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El culto a todo lo que rodea al cine

A principios de los años 70, cuando George Lucas presentó sus proyectos a varias productoras, durante el rodaje de THX 1138 (1971), logró un principio de acuerdo con Universal para la producción de American Graffiti (1973) y Star Wars (1977). Otra sería la historia luego, con la creación de Lucasfilm y la empresa que marcaría el futuro de los efectos especiales: Industrial Light & Magic. Pero no solo Lucas sería pionero (o visionario) al momento de crear estas dos empresas con la finalidad que ya todos conocemos, sino que también fue un adelantado para la época, al renunciar a gran parte de los derechos del filme a cambio de quedarse con los del merchandising. Es eso, que quizás para aquel tiempo fue propio de un lunático, lo que más ingresos dio (y sigue dando) en el universo Star Wars. ¿Y qué es eso de querer tener el muñeco a escala de nuestro personaje favorito, sino más que un culto al objeto?

Actualmente, gracias a Internet, el tiempo vuela y la información también. Y así como un tuit polémico le puede llegar a costar la reputación a un periodista o a cualquier persona pública, la realidad es que las estrategias publicitarias han mutado y se han amoldado a los tiempos y recursos con los que se cuenta hoy. Y dentro de ese marco, las redes sociales juegan un papel preponderante al momento de generar ansiedad en los fanáticos de una u otra serie o película. Tanto es así que, si nos retrotrajéramos a solamente veinte años atrás, nos quedaríamos pasmados al ver toda la expectativa que genera un teaser trailer, en el que solo vemos una parte muy ínfima del filme que representa (ni siquiera es un trailer). Y aún más, cómo la industria ha sabido interpretarlo, alimentando la ansiedad de los espectadores mediante estos pantallazos, generando miles de teorías en YouTube, Twitter, Facebook y a través de una infinidad de blogs, llenos de usuarios dispuestos a ver hasta los más mínimos detalles del nuevo traje de Iron Man, el nuevo color del peinado de Daenerys Targaryen o las inscripciones en una de las chaquetas de un soldado de Star Wars. Demás está decir que todo esto contribuye a generar un culto alrededor de cada cosa que se produce, pero no con respecto a lo que podríamos llamar «cine de culto» (independientemente de que el filme de cuestión lo sea), sino porque con esto, el cine logra llegar a un objetivo que tampoco le interesa mucho esconder a quienes lo producen y distribuyen: el económico.

Es común que el filme todavía no haya sido lanzado, que nadie lo haya visto, pero la productora ya ha mostrado al personaje simpático en su trailer, mediante una historia de Instagram o, simplemente, una imagen en Facebook, algo que generará una catarata de merchandising (desde muñecos hasta videojuegos) para que los niños (y no tanto) deseen ir corriendo a comprar una figura, una remera o hasta una taza con su cara. Tal es el caso de Baby Groot, que apareció en Guardianes de la galaxia vol. 2 (Guardians of the Galaxy vol. 2, James Gunn, 2017) o BB-8 en Star Wars VII: El despertar de la fuerza (Star Wars VII: The Force Awakens, J.J.Abrams, 2015), personajes que despertaron tal simpatía que lograron comprar a su público sin haber sido vistos más que los dos minutos y medio que puede llegar a durar un trailer. Esto, lejos de irse disipando, cada vez toma más fuerza y alimenta la ansiedad que se crea alrededor de los filmes. Si luego la película no cumple con las expectativas, no interesa; el objetivo está cumplido: toda esa cadena de comercialización, muy probablemente, ya le haya asegurado al filme, como mínimo, un aceptable número de taquilla y otro tanto en lo que hace al merchandising, con lo que al final del día, se autogarantizó recuperar lo invertido. Es por eso que muchas veces nos podemos llegar a preguntar cuál es el objetivo detrás del lanzamiento de un octavo capítulo de una saga totalmente agotada, como Rápido y Furioso, y es ahí donde yace la respuesta.

Es momento, entonces, de contextualizar el cine de acuerdo a los tiempos que corren. A lo largo del tiempo, se fue afianzando cada vez más como modelo de imposición de ideales, pero actualmente el capitalismo ya nos bombardea desde todos los frentes: ha penetrado hasta en las cuestiones más impensadas. En la lógica capitalista, no importa si el plano logrado tiene la calidad artístico- técnica de aquel memorable plano-secuencia de Orson Welles en Sed de Mal (Touch of Evil, 1958) o la escena de las gemelas en El Resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980). Lo que sí interesa es vender, no importa si está logrado a través de un gran trabajo artístico, mientras asegure la venta de muchas entradas y merchandising. En una época en la que importa más el envoltorio que el contenido, el capitalismo nos urge a comprar cosas que no precisamos y, en cuanto a lo artístico, a valorar las cosas de acuerdo a su valor comercial por sobre su calidad. ¿Quién no ha recibido una crítica del estilo «me aburrí, no pasaba nada», al haber recomendado una película con un gran guion, pero exenta de explosiones o escenas de acción? Es lógico, entonces, que la industria cinematográfica destine todos sus esfuerzos a la producción de efectos especiales (y a películas que los contienen) en detrimento de historias ricas en diálogos y giros argumentales. El cine es en definitiva eso, mostrar sin contar.

Muchas veces nos hacemos preguntas como las ya planteadas, sin darnos cuenta de que somos los espectadores quienes hemos entrado en esa espiral que el sistema impone y que concibe al cine solamente como un bien de consumo y no una expresión artística. Convirtiéndolo en una mercancía es que el cine se transforma en un objeto, venerando sus aspectos banales (como cuando un filme lleva el apellido de su actor principal por sobre el título, ignorando hasta el nombre del director) y no su calidad artística. No todo está perdido, porque el arte puede transgredir cualquier época, pero en nosotros queda la chance de aportar nuestro granito de arena para impedir que el cine de culto se convierta en un mero culto al cine como objeto.

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