven que partió prematuramente a los 29 años, víctima de la tuberculosis. Cero en conducta se creó en un precario rodaje de tres semanas, en el que un afiebrado director trabajaba por primera vez en estudios y con diálogos. Sin embargo, contó con pocos actores profesionales, a excepción de algunos adultos como Dasté, Delphin, Robert le Flon y Léon Larive, estos últimos como el vigilante Pète-Sec y el repugnante profesor de química.

En sus primeras proyecciones, la película no fue bien recibida y su distribución comercial no le interesó a nadie. La censura francesa prohibió su exhibición durante doce años con el argumento de que la película tenía un «espíritu anti-francés», aunque se podía exhibir en otros países. Se prolongaba así la mirada adulta sobre unos supuestos infantilizados espectadores que podían ser encantados por la reprobada y revolucionaria poesía visual de Vigo.

Cero en conducta en sus ochenta años ha inspirado un único film, If(Lindsay Anderson, 1968), e inspiró a directores como François Truffaut para realizar Los cuatrocientos golpes (Les Quatrocent coups, 1959), o que Jean-Luc Godard le dedicara a Jean Vigo su obra Les Carabiniers (1963). Pero también es la referencia ineludible de un espacio educativo que ha sufrido transformaciones, y nuevas visiones, en sus años de existencia cinematográfica. Desde ser el internado un siniestro lugar de reclusión como el caso de El joven Törless (Volker Schlöndorff, 1966) hasta ser espacio abierto a la poesía y a la imaginación como La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), nos recuerda que allí, entre sueños o pesadillas, duermen, se forman y egresan los futuros ciudadanos.

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