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Motivos de una cinefilia. Exposición de un gusto y un disgusto

Decía Jacques Ranciére que el cine no se puede reducir a una sola forma de ver, que es en realidad una multitud de cosas. En este sentido, puede ser un entretenimiento, pero también un aparato de reflexión profunda. Puede ser un espectáculo, pero también una obra de arte que asume una posición ideológica. El problema es que el cine puede ser, y de hecho es, todo esto a la vez. De ahí que sea inabarcable una aproximación holística a las obras cinematográficas y que, en la práctica, con consciencia o sin ella, uno debe privilegiar siempre uno de estos aspectos, o un grupo de ellos. Es más, normalmente esta posición que adoptamos, y que a menudo viene determinada por un bagaje cultural concreto y una serie de posicionamientos ideológicos propios, excluye todas las demás.

Por lo tanto, manifestar de partida las posiciones propias parece una cuestión de honestidad intelectual. Tengamos en cuenta, con Didi-Huberman, que esta toma de posición es necesariamente el punto de inicio de cualquier aproximación crítica a una obra de arte. Ocultar este hecho no podría sino llevarnos a una condena moral de aquellas obras que no entran en nuestro canon personal. Nos abocaría a asumir una posición de jueces y no de críticos, a mantener que algo es bueno si nos gusta, y no más bien que consideramos válida una obra porque encaja en una concepción situada del cine, o del arte, que nosotros defendemos.

Incluso el espectador más inocente es un espectador activo que rechaza o disfruta las películas en función de criterios estéticos propios, aunque carezca del lenguaje, o de la voluntad, o del interés, para hacer explícitos estos criterios. Y no es menos cierto que en muchas ocasiones estos rechazos o estos goces no siempre se racionalizan, sino que se imponen con fuerza, de forma virulenta. Por mi parte, confesaré que la simple exposición a cinco minutos de un Scorsese o un Spielberg me produce un malestar profundo, incluso físico, mientras que tres horas de Pedro Costa me estimulan intelectual y sensorialmente, y de hecho son fuente de un gran placer. Y donde se lee Scorsese puede leerse sin problema John Ford o Raoul Walsh, así como substituir a Pedro Costa por Naomi Kawase o por el tandem Straub/Huillet. Aún así, esta violencia o esta inmediatez del gusto no están más allá de toda explicación, por supuesto.

Todos disponemos un sistema crítico que desarrollamos en nuestros enunciados, sean explícitos o implícitos. Por mi parte, diré claramente que el punto central del sistema crítico que defiendo (y que define mi cinefilia) impone entender el cine en términos de representación crítica de la realidad, de su capacidad para extraer mediante las formas cinematográficas significados de tipo social. Impone cuestionar las películas sobre su alineamiento ante el pensamiento dominante y las formas de reproducción o confrontación social, y analizar su capacidad para traducir las inquietudes personales en problemas públicos, y los problemas públicos en los términos de su significación para diversidad de individuos. Este punto de partida supone una concepción de la obra cinematográfica como documento que parte de su capacidad para el análisis social. Esta premisa crítica es lo que hace que obras como Rosetta (Luc y Jean-Pierre Dardenne, 1999), Paranoid Park (Gus van Sant, 2007) o Paterson (Jim Jarmusch, 2016) tengan para mí un valor infinitamente superior a filmes como Precious (Lee Daniels, 2006), El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011) o cualquier blockbuster saturado de ruido y luces de colores.

Esta concepción del cine me ha llevado a privilegiar en mi gusto aquello que se dio en llamar el cine moderno y sus epónimos, ha supuesto construir mi canon personal en relación con él y a desterrar de este canon tanto al cine clásico como a los nuevos ejemplos posmodernos del espectáculo, sea en forma de blockbuster o sea como esa masa eufórica de filmes que se acercan a la realidad desde la hipérbole formal y la saturación de los sentidos (pensemos en Shortbus (John Cameron Mitchell, 2006) o en Laurence Anyways (Xavier Dolan, 2012)).

Figuras como Michelangelo Antonioni, Ingmar Bergman o Jean-Luc Godard se imponen como referentes obvios, pero debemos entender también que este impulso modernista se expresó también en todos los nuevos cines aparecidos entre finales de los cincuenta y los años sesenta en el conjunto de Europa, en los Estados Unidos, en América del Sur y en Japón, y más tarde también en África y el Sureste asiático. John Cassavetes, Shirley Clarke, Jonas Mekas, Glauber Rocha, Gutiérrez Alea, Miklos Jancso, Alexander Kluge, Andrzej Munk, Nagisa Oshima, Ousmane Sembene o Lino Brocka no podrían faltar.

El intento del modernismo de dar respuesta a cuestiones como la crisis de la relación semántica del lenguaje cinematográfico con lo real, la pérdida de la función social del cine y la desintegración del sujeto moderno, así como el hecho de haberse configurado como un dispositivo de interrogación integral de la realidad y de sus modos de representación, me hicieron no solo encontrar un modelo fílmico que se ajustaba a una cierta visión del mundo que me atraía, sino rechazar aquellos modelos que ocultaban estas preguntas. Si el cine de Alain Resnais o de Chris Marker me estimulaba a la búsqueda de respuestas desde la opacidad de su estética, la transparencia del cine clásico imposibilitaba este cuestionamiento. Su sistema de identificaciones emocionales e imposiciones narrativas unido a lo convencional del simulacro que constituía su sistema de representación bloqueaban mi capacidad crítica, incluso llegaban a suponer para mí un insulto como espectador frente al constante desafío que el cine de Theo Angelopoulos o Jacques Tati me podían proporcionar.

Al lado de este cine moderno, que generacionalmente me quedaba muy lejos, otro cine continuador de sus formas críticas se fue asentando como mi verdadera pasión, hasta el punto de acabar centrando todo mi interés tanto crítico como simplemente cinéfilo. Las ampliaciones temáticas y las variaciones formales sobre la tradición modernista que aportaron nuevas prácticas estéticas elaboradas sobre un renovado compromiso con la realidad y la misma voluntad de cartografía de su tiempo que evidenciaban los gigantes, ya dinosaurios, de la modernidad, que aportaron cineastas como los hermanos Dardenne, Aki Kaurismaki, Béla Tarr, Jia Zhang-ke, Terence Davies, Jim Jarmusch, Claire Denis, Hou Hsiao Hsien, Olivier Assayas o Krzysztof Kieslowki suponen para mi un punto culminante del cine, al mismo tiempo una afirmación de su poder transformador y de su capacidad de emancipación como una resistencia a lo dominante y reaccionario que nos trajo la posmodernidad y sus manifestaciones culturales que, en el decir de Fredric Jameson, debemos entender apenas como expresión de la lógica cultural del capitalismo avanzado.

Este es el motivo de la otra gran fobia personal sobre la que se ha asentado mi cinefilia, el posmodernismo. Este rechazo se basa en el modo en que este grupo de obras introduce en sus formas una nueva superficialidad y un empobrecimiento emocional que reduce la obra de arte a su espacio en el mercado. Solo las obras que aúnan lo eufórico y lo simple son inmediatamente legibles y movilizan rápidamente pasiones que parecen dotadas de gran fuerza, si bien su duración es efímera y se aprestan a ser sustituidas inmediatamente por la próxima moda más grande que la vida.

Con todo, a la par que este cine del simulacro, que se expresa mayoritariamente en las formas del pastiche que tan claramente ejemplifica el cine de un Quentin Tarantino, también se desarrolló en el contexto posmoderno una política cultural radical que tiene una importante validez como testimonio crítico del momento presente. Una política cultural que se expresa con una estética nueva y propia, que no puede dejar de incluir expresiones propias de su ambiente cultural, pero que se revela capaz de no verse dominada por estas, sino que con ellas es capaz de articular discursos críticos. Pienso, por ejemplo, en la obra de Gus Van Sant, Wong Kar-Wai o Atom Egoyan. Es cierto que su obra no es incontestable, que manifiesta en muchos momentos toda la negatividad eufórica y nihilista que acabo de señalar, pero también creo que no existe el autor infalible, primera mentira que cimentó la dudosa política cahierista de los autores que, paradójicamente, impulsó el nacimiento del cine moderno desde un concepto tan romántico y pre-moderno de autor como el que manejaban y que fue rápidamente impugnada por las posteriores corrientes de la semiótica y el estructuralismo desde la segunda generación de los propios Cahiers du Cinéma, y no es menos cierto que los grandes autores del cine moderno no están precisamente exentos de estas debilidades. Antonioni, Godard, Resnais o Wim Wenders han perpetrado filmes terribles, ejemplos de lo peor de un modelo que no siempre consiguió, ni quiso hacerlo, evitar la pedantería del exceso literario o la vacuidad del esteticismo.

Sin embargo, pese a todo lo dicho y por supuesto, no deja de ser una gran verdad que todos tenemos pasiones inconfesables, pero su carácter excepcional y la imposibilidad de introducirlas en un esquema coherente hacen que funcionen como eso, excepciones, islas por las que en realidad no deberíamos tener que justificarnos si entendemos que nuestros conceptos son limitados, contingentes, no absolutos ni necesarios, aunque sean los nuestros. Con todo, confesaré que en mi caso esa lista personal inconfesable viene encabezada por Amelie (Jean-Pierre Jeunet, 2001), pero esa es una tela de un percal muy diferente como para desenrollar aquí y ahora.

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